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Encontrar una casa para dos mujeres y tres niños se reveló tan difícil como encontrar una pensión. Fuera del octógono, donde se hallaban los edificios públicos importantes, se habían concluido ya algunas casas, y un par de ellas eran muy bonitas, de piedra y de varios pisos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los propietarios las habitaban y si había algo que alquilar podían elegir a su inquilino. Una anglicana y una católica sin esposos se hallaban, lamentablemente, en el último puesto de su lista de prioridades. Todos los habitantes de la ciudad eran escoceses calvinistas.

—Y respecto a lo de la costura, también lo veo negro —suspiró Claire. Volvían a estar invitadas a la mesa del reverendo. Las mujeres habían comprado y cocinado y se preparaban para pasar su segunda noche en Dunedin en la iglesia provisional—. En el sentido estricto de la palabra, las mujeres no parecen llevar otros colores distintos aquí.

—¿No hay otra cosa que sepan hacer? —preguntó el reverendo—. Exceptuando el cocinar; la comida está riquísima de nuevo, señora Coltrane. Pero me temo que contratar a una cocinera sea considerado por la Iglesia libre tan lujoso como comprar vestidos bonitos.

—Trabajar en la granja —respondió Kathleen a media voz—. Siempre he trabajado en el huerto, los campos y con animales. También Sean.

El adolescente asintió afligido. Había esperado no tener el fastidio de limpiar estiércol y dar de comer a los animales, pero, contrariamente a su hermana, entendía la gravedad de la situación. Claro que trabajaría si no quedaba otro remedio.

Burton reflexionó unos instantes, hasta que su rostro se iluminó.

—Bueno, si no tiene que ser justo en Dunedin… lo del trabajo en la granja me ha dado una idea. Ya mencioné a Johnny Jones, ¿no es así?, nuestro generoso donante.

Las mujeres asintieron.

—Como ya he dicho, tenía al principio una estación ballenera —prosiguió el reverendo—. Pero desde hace algún tiempo se ocupa del comercio y las travesías en barco, y ¡explota una granja! Eso significa que hay varias granjas en Waikouaiti, una pequeña localidad no muy lejos de aquí. Allí se han asentado algunos granjeros desde que se fundó Dunedin. Suministran alimentos a la ciudad. Por lo que sé, a todos les va muy bien.

—¿Dónde está? —quiso saber Claire, y sus pensamientos volaron a otro lugar—. Ah, sí, se me acaba de ocurrir. ¡Yo también podría dar clases de piano!

Tanto Kathleen como el reverendo veían más oportunidades en Waikouaiti que enseñando piano a los niños escoceses.

—Acabarás tocando el órgano cuando celebren misa —le advirtió Kathleen cuando se percató de que Claire renunciaba de mala gana a su última idea para ganarse la vida—. A no ser que también consideren la música como un sacrilegio. Pero en la granja podremos volver a tejer. Colores neutros, puede que hasta podamos venderlos aquí.

—Mañana nos vamos —anunció Burton de buen humor, abriendo otra botella de vino.

Eso consoló a Claire, que parecía algo triste por tener que volver a vivir fuera de la ciudad, en Waikouaiti.

Kathleen, por el contrario, parecía complacida por la idea de Burton. Se iluminaba mientras él les contaba acerca de los colonos de la nueva localidad. Johnny Jones los había llevado a Nueva Zelanda de la ciudad australiana de Sídney.

—Pero ¿podían marcharse de allí? —preguntó más animada que de costumbre—. ¿No son todos presos?

—No todos llegaron a Australia siendo convictos —respondió Burton, sorprendido por su interés—. Y hay solo unos pocos condenados a cadena perpetua. La mayoría tiene siete o diez años. En cuanto han cumplido la condena, quedan libres. Pueden ir a donde les plazca. No obstante, no ganan lo suficiente para pagarse el viaje de regreso a Inglaterra. No tengo ni idea de por qué Jones trajo australianos y si eran convictos o no. Pero usted misma puede preguntarlo mañana a la gente.

Así pues, Sean volvió a enganchar las mulas. Las mujeres todavía no habían cambiado de establo de alquiler, lo que Burton no acababa de entender. Había pensado que Kathleen se alegraría de conocer a un paisano, y más aún porque Donny Sullivan cobraba más barato que McEnroe. Pese a ello, la irlandesa y su hijo reaccionaron de forma evasiva ante la idea de cambiar de establo. Era evidente que tenían cierto resentimiento hacia los tratantes de caballos.

Hasta el momento, Burton no había conseguido sonsacarles nada más. Pero de todos modos, el asunto estaba solucionado. El reverendo cogió también su caballo y cabalgó junto a Sean, detrás de la calesa con las mujeres. Le llamó la atención lo seguro que montaba el muchacho a lomos de su pequeño caballo negro. Si bien la mayoría de los niños de las granjas sabían montar, Sean parecía haberlo aprendido; se notaba que tenía experiencia y esmero en el trato con los animales. En cualquier caso, cuando Burton lo felicitó por eso, el chico se ruborizó. Un muchacho reservado, como su madre. El reverendo los encontraba a ambos igual de encantadores. Ella tal vez tuviera escrúpulos respecto a su religión, pensó el reverendo. Los irlandeses ya habían tenido que soportar bastante de los anglicanos, pero Peter Burton no tenía prisa. Permanecería mucho tiempo allí, como Kathleen. En algún momento ella abandonaría su reserva.

Waikouaiti se encontraba a unos pocos kilómetros de la ciudad de Dunedin y no podía compararse con la colonia escocesa. Ahí los asentamientos crecían directamente en la costa y el entorno era totalmente llano. Apenas a un kilómetro y medio al oeste de las granjas empezaba de nuevo el paisaje de montaña de Otago. Tres kilómetros más allá se encontraba la desembocadura del río Waikouaiti. Claire se sintió de nuevo en el Avon, y, en efecto, Waikouaiti era más parecida a las Llanuras de Canterbury que Dunedin. La pequeña localidad estaba formada, sobre todo, por casas de campo que, para Kathleen y Claire, eran similares a las granjas que habían abandonado.

