3

Michael no se acostumbraba a cazar y destripar ballenas, pero no encontraba ninguna alternativa de trabajo. Puesto que no alcanzó el rango de arponero ni de timonel, su sueldo siguió bajo, y gastaba buena parte en hacerse la vida más pasable emborrachándose por las noches. Tardaría años en poder pagarse el regreso a su patria. No podía ni pensar en ahorrar, y ante sí se abría un futuro sombrío. Los otros trabajos para hombres que se ofrecían en la ruda Nueva Zelanda eran tan poco atractivos como la caza de la ballena. En una ocasión vio cómo mataban y despellejaban las focas y necesitó casi una botella de whisky para no pensar en los ojos abiertos de par en par de las crías y los gritos de sus madres. Para eso, mejor destripaba ballenas.

Pero cuando Michael ya llevaba dos años largos dedicado a ese desagradable empleo, un rayo de esperanza surgió en el horizonte. De un día para otro, el viejo lobo de mar Robert Fyfe ordenó a sus hombres que construyeran un corral junto a su severa casa señorial erigida sobre huesos de ballena. La madera para ello procedía de la costa occidental. Fyfe, por lo visto, no escatimaba esfuerzos para llevar a término su nuevo proyecto.

—¿Qué idea tendrá, cultivar algo o criar animales? —preguntó Michael asombrado a su vecino Chuck Eagle.

Chuck se encogió de hombros.

—Tal vez caballos, tratándose de él. Necesita probar algo nuevo. Las ballenas no se acercan. Solo una en todo el mes pasado.

—Es invierno —señaló Michael.

Chuck meneó la cabeza.

—Aquí las estaciones no marcan ninguna diferencia. Además, todas son ballenas macho, para las hembras siempre hace demasiado frío en esta área. Antes cazábamos todo el año. Pero ahora… Los animales no son tontos, Michael. Han tardado un poco, pero ya han comprendido que esta es una zona peligrosa. Así que, o bien el viejo Fyfe se compra un barco otra vez, o intenta otro negocio. Y ya no le quedan ganas de recorrer los siete mares.

Las inquilinas del nuevo corral aparecieron un par de días más tarde. Michael no podía dejar de mirarlas. Desde su marcha de Irlanda no había vuelto a ver ninguna oveja. A fuer de ser sincero, tampoco había visto en su antiguo hogar ejemplares tan bonitos y bien alimentados como los trescientos que en ese momento se apretaban en la dehesa de la granja de Fyfe.

—¡Ovejas romney, dos carneros y trescientas ovejas madre! —anunció Fyfe con orgullo—. Mira, Parsley, ¡menuda fuerza tienen esos dos!

Dos carneros se estaban peleando. Estar tan apelotonados les provocaba agresividad.

—Yo los separaría antes de que se maten —señaló Michael—. Son unos animales bonitos. De primera calidad, tienen todo mi respeto.

—¿Sabes algo de ovejas? —preguntó desconfiado Fyfe.

Michael asintió.

—Un poco. Teníamos algunas en mi pueblo. O mejor dicho, el hacendado tenía algunas; los arrendatarios manteníamos como mucho dos o tres, y al final ninguna. En los años de hambruna nosotros mismos nos comíamos la hierba.

Fyfe rio. Michael puso una expresión compungida.

—Entonces ya sé a quién dirigirme cuando surjan problemas —dijo Fyfe afable, algo de lo que Michael ni siquiera tomó nota.

Fyfe era conocido por ser porfiado. Mientras existió la estación ballenera nunca pidió consejo a nadie. Para comprar esas ovejas estupendas seguramente había tenido un golpe de suerte, pues un tratante de ganado bien habría podido estafar al viejo capitán. En las semanas siguientes, Michael no pensó demasiado en las ovejas, menos aún porque dos enormes ejemplares cayeron en manos de los balleneros. Michael volvió a hundirse. Primero en la sangre y la grasa, y al final en el whisky.

Pero entonces, cuatro semanas después de la llegada de las hermosas ovejas romney, Fyfe apareció por su cabaña.

—¿Parsley? Dijiste que sabías de ovejas…

Michael salió dando traspiés. La noche anterior le había dado en serio al whisky.

—En cualquier caso, más que de ballenas —farfulló.

—¿Era una fanfarronada o hay algo de cierto en eso?

