6

Kathleen Coltrane subía con esfuerzo la pendiente. Hacía un tiempo maravilloso ese día de primavera y a lo lejos, detrás de las colinas que rodeaban Port Cooper, se veían las majestuosas cumbres de los Alpes Neozelandeses. En medio se suponía que se extendían llanuras de pastizales, una visión con la que Kathleen solía soñar. En especial cuando tenía que recorrer a pie y con dos niños las calles pedregosas de Port Cooper para llegar a su casa.

Casi todas las casas de la floreciente ciudad portuaria, a la que recientemente se había dado el nombre de Port Victoria, estaban en las colinas. También la pequeña casa de campo pintada de azul que Ian había adquirido dos días después de su llegada. Kathleen recordó el día que subió la pendiente por primera vez. Casi había desfallecido.

Tres días después del nacimiento de su hijo y muy poco después de la larga travesía, ante ella pareció abrirse un abismo oscuro cuando se puso en pie e intentó caminar. Pero Ian no conocía la piedad. Había comprado una casa y quería habitarla con su joven esposa pese a no tener apenas muebles. El anterior propietario —que se había mudado a las Llanuras de Canterbury— había dejado solo el mobiliario que no necesitaba en su nuevo hogar. Al entrar en la fría e inhóspita vivienda, Kathleen rompió a llorar.

—¿Y dónde me pongo yo con mi hijo? ¿Dónde dormiremos?

Ian se limitó a encogerse de hombros.

—Compraremos una cama. Por mí, también una cuna, la necesitaremos más veces. Puedes ocuparte tú misma, te daré el dinero. Y, Kathleen, no hagas como si en tu familia no hubieseis dormido en el suelo de la cabaña.

Estaba en lo cierto, claro, pero tenían jergones y siempre ardía un fuego en la chimenea. Tampoco había estado tan débil y agotada. Ian todavía no había comprado comida, y tampoco leche. En la mesa de tres patas solo había un saco de harina. Kathleen podría hacer pan si no se encontrase tan mal.

—Lo dicho, Kathleen, tú te ocupas —ordenó Ian—. Yo tengo que ir al establo, es posible que obtenga mi primer caballo, el penco del molinero. Dice que se le escapó con el carro del pan. Bueno, eso ya lo juzgaré yo. Pero la casa es cosa tuya.

La joven lanzó una mirada desesperada a la cocina de leña, que ni siquiera estaba cargada de leña. Seguro que algo habría. Pero no tenía fuerzas para volver a salir, no mientras el suelo pareciese oscilar bajo sus pies.

Colocó a Sean sobre una manta y examinó la casa. Por suerte el niño dormía, y ella tenía leche para alimentarlo, al menos hasta ahora. Pere le había dado suficiente sopa y algo que llamaba «boniatos». Pero ahora Kathleen ignoraba si lograría reunir fuerzas para preparar algo.

La casa era muy bonita. Sencilla pero funcional: una sala de estar, un dormitorio, otra habitación donde Sean podía dormir y una cocina amplia. Para la escala irlandesa, era una vivienda de lujo, nadie en su pueblo natal tenía un lugar semejante, hasta la casa de Trevallion era más pequeña. Seguro que también había corrales y dehesas, a fin de cuentas, en lo primero que siempre pensaba Ian era en su mercancía de cuatro patas.

Tuvo que reconocer que su marido no había hecho una mala compra. Las ventanas de la cocina se abrían al puerto y Kathleen siempre tendría algo que contemplar cuando estuviese allí. Y ya la primera visión del exterior le dio una alegre sorpresa: en esos momentos, Pere subía por la pendiente con una cesta bajo el brazo, y la acompañaba otra mujer más joven.

—Traer regalos para nueva casa —anunció la maorí, y orgullosa tendió a su nueva amiga un cesto de boniatos y semillas.

Su compañera sonrió a Kathleen.

