8
Michael Drury tropezó en la sucursal del Dunloe Bank con Ian Coltrane.
Lizzie todavía estaba de visita en el poblado de sus amigos maoríes y Chris no debería haberse quedado solo. Pero esas últimas semanas cada día se sentía mejor y había animado a Michael a que fuera a caballo a Tuapeka para comprar provisiones y cambiar por dinero sus escasos hallazgos de oro. El banco era su última parada y lo primero que le llamó la atención fue un adolescente rubio, que sostenía un mulo enganchado a un carro delante del banco. El muchacho le resultó familiar, le recordó los rostros infantiles de Irlanda. ¿A los cinco hermanos de Kathleen? ¿A los suyos? El muchacho hizo una mueca impertinente cuando vio que Michael lo observaba.
Michael apartó la vista, entró en el banco y de repente se encontró ¡frente a Ian Coltrane! El tratante de caballos estaba más gordo que antes, hinchado y rubicundo, pero Michael lo reconoció al instante. Algo en su actitud, algo acechante en los rasgos de su rostro, tal vez el parecido con su padre. Ian Coltrane era inconfundible.
Tampoco hubo la menor vacilación en Ian, menos todavía porque Michael apenas había cambiado. Coltrane se lo quedó mirando estupefacto, pero luego apareció en su rostro una sonrisa de superioridad. ¡La misma que la del chico que estaba frente a la puerta! Michael notó que se le encogía el corazón.
—¿Coltrane? —preguntó con voz ronca.
Ian sonrió burlón. Por lo visto, se había repuesto más rápidamente.
—Mira quién está aquí. ¡El hijo pródigo! ¿No te habían llevado encadenado al otro lado del mundo?
Michael intentó dominarse.
—¡Este es el otro lado del mundo! —contestó—. Y en cuanto a las cadenas, se pueden abrir. Pero tú… El padre O’Brien me dijo que tú… tú y Kathleen… estabais en Nueva York.
Ian Coltrane soltó una sonora carcajada.
—¿Eso dijo el bueno del padre? Pues en algún momento tendrá que enfrentarse a Dios con una mentira en su conciencia. Es posible que lo encontremos en el infierno.
Michael apretó los puños. No sabía quién le provocaba furor, si el viejo sacerdote o Coltrane, que al menos no era responsable de que O’Brien hubiese mentido. En realidad no había ninguna razón para enfadarse con Coltrane.
Trató de vencer los celos y el impulso de darle un puñetazo al socarrón de Ian. Tenía que hablar con él. Tenía que saber si Kathleen… ¡Oh, Dios, quizás estuviera en Tuapeka! Cada vez eran más las mujeres que acompañaban a sus maridos a los yacimientos de oro. Sentía calor y frío de modo alterno, su corazón latía desbocado. Tenía que tranquilizarse.
Tan relajado como le fue posible, señaló con el mentón fuera del banco.
—¿Es… mi hijo? —preguntó.
Coltrane negó con la cabeza, todavía con una sonrisa altanera.
—¡Oh, no, señor Drury, ese es el mío! Y lo sé seguro, no quité los ojos de encima a la querida Mary Kathleen después de que se vaciara y estuviese lista para mí.
Michael se mordió el labio y luchó una vez más contra la cólera que le invadía. Pero ¿cómo hablaba así de su esposa? ¿Cómo hablaba de Mary Kathleen? Sin embargo, Michael se sintió casi aliviado. El muchacho no le había gustado, aunque tuviese los rasgos de ella.
—¿Y dónde está ahora? —se le escapó—. ¿Dónde está mi… dónde está… el otro?
Ian se puso serio y su expresión se ensombreció, sobrecogiendo a Michael, dejando entrever su maldad. Reflexionaba febrilmente. ¿Tenía que confesar que lo habían humillado? ¿Admitir que Kathleen lo había abandonado? ¿Posiblemente para salir en busca de ese hombre a quien siempre había amado? Y tal vez hasta había estado cerca de él, pues aquel reverendo montaba su mula… ¿La había comprado realmente en Christchurch? Ian tomó aire.