Michael bostezó e intentó recomponerse.

—Cuidé de las ovejas del señor cuando era un niño —explicó—. Luego me dediqué sobre todo al campo, no soy un pastor. Pero se aprende mirando, toda Irlanda está llena de ovejas.

Fyfe caviló.

—Bueno —dijo—. Menos que yo no puedes saber. Así que pásate por ahí y echa un vistazo a los animales. Me parece que no están bien. Cojean. Quiero saber por qué.

Michael salió de casa después de haberse refrescado un poco y contempló con lástima los animales antes tan bonitos y limpios. La lana se les había pegado y ensuciado, y el suelo de hierba del corral se había convertido en un barrizal. Los animales tampoco querían comer el heno, pues en cuanto se les echaba, se mezclaba con el barro y el agua. Algunos animales cojeaban.

—¿Y bien? ¿Qué diagnosticas? —gruñó Fyfe. Era evidente que le desagradaba no llevar él las riendas.

Michael asintió.

—Está claro. El corral es muy pequeño. El suelo está demasiado húmedo y embarrado.

—¿Y por eso cojean?

Michael volvió a asentir.

—Se llama gabarro —explicó—. Es una especie de infección de las pezuñas. ¡Mire! —Se acercó a una oveja, la puso patas arriba hábilmente y le cogió una pezuña—. ¿Ve? Empieza en la rendija entre los dedos. Huela. Apesta, ¿verdad?

Michael señaló la masa purulenta que se había formado entre los dedos y el patrón arrugó la nariz. El joven no encontraba el olor pútrido de las pezuñas tan desagradable como el de las ballenas al pudrirse, pero se asombró de que Fyfe conservara todavía algo del sentido del olfato.

—¿Y qué hay que hacer? —preguntó el viejo lobo de mar con gesto de repulsión—. Por todos los diablos, ¡si el criador me ha engañado lo mataré!

Michael negó con la cabeza.

—Tranquilo. Cuando llegaron estaban estupendas. Es por el barro. Lo dicho: gabarro. Un vicio de postura.

—Entonces necesitamos un corral más grande… todavía más madera. ¿Y después se curarán solas?

Michael sonrió.

—No puede cercar un pastizal para entre seiscientos y novecientos animales, que son los que tendrá cuando las damas hayan parido. —Señaló a las ovejas madre—. Deje que los animales pasten en libertad. En cuanto a las pezuñas… Hay que cortarlas como es debido. Y pregunte en la botica por sulfato de cobre. Lo untaremos por encima o lo echaremos en un abrevadero para que las ovejas metan las patas en el agua.

—¿Cortar? —preguntó Fyfe desazonado—. ¿Cortarles algo en los pies? ¿Sabes hacerlo tú? Bueno, sin matarlas.

Michael rio.

—Si me consigue un pujavante…

Robert Fyfe se puso de inmediato camino de Kaikoura.

Michael se frotó la piel para desprenderse del hedor a ballena y no espantar a las ovejas. Luego empezó a ocuparse de las pezuñas. Los otros trabajadores, menos entusiastas, construyeron entretanto un abrevadero para tratar a los animales infectados. Dos días más tarde llegó la madera que Fyfe había comprado para construir vallas. Era evidente que estaba decidido a tomarse en serio el mantenimiento y la cría de ovejas.

El húmedo invierno dejó paso a una no menos húmeda primavera. Michael contemplaba con preocupación que los nuevos recintos muy pronto se parecieron a los antiguos en cuanto a las condiciones del suelo.

—Tiene que sacar a pastar a las ovejas —aconsejó a Fyfe por enésima vez, pero el marino no se atrevía a dejar en libertad su tan preciada propiedad.

—¿Y si no vuelven? —preguntaba preocupado.

—Envíe a un pastor con ellas. Que sea trashumante. —En Irlanda era habitual que las ovejas migraran por las tierras con sus pastores.

Fyfe resopló.

—¡Ya te gustaría a ti! Admítelo, te gusta ese trabajo. Todo el día mirando el paisaje y cobrando por eso.

Michael se encogió de hombros.

—Si deja aquí las ovejas pronto tendrá que pagarme por volver a cortarles las pezuñas.

A ese respecto, había sabido aprovechar la oportunidad: Fyfe le había pagado por cortar las pezuñas lo mismo que pagaba a un arponero. El viejo se mordisqueó el labio inferior mientras buscaba una salida que le resultara lo más barata posible.

