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Lizzie nunca había estado tan cerca de vivir en la gracia de Dios como trabajando al servicio de los Laderer en su casa de Sarau. La granja estaba algo apartada del bonito pueblecito de la región de Marlborough, al borde de la planicie de Waimea. Como casi todo en ese país, la colonia todavía se encontraba en construcción, pero parecía muy prometedora. La tierra era fértil y los colonos se mostraban agradecidos después de que la suerte no les hubiese favorecido durante los primeros años en el nuevo país. Cerca de Nelson habían encontrado poca tierra de labor y, por añadidura, habían sufrido inundaciones.

Pero un Otto Laderer no se dejaba amedrentar por tales adversidades de la naturaleza. Se había atrevido a comenzar desde cero por segunda vez y ahora desmontaba cada vez más tierras. También la cría de bueyes prosperaba. Su esposa, Margarete, una mujer nervuda y fuerte, trabajaba tan duro como él, y lo mismo los dos hijos. Ni el padre ni los chicos, para los que ya se había encontrado esposa, miraban a Lizzie con lujuria. Y cuando uno de los colonos se interesaba por ella, sus acercamientos no pasaban de unas palabras corteses y, tal vez, una excursión el domingo. Para aquellos chicos serios y diligentes procedentes de Mecklemburgo o la Baja Sajonia se había establecido que en algún momento se casaran con una de las chicas serias y diligentes de las granjas vecinas. Que uno se uniera a la hija de uno de los pocos católicos bávaros ya habría sido como una catástrofe para la familia, así que una chica inglesa sin medios ni siquiera entraba en consideración, por muy cautivadora que fuese su sonrisa.

Los Laderer empezaban a trabajar al amanecer y se iban a la cama cuando oscurecía. Y lo mismo esperaban que hiciera Lizzie. Gastar el aceite de las lámparas por la noche era un lujo. El trabajo era duro, pero las comidas eran abundantes, y el sueldo se pagaba puntualmente al final de cada mes. Las mujeres llevaban blusas y faldas azules, con delantales claros en casa. La señora Laderer ayudó a Lizzie a arreglar su viejo vestido de trabajo y le prometió tela para un nuevo vestido en Navidad. A la muchacha solo le preguntó cómo había podido llegar de Inglaterra con un único vestido. Su vida anterior no parecía interesarle en absoluto.

Los Laderer llamaban a su nueva doncella Liese o Lieschen y ni siquiera se preocuparon de averiguar su apellido. Naturalmente, los domingos la llevaban a la iglesia luterana, donde Lizzie echaba un poco en falta la ceremonia católica, más festiva. El reverendo, al que llamaban «pastor», parecía más severo que el de Campbell Town, aunque no lo sabía con exactitud porque predicaba en alemán.

Pero nada de eso la habría molestado. Le habría gustado quedarse un tiempo y ahorrar, pero no encontraba ni una pizca de placer en el trabajo que realizaba y sentía que le exigían demasiado. Lizzie no era perezosa, como doncella y asistente de cocina siempre la habían elogiado por ser servicial, pero los Laderer no necesitaban ninguna sirvienta doméstica sino una moza de cuadra. Lizzie tenía que limpiar las cuadras y ordeñar, recoger los huevos y ayudar en la matanza. Sobre todo esto último le resultaba imposible. Limpiar el estiércol no la molestaba, salvo que acababa extenuada después de llevar la quinta o sexta carretilla de pesadas boñigas a la montaña de abono, pero para el señor Laderer era muy importante el orden y la limpieza. Lizzie era una joven menuda. El trabajo pesado la superaba.

Peor era ordeñar, dar de comer y sacar las vacas y los caballos. Los animales grandes le daban miedo. Desconfiaba de ellos y se moría de espanto cuando, al ordeñarla, una vaca movía una pata o volvía la cabeza para mirarla. A veces, asustada, volcaba el cubo y la señora Laderer se enfadaba.

Se desenvolvía algo mejor con el trabajo en el campo, le gustaban más las plantas que los animales y con el paso del tiempo le cogió cariño al huerto. El domingo desenterraba bonitas flores del bosque, o que a ella le gustaban, y las plantaba en el huerto para embellecerlo. Sin embargo, la señora Laderer era incapaz de entender que se ocupara de algo así.

—¿Qué hacen aquí estas flores? ¡Un manzano es mejor!