El reverendo se dirigió con determinación a la escuela, pintada de rojo, que se hallaba junto a una iglesia pequeña e igual de cuidada. También era la casa del párroco.

—Mi compañero Watgin también hace las veces de profesor —informó Burton a Sean, que lo escuchaba atentamente—. Ya ha pasado veinte años aquí y es muy severo, así que, por favor, ni menciones las teorías del señor Darwin. El reverendo Watgin me considera peligroso, el obispo debe de haberle advertido sobre mi persona. Sea como fuere, Johnny Jones lo trajo para que ofreciera a sus colonos apoyo espiritual y moral. ¡Realmente pensó en todo!

El reverendo Watgin y su esposa tenían un aspecto tan mojigato y rancio como los colonos escoceses de Dunedin, solo que llevaban más tiempo en la Isla Sur y no parecía que tuvieran ganas de irse. Ante el reverendo Burton mostraron un mínimo de amabilidad y, en cuanto a sus acompañantes, solo manifestaron escepticismo.

—Así que de las llanuras —dijo Watgin, un hombre alto y flaco, de mirada penetrante—. ¿Viudas?

—Mi marido es navegante —se apresuró a contestar Claire.

—¿Y por qué no le espera en casa como una buena esposa? —preguntó con severidad—. Siempre que está usted por en medio, reverendo Burton, tenemos que afrontar las consecuencias de los tiempos modernos. Los sacerdotes desmienten la Biblia, las mujeres abandonan su hogar…

Como Burton les había aconsejado, Kathleen y Claire no dijeron ni mu.

—Haremos una breve visita de cumplido —añadió el severo religioso—. Lo más importante es que le caigan bien a la señora Jones. Johnny suele estar navegando y es la esposa quien permanece aquí. ¡Es la reina sin corona!

La señora Jones residía en la granja Matanaka, así llamada por la franja costera en el extremo septentrional de la bahía de Waikouaiti. Tenía una casa grande y cuidada, en cuyo jardín Claire, amante de la belleza, supo apreciar la exuberancia de sus flores. También los colores alegres con que estaban pintados los edificios de la granja reflejaban un espíritu optimista. Y además la señora parecía tener debilidad por los hombres jóvenes y apuestos. En cualquier caso, sus ojillos azules centellearon cuando abrió la puerta y vio al reverendo Burton.

La señora Jones era regordeta y en su rostro gordinflón asomó una sonrisa. Emocionada, se arregló el peinado, que parecía compuesto por miles de tirabuzones rubios. Sin duda dedicaba horas para rizárselos con las tenacillas, pero le daban un aspecto juvenil. Con su voz alegre y cantarina, enseguida caía bien.

—¡Reverendo Burton! ¡Otra vez nos trae ideas peligrosas a nuestra pequeña y recogida ciudad! —bromeó al tiempo que sus ricitos se agitaban—. ¿Y quién le acompaña esta vez? No será ninguna muchacha perdida, ¿verdad? —amonestó al hombre con el dedo—. Acuérdese: ¡nuestros orígenes se remontan a personas decentes y de buena reputación del sur de Inglaterra! —canturreó con voz meliflua, más alta y con cierto tono de censura como si estuviera imitando a alguien—. Así que no exijan a nuestra señora Ashley que tolere unas ovejitas pecadoras. ¡Podrían teñir de negro todo el rebaño! —Y guiñó un ojo al reverendo y a las visitas.

—Y al mismo tiempo niega la genética —rio Burton—. Pero, señora Jones, debería avergonzarse. En cuanto nos encontramos, critica a sus hermanos y hermanas ante los ojos del Señor… ¿Es eso cristiano? —Burton no esperó respuesta—. Creo que ha llegado el momento de hacer una buena obra, para reconciliarse, por así decirlo, y usted tendrá que sufrir en silencio lo que Agnes Ashley tenga que decir al respecto.

Y sin más, el reverendo describió a Carol Jones la situación en que se encontraban ambas mujeres y sus hijos.

—Ya conoce usted a los escoceses, señora Jones, huelen la perdición eterna en cuanto ven a una mujer sola, sin atender razones. La señora Edmunds y la señora Coltrane nunca prosperarán allí y yo no puedo dejarlas dormir para siempre en la iglesia. La gente ya está empezando a cotillear. Tampoco nuestras damas son ángeles, como usted bien sabe.

La señora Jones rio con satisfacción.

—Bien, ¿han trabajado antes en una granja? —preguntó—. ¿Pueden hacer cualquier otra cosa que sea de utilidad?

Kathleen asintió y ya iba a hablar de sí misma, cuando Claire se le adelantó.

—Teníamos una especie de negocio en Christchurch —explicó animada—. Moda femenina al estilo de París y Londres.

Sacó teatralmente un par de dibujos de Kathleen y se los tendió. La mujer del fundador de la ciudad los contempló con una expresión cada vez más codiciosa.

—¿Saben ustedes coser algo así? —Los ricitos de la señora Jones volvían a balancearse—. ¿De verdad?

Poco después, Kathleen, Claire y los niños se instalaban en un cobertizo. No tenía ventanas, pero a cambio podían oír el mar, como Claire señaló complacida.

—Pondremos ventanas —dijo la señora Jones—. Es importante, o se destrozará la vista cosiendo a oscuras. Reverendo, ¿cree de verdad que esta crinolina me sentará bien? —La mujer no podía separarse de los dibujos. Ya había encontrado su vestido favorito—. ¿No me engordará?

Kathleen ya estaba ocupada arreglando el cobertizo y haciéndolo más acogedor mientras Claire se despedía cariñosamente de Burton.

—Vendrá a vernos de vez en cuando, ¿verdad? —preguntó.

El reverendo asintió.

—Claro. Pero me alegraré de verlas en la misa del domingo. Por supuesto, está un poco lejos. Pero de vez en cuando les gustará alternar mis sermones con los de mi muy apreciado compañero de oficio. —Le guiñó un ojo—. Y tiene que devolverme eso. —Señaló el libro del señor Darwin, que Claire había tomado prestado para estudiarlo con Sean.