—¿Pueden hacerlo también las chicas? —preguntó.

Michael rio.

—Puede hacerlo cualquiera que no sea ciego ni cojo —afirmó. En Irlanda había conocido a un pastor de casi setenta años.

Fyfe sonrió complacido y dejó a Michael. Al principio ninguno de los dos cayó en la cuenta de que habían olvidado un detalle importante, pero Michael, por supuesto, enseguida fue consciente cuando pronto presenció un espectáculo digno de reflexión.

Hacia el atardecer se acercó a los corrales para echar un vistazo a las ovejas, pero esta vez encontró los recintos vacíos. Fyfe debía de haber seguido por fin su consejo. Michael se preguntó a quién habría reclutado como pastor —¡o pastora!—, y decidió preguntárselo al viejo lobo de mar. Este salía en ese momento de la casa y miraba receloso hacia las colinas que había tras la estación ballenera. Por lo visto, esperaba a sus ovejas.

Las primeras ya se divisaban cuando Michael se acercó al capitán. Descendían la montaña flanqueadas por unas muchachas mahoríes ligeras de ropa, ágiles y contentas.

—¡Hemos tardado un poco en encontrar todas hoy! —explicó la mayor al viejo lobo de mar—. Kere y Harata tenían que caminar mucho. ¡Y yo escalar! —Era evidente que la muchacha estaba orgullosa de sí misma y sus amigas.

A Michael se le escapó la risa.

—¿Qué tiene esto de divertido? —refunfuñó Fyfe—. No habéis perdido ningún animal, ¿eh, Ani?

La muchacha sacudió presumida la cabeza, mientras Michael se disponía a dar una explicación.

—Tan solo esta hermosa visión me causa alegría —respondió dirigiendo una mirada de admiración a la delgada y flexible Ani, cuyo largo cabello negro ondeaba al viento—. Y me pregunto por qué en Irlanda conducen a los animales con perros, cuando aquí se hace de forma tan agradable. Bueno, supongo que los perros son más rápidos. Tal vez por eso han sustituido a las chicas por ellos, y la palabra Collie viene de colleen.

Colleen era una palabra de uso frecuente en Irlanda que significaba «muchacha».

Fyfe lo miró con el ceño fruncido.

—¿Perros? —preguntó—. ¿También habrá que volver a pagar por ellos?

Las muchachas maoríes entendieron rápidamente. Ya a la mañana siguiente llegaron acompañadas de dos perros bastardos gordos y de pelaje amarillento que movían el rabo contentos, saludaban encantados a todo el mundo y no se interesaban en absoluto por las ovejas.

Fyfe mandó llamar a Michael.

—¿Sabes adiestrarlos? Para que sustituyan a las chicas.

Michael lo intentó, y nadie podría haberles echado en cara ni a él ni a los perros falta de empeño. También las pastorcitas imitaron pacientemente lo que les enseñó, pero los perros de los maoríes eran incapaces de guiar un rebaño. Encontraban irresistible la playa de las ballenas y daban vueltas sin parar por los restos de los animales sacrificados.

—Cuando una oveja se escapa, es solo porque el perro apesta a ballena —se lamentó Michael a su nuevo amigo Tane.

El maorí hizo una mueca.

—¡No son más que perros!

Michael asintió.

—Pero no los adecuados… Tane, ¿hay por aquí alguna granja de ovejas? Tengo claro que no hay ninguna cerca. ¿Tal vez en el interior?

Tane reflexionó, habló con los miembros de la tribu y al final dio con una. Michael pidió a Fyfe unos días libres y al siguiente fin de semana remontó con Tane, otros dos jóvenes maoríes y dos perras en celo el río Clarence. También tres de las diligentes pastoras se unieron a ellos para colaborar. Michael tenía que esforzarse para seguir el rápido paso de los maoríes, y todavía más porque apenas había senderos en los bosques y las marañas de arbustos a través de las cuales cruzaba el río.

Pero finalmente llegaron a una tierra desnuda y unos pastizales.

—Hacienda Coverland —anunció un maorí—. ¡Casa allá! —Señaló hacia el oste y contó con los dedos los kilómetros.

