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La mañana del 23 de marzo, las condenadas fueron conducidas en carros enrejados al Asia, un velero cuyo tamaño impresionaba a primera vista, pero que era más bien pequeño comparado con los hulks, los barcos prisión de varios pisos de Woolwich. No solo la cárcel de mujeres de Londres estaba a reventar. Las instalaciones carcelarias para hombres también estaban tan llenas que se trasladaban a los barcos del muelle de Woolwich. Las condiciones carcelarias debían de ser horribles. Lizzie se horrorizó solo de ver aquellos armatostes pesados y abombados.
A su lado, el Asia, que al parecer había realizado cinco travesías de ida y vuelta a Australia sin contratiempos, casi parecía acogedor. Junto a unos cien pasajeros normales, se alojaban bajo cubierta algo más de ciento cincuenta condenadas, además de una treintena de vigilantes y la tripulación del capitán John Roskell. No había mucho espacio para cada individuo. Lizzie quedó aterrada cuando la condujeron a un recinto enorme y oscuro una cubierta más abajo.
Llevaron a un centenar de mujeres a la primera entrecubierta, que estaba dividida por los tabiques de madera necesarios para sujetar las literas. Los guardianes condujeron a algunas más todavía más abajo, al fondo del barco. Ahí dejaron también, al final, a doce hombres encadenados entre sí.
Las mujeres oyeron que el capitán del barco y un par de carceleros discutían al respecto.
—¡Bah, venga, no van llenos del todo! Y a nosotros ya no nos quedan celdas libres, no podemos embutir más maleantes en los barcos. Así que lléveselos usted, capitán Roskell, no es necesario que esto aparezca en los papeles.
—¿Y la manutención tampoco aparecerá? —gruñó el capitán.
—Naturalmente le proporcionaremos la manutención. Pero no se registrará, ya me entiende… —El celador rio e hizo el gesto de embolsarse el dinero—. ¿Y bien? Diga que sí, capitán. A usted le da igual llevar una docena más de delincuentes. Y aún más cuando nadie los controla. Ya le encadeno yo a esos tipos y seguro que no le dan problemas.
El capitán debió de ceder finalmente, pues empujaron a los hombres escaleras abajo. El carpintero los siguió para supervisar la disposición de un apartado para ellos.
Lizzie sintió cierta pena. Tan abajo, por debajo de la línea de flotación, el ambiente tenía que ser todavía más lúgubre que en la entrecubierta, donde estaban las mujeres y uno todavía podía orientarse un poco. Aunque no es que hubiese mucho que ver. Las literas triples se alineaban una junto a otra. No había más mobiliario, pero las presidiarias tampoco llevaban equipaje.
—¡No os quejéis, al menos no os encadenamos! —decía el vigilante que controlaba las literas de las mujeres.
Lizzie, Candy y Velvet se pusieron de acuerdo sin discutir. Candy quería a toda costa la cama inferior, Velvet se colocó de buen grado arriba, debajo del techo, y para Lizzie quedó la cama de en medio.
A ella le daba igual, pero en otros lugares de cubierta las mujeres se estaban peleando por las literas. Los vigilantes tuvieron que intervenir, y lo hicieron con violencia. Incluso las amenazaron con encadenarlas de inmediato. Lizzie descubrió espantada que cada catre disponía de cadenas.
—Solo hasta que hayamos zarpado —rezongó el vigilante, un soldado de la Corona como el resto—, para que no hagáis tonterías.
Lizzie le sonrió. Desde que había asumido su destino, podía hacerlo de nuevo. Había dirigido una sonrisa al reverendo y este le había regalado una Biblia. El religioso estaba encantado de que supiese leer y había intercedido para que diesen a la joven un alojamiento mejor. Los últimos días antes de la deportación habían colocado a Lizzie en una celda de cuatro camas.