—Soy Linda Holt, mi marido es el molinero —se presentó—. Y acaba de contarme que se ha mudado. Sin muebles, sin provisiones, y además con un recién nacido… ¡Estos hombres! A Carl ni se le ha ocurrido traer a su marido un tarro de leche o un jamón… Tenemos un pequeño establecimiento de productos del campo.

Las mujeres no esperaron a que Kathleen las invitara a pasar, sino que sin más entraron.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizada Linda—. Los Shoemaker no han dejado nada aquí. Y… ¿Qué le pasa? ¿Está usted temblando?

Kathleen no podía ni hablar, pero Pere contó a la mujer del molinero en pocas palabras cómo los Coltrane habían llegado a Port Cooper. A continuación, las dos visitantes desplegaron una laboriosa actividad. Pere recogió bastante leña y encendió todas las chimeneas de la casa.

—Lo primero es ahuyentar el frío, no es bueno para el bebé —explicó cuando Kathleen protestó. La leña seguro que era cara.

Linda dijo que iba a su casa en busca de una cuna. Su hija ya había crecido.

—Y hasta que venga el siguiente —se tocó el vientre complacida—, ¡ya tendrá usted su propia cuna!

Al volver, traía a su hija, una niña preciosa de rubio cabello rizado. Kathleen cuidó de la niña y Pere hizo un pan ácimo que nada tenía que ver con los panes que la joven recién llegada conocía hasta el momento. Entretanto, Linda se dirigió a casa del carpintero en el carro de su marido. Cuando regresó, traía una cama, una mesa y dos sillas en el vehículo.

—Al carpintero solo le quedaba esto. Lo que falte tenéis que encargárselo. Ayúdame a montar la cama, Pere… ¡Menudo trasto! Vosotros los maoríes dormís sobre esterillas, ¿verdad? Es mucho más práctico.

La palabra favorita de Linda era «práctico». Kathleen no tardaría en sentir afecto por la alta, delgada y rubia mujer. Todavía no sabía cómo habría sobrevivido en la primera época en Port Cooper sin la resuelta ayuda de sus vecinas. Linda y Pere, Veronica, la esposa del carpintero, y Jenny, la menuda y audaz esposa del vendedor de madera, cocinaron para ella, le prestaron muebles y objetos para la casa, cargaron las chimeneas y, sobre todo, siempre tuvieron una palabra amiga y animosa.

Ian contemplaba aquella invasión femenina con desconfianza. Las mujeres no tardaron en percatarse de que su presencia le resultaba molesta y se mantenían alejadas cuando veían su carro delante de la casa. Era justo lo que Ian se proponía, pero también pedían a sus maridos, sobre todo Veronica y Jenny, que ayudasen a los nuevos colonos. El carpintero tomaba medidas y entregaba los muebles, el marido de Jenny enviaba a un chico con leña. Cuando Ian sorprendía esas visitas, reaccionaba mal, cada vez peor.

Dos semanas después del parto, malhumorado, quiso fornicar.

—¡No! —Kathleen intentó apartarlo con cuidado—. Todavía no, es demasiado pronto. Aún tengo heridas…

Ian la sujetó con fuerza por los brazos.

—¿Tan mal estás? No me creo que las heridas sean del parto. ¿Quién viene a verte, Kathleen? ¿Con quién disfrutas mientras yo trabajo? No tenía mal aspecto el chico que vi ayer salir de casa cuando llegué…

—Era el hijo mayor de Jenny —contestó ella, intentando desprenderse de la presa de su esposo—. Acaba de cumplir trece años. Trajo leña… Dios mío, Ian, ¿por quién me tomas? ¿Por una gata en celo que con todos los hombres…?

—¿… se abre de piernas? Bueno, hasta el momento no me has demostrado lo contrario. Y corro el riesgo de criar a un nuevo bastardo. Pero esta vez seré yo quien te deje preñada.