—Kathleen ha muerto —dijo—. Murió al nacer Colin. —Señaló al chico que estaba fuera—. Antes, tu bastardo casi la mató, no estaba hecha para tener hijos. Demasiado débil, demasiado delicada. Así que el primero llegó muerto al mundo. No era de buena casta, Drury. Pero ¡el mío es un buen mozo! —Ian volvió a reír—. ¡No te lo tomes a mal, hombre! —Se dio media vuelta para marcharse.
Michael se quedó petrificado. ¿Kathleen muerta? ¿Kathleen y su hijo? Todos aquellos sueños, todos aquellos años… Eso explicaba por qué el padre O’Brien no le había enviado más novedades acerca de ella. Probablemente el sacerdote no había querido engañarle. Algo habría entendido mal y no mantenía contacto con los Coltrane. Kathleen había muerto y seguro que Ian no escribía cartas. Michael se sentía mareado. Sin contar el dinero, salió del banco muy despacio, no quería volver a encontrarse con Coltrane y su hijo. El hijo de Kathleen y Ian, pero su propio hijo estaba muerto.
Las ideas le daban vueltas en la cabeza. Mientras cruzaba la pequeña localidad en expansión, mantenía la vista fija. Por toda Tuapeka se construían edificios. Nada sólido, solo casas de madera, pero había aparecido una primera calle con tiendas, bancos, correo y el inevitable hotel por horas pegado al pub.
Michael no contestaba a los saludos que le dirigían los conocidos. Kathleen estaba muerta… Kathleen estaba muerta… No podía creerlo. ¡Era demasiado!
Respiró aliviado cuando dejó Tuapeka y llegó al río. Pero tampoco quería ver a Chris en ese momento. Subió pendiente arriba y se sentó en una piedra a la orilla del río. La pequeña playa junto al río Vartry, los sauces cuyas ramas besaban el agua… Michael se despidió de su amada, su hijo y su sueño.
Dos días más tarde, Lizzie regresó.
—¡Qué caras tenéis! —exclamó complacida cuando encontró a los hombres sentados junto al fuego.
Chris tallaba una cuchara de madera. Antes había estado trabajando en un caballito. De vez en cuando vendía juguetes en Tuapeka, donde el número de niños aumentaba y también el de padres que podían permitirse un pequeño lujo para ellos. Esos últimos días, sin embargo, Michael le había pedido con cierta aspereza que quitase de en medio el caballo balancín en cuanto llegase a casa. No podía ver juguetes, ni siquiera quería pensar en niños.
Chris lo entendía. También a él el caballito le recordaba uno parecido que había tallado para sus hijos en Gales. Últimamente, los dos hombres se lamentaban por todo lo perdido, aunque para Michael siempre era más fácil distraerse. Trabajaba de la mañana a la noche y se esforzaba por llevar a casa oro del arroyo, aunque fuera un poco. También ese día había estado fuera hasta mediodía, pero llovía tanto que desistió. Ahora intentaba entrar en calor junto al fuego.
Lizzie parecía contenta. Su mera presencia iluminaba la cabaña. Resplandecía cuando sacó una bola de tela y un objeto de jade del bolsillo de su empapado abrigo. Luego se quitó la prenda y se acercó al fuego. Estaba aterida tras la cabalgada. Cuando vio los rostros de los hombres, se puso alerta. Michael estaba inclinado y con cara abatida delante de la chimenea.
—¿Tenéis por casualidad un whisky para mí? —preguntó en medio del melancólico silencio. Los hombres no habían conseguido pronunciar más que un breve saludo—. ¡En realidad necesitaríamos champán! ¿Qué os pasa? ¿Michael, Chris? ¿No os alegráis de que haya vuelto? ¿Ha ocurrido algo? Da igual, dentro de poco os vais a quedar pasmados. —Lizzie cogió la bolsa de la mesa y se acuclilló entre los dos hombres—. Ya podéis respirar hondo —les dijo complacida—. Un momento… ¡cerrad los ojos! —Resplandecía como si estuviese encendiendo las velas de Navidad.
—Lizzie, déjate de juegos. —La voz de Michael sonó tristísima.
La preocupación de la joven aumentó. Pero era su gran momento, los hombres tenían que recuperar los ánimos.
—Bien, entonces corres el riesgo de quedarte deslumbrado.