Michael y los maoríes acamparon a un kilómetro y medio aproximadamente de la casa principal de la granja de ovejas. Tane y los otros sacaron nasas y pescaron en el río, Michael prendió fuego y las chicas cocinaron unos boniatos en las brasas.

Las perras desaparecieron durante la noche y regresaron por la mañana seguidas de unos machos collie fantásticos, de morro alargado y con manchas blancas y negras.

—¡Este es el perro adecuado! —señaló Michael, y los dos días siguientes disfrutó pescando, cazando y, sobre todo, en los brazos de la hermosa Ani.

Pocos meses después, el poblado maorí bullía de cachorros y todos tenían más instinto de perros pastores que sus madres. La mayoría eran blancos y negros y algunos eran casi la viva imagen de su hermoso padre.

—¡Con estos seguiremos criando! —anunció Robert Fyfe, y pagó de buen grado un extra a Michael y los dos maoríes.

Michael se concentró en el adiestramiento de los perros y Fyfe por fin lo aceptó como pastor. A fin de cuentas, habían aparecido en el ínterin muchas tareas más exigentes que la de conducir animales: había que ayudar en los partos y esquilar. Lo primero no representaba un gran problema. Las jóvenes pastoras maoríes enseguida comprendieron de qué se trataba cuando Michael les enseñó solo una vez cómo asistir a las madres si surgían complicaciones. Más complicado era esquilar. Michael lo había hecho un par de veces en Irlanda y, tras practicar un poco, consiguió reunir un vellón aceptable. No obstante, era lento, resultaba impensable que él solo librase de la lana a las trescientas ovejas, que en breve rondarían las mil. Era vano intento enseñar a las chicas, que no tenían fuerza suficiente para tumbar patas arriba a los animales y luego utilizar las tijeras con la debida rapidez.

Ani y sus amigas consiguieron esquilar tres animales y luego se marcharon, como era habitual entre los maoríes, sin anunciar que se iban ni disculparse. Tane y los otros maoríes se presentaron voluntarios al principio. Cada vez cazaban menos ballenas y veían que con la pesca de estos animales ya no se ganaría más dinero. Ya hacía tiempo que los maoríes se habían acostumbrado al sueldo adicional que obtenían con el pakeha. La vida les resultaba más agradable desde que podían comprar en las tiendas de los blancos y ya no dependían exclusivamente de la pesca, la caza y los escasos frutos de sus campos. En la actualidad se prestaban a trabajar en las granjas y demostraban gran destreza en el trato con los animales. Sin embargo, el esquileo presentaba problemas morales para Tane y sus amigos.

—La oveja no quiere esto —explicó Tane, viendo cómo Michael cogía un animal y lo inmovilizaba entre sus piernas para esquilarlo. El carnero bramaba a modo de protesta.

—¿Y qué? —respondió atónito Michael—. Las ballenas tampoco quieren que les claven un arpón. Y eso nunca os ha molestado.

—Con la ballena es distinto. Con la ballena, primero se llama a Tangaroa y se le pide perdón. La ballena nos perdona.

Michael lo dudaba, pero se encogió de hombros.

—Está bien, pero entonces pide también a las ovejas que te perdonen —objetó.

Tane hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Tangaroa dios del mar —explicó—. La oveja no viene del mar. La oveja no es de aquí. Venir con los pakeha.

Michael entendió. Entre las divinidades de Aotearoa no había nadie responsable de las ovejas. Pero había un remedio. Michael dio las gracias en silencio al padre O’Brien por sus amplias enseñanzas sobre los diversos santos de la Iglesia católica.

—Entre nosotros, san Wendelin es quien se encarga de las ovejas —comunicó a su futuro compañero de trabajo—. Podemos dirigirnos a él con una breve oración.

—Ahora solo tenemos que conseguir que se esfuercen un poco más —reflexionaba Michael mientras hablaba con Robert Fyfe y un recién llegado a Waiopuka, el primo de Robert, George.

Se trataba de nuevo del esquileo. George Fyffe —quien nunca se olvidaba de mencionar que su nombre se escribía con tres efes— acababa de comprar una parcela de tierra en el norte de Kaikoura y la había bautizado como Mount Fyffe Run. Planeaba dedicarse allí a la crianza de ovejas a gran escala.

—Por el momento no logran esquilar más de una o dos ovejas al día, les resulta agotador. ¿Qué tal si hiciésemos una especie de concurso? ¿Qué tal si premiásemos al esquilador más rápido con una botella de whisky?

