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Lizzie no podía recitar un pepeha completo. Precisamente porque una presentación personal correcta en maorí contenía la enumeración de los distintos antepasados y, en eso, ella carecía de los conocimientos necesarios. No obstante, se esforzaba por decir su nombre y su origen inglés, para lo cual describía Londres de la forma más gráfica posible, además del camino recorrido hasta Australia. Hablaba del barco en que había llegado a Aotearoa y su viaje por la Isla Norte. También mencionaba el nombre de James Busby, pero este no significaba nada para los ngai tahu. Naturalmente, Lizzie sabía que ninguno de sus jefes había firmado el Tratado de Waitangi, pero, en el ínterin, la mayoría de las tribus habían oído hablar de él. La tribu era pequeña y vivía sumamente apartada.

Había caminado dos días montaña arriba. Ella sola nunca habría encontrado a los maoríes, pero el segundo día se le unieron dos jóvenes cazadores mientras estaba pescando con la nasa siguiendo la costumbre maorí. Los chicos se interesaron por esa mujer pakeha que pescaba del modo tradicional y cuando ella respondió en maorí a sus preguntas le dieron la bienvenida. El poblado la recibió con un perfecto powhiri, la ceremonia de acogida, y se quedaron impresionados cuando ella respondió formalmente con su pepeha. Sus regalos fueron aceptados con agrado, pese a que Lizzie enseguida se percató de que no tenían necesidad urgente de las cosas que les había llevado.

Era sorprendente, pero en ese remoto poblado había casi todo lo que los maoríes deseaban de los pakeha. Las mujeres disponían de ollas de hierro fundido y envolvían a sus hijos en mantas de lana. La tribu poseía un rebaño de ovejas de primera categoría, los campos estaban listos para ser sembrados con la ayuda de una yunta de bueyes. Una parte de los habitantes llevaba ropa occidental, no solo el jefe y su familia. Por lo visto, todos podían tener vestidos o pantalones pakeha. Para la escala maorí, era una tribu rica. Esto respondía a lo que Lizzie ya suponía, los indígenas sabían exactamente dónde se encontraba el oro que tanto anhelaban los pakeha. Sin embargo, manejaban con cautela este dato, lo que a ella le pareció sensato. Planteó pues las preguntas referentes a ese tema de forma muy prudente.

—Mis amigos y yo vivimos cerca del nuevo yacimiento de oro junto al río Tuapeka —explicó—. Pero estamos pensando en ampliar nuestra búsqueda de oro a vuestro territorio. He venido aquí para preguntaros si somos bien recibidos.

La hermana del jefe resopló.

—¿Cuántos amigos tienes? —preguntó—. ¿Dos mil? ¿Tres mil? ¿Y piensan dejarnos la tierra como han dejado el cauce del río que llaman Gabriel’s Gully?

Lizzie sacudió la cabeza.

—Tengo dos amigos —puntualizó—. Y uno de ellos está enfermo. Ya no puede trabajar. Pero tiene una mujer y dos hijos en Gales, allá en Inglaterra, que es de donde vienen los pakeha. Si no encuentra oro, su familia morirá de hambre.

—La mujer puede venir aquí y cuidar de su marido —indicó una de las mujeres más jóvenes—. Puede cultivar la tierra.

—Pero antes tendrían que comprar la tierra —señaló Lizzie—. Y eso será difícil. ¿Vendéis vosotros tierra?

Las mujeres rieron.

—Si lo intentásemos estallaría una guerra —advirtió la hermana del jefe—. Los pakeha dirían que esta tierra no es nuestra. Nosotros somos una tribu que migra, hoy estamos aquí y mañana allá.

—Pero tenéis un territorio por el que soléis moveros, ¿no? —preguntó Lizzie, sorprendida.

La mujer volvió a resoplar.

—Gabriel’s Gully también formaba parte de él. Y la tierra sobre la que está construido el campamento junto al río Tuapeka. Si tomásemos posesión de él, nuestros guerreros tendrían que defenderlo. Tenemos veinte. ¿Han de luchar con sus veinte escopetas contra las cinco mil armas de fuego de vuestro campamento pakeha?

Lizzie suspiró.

—No es justo.

La mujer maorí asintió.

—Pero tú y tus dos amigos sois bienvenidos —dijo a continuación, generosamente—. Nuestros hombres te han observado. Sabes hacer un fuego y pescar. Dejas a tus espaldas la tierra como te la encontraste. Si tus amigos prometen hacer lo mismo, viviremos juntos en paz. No tenéis que remover toda la tierra.