Ian la montó a la fuerza y la penetró sin miramientos. Ella no pudo reprimir un grito de dolor. Sean gimió y ella se mordió el labio. Rogó que los vecinos no la hubiesen oído.

Solo tres semanas después, Ian hizo su deseo realidad. Kathleen se quedó de nuevo encinta y dio a luz a su segundo hijo, Colin, diez meses después de su llegada al nuevo país. Sin embargo, mientras el embarazo de Sean había transcurrido sin dificultades, el segundo fue complicado. Kathleen luchaba contra la debilidad y las náuseas y tuvo que destetar de repente a Sean porque se quedó sin leche. El bebé protestó. Lloraba continuamente y ella no sabía cómo mantenerlo tranquilo cuando Ian llegaba a casa.

Este, por fortuna, solía estar con frecuencia fuera, sus negocios marchaban bien y le obligaban a pasar días ausente. En Nueva Zelanda todavía no había mercados de ganado como en Irlanda e Inglaterra. Ian tenía que negociar como una especie de vendedor ambulante. Compraba un par de caballos, ovejas o bueyes, viajaba con ellos y los vendía al primer granjero interesado. Naturalmente, eso funcionaba mejor con equinos que con vacunos y bovinos, cuyo transporte requería pastores y perros. Además, era casi imposible conducir esos animales sin cabestro por el paso escarpado que separaba Port Cooper de las llanuras. Por eso, Ian se concentraba en el comercio de caballos en el mismo Port Cooper y consiguió en un período breve que las relaciones con sus nuevos vecinos se enfriasen.

Kathleen pensaba en ello mientras subía por la pendiente con el todavía torpe Sean en una mano y con Colin sujeto a la espalda en un portabebés. En la otra mano llevaba la compra. Cargaba con las verduras del mercado del puerto cuesta arriba, leche y grano molido para hacer pan y preparar la papilla de los niños. Acarreaba además un voluminoso saco de lana que arrastraba tras ella. Tenía que lavarla, cardarla e hilarla. Kathleen era hábil en esos menesteres y sobre todo Linda, la activa mujer del molinero, solicitaba sus servicios. Había crecido en una granja y criaba un par de animales en el establo junto al molino. Ella misma esquilaba sus cinco ovejas. Sin embargo, los trabajos manuales como hilar y tejer no se le daban bien.

Kathleen pensaba afligida que Linda y su marido le habrían llevado las cosas a la puerta de su casa en el carro, pero últimamente su caballo volvía a cojear. Además, aunque Linda no lo decía directamente, notaba que la dejaban de lado por culpa de los trapicheos de Ian.

—¡Qué se ha pensado tu marido, mira que venderle a mi Carl ese penco viejo! —protestaba la esposa del molinero. Kathleen había tenido que volver a escucharla esa misma mañana—. La yegua de antes era algo particular, de vez en cuando llegaba a casa sin Carl… —En la voz de Linda se escondía una risa contenida. Ella era del campo, pero su marido de un suburbio londinense. Era un panadero y molinero estupendo, pero no era bueno en el trato con los animales—. Pero al menos siempre llegaba. El nuevo, por el contrario… apuesto que al menos tiene veinte años.

—¿No se puede comprobar? —preguntó tímidamente Kahtleen—. ¿Mirándole los dientes?

—¡Oh, no es seguro! —intervino John, el herrero. Acababa de llegar al molino para examinar de nuevo la pata del caballo—. Los dientes se retocan aquí y allá… Los tratantes de caballos son muy imaginativos.

—Pero… pero ¡Ian no! —defendió Kathleen a su marido.

Los otros la miraron con una mueca en los labios. John levantó los ojos al cielo.