El arreglo dio buenos resultados: Michael se metió en el bolsillo la primera botella, luego los hábiles indígenas lo aventajaron. Aun así, seguía pendiente el problema de si rezar a san Wendelin antes o durante el horario de trabajo. Hasta entonces, Tane y sus amigos se habían puesto en contacto con el santo antes de esquilar a cada oveja, pero ahora pronto se pusieron todos de acuerdo en pedir una absolución colectiva previa al inicio del trabajo. George Fyffe y su capataz, Michael Parsley, no tardaron en ganarse fama de hombres especialmente honorables y temerosos de Dios. A fin de cuentas, ningún otro criador de ovejas convocaba a sus hombres antes de trabajar para rezar una oración.

Mientras Michael se iba ganando un nombre y dejaba su cabaña en Waiopuka para mudarse a una casa de madera en Mount Fyffe Run, en Irlanda un sacerdote se peleaba con una difícil tarea. Ante el padre O’Brien había varias cartas: algunas de Kathleen Coltrane, que informaba del nacimiento y evolución de sus hijos y quien, para alegría del religioso, cada vez escribía con mayor fluidez y viveza; y una carta torpe, pero no por ello menos asombrosa, de Michael Drury. Este le contaba orgulloso su huida de la Tierra de Van Diemen, pues no eran muchos los hombres que lo habían conseguido antes. Le comunicaba que se encontraba en Nueva Zelanda y camino de hacer fortuna con la caza de la ballena. Pensaba que, en un tiempo no muy lejano, habría ganado suficiente dinero para volver en busca de Kathleen y su hijo. Le pedía noticias sobre su «prometida» y le enviaba sus saludos.

El padre O’Brien, un hombre prudente, se marchó a Dublín en el vehículo de Patrick Coltrane. Mientras el tratante de ganado se ocupaba de sus asuntos, acudió a las bibliotecas en busca de información sobre la lejana Nueva Zelanda. Esperaba que Christchurch y Kaikoura se encontraran a cientos de kilómetros de distancia o incluso en islas distintas. Así no se vería en la necesidad de mentir. Pero el viejo sacerdote sabía que se engañaba a sí mismo. Michael Drury estaba dispuesto a recorrer medio mundo para volver a ver a Kathleen O’Donnell. Un par de cientos de kilómetros le arrancarían como mucho su característica y atrevida sonrisa.

Por añadidura, las esperanzas del sacerdote se demostraron falsas: Kaikoura estaba a unos ciento cincuenta kilómetros de Christchurch. Michael podría visitar a Kathleen y al hijo de ambos en pocos días. ¿Y entonces? ¿Le haría algún reproche a la muchacha? ¿Se pelearían él y Coltrane? ¿Cometería Kathleen un pecado mortal y abandonaría a su marido al reencontrarse con Michael? Kathleen no amaba a Ian cuando O’Brien los había casado y, por sus cartas, no se diría que la situación hubiese mejorado con el tiempo. De hecho, no decía nada de su esposo, probablemente se avergonzaba de que fuese un chanchullero embaucador.

Cuanto más pensaba el sacerdote, menos conveniente le parecía informar a Michael del lugar donde habitaba su antigua amada. El que los dos casi hubiesen vuelto a reunirse debía de ser una de esas extrañas bromas que Dios hacía de vez en cuando. ¿O tal vez una intervención del demonio para poner a prueba a todos los implicados? El padre O’Brien no quería sentirse culpable y, tras una larga reflexión, se decidió por la siguiente fórmula:

En lo que respecta a Mary Kathleen O’Donnell, hijo mío, poco después de que te deportaran se casó con el tratante de ganado Ian Coltrane. Los dos emigraron y lo último que sé de ella es que tiene tres hijos y viven, en el temor de Dios, en ultramar. Puede que esta noticia te decepcione, pero Dios sin duda guio a Mary Kathleen y continuará protegiéndola a ella y sus hijos. El mayor responde al nombre de Sean. El niño nació pocos meses después de la boda y tiene, según cuenta Kathleen, un espíritu despierto y el cabello oscuro de su padre. Mary Kathleen, su familia y ahora también tú estáis presentes en mis oraciones diarias. Quedo pues al cuidado de tu salvación y de la de tu alma inmortal.

Afectuosamente,

el padre O’BRIEN