Los Laderer rechazaban todo lo que consideraban que no era de utilidad y no daba frutos. Lizzie se sorprendió a sí misma echando de menos la casa de los Smithers: sacar el polvo de los bonitos muebles, las reuniones para tomar el té, los ramilletes de flores en los jarrones, las rosaledas… Lizzie podía imaginarse una vida más hermosa, por sucia y amenazante que fuese la realidad. Con los Laderer no tenía nada que temer, pero tampoco había sueños ni nada en lo que deleitarse. Además, añoraba de vez en cuando su idioma. Ni los Laderer ni sus vecinos consideraban necesario aprender más inglés del imprescindible, y en el fondo tampoco eran generosos con su propia lengua. Los inmigrantes de la Baja Sajonia constituían un pueblo parco en palabras. Lizzie no llegó a intimar con ellos.

De ahí que se alegrara todavía más cuando Margarete Laderer le pidió, al cabo de cuatro meses, que la ayudara esa tarde en la casa.

—Tú has dicho que estás en casa elegante —le recordó. Por lo visto, Otto Laderer había contado su singular conversación con la extraña muchacha inglesa—. Hoy vienen ingleses, hombre elegante. Representante británico en Bahía de las Islas.

Lizzie no sabía nada de ninguna Bahía de las Islas, pero pensó que un representante británico tenía que ser alguien importante.

—La visita quiere hablar con alguien que sabe inglés. Por eso, Otto.

En efecto, Otto Laderer hablaba mejor inglés que la mayoría de los colonos.

—Seguro que bebe té. ¿Tú haces té?

—¿Si puedo preparar un té? —Lizzie respondió afirmativamente con una sonrisa—. También puedo servirlo. Oh, por favor, señora Laderer, déjeme poner la mesa y arreglarla. Como la gente distinguida. ¡Por favor! —Estaba deseando mostrar sus habilidades.

—Como buena gente, no distinguida —gruñó la mujer, aunque no se lo prohibió.

Lizzie revisó el armario de la cocina y sacó el mantel que los Laderer solo utilizaban en las grandes festividades. Con auténtico celo dobló las servilletas, cortó flores de la enredadera rata y las arregló para decorar la mesa. Buscó en vano jarrones, al igual que una tetera. Los granjeros solo hervían café. Aun así, disponían de un bonito juego de café de loza, azul con puntos blancos, en el que seguramente también podría servirse un té.

Lizzie lo preparó todo y luego se puso su bonito traje de viaje y un delantal blanco. Solo le faltaba la cofia para completar el uniforme de doncella. Cuando se miró en el único y diminuto espejo de los Laderer la invadió la inquietud. Seguro que el concejal no tendría las mismas y anormales inclinaciones que el señor Smithers. Sabría apreciar su trabajo, no solo su apariencia.

Finalmente puso a hervir el agua para el té cuando oyó voces en el patio y luego corrió a abrir. La señora Laderer observó fascinada por la rendija de la puerta cómo su moza de cuadras hacía una afectada reverencia y cogía servicialmente la esclavina que aquel hombre alto y delgado llevaba para protegerse de la llovizna que caía. El recién llegado sonrió amablemente y le dio también el sombrero alto. Luego siguió al lacónico Otto Laderer a la sala donde esperaba la señora Laderer.

—James Busby, estimada señora.

Con una reverencia perfecta, el invitado se presentó al ama de casa, quien, era evidente, no sabía qué debía decir. Aun así, indicó con cierta torpeza al señor Busby que tomara asiento. Lizzie sirvió el té caliente después de haberlo dejado reposar exactamente tres minutos. Se colocó a la derecha del invitado, le preguntó con amabilidad cuánto azúcar y leche deseaba e hizo una reverencia cuando el hombre le dio las gracias.

Otto Laderer miraba a la joven con respeto y a Lizzie le costaba conservar una postura servicial en lugar de sonreír radiante. ¡Por fin causaba a sus señores una buena impresión! Sin embargo, los Laderer no podían, al parecer, prestar ayuda a su invitado.

—Había oído decir que un par de colonos alemanes de la región de Marlborough poseen conocimientos sobre el cultivo de la vid —anunció el señor Busby abatido tras intercambiar unas pocas palabras con Otto—. No tendrían que ser expertos, yo ya les instruiría. Pero sería bueno que tuvieran un poco de experiencia como viticultores. Nuestros trabajadores nativos no se dan maña para eso, ¿sabe? Nunca han bebido vino y cuando lo prueban, ¡no les gusta!