Tomó dulcemente la mano de Michael, la abrió y colocó en su interior algo de polvo dorado. Luego repitió lo mismo con Chris.
A este se le dilataron las pupilas. No daba crédito a lo que estaba viendo.
—Pero… pero Lizzie, ¡es oro!
Ella rio.
—¡Ni más ni menos! Unas nueve onzas. Pero dos no son nuestras, ya os lo contaré más tarde. Lo importante es lo que sigue: lo he obtenido en un día. Sin esfuerzo, ni siquiera tuve que madrugar. Y podemos obtener cien onzas, calculo, sin destruir nada. Solo debemos guardar el secreto, se lo he prometido a los ngai tahu.
Michael miraba absorto el oro que tenía en la mano. Era rico. Ahora por fin era rico. Pero también estaba solo. O… ¿libre? Sintió que la mirada de Lizzie se posaba en él, se sobrepuso y la miró a los ojos. Lizzie. Estaba bonita con esa alegría que compartía de buen grado con los demás.
—En cualquier caso, este oro es para ti, Chris —anunció contenta—. Mañana puedes venderlo y enviar telegráficamente el dinero a Ann. Debería bastar para pagar la travesía. ¡Y hasta que llegue, ya habremos obtenido más, mucho más! ¡Michael, tendremos nuestra granja! ¡Con doncellas y casa señorial y todo lo que nos apetezca!
Michael se sintió más reconfortado con la sonrisa de la joven que con el fuego de la chimenea. De repente se percató de que su tristeza se desvanecía. Kathleen y el niño eran el pasado. Pero Lizzie estaba ahí. Animosa, emprendedora, llena de vida y empecinada en hacerlo feliz. Hasta el momento él le había dado demasiado poco. Se había comportado como un insensato, cautivo de un sueño irreal.
Volvió a dejar el oro con cuidado en la bolsita. Se puso en pie y estrechó a Lizzie entre sus brazos. Por primera vez ella no reculó, como si sintiera que algo había cambiado.
—Chris… —dijo Michael con voz ronca y estudió con la mirada a su amigo. Sí, tenía buen aspecto. Lo conseguiría—. Tal vez… tal vez deberías ir ahora a la ciudad y cambiar el oro. Podrías… podrías traer champán para Lizzie y…
Chris miró a Michael y luego a Lizzie y entendió. También él se sentía capaz de realizar el trayecto a caballo.
—Seguro que no es bueno guardar tanto dinero en casa —observó—. Y aún menos teniendo en cuenta que ninguno de los dos maneja bien las armas de fuego. Además, ha dejado de llover.
Lizzie y Michael no hicieron caso de Chris mientras él reunía sus prendas de más abrigo, cogía el saquito de la mesa y lo metía con cuidado en su bolsa.
—A lo mejor me tomo un trago en la ciudad —anunció con una sonrisa.
Lizzie y Michael asintieron.
—Y lleva dos onzas al orfebre —dijo Lizzie—. Que haga un bonito colgante con él. A lo mejor una luna y estrellas. Algo que pueda gustar a una niña maorí.
Cuando Chris se hubo marchado, Lizzie dejó que Michael la besara, y él lo hizo con ternura y pasión. Por primera vez tuvo la sensación de que él realmente pensaba en ella. No se trataba de deseo, tampoco de tener a una sustituta de Mary Kathleen. ¡Esta vez Michael acariciaba a Lizzie Owens! También cuando la tomó entre sus brazos fue distinto a lo ocurrido en el barco. Por unos segundos, Lizzie se entregó a su felicidad, pero luego volvieron a asaltarla las dudas. ¿Qué había sucedido? ¿Era ella quien había cambiado o él? ¿Se debía eso a que los dioses creían en ella? O era que…
—Michael —dijo en voz baja, desprendiéndose de su abrazo—. ¿Qué pasa? Algo ha cambiado. Tú… ¿Es por el oro?
Él negó vehemente con la cabeza. Se sentía conmovido de la delicada sensibilidad con que ella reaccionaba a cada matiz de sus caricias.
—No tiene nada que ver con el oro. Es solo que he tomado una decisión. Demasiado tarde, me temo. Tendría que habértelo preguntado mucho tiempo antes.
