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Lizzie pasó en el yacimiento de oro maorí el verano más hermoso de su vida. Michael y ella habían montado la tienda por encima de la cascada, y por las mañanas se quedaban embelesados ante la visión de las montañas y los pequeños lagos que caracterizaban el paisaje de Otago. En los días claros casi alcanzaban a ver Tuapeka. La vida en la ciudad de buscadores de oro, el asesinato de Chris Timlock y la muerte de Ian Coltrane parecían a esas alturas estar muy lejos. Lizzie y Michael vivían de la caza y la pesca, sobre todo de esta última, pues no había conejos ni liebres. El comportamiento singular de las aves de Nueva Zelanda seguía siendo para Michael un enigma que le impedía una buena caza. Los cereales y verduras que necesitaban los obtenían de los maoríes y el oro que extraían lo guardaban en un escondite bajo las rocas junto a la cascada. Eso no suponía un gran riesgo, puesto que nadie conocía el lugar, salvo el reverendo y los ngai tahu. Michael no necesitaba desplazarse a la ciudad para llevar el oro al banco. Con ello habría llamado la atención, pues las provisiones de oro de Lizzie y Michael crecían rápidamente, aunque no trabajaban tanto como los buscadores de Tuapeka. Por lo general solían dormir tranquilamente, se ponían luego manos a la obra y empleaban el mediodía para hacer el amor y echar una siestecita después. Lizzie disfrutaba de las caricias de Michael y sus muestras de cariño. Ahora le pertenecía solo a ella, parecía haberse olvidado de Kathleen. Sin embargo, Lizzie no lo había tenido fácil. Un par de días después de la muerte de Coltrane, le había preguntado a Michael, incluso a pesar suyo, si no quería adoptar a Colin.
—Tengo mala conciencia porque le he arrebatado a su padre —admitió—. Y sigue siendo el hijo de tu Kathleen.
Michael sacudió la cabeza.
—Pero ¡no mío! —exclamó con determinación—. Coltrane se ha ganado lo que se merecía, no tiene que darte pena. Y en cuanto a Colin: siento que haya perdido a sus padres, pero nosotros tenemos que empezar de nuevo. Y él no es precisamente el hijo que Kathleen y yo habríamos deseado.
Lizzie se alegró de la decisión, pero siguió informándose a través de Peter Burton del paradero del muchacho. El reverendo la tranquilizaba con la vaga explicación de que el muchacho había encontrado asilo en una familia de Dunedin. Opinaba que debía cargar lo menos posible a Lizzie y Michael con el recuerdo de Coltrane, y Michael parecía compartir ese parecer. Ninguno de los hombres tocaba el tema de los Coltrane cuando Peter visitaba a la pareja en el yacimiento de Lizzie, visita que realizaba cada dos semanas. Consideraba a la muchacha como a una feligresa y se preocupaba por la salud de su alma.
En efecto, a esas alturas, estaba claro que Lizzie dedicaba más tiempo a los espíritus maoríes que a las oraciones cristianas. Conservaba la tradición de pedir perdón a la tierra por extraer el oro y en su actual ensueño amoroso daba las gracias a Papa y Rangi por la felicidad que sentía en brazos de Michael. Este participaba voluntariamente en ello. A partir del santo Wendelin y de su apoyo en el esquileo estaba acostumbrado a esos hábitos.
Pero había otras cosas que enturbiaban su felicidad con Lizzie, en especial cuando las provisiones de oro crecieron y Lizzie empezó a hablar de dejar el yacimiento. Ya tenían dinero casi de sobra para permitirse una gran granja en las llanuras, además de un negocio para Ann Timlock, quien se había puesto en camino hacia Nueva Zelanda con sus hijos. La esposa de Chris no encontraba consuelo por la muerte de su marido y quería ver al menos su tumba. Además, esperaba que el nuevo país deparase más oportunidades a sus niños. Probablemente se instalaría en Dunedin, abriría alguna tienda y los enviaría a la escuela.
Michael habría seguido explotando el yacimiento, pero Lizzie le reprendía diciendo que no debía ser codicioso y romper el pacto con los maoríes. Habría podido aceptar abandonar ya la mina, lo que le causaba problemas era su posición frente a Lizzie. Quería casarse con ella, no tenía duda de que la amaba. Pero ¿era esa relación realmente una idea suya? Mientras, siguiendo las indicaciones de Lizzie, Michael continuaba trabajando con prudencia en el yacimiento, dispuesto a explotarlo y dejar de hacerlo cuando ella lo determinase, no paraba de darle vueltas a la cabeza. Era un hombre, Kathleen lo había adorado. En Irlanda era respetado y se hablaba sin duda todavía hoy de su golpe con los cereales de Trevallion. En América, con Kathleen, podría haber hecho fortuna. Pero desde que había conocido a Lizzie, parecía no hacer otra cosa que bailar al compás que ella marcaba.