Lizzie se humedeció los labios antes de emprender un nuevo intento.

—Todo… todo sería más fácil si supiésemos dónde cavar.

Las mujeres volvieron a reír.

—¡Eres lista, pakeha wahine! —intervino una anciana. Durante el powhiri había gritado el karanga, un grito que establecía la unión espiritual entre la tribu y el visitante. Con toda certeza era la tohunga de la tribu—. Quieres que te guiemos a la materia dorada que tanto apreciáis. Pero ¿qué garantía tenemos de que no cogerás más del que necesitas?

Lizzie suspiró.

—Desde el punto de vista pakeha nunca se tiene oro suficiente —admitió—. Pero nosotros somos tres, en realidad dos, solo Michael y yo, Chris está demasiado débil para subir a la montaña… No podríamos coger mucho.

—Eso es lo que tú dices —replicó la hermana del jefe—. Pero ¿puedes hablar por el hombre? ¿Es tu hombre?

Lizzie se encogió de hombros. De nuevo esa pregunta para la que no había una respuesta clara.

—No lo poseo —respondió con cautela—. No estoy casada con él. Aunque yo… bueno, ya he dormido con él en la casa de las asambleas. Bueno, en un barco, quiero decir. Había muchos testigos que nos vieron juntos. Pero luego… es difícil de explicar.

Las últimas palabras exponían toda su tristeza. No podía expresar ni en inglés ni en maorí lo que la preocupaba, pero la anciana tohunga la miró compasiva. Lizzie tuvo la impresión de que su mirada le llegaba hasta el centro del corazón.

—Vuestros espíritus confían el uno en el otro —dijo lacónica—. Pero no es fácil, tienes razón. Aunque… —La tohunga se volvió hacia la tribu—. Él no la engañará. Eso se volvería en su contra y lo sabe. Tiene que saberlo. Y la mujer tampoco nos engañará. Nos lo jurará. Por los dioses, cuya ayuda necesita.

—Ella no cree en nuestros dioses —señaló la hermana del jefe.

La sacerdotisa hizo un gesto de impotencia.

—Pero los dioses creen en ella. Está unida a nosotros.

—Puedo jurarlo por mi Dios —dijo Lizzie—. O por este. —Se sacó de debajo del cuello del vestido su hei-tiki, un pequeño colgante de jade que le había regalado un día su amiga Ruiha. Lo llevaba colgado de un cordón de piel—. Cuando queráis.

La tohunga asintió y la hermana del jefe se volvió a su hermano. En la tribu se hablaba mucho y demasiado deprisa para que Lizzie entendiera todo, pero creyó comprender que la mayoría de las mujeres la apoyaban. Un par de hombres ponían objeciones. La anciana tohunga escuchaba a todos con serenidad. Para ella, la sentencia ya se había pronunciado.

—Mi nieta te enseñará mañana el arroyo —dijo antes de levantarse.

El jefe asintió de mala gana y se dirigió a su vez ceremoniosamente hacia Lizzie.

—Nos has traído regalos, y la tradición, tikanga, ordena que nosotros también te demos algo.

La sacerdotisa, que ya se iba, se volvió otra vez y sacudió la cabeza.

Tikanga —repitió lentamente— ordena que te obsequiemos con algo de valor. El oro no tiene valor, hija mía, solo la tierra en que se encuentra. Espera… —Entró en una de las chozas, construidas con tan poco ornato como las cabañas de los buscadores de oro. Cuando salió, llevaba una maza de guerra de jade pounami y se la tendió a Lizzie—. Mi abuela defendió con ella la tierra. Ahora esa tarea está en tus manos.

Lizzie dio las gracias desconcertada. La maza estaba laboriosamente adornada con unas maravillosas tallas. Era valiosa, y no solo para los maoríes.

El obsequio de la tohunga disolvió la breve tensión entre la tribu y la visitante. En el ínterin, la comida ya estaba lista y las mujeres la sirvieron. Lizzie había llevado whisky, que gustaba a los maoríes. La botella enseguida empezó a circular, cantaron y las tohunga empezaron a contar en whaikorero, el hermoso arte del recitado, extrañas historias del pasado de Aotearoa que Lizzie no entendía del todo, aunque le resultaban familiares.

Durmió con otros en la casa de las asambleas, lo que consideró un honor, y al día siguiente preparó pan ácimo con las mujeres. Luego la nieta de la tohunga, una niña seria llamada Aputa, la condujo a una cascada próxima. Desembocaba en una especie de lago del que el agua fluía en un brioso arroyo.