—¿Preguntar el qué? —quiso saber la joven.
Michael respiró hondo. Y de repente le resultó sencillo, increíblemente sencillo:
—Si quieres casarte conmigo. Yo… yo te amo, Lizzie. Desde hace mucho tiempo.
Ella lo miró pensativa.
—Hasta ahora lo has manifestado de una forma bien rara —protestó—. Al principio solo era para ti una puta, luego una sustituta de la novia que perdiste en Irlanda… y de repente caes en la cuenta de que no solo soy una persona, sino también la mujer que amas. Y da la casualidad de que esto sucede justo cuando regreso con siete onzas de oro. Comprenderás que desconfíe un poco…
Michael suspiró.
—No tiene nada que ver con el oro —insistió él—. Te lo juro.
—No necesitas jurar, Michael Drury —respondió Lizzie, intentando dar firmeza a su voz—. Solo tienes que decirme una cosa: si me caso contigo, ¿tengo que esperar a que durante la ceremonia me llames Mary Kathleen?
Michael apoyó la cabeza en el hombro de ella. Le costaba un gran esfuerzo mirarla a los ojos.
—Kathleen… ha muerto —musitó.
Lizzie volvió a ser una amiga y una madre cuando él lloró. Más tarde, por la noche, sería su amante. Y el nombre que pronunció en el punto más alto del placer no fue el de Mary Kathleen ni tampoco el de la que fuera antes una prostituta. Michael la llamó con el nombre de una reina: Elizabeth.
Hacía meses que Chris Timlock no estaba tan contento como ese día, cuando a lomos del caballo blanco de Michael se dirigió hacia Tuapeka. Hasta esa tarde nunca había creído que iba a hacerse rico buscando oro. De la concesión no salía nada, y encima su larga enfermedad… Chris ya se había preparado para morir en la pequeña ciudad de los buscadores de oro.
Y ahora esa fortuna inesperada que Lizzie no solo estaba dispuesta a repartir con él, sino que le entregaba generosamente. ¡Ann vendría, volverían a estar unidos y volvería a ver a los niños! Si hubiese tenido fuerzas, se habría puesto a cantar, pero necesitaba toda su energía para guiar al brioso caballo. Este hacía escarceos cuando pasó por la calle principal de Tuapeka. ¡Primero tenía que ir a la tienda del orfebre! Había sido un encargo especial de Lizzie. Chris lo solucionaría antes de nada.
El orfebre, Thomas Winslow, un hombre flaco y nervudo, era propietario de una pequeña joyería contigua al banco. No tenía muchos clientes, pues la mayoría de los buscadores de oro cambiaban sus pepitas en dinero y apenas reunían lo suficiente para vivir. Pese a ello, a veces alguien hacía un buen hallazgo y entonces destinaba una onza de oro a hacer un anillo para una de las chicas del pub o de Janey’s Dollhouse. También los empleados del banco, los comerciantes y trabajadores que se iban instalando en Tuapeka adquirían alguna vez un adorno para sus esposas. Thomas Winslow podría haber vivido bien de ello si no le hubiese gustado tanto el whisky. Casi cada noche se emborrachaba en un pub. Y para permitirse de vez en cuando una mujer, los fines de semana lavaba oro y soñaba con un gran hallazgo.
Por supuesto, enseguida se puso alerta cuando Chris Timlock depositó dos onzas de oro sobre la mesa. Miró con codicia las finas laminillas de oro.
Chris le sonrió sin malicia.
—¿Podría hacerme un colgante con esto? Una luna con dos estrellas alrededor… o una constelación. Sí, eso estaría bien, las Pléyades. Y una cadena si es que alcanza.
Winslow le aseguró diligente que tenía de sobra y trató de averiguar en qué lugar había encontrado el preciado metal.
Chris se contuvo.
—Mi socio tiene fe ciega en nuestra concesión —dijo esquivando la respuesta—. Pero a lo mejor solo ha sido cuestión de suerte… ¿Cuándo podemos venir a recoger el encargo? ¿La semana próxima?
Winslow asintió servil, pero agitó la cabeza cuando cerró la tienda detrás de Timlock. ¿Suerte? ¿Un único e importante hallazgo y lo dedicaba a una joya en lugar de llevarlo al banco? Seguro que había hombres capaces de tomar una decisión así, pero no creía que Timlock y Drury fueran de esos.