Claro que ella le había ayudado. Primero en el barco y después a escapar, por lo que le estaría eternamente agradecido. Pese a que los métodos que ella había utilizado para ello seguían sin ser de su agrado. Pero eso pertenecía al pasado, Michael estaba decidido a olvidar que Lizzie había sido una prostituta. Más tarde había vuelto a encontrarla y ella se había interpuesto de nuevo en su camino. Claro que habían salido airosos. La destilería de whisky había aportado más beneficios que el esquileo de ovejas. ¿Le había faltado perspicacia? Su viejo amigo, el maorí Tane, ya dirigía cuadrillas de esquiladores en las llanuras y se ganaba muy bien la vida. Dado que cada vez había más ovejas, estas solían confiarse a profesionales del esquileo. No había barón de la lana que pusiera a sus propios pastores a cortar la lana de sus animales, ya tenían bastante con conducir las ovejas hasta los profesionales de las tijeras. Tane y sus hombres trabajaban duro tres meses al año, el resto del tiempo disfrutaban de la vida. Michael también habría podido vivir de ese modo con holgura.
Y después los yacimientos de oro. Se había esforzado, había trabajado con Chris como un loco, sin grandes resultados hasta que intervino Lizzie. Para todos, Michael no era más que el apéndice de ella. Los maoríes apenas se percataban de su presencia e incluso para el reverendo, cuando los visitaba, interpretaba un papel secundario. Peter Burton hablaba con Lizzie sobre la Biblia, sobre espíritus y demonios, y ella tenía más cosas que decir que Michael, cuyas clases de religión con el padre O’Brien se remontaban a un cuarto de siglo atrás. A lo mejor Burton también se preocupaba porque ella era culpable de la muerte de Coltrane, pero Michael podía prescindir del reverendo. Sin embargo, lo de los maoríes lo sacaba de quicio.
Lizzie visitaba su marae con frecuencia e insistía en que Michael la acompañase. La tribu tenía que conocerlo y aceptarlo, afirmaba, pero él tenía la sensación de que la gente se burlaba de él. Los hombres le invitaban a sentarse junto a la hoguera y eran corteses con él, pero no se tomaban la molestia de practicar con sus escasos conocimientos de inglés. En sus canciones, historias y representaciones escénicas, por el contrario, Michael creía reconocer con frecuencia parodias sobre los buscadores de oro, los comerciantes y enamorados pakeha, y se sentía aludido. A los maoríes no parecía importarles y lo trataban solícitamente. Pero no era como con la tribu de Tane, en la que admiraban los conocimientos de Michael sobre la crianza de las ovejas y el adiestramiento de los perros y se le otorgaba estatus de tohunga. Ahí él solo era el acompañante de Lizzie, provisto a lo sumo del mismo mana de su caballo o de su perro.
A ella, por el contrario, los aborígenes la trataban con profundo respeto. Michael no tenía ni idea de si sabían sus vínculos con la muerte de Ian Coltrane o cómo lo habían averiguado, pero al menos su sacerdotisa, Hainga, no se cansaba de alabar su compromiso con la tierra de los ngai tahu.
Cuando en una ocasión, Michael preguntó chapurreando, le dijeron que Hainga había escuchado ese día el karanga de Lizzie, lo cual, según le explicó Tonga, era el nombre que recibía un grito de invocación de los dioses. Michael no conseguía imaginárselo. El campamento maorí se encontraba a varios kilómetros de distancia de la cascada.
En cualquier caso, Lizzie se había ganado un enorme mana y era tratada consecuentemente. Los hombres y mujeres se esforzaban por ganarse sus favores, se alegraban cuando jugaba con los niños de la tribu y sus regalos, mantas y utensilios de cocina que había llevado de Tuapeka se consideraban como un honor, como si fueran de oro y diamantes. Hasta el jefe hablaba con ella. Le pedía consejo cuando tenía que hacer tratos con los pakeha. Lizzie todavía aumentó su mana cuando trasladó sus preguntas al reverendo, quien las consultó a un abogado de Tuapeka. Así pues, podía facilitar datos inteligentes y basados en una información creíble y ayudaba de ese modo a la tribu.