Busby lo contó con una expresión tan apenada en su rostro oval y rodeado de una barba ya grisácea que se diría que los maoríes habían, como mínimo, blasfemado contra su Dios. Los Laderer, por su parte, permanecían impasibles. Lizzie pensó que tal vez tampoco ellos habían probado nunca un vaso de vino. Bebían poco alcohol, y cuando lo hacían era un aguardiente claro que ellos mismos destilaban o un licor para cuya elaboración se mezclaba alcohol con frutas y azúcar. Lizzie lo encontraba muy rico, pero bastante fuerte.

—No hacemos vino —dijo Lederer secamente—. Quizá los bávaros. Pero no creo. Ellos hacen cerveza.

—Por aquí tampoco tienen viñedos —suspiró Busby, como si fuera inevitable que alguien que hubiese bebido vino en alguna ocasión y supiera un poco sobre su elaboración, también cultivase vides—. Pues sí, no hay nada que hacer. Siento haberle robado su tiempo. Y muchas gracias por el té, ¡estaba estupendo! —Busby sonrió a la señora Laderer y a Lizzie.

—¿Le apetece al señor otra taza? —ofreció Lizzie.

En realidad tendría que haber sido la señora Laderer quien lo preguntara, pero esta parecía estar satisfecha de que el inglés se marchase pronto.

Busby rehusó, pero enarcó las cejas.

—¿Eres inglesa, guapa? —preguntó afablemente.

Lizzie asintió y volvió a inclinarse.

—¡Y excelentemente instruida! Mis felicitaciones, señor Laderer. Aquí escasean. En las grandes ciudades ya se está hablando de reclutar servicio inglés en los orfanatos londinenses. Precisamente en la Isla Sur, donde tampoco hay tantos aborígenes a disposición. Aunque los de aquí me parecen más dóciles que los nuestros en el norte… Pero ustedes han tenido un golpe de suerte con su doncella. ¿De dónde eres, hija?

Lizzie pensó un momento en si debía mentir. Pero si el hombre conocía Inglaterra, tendría que saber, por su acento, de dónde procedía.

—De Londres, señor —respondió con franqueza—. Whitechapel.

Busby sonrió.

—Pero supongo que no importada de sus orfanatos. Extraña idea esa de traer aquí la escoria londinense.

Lizzie enrojeció.

—No, no… Mi padre era… carpintero. —El marido de Anna Portland había sido carpintero.

—Y de pequeña ya te pusieron a trabajar. Muy bien. Lo dicho, ¡tiene usted suerte, Laderer! ¿Me permitiría que le secuestrase a esta muchacha? —Busby se volvió sonriendo hacia el alemán.

Otto Laderer contrajo los labios.

—¿Secuest…?

—Secuestrar. Significa que al señor Busby le gustaría que yo trabajara para él.

Eso también era una insolencia, pero Lizzie no pudo reprimirse. Busby parecía partir de la idea de que ella estaba contenta allí y que aquellos granjeros alemanes estaban satisfechos con su doncella. Pero si ella lo rectificaba… ¡tan apegados a su torpe moza de cuadras no podían estar!

—Liese moza de cuadras aquí —aclaró la señora Laderer.

El señor Busby miró a Lizzie. Tenía una mirada penetrante y aguda.

—¿Es cierto, Lie…? —El nombre ya le dio dificultades.

Lizzie hizo una reverencia.

—Elizabeth, señor. Lizzie.

—¿Qué más, hija? —preguntó Busby.

Lizzie tomó aire. No debía cometer ningún error.

—Portland. Elizabeth Portland. Y sí, es cierto, trabajo aquí sobre todo en el establo. Aquí no… no necesitan doncellas. —Lizzie intentó que también el señor y la señora Laderer la entendiesen.

—Pero ¿entonces por qué no te buscas otro lugar? En Nelson o en Christchurch o en alguna de las grandes granjas se disputarían tus servicios. Seguro que tienes cartas de recomendación. —Busby la miraba interesado, pero severo.

La mente de Lizzie trabajaba a toda máquina. ¡Tenía que encontrar una buena historia! Una que explicase por qué no tenía ni documentos ni certificados de trabajo. Se mordió el labio inferior. Necesitaba una historia lo más veraz posible. No tenía por qué ser la propia, pero tampoco una recién inventada. Se maldijo por su falta de prudencia. A fin de cuentas, debería haber pergeñado algo durante esos aburridos meses en Sarau.

—El señor y la señora fueron muy buenos conmigo cuando llegué de Australia —dijo con la mirada baja—. Tampoco me preguntaron nada, y yo… yo hubiese sentido mucha vergüenza si hubiese tenido que darles explicaciones.