Kathleen no estaba entusiasmada con la idea. A partir de ese momento, Sean asistiría a la escuela con el reverendo Watgin y no tenía que discutir con él nada más llegar. Pero, por otra parte, las ansias de saber del niño eran insaciables.

—Pronto me llegará un nuevo libro —dijo con entusiasmo Burton—. El origen de las especies se publicará próximamente. Ahí justifica su tesis el señor Darwin. ¡Ponga atención, será causa de polémica en los siguientes años! ¡El mundo cambiará!

Respecto a esto último, el reverendo tenía razón precisamente en relación a Otago. No obstante, no fueron las tesis del señor Darwin lo que puso patas arriba Dunedin y sus alrededores.

Al principio la vida de Kathleen y Claire transcurrió por caminos ya trillados. Para disgusto de Claire, su existencia apenas si se diferenciaba de la de Christchurch. Y exceptuando a la alegre señora Jones, tampoco hicieron amigas.

Kathleen se había alegrado de que hubiera colonos de Australia y esperaba obtener información sobre el país al que habían desterrado a Michael. Pero la sola mención de las colonias penitenciarias parecía encolerizar a los granjeros, y aún más a sus esposas.

—Siempre pasa igual —gruñó la señora Ashley. No habían tenido ni que presentársela a Kathleen y Claire. La señora Jones la había imitado estupendamente bien—. ¡En cuanto uno menciona esa desventurada tierra, enseguida se habla de estafadores, ladrones y asesinos! No hay que decir que uno procede de allí, la gente supone de inmediato que se arrastraba encadenado por aquellas tierras. Pero nosotros, señora mía, somos gente honrada que hemos llegado impulsados por el espíritu pionero. Nos hemos marchado voluntariamente del sur de Inglaterra, ¡tome nota! Venimos de familias respetables y…

—Yo solo quería saber cómo es la vida allá —susurró Kathleen intimidada—. El país, el clima, la gente…

Pero la señora Ashley no se dejó ablandar. Siguió lanzando a las recién llegadas miradas de desprecio.

—Depende de en qué sitio de ese país infernal acabes —terció el señor Ashley. No era tan beato y peleón como su esposa, pero tampoco les cayó bien a las dos jóvenes. Un granjero fuerte y algo tonto—. Hay desiertos donde el calor abrasa y zonas donde llueve continuamente, como aquí. Hay estepas y bosques pluviosos, pantanos… O sea, nada es como debería ser. Y los animales… Todo lo que se arrastra u hormiguea lleva la muerte consigo: serpientes, escorpiones, enormes arañas. Y los animales grandes no traen al mundo sus crías como es normal, sino que las llevan en bolsas de carne y pelo. ¡Eso no es natural!

—Al menos es distinto del sur de Inglaterra. —Sonrió la señora Jones.

La colonia se había reunido para ir a la iglesia y su «reina» llevaba un vestido confeccionado por Kathleen según la moda inglesa. La crinolina y las mangas de farol la convertían en una muñeca hecha con bolas, pero estaba satisfecha con la tela de seda azul marino que había escogido. Las otras mujeres la miraron con una mezcla de fascinación, menosprecio y envidia.

—No hagan caso de nuestros amigos, niñas. Australia los decepcionó, por eso están aquí.

—Pero ¡lo peor son los presidiarios! —continuó la señora Ashley con el discurso de su marido—. Uno pierde la buena reputación en cuanto llega a ese país y, además, nunca está seguro de que no vayan a agredirlo. Dejan a la gente en libertad cuando han cumplido la condena y, con frecuencia, antes. ¡Imagínense! ¡Todo un país poblado por maleantes!

—Seguro que no todos son maleantes —se atrevió a intervenir Kathleen, pero eso encendió más a los implacables ingleses. Cada uno tenía una historia que contar sobre cómo le habían robado, engañado o timado a él mismo o a su vecino.

—Seguro que hay algo de cierto en lo que dicen —señaló Kathleen afligida a Claire después de la iglesia—. Seguro que algunos presos son peligrosos. Y luego los incendios forestales, los animales salvajes… eso significa que muchos convictos mueren allí.

Kathleen ya no podía reprimirse más. Ese segundo domingo en su nuevo hogar, por fin habló de Michael a su amiga. Suspiró aliviada cuando Claire no la condenó por su amor sino que lo encontró todo muy romántico.

—¡Te escribió que volvería por ti! —dijo maravillada cuando Kathleen le mostró la misiva de Michael que había guardado cuidadosamente escondida todos esos años. La visión del rizo la conmovió casi hasta las lágrimas—. ¡Oh, Kathleen, tendrías que haberlo esperado!

La señora Ashley y sus amigas encontraron raro el interés de Kathleen por Australia, al igual que las mujeres y los niños sin protección masculina levantaron sus sospechas. La bonita y vivaracha Claire y la más silenciosa, pero aun así extraordinariamente bella, Kathleen les parecieron una tentación constante para sus maridos. Chismorreaban sobre cualquier breve conversación con un trabajador de una granja o un colono. No obstante, también a esas íntegras mujeres las atraía la moda londinense. Así que se asomaban al cobertizo de Kathleen y Claire y encargaban prendas que coser, de cuyos precios se quejaban después por considerarlos exageradamente caros.

—De todos modos, nunca ganaremos tanto como en Christchurch —dijo Claire al final del primer mes—. Yo ya me había alegrado del estilo urbano, y resulta que aquí estamos de nuevo en el campo y lavando lana. Si al menos me dejaran ayudar más a menudo con los caballos y las ovejas… Pero ¡podría seducir al señor Ashley! ¡Si es menos atractivo que un carnero! —La pobre estaba muy descontenta.

Kathleen se encontraba más tranquila que su amiga con esa vida sin incidentes. Nadie le pegaba ni la humillaba, no molestaban a Sean, y Heather no era testigo de escenas desagradables. Todos los niños asistían a la escuela del reverendo Watgin, pero aventajaban un poco a los niños de la localidad. Sean, en particular, ya no podía aprender nada en la escuela del pueblo; habría sufrido otra decepción en Otago si no hubiese estado el reverendo Burton en Dunedin para ir a visitarlo. Una vez al mes como mínimo, Claire insistía en ir a misa en Dunedin, y la mayoría de las veces se marchaban el sábado por la tarde, cenaban en la tienda de Burton por la noche y dormían en la «iglesia» o con algún otro miembro de la congregación. La comunidad anglicana crecía lenta pero sin pausa, y Burton no quería crearse una mala reputación hospedando por la noche a las visitantes femeninas.