La oficina de correos y telégrafos ya estaba cerrada, pero de todos modos Chris tenía que cambiar el oro por dinero antes de poder dar instrucciones a Ann. Y el banco, por suerte, todavía estaba abierto. Muchos buscadores llevaban allí sus ganancias diarias, en el campamento eran frecuentes los robos. Esa era la razón por la que el señor Ruland, el encargado del banco, lo mantenía abierto hasta el anochecer, y Chris consiguió ingresar su pequeña fortuna en su cuenta. Fue inevitable que algunos hombres vieran la bolsita y su reluciente contenido.
—¿Cuánto cambias, Timlock? ¿Siete onzas y media? —El hombre que estaba detrás de Chris había visto la balanza.
Chris se sintió molesto.
—El resultado de un par de semanas —explicó, tras lo cual el señor Ruland lo miró sorprendido.
Dos días antes, Michael había pasado por el banco para cambiar oro, aunque se había marchado sin concluir. El encargado no dijo nada, era capaz de guardar un secreto. Y sin duda fue acertado que Chris Timlock enseguida se guardase el dinero en lugar de contarlo. En los ojos de los hombres que estaban detrás de él asomaba la codicia. En especial, Coltrane, el tratante de caballos, observaba a Timlock con un interés inusual. El señor Ruland se estremeció. No soportaba a ese chalán, la semana anterior le había vendido un caballo blanco que a los tres días había empezado a cojear. Pese a ello, siguió comportándose con amabilidad y atendió a Coltrane, mientras Timlock salía.
Chris celebró su suerte con un par de cervezas en uno de los nuevos pubs situado en una casa de verdad y no en una tienda de campaña. Distraído, miraba a dos muchachas que ejecutaban unas atrevidas danzas para entretener a los clientes, pero no entabló conversación en la barra con ninguna de las mujeres. También respondía con monosílabos a las preguntas de otros buscadores de oro, pese a que eran afables en general. Todavía no se había propagado la historia de su repentina fortuna. Hasta el momento no había nadie que mostrase una especial curiosidad en relación al yacimiento de oro de Chris y Michael. Los diggers solo se alegraban de volver a verlo en el pub tras su larga enfermedad.
Menos dos hombres, pero no estaban con Chris en la barra, sino que compartían una botella de whisky en una mesa frente al escenario. Thomas Winslow e Ian Coltrane se habían encontrado por casualidad. No eran amigos, pero hacía un tiempo que Coltrane intentaba convencer a Winslow de que necesitaba un mulo para llevar las herramientas de la tienda al yacimiento. Naturalmente, él tenía al animal adecuado para ello, pero, por el momento, Winslow no mordía el anzuelo. No nadaba precisamente en la riqueza y podía llevar él mismo la pala. Ese día, sin embargo, los dos hombres habían hecho unas interesantes observaciones que compartían en ese momento. Lanzaban de vez en cuando unas atentas miradas a Chris Timlock, en la barra.
—¡Un colgante de dos onzas de oro! —le decía por lo bajo Winslow a Coltrane—. Y ¿cuánto dices que ha cambiado?
—¡Siete onzas y media! Una fortuna. Tal vez lo de su enfermedad era mentira. A lo mejor ha estado todas estas semanas en la montaña para explorar nuevos yacimientos. —Ian Coltrane volvió a llenarse el vaso.
Winslow brindó con él.
—No creo. Míralo, está tan delgado que un soplo de aire lo tiraría al suelo y antes, en la tienda, ha tosido. Tampoco estaba de viaje, pues de vez en cuando asistía a la misa del reverendo. —También Winslow pertenecía a la congregación de Peter Burton, incluso iba a misa cuando se arrepentía de sus rondas por las tabernas—. Y se le veía claramente enfermo, no se podía levantar si no lo ayudaban su socio y esa Lizzie. ¿Y tú qué crees de esa? ¿Tendrá un lío con uno o con los dos?