—Todavía no he conocido a ningún comerciante de caballos que no sea un chanchullero —respondió—. Pero, naturalmente, estoy de acuerdo con usted, señora Coltrane: su vecino no debería comprar ningún jamelgo cojo. Eso siempre trae dolores de cabeza. Así que supongamos que su marido no sabía nada de las maquinaciones del antiguo propietario…

A Kathleen le habría gustado darle crédito, pero se rumoreaba demasiado en la pequeña localidad. Casi nadie estaba contento con los animales que Ian vendía. Solo George Hancock, un granjero, se alegró al principio de su espléndida yegua de cría. Lamentablemente, el segundo año no parió ningún potro y Hancock acababa de enterarse de que el propietario anterior la había vendido por esta razón. El argumento de que Ian no estaba al corriente no era válido, pues el vendedor juró que se lo había comentado.

—No tenía por qué mentir —dijo un enojado George Hancock en una comida campestre que se celebró tras las oraciones del domingo—. Penny es un buen caballo, lo que sucede es que no es adecuado para la cría. Pero Ian Coltrane (disculpe, señora Coltrane), bueno, miente más que habla…

Kathleen fingió no prestar atención —a fin de cuentas, Colin estaba intentando acallar a gritos a todos los adultos y había que disuadir a Sean de que no hiciera lo mismo—. No obstante, le dolía, claro, y además la situación enturbiaba sus propias amistades. A Ian eso ya le parecía bien. La atormentaba sin cesar con sus celos y estaba enfadado porque no había vuelto a quedarse embarazada después de tener a Colin. Siempre estaba irritado. Entretanto, él mismo había reconocido que Port Cooper tampoco resultaba el lugar ideal para instalarse.

Poco después de su llegada a Nueva Zelanda se había fundado en Inglaterra la Canterbury Association, una organización de creyentes anglicanos que aspiraban a construir un asentamiento más grande en la nueva colonia. Habían adquirido tierras en las llanuras a un día de marcha desde Port Cooper. Allí se crearía una nueva ciudad, Christchurch, una sede episcopal siguiendo el modelo inglés. El paso por las montañas sería transitable en un futuro próximo.

Se necesitaban animales para el servicio de transporte y animales de trabajo. Los nuevos habitantes de Christchurch no los comprarían en Port Cooper. Ian pensaba, pues, en mudarse, mientras que la sola idea de abandonar a sus nuevos y cordiales vecinos precipitaba a Kathleen en un torbellino de miedo e inseguridad. Cuando Ian volvió a descargar su mal humor en ella y le echó en cara que le engañaba en su ausencia, ella le contradijo por vez primera con una respuesta contundente.

—¡Y tú me reprochas que yo te engaño! ¿Quién es aquí el que engaña? Casi no puedo mirar a los ojos a la gente, ¡todos se lamentan de los jamelgos viejos, cojos o estériles que les vendes! ¿He de pensar que esto va a cambiar cuando nos mudemos a Christchurch? ¿De repente te vas a convertir en un comerciante honrado?

—¡Un comerciante tan honrado como esposa honrada eres tú! —bramó Ian, golpeándola, y la tiró a la cama.

En los últimos tiempos apenas se daba por satisfecho exigiendo el débito conyugal por la noche, cuando los niños dormían y ella se había lavado y puesto un recatado camisón. Al parecer, temía que evitara de algún modo quedarse embarazada si él no la pillaba por sorpresa. Además, reñir antes de hacer el acto parecía excitarlo, así que la forzaba cada vez más a mantener relaciones mientras Colin lloraba y Sean corría el peligro de quemarse o hacer una insensatez.

Kathleen nunca podía relajarse. El acto le resultaba doloroso y tanta humillación la encolerizaba. Eso no tenía nada en común con las alegrías del amor en los prados junto al río. La joven pedía perdón a Dios, pero empezaba a odiar a su marido.