Por lo demás, Claire y Kathleen siempre eran bien recibidas, al igual que Sean, cuya mente despierta fascinaba al reverendo. Hablaba con el chico como con un adulto sobre historia y filosofía, le prestaba libros y respondía a sus preguntas. También Claire apreciaba las interesantes conversaciones con el reverendo. Kathleen solía escuchar en silencio, pero nunca se opuso a los viajes a Dunedin y no parecía aburrirse. Cuando intervenía ocasionalmente, sus observaciones eran agudas y acertadas. No obstante, también habría podido vivir sin discutir las tesis del señor Darwin.

Kathleen se preguntaba a menudo qué era lo que le gustaba cuando estaba con el reverendo. Notaba que, en su presencia, se sentía bien y más segura, mejor que en cualquier lugar desde que había huido de Ian. Seguía luchando con sus sentimientos de culpabilidad, no tanto por Ian sino por Colin. ¡No debería haberlo entregado a su tramposo padre! Además, Kathleen temía una venganza. Mientras había planificado la fuga, nunca había pensado que Ian podría salir a buscarla, sino que había partido de la idea de que la dejaría marchar. Pero ahora recordaba sus ataques de celos. No había soportado ni siquiera que ella mirase a otros hombres, ¿iba a tolerar ahora que lo hubiese abandonado? Era posible que Ian no la hubiese querido, pero la consideraba una propiedad suya. ¡Y no dejaría de buen grado que se la robaran!

Todos esos pensamientos enmudecían cuando Kathleen estaba con el reverendo. Percibía que a él le maravillaba su belleza, aunque nunca pretendía intimar con ella. La fascinaban las conversaciones entre el religioso y Claire. No parecían un hombre y una mujer hablando, sino simplemente dos seres humanos que compartían los mismos intereses. Burton no decía cosas bonitas como Michael, no coqueteaba con las mujeres. Pero seguro que mantenía sus promesas y asumía las consecuencias de todo lo que decía y hacía. La impresionaba que se aferrase a la doctrina darwinista y que protestase contra su Iglesia. La Biblia era un libro grueso, Peter podía predicar sobre cualquier tema, no tenía por qué ser siempre la historia de la Creación. Sin embargo, no abandonaba ese tema y por ello aceptaba con paciencia su destierro en una tienda en Dunedin.

Pese a ello, recientemente andaba siempre preocupado por su futuro.

—Están hablando de nombrar a un obispo y enviarlo aquí —suspiraba—. ¿Conservaré entonces mi puesto? No lo creo, me encontrarán otra cosa. A lo mejor tengo que ir a predicar a los maoríes. —Hacía una mueca contrayendo las arruguitas que se le habían formado de reír y adquiría una expresión entre cómica y triste.

—Los maoríes creen que la tierra nació cuando dos amantes fueron violentamente separados —dijo pensativa Kathleen.

Últimamente trabajaba en colaboración con mujeres maoríes. Había un poblado cerca de Waikouaiti, y Watgin dedicaba grandes esfuerzos a convertir a los ngai tahu. De hecho, estos acudían solícitos a la iglesia, pero contaban historias de la mitología de su pueblo a Kathleen y Claire cuando intercambiaban modelos de puntos y secretos para teñir la lana. Papa era la Tierra, Rangi el Cielo, y fue cuando sus hijos los separaron con rudeza que aparecieron las plantas, los animales y los seres humanos.

—¡Todavía peor! —exclamó Claire riendo—. ¡Evolución y separación matrimonial! A usted no se le puede dejar con los maoríes, reverendo. ¡Volvería con ideas todavía más chocantes que las que ya tenía antes!

Así transcurrieron el verano, el otoño y el invierno. Claire y Kathleen vivían una existencia tranquila, aunque carente de emociones, en aquella pequeña localidad de la Isla Sur. Pero entonces, un frío día de otoño de 1861, sucedió algo que no solo marcaría a la Iglesia anglicana, sino la vida de cada uno de los habitantes de Otago. La primera en enterarse del acontecimiento fue Carol Jones, pues se permitía el lujo de comprar el periódico. Por supuesto, el Otago Witness le llegaba con un par de días de retraso y cuando no había nadie que se lo llevara, recibía tres o cuatro ejemplares a la vez. Pese a ello, se enteraba de las novedades antes que los demás y ese día compartió la noticia con Claire, que la estaba ayudando en el huerto.

—Han encontrado oro en Tuapeka —dijo la regordeta—. Un australiano, no cabía en sí de la alegría. «Brillando como la constelación de Orión en una noche oscura y helada», declaró al diario. Vaya, que como geólogo puede que sea aprovechable, pero como poeta se moriría de hambre.

Claire rio.

—¿Y ahora? ¿Corre todo el mundo hacia Tuapeka?

El pequeño río en que Gabriel Read había encontrado el yacimiento de oro discurría a unos cincuenta y cinco kilómetros de distancia de Dunedin.

La señora Jones movió la cabeza negativamente.

—¡Qué va! ¡Ya conoce a los escoceses! El trigo tiene para ellos más valor que el oro, y por todos los santos, no hay riqueza sin trabajo. El gobierno ha enviado a ciento cincuenta hombres para comprobar si realmente hay algo allí. Tal vez ese Read simplemente lo ha soñado.

Durante un tiempo no se oyó hablar más del yacimiento de oro de Gabriel Read, ni siquiera el reverendo Burton tenía algo nuevo que contar.

—El obispo de Canterbury previene ante el estallido de una fiebre del oro, pero de momento solo corren rumores de que hay más yacimientos. En el periódico no aparece nada.

Unas semanas más tarde, Kathleen, Claire y los niños volvieron a pasar la noche del sábado con el reverendo. Había invitado a una pareja de jóvenes anglicanos recién llegados de Australia. Burton sabía del interés de Kathleen por el país vecino. Se alegró de la sonrisa de agradecimiento que ella le dispensó, pero también tomó nota de cómo la expresión de la joven se iba ensombreciendo a medida que escuchaba las historias de la pareja.