A Coltrane ese asunto le resultaba indiferente. Volvió a posar sus ojos negros y despiertos sobre Timlock, como si a través de una sonrisa o un gesto pudiese descubrir algo. Una cosa era segura: el hombre estaba contento y en paz consigo mismo. No expresaba a voces la suerte que había tenido, como muchos buscadores con éxito, pero parecía irradiar un resplandor interior.
—Deberíamos esperar a que esté borracho y luego preguntarle —sugirió Winslow—. Bueno, preguntarle por el oro, no por Lizzie, aunque sea una muchachita muy apetecible.
Coltrane sacudió la cabeza. Hacía tiempo que había desechado esa idea. Chris Timlock estaba bebiendo su segunda cerveza. No era del tipo de hombre que se emborracha y luego se pone a airear secretos. Probablemente bebería uno o dos vasos más y luego se marcharía, mucho antes de que Winslow levantara el trasero. No, si uno quería sonsacar algo a Timlock, tenía que recurrir a métodos más drásticos.
—Sí, habría que preguntarle —observó Coltrane—. Pero no aquí, delante de testigos. Le esperamos detrás del burdel de Janey y le hacemos un pequeño interrogatorio.
—Un… ¿un interrogatorio? —preguntó Winslow sin entender.
Había bebido más de tres whiskies y cada vez estaba más espeso. En primer lugar de mente, lo que no importaba mucho. Pero si lo de Timlock se alargaba demasiado, tampoco sería capaz físicamente de llevar a término el plan de Coltrane.
—Exacto, amigo mío. Ya sabes, un interrogatorio de tercer grado. —Y dirigió una sonrisa cómplice a Winslow.
El orfebre frunció el ceño y tomó otro trago de whisky.
—Pero eso… eso no está bien —replicó.
Coltrane puso los ojos en blanco.
—Qué pasa, ¿quieres ser amable o quieres ser rico? —preguntó—. Y, además, al principio le preguntaremos amablemente. Somos colegas, hombre, entre nosotros no hay secretos.
—Pero si es su concesión…
—¿Qué te apuestas que no tienen ninguna concesión registrada? Además, ¿quién quiere su concesión? Podríamos instalarnos al lado. Venga, Winslow, en Gabriel’s Gully el único que se hizo rico fue Gabriel Read.
Coltrane estaba decidido. Chris Timlock le contaría esa noche dónde había encontrado el oro, voluntariamente o con ayuda de unos buenos golpes. Y Winslow colaboraría sí o sí… En ese momento Timlock se levantó y arrojó un par de monedas en el mostrador. Coltrane dio un empujón a su compañero de tragos.
—Se marcha. Ven, ¡vamos a seguirlo!
—No sabes adónde va. —Winslow dudaba, a fin de cuentas, todavía quedaba whisky en la botella.
—Claro que lo sé. Ha dejado el caballo de Drury en el establo de MacLeod. Por la lluvia: tiene buen corazón, así el jamelgo no se moja. Ahora tiene que ir a pie hasta allí y pasará por el local de Janey. —Coltrane sacó un billete del bolsillo, hizo un gesto al tabernero de que se quedara con la vuelta y arrastró a Winslow fuera del pub.
—A lo mejor entra en el burdel —señaló el joyero.
Coltrane se encogió de hombros. No había pensado en ello, pero no había que excluir esa posibilidad, claro.
—Entonces esperaremos a que vuelva a salir.
Seguido por el reticente Winslow, Ian fue tras las huellas de Timlock. El recorrido no ofreció sorpresas. Chris Timlock no entró en el burdel y se dirigió al establo de alquiler.
Coltrane y Winslow lo detuvieron detrás de la casa de lenocinio.
—¡Buenas noches, Timlock! —lo saludó Coltrane.
Chris lo miró. No conocía a ese hombre, pero estaba con Tom Winslow, quien debía de haberle dicho su nombre.
—Buenas noches. Tom…
Winslow le sonrió.
—Hola, Timlock. Qué, ¿celebrándolo un poco?
Chris hizo un gesto de indiferencia.
—He bebido un par de cervezas. ¿Qué hay que celebrar?
—Por ejemplo, que has encontrado oro —respondió Winslow—. Gastarse dos onzas en un adorno para tu chica es exagerado, amigo.
Chris hizo un gesto de rechazo.