Lo peor para Michael fue cuando un hapu amigo, otro grupo familiar de los ngai tahu, visitó la tribu junto al río Tuapeka. Invitaron para la ocasión a Lizzie y, claro está, a su marido. Michael siempre tenía la sensación de que exhibían a los dos pakeha amigos como si fueran perritos amaestrados. Ese era un día de esos.
—¿Tengo que acompañarte? —preguntó Michael enfurruñado cuando Lizzie le comunicó la invitación.
Ella se estaba poniendo, a ojos vistas complacida, el vestido de fiesta maorí que las mujeres de la tribu le habían regalado. En invierno, la ropa pakeha se ajustaba mejor al clima, pero para la danza estival las mujeres llevaban las faldas de lino endurecido, que al moverse producían un extraño susurro. Además, se ponía una parte superior corta con los estampados de la tribu.
—¡Claro que tienes que venir! —respondió—. Es una ceremonia con extensos powhiri, se prolongará durante horas. Pero luego hay comida y baile, una auténtica fiesta. Tomaremos whisky con ellos, ¿no? Anda, no pongas esa cara, cariño, el reverendo ya nos traerá más cuando pase por aquí. Y ofreceré mi última botella de vino. A Hainga le encanta el vino.
Desde que Lizzie nadaba en oro, se permitía comprar tanto vino de Dunedin como el reverendo estaba dispuesto a cargar pendiente arriba. Para su desdicha, solía llevar más whisky. Pero Lizzie disfrutaba siempre que podía de las carísimas botellas que, por lo general, procedían de Francia, Alemania o Italia. Las abría despacio, las decantaba como antes en casa de los Busby y luego las compartía con Michael. Aunque este no les prestaba demasiada atención.
Las dos últimas botellas de las reservas de whisky estaban destinadas, para disgusto de Michael, a los ngai tahu, a quienes tanto les gustaba beber. El mismo Michael solo disfrutaría de un par de tragos. Se mentalizó para pasar un día enervante, pero esta vez se vio gratamente sorprendido. No era el único que llevaba whisky como obsequio, los visitantes también habían aportado unas cuantas botellas. Y conocía a la mayoría de hombres de los hapu migrantes. La tribu procedía de Kaikoura y, antes de que la fiesta se iniciara de forma oficial, Tane dio un abrazo a su viejo amigo de la época en que cazaba ballenas, al tiempo que daba gritos de júbilo.
—¡Hablamos más tarde! —dijo a Michael, mientras los jefes y los ancianos se saludaban.
Tane llevaba décadas viviendo entre pakeha y habría reducido el saludo a un breve frotamiento de narices y unos tragos de whisky. Sin embargo, tenía sus deberes tradicionales con el haka. Después de rezar juntos, Tane cogió su lanza y bailó el wero: mediante unos movimientos específicos daba a conocer que su tribu venía con intenciones de paz y no de guerra. Tane mostraba su posición de guerrero prominente, lo que alegró a Lizzie. Si era realmente el mejor amigo de Michael, el manu de este aumentaría ampliamente en la tribu.
En efecto, cuando al terminar se sentó junto a Tane en el banquete, lo miraban con más respeto. Al final fueron los últimos que permanecieron junto a la hoguera, cuando ya todos se habían retirado a sus tiendas o dormitorios comunitarios. Lizzie durmió en la cabaña separada de la tohunga, lo que suponía para ella un gran honor. ¿O acaso la anciana quería evitar que compartiera lecho con Michael delante de la tribu? Lizzie tenía la sensación de que a la sacerdotisa no le gustaba su relación con él.
—Hay nubes sobre ti y ese hombre —dijo enigmática cuando la joven le preguntó abiertamente—. Los dioses no os rechazan, pero no veo una felicidad sin límites. Dos fuerzas pelean por ti.
—¿Por mí? —preguntó Lizzie desconcertada. Hainga, sin embargo, no dijo nada más.
Michael, más cómodo en lo tangible y con la lengua más suelta gracias al whisky, encontró en Tane un confidente menos hermético.
—¿Cómo lo hacéis en las tribus? —preguntó, pidiendo consejo al guerrero maorí, mientras el fuego se consumía lentamente—. Con las mujeres, quiero decir. Dejáis que se conviertan en tohunga. Nada funciona si al menos una no grita durante el powhiri. Les dais armas, pero ellas permanecen donde les corresponde. Los hombres cazan y pescan, las mujeres cocinan y tejen, y el jefe dice lo que hay que hacer. ¿Por qué con Lizzie es distinto? ¿Por qué hace lo que se le antoja?
Tane frunció el ceño.