—La tierra es fértil —dijo el señor Cooper, un ingeniero agrónomo—, pero una gran parte está muy seca. Y no carece de peligros. Algunas zonas son muy hermosas, pero la hierba está plagada de serpientes venenosas e insectos. Tampoco los indígenas son siempre pacíficos, nada que ver con los maoríes de aquí. Los aborígenes no tienen nada que regalar y se sienten amenazados por los colonos blancos. Y claro, el elevado número de presidiarios no nos ha hecho más simpáticos a sus ojos. En su mayoría no son tan malos, pero sí hay maleantes que a menudo se pelean entre sí.

—¿Es cierto… es cierto que muchos mueren? —preguntó Kathleen a media voz.

Cooper hizo un gesto de ignorancia.

—Eso depende de la zona. Por ejemplo, Tasmania, que se llamaba la Tierra de Van Diemen, tiene muy mala fama, pero la naturaleza no es tan hostil. En el interior, por el contrario…

—¿Y qué ocurre con los incendios forestales? —se interesó Claire.

Kathleen le había confesado que estaba sufriendo pesadillas después de lo que habían contado los Ashley. Veía a Michael envuelto en las llamas del infierno. Y a veces también a sí misma. Con lo que no sabía si la perseguían los pensamientos sobre Australia o sus propios pecados y el inevitable castigo que se había ganado con ellos.

Cooper asintió.

—Pues sí —confirmó—. Se producen incendios. O mejor dicho, incendios gigantescos de arbustos. Cuando estos arden, el fuego se propaga a una velocidad increíble. Quien queda ahí atrapado no tiene posibilidad de salvarse. Nueva Zelanda es desde luego un país mucho más agradable. Pero los presidiarios de Australia tampoco mueren entre rejas. Al contrario, se indulta a la mayoría, muchos adquieren tierras y se convierten en colonos normales. ¿Tiene parientes allí? ¿O usted, Kathleen? Usted es irlandesa, ¿verdad?

Kathleen enrojeció como la grana, pero antes de que pudiera decir algo, Sean —que ya había cumplido catorce años— y Rufus —el hijo de los Cooper— se introdujeron en la tienda. Ambos adolescentes se habían hecho amigos y habían salido a pasear un poco por Dunedin después de comer.

—¡Mamá! —exclamó Sean excitado—. Dicen que han llegado barcos al puerto. ¡Un montón!

—¡Más de sesenta! —gritó Rufus—. ¡Y traen miles de personas!

El reverendo frunció el ceño.

—¿La armada española? —preguntó mofándose de los chicos—. ¿U otra flota para la conquista del Imperio británico?

—¡No lo sé! —respondió Sean—. Pero deben de venir de Inglaterra. ¿O es de Australia?

—¡La gente cuenta muchas cosas! —añadió Rufus.

Claire asintió sonriente.

—Precisamente —contestó—, y no siempre dicen la verdad. Es probable que se trate de uno o dos barcos cargados de escoceses.

Pero por la mañana, cuando Kathleen y Claire despertaron en casa de los Cooper, los dos chicos les informaron de la última y espectacular noticia.

—¡Mirad ahí, en la colina!

Los Cooper vivían en una calle que conducía a la montaña por una pendiente escarpada. Desde las colinas que rodeaban la ciudad había una buena vista. Hasta el día anterior, allí solo había árboles y maleza, pero en ese momento estaban jaspeadas de blanco.

—Tiendas —señaló atónito el señor Cooper. Todavía llevaba el batín y miraba tan perplejo como los chicos a los numerosos recién llegados que se habían instalado en torno a la ciudad—. Tienen que haber llegado docenas de barcos para traer aquí a tanta gente. ¿Qué querrán?

La esposa de Cooper, ya despierta de buena mañana, arqueó las cejas.

—¿Pues qué va a ser, Jason? ¡Oro! Lo que estamos viendo es solo la primera oleada. Mañana se habrán marchado rumbo a Tuapeka, pero pasado mañana vendrán más.

—Tenemos que ir a la iglesia —les recordó Kathleen.

Si los chicos tenían razón y los buscadores de oro habían llegado de Inglaterra, seguro que también acudirían muchos al reverendo.

En efecto, esa fue la primera misa dominical anglicana de Dunedin en que la tienda de la iglesia de Burton estaba atiborrada de feligreses. El reverendo tuvo que predicar lo suficientemente alto para que oyeran algo también los hombres que estaban en el exterior. La comunidad que ya estaba asentada contemplaba a los recién llegados con desconfianza, pero los hombres daban en general una buena impresión. Por supuesto, tenían un aspecto un poco desastrado y debilitado por el viaje, y por sus trajes podía verse que no eran de los más ricos. Aun así, eran amables y respetuosos, casi parecían amedrentados en ese nuevo país.

El reverendo asumió la petición de los hombres de dar gracias a Dios por el buen final de la travesía. De hecho, la mayoría procedía de Inglaterra y Gales. Un par de irlandeses se mantenían a distancia. Si bien tenían el imperioso deseo de rezar, desconfiaban del rito anglicano. Burton contempló complacido que, tras la misa, Kathleen se ocupaba de ellos. Los recién llegados la miraban como si fuese la encarnación de un ángel. Durante el viaje, según le contaron, no habían visto más que hombres. El patrón del barco había reclutado selectivamente a buscadores de oro, justo después de que llegase a Gran Bretaña la noticia del nuevo hallazgo. En dos días el barco estaba lleno y zarparon sin más.

—¡Al que madruga Dios lo ayuda! —exclamó alegremente un joven galés llamado Chris Timlock que flirteaba con Claire—. Cuando esto sucedió en Australia, yo era muy joven. Pero ahora… ¡No me lo he pensado ni medio día! Mi esposa no estaba tan entusiasmada, pero al final lo entenderá: a fin de cuentas, es una oportunidad para salir de la pobreza.