—No es para mi chica. Es para una amiga de miss Lizzie. Y ha estado ahorrando un montón para hacerlo.
Winslow y Coltrane rieron. Se acercaron más a Chris. El joven empezó a sentirse incómodo.
—Así que Lizzie ha ahorrado —se burló Coltrane—. ¿Y las siete onzas y media que has ingresado? ¿De dónde han salido?
Chris miró alrededor inquieto.
—Ya lo he dicho. Es el resultado de semanas de trabajo.
En un abrir y cerrar de ojos, Coltrane se le puso al lado y le retorció un brazo a la espalda.
—No mientas, hombre, dos días atrás vi a tu socio en el banco. Así que habla: ¿de dónde has sacado el oro?
Chris jadeaba intentando tomar aire y se retorcía.
—Era mío, yo lo encontré. A lo largo de estas últimas semanas. Ya os lo he dicho.
—Estas últimas semanas has estado enfermo y en cama. —El puño de Ian le golpeó en los riñones. Chris lanzó un gemido y se dobló, lo que intensificó el dolor del hombro—. Y si no empiezas a hablar pronto, también pasarás ahí las semanas que vienen. ¡Habla!
—Estoy… estoy hablando… Es la verdad…
Coltrane suspiró, como si lamentara lo que iba a hacer.
—Cógelo tú, Winslow —ordenó—. Hablar sin mirarse a los ojos no es signo de buena educación.
Chris intentó aprovechar su última oportunidad para librarse cuando Coltrane lo entregó a Winslow, a ojos vistas borracho. Se le quedó el brazo libre, pero no tenía fuerza suficiente para golpear. Coltrane le hizo la zancadilla cuando intentó escapar. Chris se cayó y Coltrane le golpeó de nuevo en los riñones antes de que Winslow lo levantara.
—¿Todavía no tienes suficiente? Venga, desgraciado, dinos de dónde sale el oro y te dejaremos ir.
—Vamos, Timlock —intervino Winslow—. No perderás nada. ¡Seguro que hay oro para cien hombres!
Chris no desembuchó ni siquiera cuando el puño de Coltrane le alcanzó en plena cara.
—No… no tengo nada que decir.
Chris trataba de conservar el valor, pero el brazo le dolía. Cuando Winslow lo había levantado debía de habérselo dislocado. El otro seguía golpeándolo, notaba el sabor de la sangre. Tenía el labio partido.
—Ya lo creo que tienes algo que decir. Tan solo un pequeño dato, Timlock. ¿De dónde has sacado el oro?
El siguiente puñetazo le alcanzó en el estómago. Su torturador era pesado y gordo, parecía imposible que fuese un buen luchador, pero tenía puños de hierro. Chris se quedó doblado. Intentó controlarse, pero tuvo que vomitar. Mientras Winslow lo sujetaba por el brazo retorcido. Chris gimió cuando de nuevo tiró de él para erguirlo.
—Y encima te has ensuciado —dijo Coltrane con tono quejumbroso—. Incluso a mí. —Asqueado, miró un par de salpicaduras de vómito en las botas—. Tendrías que limpiarlo.
Winslow empujó a Timlock hacia el suelo.
—¡Venga, limpia tu mierda!
Chris intentó torpemente limpiar las salpicaduras con la mano izquierda.
—¡Vale, suéltalo! ¿De dónde has sacado el oro?
—No lo sé —gimió Chris.
—¿No quieres decirlo o no lo sabes? ¿Cayó del cielo? ¿Como en el cuento en que el dinero llueve del cielo?
—Ha encargado una constelación —observó Winslow.
Volvió a enderezar a Chris y Coltrane lo golpeó de nuevo. El joven callaba obstinado. Entonces el tratante de caballos le rompió la nariz.
—Juro que no sé… —gimió Chris.
—¿Y si es cierto que no lo sabe?
A Tom Winslow el asunto estaba empezando a no gustarle. No tenía nada contra un par de mamporros, pero eso estaba yendo demasiado lejos. Coltrane ya había dejado a Chris lo suficientemente maltrecho, había llegado el momento de parar.
—¿Y si sí lo sabe? Canta de una vez, hombre. ¡O te arrepentirás de verdad!