Busby sonrió.

—¿Australia? ¿No serás una convicta? —Amenazó a Lizzie bromeando con el dedo.

Lizzie lo miró afligida.

—Yo no, señor, pero sí mi madre. Anna Portland… en Londres… pero… en Londres todo el mundo estaba al corriente del caso… y mis señores ya no quisieron tenerme más tiempo empleada. Así que pensé que podría estar con mi madre si venía a Australia. Lo que me dejó mi padre fue suficiente. Pero yo… —Lizzie dejó que su voz se apagara— yo no la encontré.

Mientras los Laderer la escuchaban interesados, pero comprendiendo solo a medias, Lizzie resumió de forma atropellada el drama de Anna Portland para aquel representante británico. Un hombre que fácilmente podía confirmar la veracidad de la historia enviando una carta a Londres, o con una carta expedida a Australia requiriendo información sobre las presas huidas.

Al final de su explicación, Busby pareció conmovido.

—Naturalmente, comprobaré lo que dices, Elizabeth. Pero en principio, si tus señores te dejan partir, me gustaría llevarte conmigo a Waitangi. Está en la Isla Norte. Espero que no te marees en el mar.

Los Laderer dejaron partir a su poco diestra moza de cuadras y James Busby informó a cada uno de los numerosos conocidos que se iba encontrando durante el viaje de que por fin podría darle una alegría a su esposa.

—Habitualmente suelo volver a casa con cepas, y ahora le había hablado de un viticultor alemán. Si en su lugar le llevo una doncella inglesa, se pondrá contentísima.

Lizzie se enteró con no menos alegría de que en casa de Busby había una mujer a la que este quería. Al menos la pareja tenía seis hijos. Tampoco durante el largo viaje intimó demasiado con su nueva empleada. Por lo demás, a esta le costaba evaluarlo. Busby tenía convicciones y opiniones firmes que no dudaba en defender con vehemencia. Camino de Waitangi, un lugar en el extremo de la Isla Norte, se alojaron en las casas de sus amigos y enemigos políticos y de vez en cuando presenció acaloradas discusiones entre Busby y su anfitrión. Ella no cesaba de escuchar que su nuevo señor era testarudo, pero, por otra parte, parecía una persona sumamente respetada, y debía de ser también un buen diplomático.

Como el mismo Busby le explicó, él había redactado y preparado el célebre Tratado de Waitangi, según el cual las treinta y cuatro tribus maoríes se sometían de forma pacífica a la Corona inglesa. El más famoso por ello era William Hobson, pero Busby había estado defendiendo los intereses británicos en Nueva Zelanda desde mucho antes que él. Había llegado a ocupar el cargo de concejal de Bahía de las Islas, es decir, desempeñaba una especie de función de asesor británico en los alrededores de Waitangi.

Las bahías e islas de esa región estaban relativamente poco pobladas y ya hacía tiempo que los maoríes se habían convertido al cristianismo y adaptado. En lugar de balleneros y cazadores de foca como en otros lugares, ya a principios de siglo se habían asentado en Nueva Zelanda misioneros. El entorno era fértil y cálido, se practicaba la agricultura ante un decorado de bahías azules, verdes selvas y cascadas impresionantes.

En realidad, nadie quería que Busby le asesorase, y ya se había enemistado con muchos colonos y misioneros. Con quienes mejor parecía entenderse era con los maoríes, pues sus logros se remontaban al hábil trato con los jefes tribales de los indígenas. Pero tampoco ellos necesitaban un councillor y, como consecuencia, Busby tenía mucho tiempo para dedicar a sus propios intereses. Uno de ellos era la viticultura, pero dinámico y temperamental como era, también había fundado un periódico y se había aventurado como comerciante o granjero. Lo que más le gustaba era ejercer de profesor, siempre que los alumnos no replicaran. Anteriormente había dado clases en Australia de agricultura y viticultura y, por lo visto, de vez en cuando echaba de menos esas disciplinas.

Esta peculiaridad de su nuevo patrón ofreció a Lizzie un interesante viaje. Busby conocía Nueva Zelanda como pocos y proporcionó a la muchacha, sedienta de saber, todo tipo de información sobre su flora y fauna. Los bosques de helechos y las extrañas aves que cavaban agujeros la dejaron maravillada, lo aprendió todo sobre la cría de ovejas, actividad en la que Busby veía el futuro de la Isla Sur, y fue enterándose de más cosas sobre el cultivo de la vid. Busby hacía pruebas con una propiedad vinícola más allá de Waitangi. Y aunque hasta el momento no había obtenido demasiado éxito, estaba encantado.