Ese día de primavera, sin embargo, los problemas de Ian con el vecindario se agravaron. Kathleen pasaba por la herrería de John Seeker, tirando de su hijo y sus bolsas y pensando en si debía hacer una parada. Sean lloriqueaba, también para él era una pendiente larga y hacía un calor inusual para ese noviembre. Seguro que Pere tenía un vaso de agua para Kathleen y leche para los pequeños. La maorí era la única que seguía tratándola con el mismo cariño que a su llegada. No obstante, precisamente ella, que conocía el secreto de los orígenes de Sean, habría tenido motivo para rechazarla. Pero los maoríes pensaban de forma distinta.

—Todos los hijos motivo de alegría; todos los hijos pertenecen a tribu; todas las mujeres, madres; todas las ancianas, abuelas —había dicho Pere, tranquilizando a Kathleen. Siempre le contaba cosas sobre las costumbres de su pueblo, donde tener un hijo antes del casamiento no era motivo de vergüenza—. ¡Si hombre sabe que mujer es fértil, todavía la valora más!

También el pequeño Sean tiraba de Kathleen en dirección a la casa. Se ponía contento cuando visitaban a Pere, quien le contaba cuentos y le daba dulces. El azúcar era muy apreciado entre los maoríes y Pere disponía abundantemente de él por ser esposa de un pakeha. Preparaba caramelos, palitos de azúcar y pasteles que repartía luego generosamente entre los niños del vecindario.

Pero mientras Kathleen todavía estaba cavilando en si llamar a la puerta o ir a su casa para empezar a trabajar la lana, oyó unas voces estridentes en la herrería. Una de ellas era la de Ian y, en efecto, su caballo, un robusto bayo, esperaba atado delante de la vivienda.

El primer impulso de Kathleen fue marcharse a toda prisa. Si Ian la encontraba allí, le reprocharía que iba a ver a John o en busca de algún remedio de Pere para evitar quedarse embarazada. Era mejor que se la encontrase en casa lavando o cardando lana. Pero entonces oyó unas palabras perfectamente comprensibles y sintió demasiada curiosidad. Consiguió que Sean callara y apoyó la oreja en la pared de madera de la herrería.

—¿Qué significa que tú no lo haces? —preguntaba Ian a un John al parecer indignado—. Venga, solo te pido que las claves más profundo, el vendedor se ha desprendido del jamelgo porque las herraduras no aguantan…

John resopló.

—No me vengas con historias, Coltrane, si las herraduras no aguantan no se cambia de caballo, sino de herrero. El hombre ha vendido el caballo porque hay algo turbio, tiene algo en la pata delantera izquierda, supongo que tiene hundido el tejuelo. ¿Y ahora quieres que le hunda hasta el fondo los clavos de la derecha? Así las dos patas le harán igual de daño y dejará de cojear, claro. Pero ¡yo no hago esas cosas, Ian Coltrane, va en contra de mi honor profesional!

—Bah, ¿qué significa el honor, John? Venga, hazlo de una vez, te pago tres peniques más… —Ian parecía relajado—. Si no lo haces tú lo haré yo mismo, pero no consigo poner los clavos en fila y se notará.

Kathleen se sobresaltó cuando John abrió la puerta de la herrería de par en par. No pudo ponerse a salvo a tiempo.

—Que ignores lo que es el honor me lo creo perfectamente. Pero yo no lo ignoro, así que lárgate de aquí con tu jamelgo cojo y ten un poco de decencia.

El fornido herrero propinó un ligero empujón a Ian para que saliera. El tratante de caballos tropezó y cayó. El caballo que conducía con una cuerda se asustó. Kathleen esperaba escapar sin ser vista, pero Ian ya la había descubierto.

—¡Eh, tú, zorra! —La cogió del brazo y la sacudió—. Te he pillado, ¿eh? ¿Estabas espiando en la puerta a ver si la costa estaba despejada para poder reunirte con tu galán?

Kathleen movió desesperada la cabeza. Los niños empezaron a llorar.

John Seeker salió de la herrería.