—El agua arrastra las piedras amarillas de la montaña —explicó la niña en un inglés fluido y trepó por el talud para llegar al arroyo que alimentaba la cascada—. Lo puedes coger en cedazos, como los hombres del campamento. Pero también puedes cavar. Aquí…

Señaló un lugar poco profundo a un lado de arroyo y cogió una piedra grande. Entonces murmuró algo para sí, posiblemente una disculpa dirigida a los espíritus del arroyo por haber turbado su paz, y apartó a un lado la arena y la gravilla. Era fácil, Lizzie supuso que allí debían de cavar a menudo. Era de suponer que justo en ese lugar nacía la riqueza de aquella tribu.

—¿Tienes una escudilla? —preguntó la niña.

Lizzie negó con la cabeza. Aputa sacó un plato de hojalata que había ocultado en los pliegues de su ropa. Llevaba un sencillo vestido pakeha, sin adornos, pero más cálido que la indumentaria tradicional de los maoríes. Se había recogido y anudado la falda antes de meterse en el agua.

Sostuvo el plato en el agua y recogió algo de tierra. Agitó el recipiente un poco y retiró agua y arena, sin demasiada habilidad; los buscadores de oro del campamento lo hacían con mucha más destreza, ¡aunque con menos éxito! Lizzie no dio crédito a sus ojos cuando miró el fondo del plato.

—¡Ahí lo tienes! —la animó la niña—. ¿Quieres más?

En menos de una hora, el tiempo que a Lizzie le pareció más o menos correcto permanecer lejos del poblado, las dos sacaron unas dos onzas de oro: las ganancias, por lo general, de más de un mes de trabajo de un buscador de oro en el río Tuapeka.

—¡Tiene un brillo bonito! —dijo la pequeña, complacida, cuando Lizzie metió en una bolsa lo obtenido—. ¿Qué se hace con esto?

Lizzie le sonrió

—Cosas distintas —respondió—. Pero con este oro te haremos hacer un colgante. Te dará suerte, como a mí me la ha dado el hei-tiki.

Lizzie se despidió de la tribu con una ceremonia casi tan formal como la de bienvenida. Prometió volver pronto y traer a Michael.

—¡Podrás dormir con él en la casa de las asambleas! —dijo con una risita Aputa. Después de haber lavado oro con Lizzie se mostraba más extrovertida—. Entonces será de verdad tu esposo.

La extraña relación entre Lizzie y Michael parecía el tema preferido de toda la gente que estaba cerca de ellos. La joven suspiró. Algo que tenían en común los maoríes y los pakeha.

Para no romper su promesa —no quería decepcionar a Aputa y cambiar por dinero el oro que había obtenido con ella antes de hacerle un colgante—, Lizzie regresó al yacimiento de oro antes de dirigir el caballo a su cabaña. Había memorizado la ubicación y el aspecto del lugar, lo que no era difícil. Se trataba de un rincón hermoso: la cascada con el lago, en cuya orilla se alzaban hacia el cielo cinco rocas altas y puntiagudas, una extraña formación. Según Aputa, en una ocasión los semidioses habían lanzado allí sus lanzas durante una pelea. Solo una acertó y dejó la cavidad que había debajo de la cascada. Los lanzamientos fallidos de los otros habían tomado la forma de agujas rocosas.

Lizzie calculó que había sacado del arroyo siete onzas de oro, tanto como había llevado Gabriel Read la primera vez a Dunedin desde los yacimientos del río Tuapeka. Con ese dinero, Chris podía pagar el viaje de su esposa, y para cuando Ann Timlock llegara seguro que tenían dinero suficiente para poner un negocio. Lizzie pensaba en una ferretería o una tienda de alimentación, tal vez también de materiales de construcción o pinturas, a ser posible en Dunedin u otro lugar donde el clima fuese mejor. Chris seguramente habría preferido tener una granja que una tienda, pero Lizzie lo desestimó. No creía que reuniera fuerzas suficientes para ello y, seguramente, Ann no iba a abandonar Gales para matarse trabajando en Nueva Zelanda. Lizzie esperaba que fuera una mujer de negocios más o menos buena. Se alegró al imaginar la alegría y sorpresa de los hombres ante la perspectiva de conocer a Ann Timlock. ¡A lo mejor se hacían amigas! Después de dejar el lecho del arroyo tal como lo había encontrado, rezó una sincera oración a los espíritus del arroyo. Puede que eso no fuera grato a Dios, pero Lizzie creía que esos días los dioses maoríes habían hecho más por ella que la Santísima Trinidad en los últimos treinta años.