Una gran parte de los hombres todavía no había pagado el pasaje del barco, el capitán los había llevado confiando en que le pagarían con el fruto de sus ganancias en los yacimientos de oro. Los jóvenes que asistían a la misa querían pagar el viaje, pero en cuanto a los buscadores de oro…

—¡En parte son unos maleantes! —dijo Chris Timlock, agitando la cabeza—. Algunos tipos que venían en el barco eran repugnantes. Y en el campamento impera la grosería, se lo aseguro, señora Edmunds.

Pero los digger, como se llamaba a los buscadores de oro, no procedían todos del Viejo Mundo. A bordo de algunos de los sesenta y cinco barcos que habían fondeado en Otago había veteranos buscadores de Australia.

—Hay que seguir sus instrucciones —señaló Chris con los ojos brillantes—. Esos saben lo que hay que hacer.

El hecho de que, a pesar de todo, de momento nadie se hubiese hecho rico no parecía inquietarlos. Cada uno de los hombres creía firmemente en su suerte.

Esos días quienes sin duda hicieron fortuna fueron los comerciantes de Dunedin y sus alrededores. Las palas, platos y tamices para lavar el oro ya estaban agotados el lunes por la mañana y los buscadores de oro se peleaban por las últimas herramientas. También en lo tocante a las provisiones la ciudad no podía hacer frente a tal afluencia de gente. Los granjeros de Waikouaiti vendieron todo su cereal en un periquete. El número de animales que pululaban en los alrededores de Dunedin se redujo, pues los buscadores de oro disparaban de forma drástica a todo lo que se moviese y prometiese una comida, incluso a ovejas descarriadas, gatos y perros. La higiene en los campamentos improvisados era inexistente. El aire fresco y de montaña de Otago se empañaba de un penetrante hedor a excrementos en cuanto uno se acercaba a la zona de las tiendas. No obstante, y tal como había predicho el señor Cooper, los buscadores de oro se marcharon pronto hacia Gabriel’s Gully, tal como se llamó el primer yacimiento de oro de Tuapeka. Los escoceses respiraron aliviados por haberse librado de esa gentuza. El reverendo Burton, sin embargo, movió la cabeza con pesadumbre.

—Más nos vale estar preparados para la próxima avalancha —advirtió cuando Kathleen y Claire se despedían de él.

Se habían quedado un par de días en casa de los Cooper y habían ayudado a las otras mujeres de la comunidad a preparar tés y sopas con que alimentar a los hombres hambrientos. En los campamentos reinaba la ley del más fuerte. Los pobres y optimistas feligreses del campo o de familias de trabajadores no podían competir con los aventureros de Australia y de la costa occidental. Quienes abarrotaban las colinas en torno a Dunedin no eran solo soñadores, sino también la escoria procedente de los campamentos de cazadores de ballenas y focas, buscadores de oro fracasados de Collingwood, al noroeste, y convictos liberados de Australia, que, con toda certeza, no se habían pagado el pasaje del barco con un trabajo honrado.

Y, naturalmente, esos hombres seguían afluyendo a la ciudad, pues era casi imposible llegar al río Tuapeka sin pasar por Dunedin. Los buscadores de oro pedían ahí información, se proveían de tiendas, herramientas para cavar y víveres, y cuando alguien realmente encontraba oro, lo convertía allí en dinero. La pequeña comunidad escocesa se sentía sobrepasada por encima de su capacidad por esa afluencia de hombres poco inclinados, en su mayoría, al calvinismo. Los comerciantes despreciaban la fiebre del oro, pero hacían cuanto estaba en su mano para satisfacer las necesidades de sus clientes. No tardaron mucho en transportar víveres desde las Llanuras de Canterbury, y los barcos llegaban cargados de herramientas importadas de Inglaterra.

En Dunedin, la construcción adoptó formas antes desconocidas. A fin de cuentas, no solo llegaban oleadas de buscadores a la ciudad, sino también de personas que querían quedarse allí. Se abrieron talleres, comercios y bancos a una velocidad vertiginosa y, por supuesto, también pubs y burdeles. Seis meses después de la llegada del primer buscador de oro la población urbana se había duplicado, y algunos fueron llegando con esposa e hijos.

—Tengo una buena y una mala noticia para ustedes —anunció el reverendo cuando Kathleen y Claire volvieron a la ciudad con la calesa cargada de labores de lana de las granjas.

Últimamente les quitaban de las manos las mantas tejidas, los vellones y las prendas de punto. En los campamentos de los buscadores hacía frío, e incluso si los duros diggers lo soportaban virilmente, las mujeres y los niños necesitaban prendas de abrigo.

—Aunque tal vez la mala noticia no les parezca tal. ¡Ni siquiera me echarán de menos!

Burton sonrió y lanzó a Kathleen una mirada inquisitiva. Sabía que no debía encariñarse tanto con ella. Como párroco, necesitaba una auténtica anglicana por esposa, lo más animosa y poco problemática posible. Kahtleen, por el contrario, era irlandesa y, además, cargaba con un oscuro secreto. Pero Burton no podía evitarlo, su corazón se desbocaba en cuanto veía a esa hermosa mujer rubia de ojos verdes.

Kathleen levantó las cejas.

—¿Se marcha, reverendo? —preguntó en un susurro.

Él asintió, percibiendo un rayo de esperanza. ¿Se equivocaba o ella lo miraba entristecida?

—¿Con los caníbales? —bromeó Claire—. ¿Hasta ese punto ha llegado? ¿Ha ido demasiado lejos con sus sermones?

—No tanto —respondió Burton—. Voy a Gabriel’s Gully. El año que viene se iniciarán en serio las obras de San Pablo y quieren contratar a un sacerdote más creyente que yo o que sepa algo de construcción… o ambas cosas. Sea como fuere, tengo que atender a los buscadores de oro, allí arriba, en los campamentos.

—¿Es que necesitan apoyo espiritual? —ironizó Claire—. Por lo que sé, se procuran más chicas que Biblias.

En las montañas ya se habían abierto los primeros burdeles improvisados.

Peter sonrió.

—Por eso mismo, opina el obispo, necesitan guía espiritual. ¿Y quién mejor que yo para ocuparse de ello?