—¡Esfúmate, Coltrane! —bramó—. En mis tierras, ni herrarás un caballo ni pegarás a tu mujer. ¡Esta pobre chica no se merece a un tipo como tú! Déjala en paz, vete a casa y tranquilízate. ¡Y que no vea yo mañana a esta mujer con la cara destrozada! ¿Todo en orden, Kathleen?

Ella asintió con la cara roja de vergüenza. Ahora también los vecinos sabían que Ian le pegaba. Y, además, con la intención de protegerla, John la había llamado por su nombre. Ian se lo echaría en cara, los maridos de sus amigas la llamaban respetuosamente señora Coltrane cuando Ian estaba presente.

Él arrastró con brusquedad a su esposa hacia su casa.

—¡Discúlpate! —le siseó—. Ya me has puesto en evidencia lo suficiente. Venga, a casa, te espero ahí. ¡Y esta vez te hago otro hijo!

En efecto, Kathleen volvía a estar embarazada cuando, dos meses más tarde, Ian vendió la casa de Port Cooper. John Seeker había estado comentando el episodio de la herrería y desde entonces todo el mundo evitaba a Ian Coltrane. Tampoco invitaban a Kathleen a las reuniones de lectura de la Biblia ni a las oraciones de los domingos en que se celebraban encuentros interreligiosos de los colonos. Hasta el momento, no había sacerdote ni católico ni anglicano en Port Cooper, los colonos tenían que apañárselas solos. Kathleen, que con su dulce y atractiva voz leía y cantaba para todos, había sido bien acogida al principio. Pero también eso le había estropeado Ian. Este le explicó que en el otro lado de las montañas no habría vecinos con los que ella pudiera coquetear. Ian había comprado una granja junto al río Avon, no lejos de la nueva población de Christchurch, pero no lo suficiente cerca para que Kathleen pudiera tener un poco de vida social.

—Puedes ocuparte de los niños, también tendremos un par de ovejas, y para variar podrás hilar nuestra propia lana. —Ian se alegraba de poder enclaustrarla en una granja aislada.

Sin embargo, pese a los malos presentimientos, Kathleen estaba impaciente por conocer el mundo más allá de la montaña. Por fin podría ver algo más de su nuevo hogar que el puerto y un par de colinas. Así que intentó ver el futuro con optimismo mientras arrastraba a Colin y una parte de sus posesiones por el camino trillado que conducía a Christchurch. Puesto que la gente de Port Cooper esperaba en breve una avalancha de nuevos habitantes para Christchurch, lo habían aplanado y ya no había que hacer proezas para recorrerlo. No obstante, casi siempre había que tirar a los animales de las riendas y solían ser unos lugareños quienes por unas monedas llevaban los caballos y mulos. De ahí que el camino recibiera el nombre de Bridle Path, sendero de las bridas.

Ian y Kathleen disponían en ese período de mudanza de tres animales de carga, pero Ian los necesitaba para transportar los muebles y utensilios domésticos. Aunque era posible llevar objetos voluminosos hasta las llanuras por barco a través del Avon, Ian era tacaño. Tras la travesía y la compra de la primera casa no había quedado nada del dinero de Michael. Ian financiaba ahora la granja con los beneficios de su negocio.

Pese a todo, Kathleen se decía que una parte todavía les pertenecía a ella y Sean. Y ya no se avergonzaba del dinero obtenido con la venta del whisky. La destilación todavía era vista como una actividad clandestina, pero lo que Ian hacía era mucho peor.

Fuera como fuese, Kathleen y los niños tenían que ir a pie, como la mayoría de los colonos que llegaban a Nueva Zelanda en la entrecubierta. Sin embargo, ella tenía la ventaja de no haber quedado debilitada por la larga travesía y estaba entrenada de tanto subir la colina de Port Cooper. Kathleen no perdía tan pronto el aliento, pero la primera parte del ascenso por Bridle Path no dejó de ser una experiencia bastante deprimente. Tenía que tirar del afligido Sean, que no entendía por qué tenía que subir por ese paso ni por qué habían vaciado su casa. La idea de tener que vivir en otro sitio, tan lejos de su querida tía Pere, lo asustaba tanto como a su madre.