—Jefe no dice cómo comportarse —corrigió—. Lo dice tikanga, costumbre. Muchas veces también tohunga, a veces hombre, a veces mujer, depende del mana. Y el jefe tiene mucho mana.
—Entonces, el truco consiste en… ¿tener más mana que tu esposa? —preguntó Michael.
Tane asintió, aunque con los labios contraídos.
—Sí. Pero también la mujer con mana respeta la tikanga. Y tikanga dice: hombre, guerrero; mujer, hijos. También depende de la época. Cuando es mala, la mujer también guerrera, también pescadora, también cazadora. Pero cuando es buena, todo como siempre.
Conque así era. Al menos, achispado como estaba, encontró convincente la explicación, y Lizzie también lo entendería. Michael y Lizzie habían pasado épocas malas, ella había tenido que utilizar su mana —fuera lo que eso fuese— para salir adelante. Pero ahora comenzaba un período bueno y Michael debía determinar por dónde tenían que ir las cosas. ¡Como dictaba la costumbre!
En lo tocante a cocinar, tejer, luchar y cazar, las costumbres de los maoríes y los pakeha eran muy similares. Michael decidió abordar el tema la semana siguiente.
La oportunidad surgió cuando Lizzie volvió a pesar y calcular el oro que poseían. Y tuvo que admitir que ya era suficiente. Por mucha pena que sintiera por ese verano de ensueño en las montañas, había llegado el momento de desmontar el campamento.
—¡Estupendo, entonces iré a las llanuras y buscaré un terreno! —anunció Michael, entusiasmado. Esperaba que no se produjera ninguna discusión.
—¿Tú solo? —preguntó Lizzie asombrada—. ¿No deberíamos hacerlo juntos?
Él sacudió la cabeza.
—Cariño, con tu manera de montar… —Esperaba que su sonrisa indulgente quitara hierro a esa crítica—. ¡Ni en tres meses llegaríamos a las llanuras!
Lizzie frunció el ceño.
—Pero podemos ir en el carro. Bajamos a Tuapeka y volvemos a enganchar a Brownie. No creo que haya olvidado cómo funciona.
Michael rio de la ocurrencia.
—¡Cómo va a olvidarse un caballo de tirar un carro, Lizzie! Pero el carro también nos demorará. Con el caballo blanco iré más rápido.
Lizzie se quedó pensativa.
—¿Tenemos prisa? —preguntó asombrada—. Es febrero, acaba de empezar el otoño. Todavía pasarán semanas antes de que haga frío y llueva tanto como para no poder viajar. Y las carreteras que rodean Christchurch ya deben de estar bien pavimentadas, por unas cuantas gotas que caigan no pasará nada. Y en cuanto a la granja, de todos modos tendrás que consultar con alguien.
Michael empezaba a enfadarse. De acuerdo, no había creído que ella fuera a aceptar sin poner ninguna objeción. Pero que ya hubiera vuelto a reorganizarlo todo, ¡era demasiado! ¡Él no necesitaba ayuda para comprar un terreno! ¡Seguro que ella hasta sabía a quién consultar!
—Había pensado negociar directamente con los ngai tahu —señaló Michael.
Lizzie asintió paciente.
—Es otra posibilidad. Pero entonces seguro que me necesitas. Tu maorí…
—Por Dios, Lizzie, ¿es que no entiendes que por una vez me gustaría hacer algo solo? —estalló Michael. Le brillaban los ojos de indignación—. Si te presentas ante los maorís, enseguida volverán a desplegarte una alfombra roja, cantarán y bailarán hasta caer rendidos, y luego es probable que pongan sus tierras a tus pies.
La joven no entendía.
—¿Y? —preguntó—. ¿Qué tiene eso de malo? Si nos hacen un buen precio porque tengo amigos en las tribus, tanto mejor para nosotros. Podremos comprar más ovejas, construir una casa muy bonita y…
—¿Y si yo prefiero una casa que ya esté construida? —replicó Michael.
—Entonces no necesitas negociar con los maoríes, ellos tendrán como mucho una casa de asambleas que ofrecerte —contestó riendo Lizzie—. ¿Qué ocurre, Michael? ¿Te ha puesto algo de mal humor?
—¿De mal humor? ¿A mí? No serás tú quien consiga que yo me ponga de mal humor. Antes de que ocurra, ya lo habrás solucionado. ¿Es que no puedes mantenerte por una vez al margen? ¿No puedes dejar que yo haga algo alguna vez?
Lizzie pareció ofenderse. No entendía qué le ocurría.