El reverendo respondía a Claire, pero no apartaba la vista de Kathleen. Esta volvía a tener la mirada baja. Peter esperaba que no le engañara su intuición, pero parecía preocupada.

—¡Ello no significa, claro está, que quede aislado del mundo! —prosiguió en tono de consuelo—. ¡No vamos a perder el contacto! Yo… Me permitirán que las visite, ¿no? ¿Kathleen? —Peter miró directamente a la joven.

—En… ¿Waikouaiti? —preguntó ella con los párpados caídos. Desde los yacimientos de oro era como dar media vuelta al mundo.

El reverendo sacudió la cabeza resplandeciente.

—No, ¡en Dunedin! Esta es la buena noticia: Kathleen, Claire, ¡les he alquilado una tienda! Un nuevo miembro de la congregación, Jimmy Dunloe, ha comprado una de las casas del centro de la ciudad.

—¿Un buscador de oro? —preguntó Claire emocionada.

—No. Esos pocas veces se asientan. Pero los Dunloe siempre han tenido dinero. Jimmy dirige un banco privado, compra oro, es un aventurero de lo más honrado. Quiere establecer su banco aquí, en Dunedin, y también abrir una filial en Tuapeka, lo tiene todo planeado. Y para el banco precisaba un edificio representativo, con tiendas y viviendas. Actualmente hay libre un local para una tienda y su correspondiente vivienda. Cuando me lo contó, enseguida pensé en su salón de moda femenina.

Claire resplandecía, pero Kathleen parecía asustada.

—Pero… pero estábamos de acuerdo en que en Dunedin no había mercado para eso —dijo asustada.

Claire rio y le dio un empujón.

—¡No había, Kathleen, pero ahora sí! —aclaró—. ¡Mira a tu alrededor! ¿Todavía ves a muchas escocesas vestidas de cornejas? ¡Dunedin se está convirtiendo en una ciudad moderna y maravillosa, con mujeres bonitas y hombres ricos! —Hizo dar unas vueltas a Kathleen y se abalanzó hacia Peter Burton.

—¡Podría abrazarlo, reverendo! —exclamó alegre y cogiéndolo por los hombros—. ¡Por fin lejos de la aburrida Waikouaiti! ¡Kathleen! ¡Di algo! ¡Alégrate, mujer!

Kathleen estaba ruborizada. No sabía si se alegraba. De todos modos no lloraría la pérdida de Waikouaiti y, sobre todo, de la señora Ashley y su esposo. Pero ¿una tienda en pleno centro? Si Ian la buscaba… ¿Y si el reverendo ya no estaba allí para protegerla? Pero bueno, ¡tenía que liberarse de esos miedos infantiles! Ya habían pasado años desde su huida. ¡Ian no la buscaba! ¡Y nadie había nombrado al reverendo su protector!

—También he pensado en Sean, Kathleen… señora Coltrane. Se está marchitando en la escuela pueblerina del reverendo Watgin. Aquí, en Dunedin, encontrará mejores profesores.

Ella asintió y levantó la vista hacia él.

—Kathleen —susurró—. Llámeme por favor Kathleen. Siempre… siempre… no solo cuando se le escape, Peter.

Peter Burton la hubiese abrazado para consolarla, algo que parecía necesitar siempre. Pero se contentó con tomarle la mano entre las suyas y apretarla tiernamente.

—Algún día tendrá que contarme qué la inquieta tanto, Kathleen —dijo en voz baja—. Pero ahora les enseñaré su nuevo negocio. Sobre la tienda hay una vivienda que, en algún momento, ofrecerá una espléndida vista sobra la gloria de Dunedin: ¡la catedral de San Pablo!

El reverendo no había exagerado. El banco de Dunloe se hallaba en un edificio de tres pisos nuevo, de piedra oamaru, una piedra calcárea de color blanco, y estaba en un lugar casi tan céntrico como la futura iglesia.

—¡Pero el alquiler debe de ser carísimo! —se preocupó Kathleen.

—¡También la moda inglesa es carísima aquí! —rio Claire, y consiguió convencer de inmediato al señor Dunloe.

El hombre, alto y rubio, parecía cautivado por las dos jóvenes. Las saludó con un besamanos, lo que hizo enrojecer de nuevo a Kathleen. Solo había visto eso entre los señores de Irlanda. Claire, por el contrario, floreció cuando el banquero las invitó a tomar un té. La bebida, sin embargo, no se correspondía con una casa señorial, la doncella maorí lo había dejado reposar demasiado tiempo y no sabía servirlo correctamente. La muchacha, de cabello oscuro y algo torpe, no parecía encontrarse del todo bien. Miraba todo el rato por la ventana, nerviosa, al parecer le daba miedo trabajar en un primer piso.

—Aquí no se encuentra personal —se lamentó el señor Dunloe.

Claire agarró ella misma la tetera.

—Si me permite… —dijo educadamente—. Ven, chica, ¿cómo te llamas? Voy a enseñarte a hacerlo correctamente.

Claire desapareció con Haki, voluntariosa a ojos vistas, camino de la cocina. Kathleen dejó que el reverendo llevara las riendas de la conversación. Se sentía insegura en aquel salón de elegantes muebles ingleses. Pese a ello, Dunloe se sintió cautivado por sus diseños.

—¡Muy refinados, aunque no respondan a la última moda! —dijo; a fin de cuentas, acababa de llegar de Londres—. Necesita un par de revistas ilustradas como inspiración. Y telas… Tiene que comprar telas, puedo facilitarle los contactos en Londres. ¡El negocio sin duda tiene futuro! ¡Ganará usted aquí más dinero que la mayoría de esos pobres diablos que van en busca de oro! Además de los vestidos, yo también ofrecería algún accesorio. Reflexione, dentro de nada entrarán y saldrán de mi despacho los pocos afortunados que hayan encontrado oro. Tendrán ganas de gastar, pero, naturalmente, no sabrán de memoria las medidas de sus mujeres y no podrán comprarles un vestido. Pero un sombrerito, un pañuelo de seda, una bolsita… Hágame caso, señora Coltrane, aquí, en el centro de la ciudad, es donde están los auténticos yacimientos de oro.

Claire volvió y sirvió el té a la perfección.