También había ejercido un efecto mágico sobre el médico. Certificó que Lizzie estaba desnutrida —lo que naturalmente era cierto, pero también extensible a la mayoría de las reclusas— y dispuso que mejorasen su alimentación antes de embarcar. Y ahora el oficial…
—¡A nosotras no necesita encadenarnos, señor! ¿Qué íbamos a hacer? No creerá de verdad que unas pobres mujeres vayamos a secuestrar el barco y dejar en libertad a todos esos criminales…
Lizzie consiguió fingir que sentía miedo de los hombres que estaban en la cubierta baja. En el fondo consideraba a esos tipos, pese a sus cadenas, tan solo unos rufianes tan indefensos y desesperados como ellas. No era algo seguro, de todos modos. A fin de cuentas, también entre las mujeres iban algunas delincuentes peligrosas aisladas, asesinas que habían sido condenadas a muerte, pero a quienes se había indultado y condenado a trabajos forzados en las colonias por el resto de su vida. Las colonias aceptaban de mal grado a ese tipo de gente, que también era temida por los capitanes. Durante la travesía las recluían encadenadas en la parte más profunda del barco, donde no entraba la luz ni el aire fresco. Lizzie había visto que también la malvada pendenciera, el terror de la celda común, era conducida abajo.
El vigilante miró casi con simpatía a las tres jóvenes y sus ojos se detuvieron en la hermosísima Velvet, pero luego se quedaron prendados de la sonriente Lizzie.
—Que lo secuestrara tanta hermosura tampoco sería lo peor que le podría pasar a un barco. —Sonrió burlón—. Pero todo tiene un precio, bonita. ¿Puedo hacerte una visita cuando estemos en alta mar?
Lizzie suspiró para sí, pero conservó la sonrisa. Esto en cuanto al tema «vivir según los preceptos divinos», pensó. No había intentado coquetear con el hombre. Pero si ahora lo rechazaba, se disgustaría, y ella no podía permitirse que eso ocurriera. Al contrario, necesitaba un aliado en el barco.
—Si se divierte aquí, entre todas las mujeres… —dijo dulcemente—. A mí me da un poco de vergüenza…
El hombre rio.
—¿Vergüenza? ¿Tan delicada eres? No te preocupes, algún rinconcito encontraremos donde estar solos. Y ahora calladita, guapa, y nada de gritos y llantos al zarpar. Puede ser una noche algo tempestuosa… —Y robó a Lizzie un beso fugaz—. ¡Me lo llevo como anticipo de una dulce tormenta! —susurró.
En cuanto el hombre se hubo marchado, Lizzie se limpió la boca. Ya sentía asco en ese momento. Seguro que durante el viaje no tendría la oportunidad de limpiarse después de tener relaciones con su nuevo cliente.
—Empiezas pronto… —observó desaprobadora una voz en la cama de enfrente.
Lizzie se encontraba a la distancia de un codo de la vecina que estaba a su mismo nivel. A la luz turbia que penetraba por las rendijas de las tablas de cubierta, reconoció a una mujer madura. No la había visto antes y no tenía aspecto de prostituta. Incluso allí llevaba el cabello peinado y cuidadosamente cubierto por una capota y no le habían quitado el vestido ni el modesto tocado. Así que no debía de ser alguien carente de medios.
La joven se percató de que su nuevo admirador había renunciado también a encadenar a aquella mujer.
—Antes o después… —respondió con calma—. Los hombres hacen lo que quieren. ¿Y acaso no estás contenta de que tampoco te hayan encadenado?
—A mí me da igual —observó la mujer—. Si por mí fuera, podrían haberme ahorcado… —Y dicho esto volvió el semblante hacia la pared.
Lizzie cerró los ojos e intentó apartar sus pensamientos de la sofocante cubierta baja. No lo consiguió. Pensó en los hombres y mujeres que habían encadenado allí y que lo estaban pasando todavía peor que ellas.
La muchacha prestó atención a los cientos de voces que hablaban, lloraban y rezaban. Ella solo dejaba a Hannah y los niños, pero la mayoría de las condenadas lloraban por sus maridos, amantes e hijos propios. Se preguntó qué dejaba atrás la mujer de al lado y por qué estaba allí. No tenía el aspecto de una delincuente… pero ella misma tampoco lo tenía.
Al final intentó leer la Biblia mientras oía en la cubierta órdenes y gritos, las velas al izarse y luego el bramido del viento al colarse por ellas. La mayoría de las mujeres se pusieron a gritar cuando el barco empezó a moverse, al igual que los hombres que estaban en la cubierta inferior.
Lizzie percibió la partida como un único grito, un canto fúnebre de despedida sin retorno.