El paisaje que rodeaba Waitangi no podía compararse con el entorno de Nelson. Lizzie, la chica londinense, se quedó impresionada ante la hermosura de la naturaleza de la Isla Norte. Como las bahías de intenso azul y sus islitas rocosas, como el bosque de helechos con su verdor impenetrable y las montañas, cuyo color cambiaba según la posición del sol. Así se había imaginado el paraíso… aunque quizá menos lluvioso. Como Lizzie averiguó, el clima era inestable tanto en invierno como en verano. Hacía más calor que en la Isla Sur, pero también había más humedad.

¡Y por fin fue posible llevar una vida placentera que al mismo tiempo seguía los preceptos divinos! Agnes Busby dirigía una casa grande y abierta y se alegró sinceramente de tener una nueva ayuda. Solo contaba con sirvientes y doncellas maoríes, pero no conocía ni una palabra de su lengua. O bien su marido se encargaba de la traducción o bien ella se daba a entender por medio de signos. Lamentablemente, ni lo uno ni lo otro se desarrollaba de forma satisfactoria.

A la señora Busby le gustaban las cosas bonitas y habría querido dirigir su hogar como si fuera una casa de campo inglesa. Había crecido en Nueva Gales del Sur, pero procedía de una familia noble. Por desgracia, ni su marido ni los maoríes se interesaban por encerar y pulir los imponentes muebles o por la caída de las cortinas de terciopelo. Nadie conseguía cepillar correctamente el traje de montar de la señora Busby ni planchar los encajes de sus vestidos. Lizzie había aprendido todo eso con la señora Smithers y, además, compartía con su nueva patrona el placer por las habitaciones ordenadas y elegantes. Con un leve estremecimiento, Lizzie se cubrió el uniforme de servicio con un delantal y una cofia, pero muy pronto se sintió a gusto así vestida, mientras las muchachas maoríes constantemente protestaban por ello.

Lizzie disfrutaba con el trato con los hijos de los Busby, de buen grado alivió las tareas de las niñeras maoríes, que si bien eran cariñosas, desconocían la educación británica. Las muchachas agradecían su ayuda. Eran cordiales y voluntariosas, pero anhelaban cierta amabilidad en el trato. A diferencia de la señora Busby, que las consideraba una especie de animales de trabajo incomprensibles, Lizzie pronto se percató de que entre ingleses y maoríes había más semejanzas que diferencias. Al principio casi todo la dejaba perpleja. En Inglaterra nunca había visto a personas de tez oscura y la descripción de los salvajes en los sermones del reverendo la había llevado a pensar que tal vez fueran seres vagamente emparentados, pero no propiamente humanos. La gente tatuada y robusta con sus peinados extraños y esa particularidad de ir semidesnuda casi habían reforzado esa idea. Sin embargo, Lizzie se dio cuenta de que las chicas hablaban entre sí, reían y bromeaban al igual que ella había hecho antes con sus amigas. Los hijos de los Busby aprendían inevitablemente la lengua de sus niñeras y Lizzie observaba fascinada que se entendían con los maoríes igual de bien que con los suyos. Como consecuencia, cuando Lizzie tenía que comunicarse con los maoríes no recurría a los signos ni a la desagradable costumbre de la señora Busby de hablar más alto. En lugar de ello, preguntaba a los otros empleados por el significado de las cosas en su lengua. Empezó a aprenderla y, un par de meses después, podía reírse con la muchacha de la cocina, Ruiha, de que en maorí no hubiese palabras para «aparador» o «tarjeta de visita».

Aprendió que casi todas las extrañas costumbres de los maoríes tenían su significado: las danzas marciales y los gritos que al principio la habían asustado, con frecuencia no eran más que saludos, y los tatuajes indicaban a qué tribus pertenecían las personas.

Ruiha y los demás empleados pronto invitaron a Lizzie a su marae. Lizzie admiró las artísticas tallas de madera de la casa de asambleas y del dormitorio común. Y hubo algo más que la dejó atónita: al parecer, entre los maoríes no era importante quién se casaba con quién, y tampoco sabían qué era una muchacha «casquivana». Por la noche, Ruiha se marchaba contenta con el jardinero Hare a algún lugar de los alrededores. La doncella tenía un hijito, pero ningún padre para él. Lizzie reaccionó escandalizada cuando el mozo de cuadras Paora le hizo avances en público, pero los maoríes se rieron cuando ella lo rechazó aterrada. Al principio, Lizzie temió que esto lo incitara a intimar con ella por medio de la violencia, pero luego comprobó que los miembros de la tribu bromeaban más acerca del despechado Paora que de la negativa de ella. El joven, no muy alto pero fuerte y robusto, se retiró compungido mientras dos muchachas parodiaban risueñas la forma correcta de pedir la mano a una pakeha wahine.