—Pues pongámosle ese nombre al negocio —sonrió—. «¡Lady’s Goldmine!», la mina de oro para la dama. —Se volvió hacia la muchacha maorí—. Mira, Haki, nos colocamos así, al lado del señor, para llenarle la taza. Así no le quemarás si cae alguna gota. ¡Y deja de mirar por la ventana, niña, que la casa no se va a caer! —Claire meneó la cabeza, indulgente pero decidida—. Esto no es para esta muchacha, señor Dunloe. Es servicial, pero aquí tiene un miedo de muerte. ¿Por qué no deja que Haki nos ayude en la tienda y se busca usted una doncella sin vértigo? ¡Enseñaré a las dos cómo preparar un té decente!

El asunto de la tienda arrancaba bien, pero mientras Claire no cabía en sí de alegría, Kathleen se sentía extrañamente vacía cuando Peter Burton se despidió antes de partir hacia el río Tuapeka.

—No conseguirá llevarlo todo de una vez —dijo apesadumbrada cuando vio todas las cosas que había reunido para su futura misión.

El reverendo asintió.

—Sí, aunque tendré que llevar el caballo por la rienda. Lo conseguiré, no se preocupe, solo necesito una albarda.

Kathleen bajó la vista al suelo. Se odiaba por su timidez, antes no era así. Pero los años con Ian, a quien no le gustaba mirar a los ojos y que siempre la reñía si miraba abiertamente, la habían marcado.

—Sería… sería para mí un placer… que me permitiera regalarle mi mula —dijo a media voz—. Ya no la necesitaré, ahora que voy a vivir en la ciudad.

El semblante de Peter Burton se iluminó, no por tener un segundo animal de carga, sino porque Kathleen pensara en él. Con frecuencia daba la impresión de ser sumamente desapasionada, pero, por lo visto, él no le resultaba indiferente.

—La acepto con mucho gusto, Kathleen, y la cuidaré bien —señaló ceremoniosamente—. Kathleen, ¿le… le resultaría desagradable que… que le diera un… un beso de despedida?

No había querido decirlo, pero estaba asustado por su futuro inmediato, por los sucios campamentos de buscadores de oro y por un trabajo con hombres que prometía ser poco divertido y menos estimulante. Peter era un hombre de trato afable. Le gustaban todos los aspectos del sacerdocio, desde el sermón inteligente hasta el baile en las bodas, desde acompañar compasivamente a una persona en el lecho de muerte, hasta el nacimiento de un nuevo miembro de la congregación. Pero lo que ahora le esperaba se perfilaba claramente ante sus ojos: borrachos cuyas peleas habría que evitar, desesperados que lo habían abandonado todo para ir a un yacimiento de oro y que nunca se harían ricos. Enfermos, solitarios, abandonados, vagabundos y soñadores, pequeños maleantes y auténticos criminales. Peter Burton encontraba que Dios le debía al menos un sueño hermoso antes de enviarlo a ese mundo hostil y extraño.

Kathleen lo miró temerosa.

—¿Por qué? —preguntó.

Burton levantó la mano. Habría querido acariciarle la mejilla, pero su expresión se volvió más recelosa cuando él se acercó a su rostro. Así que le acarició solo el cabello, tan dulce y delicadamente que ella casi no lo notó. Solo él sintió la suavidad de sus rizos. Con eso bastaría. Dios no era muy generoso.

—Posterguémoslo —suspiró Peter—. Hasta que usted ya no necesite preguntar.

Lady’s Goldmine tuvo éxito desde que las primeras telas de Londres, las revistas más recientes y un par de accesorios selectos adornaron el escaparate. Las esposas de los banqueros y los comerciantes fueron las primeras, luego las de los operarios y al final también las señoras de las grandes granjas de ovejas del interior. La mayoría de los barones de la lana incluían también ahora la cría de bueyes en su negocio. El apetito de carne de buey de los buscadores de oro era insaciable y, si bien eran los que menos se enriquecían, de vez en cuando tenían suficiente para disfrutar como mínimo de una buena comida y un whisky.

Mientras los buscadores de oro se divertían en los pubs, los puestos de comida y los burdeles, la clase alta asistía a bailes y conciertos en los hoteles elegantes. De nuevo, Kahtleen no daba abasto para confeccionar todos los vestidos que le pedían. Como ya hiciera en Christchurch, pronto tuvo que contratar mujeres y limitarse ella a los diseños. Apenas se la veía en la tienda. De ella se encargaba Claire con el encanto y el saber hacer de una dama, y disfrutaba de ello con todo su corazón. Con la primera suma considerable que ganó se compró un purasangre para su vieja silla de amazona, y solía salir a pasear los domingos con el señor Dunloe, quien la acompañaba de buen grado también a exposiciones por la tarde y conciertos matutinos. La hermosa y vivaracha Claire llevaba en esas ocasiones los modelos más atrevidos de la colección de Kathleen y era el mejor reclamo para la tienda. Coqueteaba abiertamente con Dunloe, lo que intranquilizaba un poco a Kathleen. Pero Claire debía de saber lo que se hacía.

Sean y las niñas también progresaban en sus nuevas escuelas. Heather y Chloé se saltaron dos cursos gracias a las clases de Claire y todavía estrecharon más su amistad, pues no encontraron ningún vínculo con las chicas mayores. Sean ya se alegraba ante la expectativa de acudir al instituto, que pronto se inauguraría, y después tal vez iría a la universidad. Nunca hablaba de su pretendido padre y se diría que las niñas casi se habían olvidado de su época junto al Avon. A quien sí extrañaba Sean era al reverendo.

—¿No podemos ir a verlo durante las vacaciones?

Kathleen y los Cooper oían a sus hijos plantear esta pregunta casi a diario, pese a que Rufus se mostraba más interesado en los yacimientos de oro que en visitar a Peter Burton. Por ese motivo los Cooper dieron su consentimiento. Temían perder a su aventurero hijo en el campamento de los buscadores de oro. Kathleen, por el contrario, confiaba en Sean. Sonreía cuando pensaba que ella no habría dejado ir ahí solo a Michael. ¡Seguro que se habría visto tentado por la llamada del oro!