Michael Drury se había unido a los gritos de los presidiarios cuando el barco prisión había dejado Irlanda. Pero en ese momento callaba. Para él, Inglaterra era un país tan ajeno y quizá todavía más hostil que la lejana Australia, y de Londres no había visto más que un trozo del muro del puerto. Los presos de Irlanda debían ser instalados en uno de los hulks prisiones fondeados en Woolwich, pero por lo visto había quedado algo de sitio libre en ese barco que iba rumbo a la Tierra de Van Diemen y que solo transportaba mujeres.
Habían trasladado directamente de un barco al otro a los presos de Irlanda y ahora Michael llevaba medio día encadenado y tendido en su camastro en el rincón más sombrío de la cubierta más oscura del Asia. El capitán había puesto como condición que los hombres permanecieran terminantemente separados de las mujeres durante el viaje. Así pues, no podían hacerse ilusiones de que los dejasen salir a estirar las piernas. Además, nadie había pensado en dejar a disposición de los hombres orinales o botellas donde poder aliviarse. En lugar de ello, había un cubo que podían pasarse de unos a otros, pero cuando uno de los presos no colaboraba, no llegaba a los últimos catres.
En cada hilera había al menos un hombre que ya en esos momentos agonizaba en silencio y que no respondía a la llamada de los otros. Billy Rafferty era uno de ellos. Había sucumbido a una especie de inmovilidad después de haber pasado horas alborotando tras abandonar Irlanda. El joven ya había sufrido en la celda de Wicklow unos ataques de claustrofobia y los camarotes oscuros y cerrados bajo la cubierta del oscilante barco le hicieron perder totalmente la razón. Yacía al lado de Michael encadenado y gemía.
El hedor procedente de la cubierta inferior fue empeorando y el aire haciéndose más sofocante. Michael se alegró cuando el barco empezó a moverse. Quizá les quitaran las cadenas tras zarpar.
Así se hizo en la primera cubierta, pero Michael y sus compañeros de fatigas permanecieron atados. A la fetidez ya existente se sumó la de los vómitos, pues los primeros días en alta mar fueron tormentosos.
—El canal de la Mancha… —anunció el hombre del catre vecino al de Michael, un marinero que había matado a otro en una pelea—. Hasta el golfo de Vizcaya suele haber mala mar. Las mujeres sacarán el alma por la boca. Pero, maldita sea, a pesar de todo tengo hambre… ¿No hay aquí nada que comer?
Antes de que por la mañana se distribuyera una escasa ración de galleta marina, los guardias enviaron a unas mujeres de la primera cubierta con cubos y cepillos para limpiar al menos la suciedad más molesta. Junto a cada una de ellas había un vigilante, como si Michael y los otros presos encadenados pudiesen abalanzarse sobre ellas.
—Al menos vosotros no vais en literas —intentó consolar a Michael una de las mujeres—. Ahí, a una hasta se le cae la salsa en la cara. A algunas les ha pasado antes de que les quitaran las cadenas. Y las que están mareadas no siempre llegan al retrete. ¿Cuánto dura un viaje así?
—Unos cien días —respondió el marinero.
Los demás gimieron.
—Yo pensaba que serían cuatro semanas… —murmuró Michael—. A América…
El marinero rio con amargura.
—En comparación, Nueva York está a la vuelta de la esquina. Pero nos sacarán a cubierta. No pueden dejar que nos pudramos aquí abajo. La reina es una buena mujer, no permitiría algo así.
Michael no hizo ningún comentario. Después de que la reina Victoria hubiese permitido tácitamente que media Irlanda se muriese de hambre, no confiaba demasiado en su bondad. Pero tal vez fuera benévola con sus compatriotas. A fin de cuentas, la mayoría de los presidiarios en la Tierra de Van Diemen eran ingleses.
Estaba ansioso de luz y aire fresco, pero todavía más de incorporarse y estirarse. Sentía ya la presión de la dura cama de madera a la que le habían sujetado con cadenas. Apenas si podía moverse y, como casi todos los demás presos, estaba mal alimentado. Pronto se le llagarían los omóplatos de estar tendido en el catre. Las estrías apenas curadas de la espalda le escocían después de que las limpiadoras hubiesen vaciado un par de cubos de agua de mar por encima de los prisioneros encadenados a sus sucios catres. Ahora los hombres estaban más limpios, pero mojados, y el aire en el interior del Asia era sofocante, aunque no realmente caliente. Posiblemente los pantalones de lino y la camisa de Michael tardaran días en secarse.