Por añadidura, el camino no solo era escarpado sino que ofrecía un paisaje poco edificante. El prado cedió lugar a un inhóspito pedregal y había que avanzar mucho tiempo a través de un desierto de piedra volcánica gris y sin árboles. Sean se agarraba a la mano de Kathleen y Colin a su cuello. La joven madre tenía sensación de angustia cuando todavía no habían llegado a la tercera parte del camino, y encima Ian era incapaz de darle ánimos. Solo cuando tropezó en un lugar peligroso, cogió el portabebés de Colin y lo colocó encima de uno de los mulos.

—No puede quedarse así, Ian, si se mueve resbalará y el niño acabará cayéndose por el precipicio. —Estaba agotada y deseaba no tener que cargar con el niño, pero colocarlo en ese tambaleante mulo…

—Con lo torpe que eres tú, seguro que sí se cae —replicó su marido—. ¡No voy a permitir que pongas a mi hijo en peligro!

Kathleen estuvo a punto de responder airada, pero se contuvo cuando Ian aseguró sólidamente el portabebés al lomo del animal. Se le podía criticar, pero amaba a Colin. A veces incluso le traía al pequeño alguna cosa de sus viajes comerciales. Caballitos tallados o pelotas que trenzaban los indígenas. Colin todavía no sabía qué hacer con eso, pero Sean estaba encantado. Kathleen no quería ni pensar cómo reaccionaría cuando entendiese que Ian no llevaba todas esas maravillas para él, sino exclusivamente para su hermano.

El ascenso por los peñascos y el avance por el escarpado y angosto paso parecía interminable, pero por fin se abrió una especie de meseta ante ellos. Ian sugirió descansar y ató los mulos a un árbol. Kathleen habría tenido que desempaquetar en ese momento los panecillos que había llevado, además estaba sedienta. Pero la venció la curiosidad. Con Sean de la mano, se acercó al borde de la meseta.

La vista la embargó de emoción. Descubrió un mundo que pronto haría dos años había dejado atrás para siempre. Ante ella se extendía su hogar: Irlanda, los prados, el río…

Parpadeó para cerciorarse de que no estaba soñando. Luego se quedó mirando atónita un paisaje verde, con suaves colinas a través de las cuales serpenteaba el Avon y salpicado de bosquecillos, así como de formaciones rocosas, justo igual a lo que sucedía en Irlanda. Lo que faltaba eran los asentamientos humanos. No había pueblos ni casas señoriales, solo pequeñas granjas aisladas. Y también faltaba otra cosa: los interminables muros de piedra que dividían la tierra en pequeñas parcelas. ¡Esta era una tierra extensa y libre!

Sintió que le brincaba el corazón y una extraña alegría. Contempló la tierra que Michael y ella habían soñado. Inundada de sol pero verde, tan verde como Irlanda, una tierra que se reflejaba en los ojos de Kathleen

—Por Dios, Ian, ¡qué hermoso es esto! —dijo arrobada—. Es… ¡esta tierra es mía!

—¡De tuya, nada! —gruñó Ian—. Pero será la de nuestros hijos. Cuando hayan crecido, poseeré un montón, la suficiente para construir una granja enorme. Con ovejas y caballos… ¡Seremos ricos!

Kathleen se preguntaba si pensaría también en Sean cuando hablaba de sus hijos. Pero no podía desheredar al niño. Ian se había apropiado del dinero de Michael; a esas alturas ya estaba segura de que antes de pedir su mano conocía la existencia de la bolsa. A cambio, Sean llevaba su apellido. Un negocio justo. En los documentos, Sean constaba también como hijo suyo, y Kathleen lucharía por él. La tierra de Port Cooper no había tenido importancia para ella. Pero esta… ¡esta pertenecería al hijo de Michael!