—Pero, Michael, viviremos los dos en la casa. Y el terreno será para nuestros hijos. Por qué quieres ir solo…
—¡Porque es la costumbre, Lizzie! Tikanga, si lo prefieres. ¡Es el hombre quien acoge a la mujer en su casa! El hombre construye el nido, la mujer incuba, ¿no lo comprendes?
Ella sacudió la cabeza. Unas arrugas verticales cruzaban su frente.
—¿Que yo tengo que… incubar? Pero hasta ahora lo hemos hecho todo juntos.
Michael estalló. Lizzie había metido el dedo en la llaga.
—¿A esto lo llamas «juntos»? ¿Cuando yo bailo al compás que tú marcas? ¡Yo tengo otra idea de lo que es hacer las cosas juntos! —Y empezó a empaquetar sus cosas.
Lizzie había perdido la paciencia. Si tanto quería discutir…
—Pues, tan malas no han sido mis ideas —señaló cortante—. ¡Si ahora tienes seis libras de oro puro para construir un nido!
—Sabía que algún día me lo echarías en cara. —Michael metía desordenadamente su ropa en las alforjas—. ¡Pues ahora me toca a mí! ¡El criador de ovejas soy yo, Lizzie! Yo encontraré nuestra casa y nuestra tierra, yo compraré los animales y yo…
—¡Espero que entiendas más de lana que de oro! —le soltó ella—. No tengo ganas de limpiar mierda de oveja. Ya tengo suficiente con estar siempre peleándome con la tuya. Desde una fuga delirante de Australia en bote de remos hasta toda aquella majadería por Mary Kathleen.
Michael le lanzó una mirada iracunda.
—No te olvidas de eso, ¿eh? Que tuve la insolencia de interesarme por una chica que no fueses tú. Y además de una que te llevaba ventaja. ¡Una chica dulce, bonita y virtuosa!
Lizzie se puso en pie. Hasta el momento no se había tomado demasiado a pecho la pelea. Pero ahora sus dulces ojos azules empezaron a lanzar chispas.
—¡Pues mejor que no compres ninguna casa, Michael! Mejor coges el dinero y fundas una iglesia. ¡Por el espíritu de la maravillosa Mary Kathleen! ¡A lo mejor hasta consigues que la beatifiquen! Pero seguro que es más caro que seis libras de oro. Así que tendrás que esquilar ovejas o cazar ballenas u ocuparte de algo con lo que hacerte rico sin esfuerzo y sin mí. ¡Vete al diablo, Michael Drury! ¡Y no vuelvas hasta que dejes tus espíritus donde les corresponde!
Michael puso una expresión de congoja. Ella tenía razón, claro, él había ido demasiado lejos. No debería haberla comparado con Kathleen. Ni siquiera…
—Lizzie… Lizzie, lo siento. Te quiero a ti. —Intentó abrazarla, pero ella lo rechazó.
—¡No te creo, Michael! —dijo con calma—. Lo piensas, pero en el fondo… yo no he sido más que un parche. Y no puedo competir con un espíritu. Así que lárgate. Búscate una casa, construye un nido, una iglesia o un corral, puedes llevarte todo el dinero salvo el que le corresponde a Ann, claro. Yo conseguiré un poco más y luego…
—¡Lizzie, no te vayas! —suplicó él—. No era mi intención, no quería hacerte daño, yo… yo solo quería hacer algo por mí mismo…
Lizzie recordó las palabras de la anciana Hainga. No pudo remediar decir algo más cuando se marchaba.
—Vete y aumenta tu mana, Michael —suspiró—. Si es eso lo que tienes que hacer. Tal vez lo aumentes estando al servicio de los espíritus, ¿quién sabe? Yo me quedaré un poco más con la tribu. Hainga me lo ha pedido, así que le haré el favor. A lo mejor todavía puedo aprender algo. Pero ¡no más de un par de meses, Michael! Hasta el invierno. Si para entonces no has vuelto liberado del espíritu de Mary Kathleen, me buscaré lo que sea por mi propia cuenta.
Lizzie no dejó que le diera un beso de despedida. Se quedó sentada y en silencio hasta que él hubo reunido sus pertenencias y ensillado el caballo. Cuando lo oyó alejarse, se levantó y se dispuso a subir al poblado. Pensó en cómo la guiaban los espíritus. Vivir con los maoríes, podría haberlo hecho más de diez años atrás. Pensó en Kahu Heke, para quien ella había sido como una reina. Ya hacía tiempo que debía de ser jefe tribal. Y todavía no había estallado ninguna guerra entre los maoríes y los pakeha.