También Lizzie y las otras mujeres de la entrecubierta luchaban contra el mareo, pero ellas al menos disponían de un cubo por cada seis mujeres. En el compartimiento de Lizzie las que peor lo habían pasado eran Candy y dos mujeres más. Velvet no parecía darse cuenta de nada de lo que ocurría alrededor y la mujer de más edad —que tras dos días de silencio se había presentado como la señora Portland— estaba, por lo visto, demasiado ocupada para ponerse enferma. Parecía tomarse como una obligación ocuparse de las otras mujeres. Cargada con cántaros y cubos llenos de agua potable y agua para lavar no paraba de correr de una a otra, les hacía comer pequeños bocados de galleta y no protestaba cuando volvían a vomitarla de inmediato.
—Algunas están demasiado débiles… —explicó a Lizzie—. Temo que se me mueran de debilidad.
—Pero es que no retienen nada —dijo Lizzie. Por indicación de la señora Portland se ocupaba de la quejumbrosa Candy—. ¿Cuándo mejorará esta situación?
—¡Cuando se calme el mar! —resonó una voz masculina.
Lizzie se dio media vuelta. Llevaba cuatro días esperando que el vigilante con quien había coqueteado exigiera sus servicios, pero al parecer en cubierta también había mucho que hacer.
—A veces uno también se encuentra algo mejor cuando sale fuera. ¿Qué te parece, pequeña? ¿Damos un paseo?
Lizzie hubiera hecho cualquier cosa por tomar un poco de aire fresco, pero…
—A estas les va mucho peor que a mí —advirtió, señalando a Candy y a otra chica.
La pequeña era menuda y no aparentaba más de catorce años. No sobreviviría si seguía vomitándolo todo.
El vigilante se lo pensó un instante.
—Primero te portas un poco bien conmigo —dijo— y luego ya veremos… De todos modos, ya va siendo hora de que salgáis a cubierta. Hablaré con el teniente.
Lizzie le dedicó una de sus dulces sonrisas y lo siguió escaleras arriba. La golpeó el frío y húmedo aire del Atlántico. Expuso complacida el rostro al viento y miró con curiosidad lo que la rodeaba. Comprobó que no era la única chica en cubierta. Era evidente que los vigilantes se protegían mutuamente para poder subir con las chicas que habían elegido. El guardia de Lizzie —se presentó con el nombre de Jeremiah— incluso había pensado en refugiarse de la lluvia. La llevó a un bote salvavidas cubierto por una lona. Tampoco faltaba una colcha y, además, de debajo de las tablas sacó, con una sonrisa triunfal, una botella de ginebra.
La muchacha tomó un gran sorbo: el alcohol le calentó el cuerpo y calmó su estómago. Luego se dejó caer complacida sobre la colcha. Había realizado ese trabajo en condiciones mucho peores. Aunque le resultó difícil fingir pasión cuando Jeremiah por fin se abalanzó sobre ella; por fortuna, era un hombre fácil de contentar. De constitución normal, no le hizo demasiado daño al penetrarla sin que ella estuviera lista. Lizzie se dejó hacer y reclamó luego el paseo prometido. Para su sorpresa, Jeremiah accedió. Parecía estarle realmente agradecido, puede que hasta se hubiese enamorado un poco.
La condujo por la cubierta y le mostró los camarotes de los pasajeros y los alojamientos de la tripulación. Al final, Lizzie tenía el cabello mojado por la lluvia y se sentía reanimada. Resultaba casi demasiado bondadoso que Jeremiah le diera más de media botella de ginebra y una bolsita de harina.
—Aquí tienes, es bueno para el estómago. A lo mejor conseguís reanimar a la pequeña. Mezclad la harina con agua, eso la confortará.
Lizzie le dio las gracias efusivamente y le puso a Candy la botella en los labios cuando regresó a su asfixiante y apestoso alojamiento. Candy bebió ávidamente y enseguida dio muestras de sentirse mejor.
—Señora Portland… —Tímidamente, Lizzie tendió la botella a la mujer, que se ocupaba de otra joven.