Lizzie pronto se relajó y empezó a reír con los demás viendo cómo una chica tendía flores a otra y se inclinaba una y otra vez. La intérprete de la muchacha pakeha hacía melindres hasta que «se entregaba» a su admirador, lo que expresaba por medio de unos pasos de danza que, a ojos de Lizzie, resultaban bastante obscenos. Para los otros espectadores no era especialmente escandaloso. Se reían sin cesar de que el galán tropezara con sus pantalones y ya no supiera si tenía que dejárselos puestos o quitárselos para hacer el acto. Más tarde, Paora desapareció con otra muchacha y Lizzie regresó a casa de los Busby sin que nadie la incordiase.

La señora de la casa contemplaba la amistad de Lizzie y los maoríes con sentimientos contradictorios. Por una parte, la actividad de intérprete de Lizzie le facilitaba las cosas, pero por la otra no le gustaba que «confraternizara» con los aborígenes, como lo llamaba ella. Se le antojaba raro, sobre todo en una muchacha inglesa decente.

El señor Busby parecía evaluar de forma más satisfactoria la situación. Respetaba a los maoríes, pese a que le dolía como una espina clavada su desinterés por el cultivo de la vid. Por grande que fuera su compromiso con su propiedad vinícola, esta no prosperaba. Los trabajadores no entendían que no era igual que se vendimiase hoy que una semana más tarde, o que se dejara fermentar el mosto antes o después de prensarlo. Consideraban que aclarar las cepas era un derroche y, aunque Busby no se cansaba de indicárselo, dejaban demasiados brotes en los troncos. Se producía entonces mucho vino pero poco sustancioso. Busby podía hablar durante horas acerca de estos problemas, pero salvo uno de sus hijos, solo Lizzie se interesaba por los métodos de la elaboración del vino. Busby importaba vino de distintos terrenos de cultivo para su consumo personal y desde que la había introducido en la materia durante el viaje que habían realizado juntos, dejaba que Lizzie lo probara al igual que su menos entusiasta familia.

Los domingos se llevaba a la muchacha a los viñedos, supuestamente para que preparase la comida campestre de la familia, pero sobre todo para que escuchara sus minuciosas explicaciones sobre las cepas. A veces la joven se atrevía, con cautela, a hacer algún comentario, plantear alguna pregunta o incluso expresar su opinión, lo que a Busby le encantaba.

—Voy a ponerme celosa —comentaba la señora Busby y se sumía satisfecha en la lectura de un libro bajo una sombrilla mientras su marido conducía a Lizzie y los niños montaña arriba y les explicaba la razón de vendimiar temprano y de podar las cepas.

Por primera vez en su vida, Lizzie se sentía casi enteramente feliz. De vez en cuando pensaba en Michael, claro, en el extraño poder de seducción que había ejercido sobre ella y en la inesperada dicha que había sentido en sus brazos. Pero no quería lamentar su pérdida. Al final la había herido. ¡Y ya había sufrido suficientes heridas! Lizzie ya no quería que la decepcionasen o amedrentasen más. Disfrutaba y se sentía satisfecha trabajando para los Busby. Así transcurrieron el verano, el otoño y el invierno, pero ella seguía siendo joven, acababa de cumplir los veintidós años. Tenía mucho tiempo para reponerse antes de volver a pensar en un marido e hijos. Necesitaba un par de años más para aprender de nuevo a soñar, pero tenía la esperanza de que en algún momento volvería a enamorarse. Esta vez de un buen hombre. Lizzie seguía pensando en llevar una vida que fuera grata a Dios, con hijos y una humilde casita.

—¡A nuestra Lizzie le buscaremos un viticultor! —solía bromear James Busby cuando uno de sus muchos conocidos se reía de la muchacha porque no tenía ningún novio en vista—. ¿Tú qué prefieres, Lizzie, un francés de mirada ardiente del Languedoc o un alemán rubio y de ojos azules?

—Uno moreno y de ojos azules —respondía entonces ella con coquetería—, pero me temo que esos están en Irlanda y se dedican a destilar whisky.