Chris colgaba sin fuerzas de Winslow. El siguiente golpe le dio en el ojo y le rompió el pómulo.
—Mi ojo… —Chris sintió que a su alrededor todo se oscurecía. El dolor era insoportable y tuvo la espantosa certeza de que había llegado su hora.
—Habla de una vez o te saco el otro ojo.
Winslow gimió y dejó caer lentamente a la víctima.
—¡Habla! ¡Y tú, agárralo!
—Lizzie… —susurró Chris. Su última oportunidad era decir lo que sabía. Lizzie nunca le perdonaría… pero ya no podía más. Trató de articular lo que sabía, pero el dolor se lo impedía—. Lizzie… —repitió—. Ella…
—¿La puta tenía el oro? ¿Lo encontró ella?
Chris asintió con las pocas fuerzas que le quedaban. Entonces recibió otro puñetazo.
—¿De dónde lo sacó?
Chris ya no oía nada. Tampoco sintió la lluvia de golpes y patadas que le cayó encima: Coltrane había perdido completamente el control. La información le había decepcionado. La única pista era esa Lizzie. Pero el maldito Chris no había dicho nada. Se había resistido. Tenía que pagar por ello… Winslow intentó apartar a Ian del hombre apaleado, que yacía en el suelo, pero borracho como estaba no le resultaba fácil.
Al final, mientras Ian jadeaba con dificultad, Tom Winslow examinó a Timlock.
—Todavía vive… —dijo con voz ronca—. ¡Gracias a Dios! Pero… pero ¡nos encerrarán por esto, Coltrane! Esto no ha sido una riña de taberna.
Coltrane volvió lentamente en sí. Dio media vuelta a Chris y le tomó el pulso.
—No vivirá mucho más —observó—. Será mejor que lo rematemos.
Levantó una piedra y apuntó a la sien de Timlock.
Winslow le sujetó el brazo.
—¿Estás loco? ¿Quieres matarlo?
—¿Quieres ir a la cárcel? —replicó Coltrane—. Nos ha visto. Si sale de esta y habla, estamos perdidos.
—Pero… pero ¿matarlo? Inventemos una coartada…
Coltrane lo miró escéptico. No confiaba en ninguna coartada. Pero si acababa con Timlock, era posible que Winslow perdiera los nervios y se fuera de la lengua. No valía la pena correr ese riesgo, estaba seguro de que Timlock iba a morir. Prácticamente le había incrustrado los ojos en la cabeza y dejado sin unos cuantos dientes, los huesos de la cara debían de estar rotos y las últimas patadas le habrían fracturado las costillas. Moriría antes de que lo encontraran.
—De acuerdo —dijo—. Ve a casa, Tom. Lávate y haz tu petate. Mañana por la mañana nos vamos a casa de Drury y nos ponemos al acecho. Cuando esa Lizzie salga, la seguimos.
Winslow continuó mirando temeroso al herido.
—¿No deberíamos ir a buscar ayuda? Además, yo… yo no puedo marcharme. Eso llamaría la atención, si me voy en medio de la semana… ¡tengo una tienda!
Ian pensó unos segundos. Era cierto. Y después del incidente, todo el mundo se pondría alerta cuando alguien se comportara de modo extraño.
—Está bien, entonces tú te quedas aquí y yo iré solo —convino. Tal vez fuera mejor así, de todos modos. Winslow probablemente no diría nada, aunque fuera por miedo. Pero no era seguro que ese viejo borrachuzo mantuviese en secreto el lugar del yacimiento—. Anda, vete corriendo. ¡Nadie tiene que encontrarnos aquí!
Coltrane se alejó con toda tranquilidad. Winslow todavía intentó colocar a Chris en una posición más cómoda. Rezaba por su vida mientras se dirigía a su tienda y no pudo reprimir el deseo de tomar otro whisky. Por fortuna el siguiente pub no estaba lejos. Winslow siguió emborrachándose hasta que el bar cerró. Luego volvió al burdel de Janey. Chris no se había movido, pero gimió cuando Winslow lo tocó.
A este le remordía la conciencia con mayor intensidad cuanto más alcohol bebía. Al final se arrastró hasta Janey’s Dollhouse.
—A la vuelta de la esquina… —balbuceó— hay un muerto.