La señora Portland miró con desconfianza la ginebra.
—Toda mi vida he evitado esto —señaló—. Pero era otra época y otras costumbres… —Miró a Lizzie y luego cogió la botella y bebió un trago. Intentó recuperar el aire tosiendo.
—Yo tampoco lo hago por diversión. —Lizzie pensó que tenía que justificarse. Su instinto le decía que esa mujer era buena y que había vivido según los preceptos divinos. Le habría gustado averiguar cómo, a pesar de todo, había acabado allí—. ¿Nos queda agua? —preguntó.
Cada día repartían el agua potable en cántaros y apenas alcazaba para todas. Una y otra vez se repetían las escenas desagradables, y en algunos compartimientos las mujeres se habían enfadado entre sí. Se envidiaban mutuamente cada trago de agua y cada pedazo de pan.
La señora Portland asintió y Lizzie disolvió algo de harina en el agua, como Jeremiah le había aconsejado. Se lo ofreció a Candy, quien prefirió coger la botella de ginebra. La niña de quien se encargaba la señora Portland, por el contrario, bebió y retuvo la mezcla.
Al día siguiente los guardias abrieron los accesos al exterior para todas las presas que iban en la entrecubierta.
—¡Salid en grupos de veinticuatro! —gritó el teniente que daba las órdenes a Jeremiah y los otros vigilantes—. Quedaos en la zona de cubierta delimitada y moveos. No está permitido holgazanear por ahí, ni establecer contacto con los pasajeros. Tampoco debéis hablar con los marineros y los guardias.
Lizzie ayudó a Candy y la señora Porland sostuvo a la muchacha enferma hasta llegar a cubierta. Luego se pusieron en marcha. Tenían la sensación de estar expuestas como animales en una feria, a fin de cuentas tenían numerosos espectadores. Los marineros les dedicaban miradas lascivas y los pasajeros se juntaban en grupitos y las miraban como si fueran animales de feria. La mayor parte de ellos eran de mediana edad, jubilados que habían concluido su servicio como militares o policías y se aprovechaban de la generosidad con que se repartían las tierras en Australia. En Inglaterra su pensión casi no alcanzaba para vivir, pero en la Bahía de Botany o en la Tierra de Van Diemen serían ricos. Y dispondrían de numeroso personal doméstico: las mujeres de los futuros colonos podrían escoger entre Lizzie y sus compañeras de infortunio.
La salida al exterior les levantó los ánimos, pero surgió un problema. Llovía sin interrupción y las bodegas no estaban impermeabilizadas. Los vestidos de las presas estaban húmedos y no se secaban con el frescor primaveral del Atlántico. Pese a todo, el agua, que con el oleaje inundaba la cubierta, no permanecía en la entrecubierta. Se filtraba hacia la cubierta inferior y se acumulaba allí. Llegaba en parte a la altura de la rodilla y apestaba.
Los hombres y mujeres que se encontraban alojados allí, se ovillaban en sus camastros todo el día aunque los liberaban unas horas de las cadenas. También los sacaban cada día, pero maniatados. No podían moverse mucho, tan solo acababan mojados por la lluvia y temblorosos de frío. Entretanto se produjeron los primeros casos de fiebres y diarrea. También Michael dormitaba durante largas horas, se le habían infectado las heridas y le dolían. Pese a ello, no estaba tan mal como para quedarse sin fuerzas. Se obligaba a comer y por el momento no vomitaba los alimentos. Sufría sobre todo el frío y la humedad.
—En algún momento hará más calor —lo consolaba el marinero de al lado, mientras temblaba y tosía—. Cuando hayamos llegado al golfo de Vizcaya…
Como en otras ocasiones, el hombre no se equivocaba, pero la temperatura cálida y luego muy caliente del océano Índico no mejoró el estado de los presos. Las mujeres de la cubierta superior se alegraron de que sus vestidos se secaran, Michael y los otros reos sometidos a una estricta vigilancia se mantenían bajo la línea de flotación. Ahí persistía la humedad y el calor aceleraba la descomposición. Además creció en exceso el número de insectos. Michael tenía la sensación de que las pulgas y los piojos se lo estaban comiendo vivo.
Los hombres intentaban dominar un poco las molestias y el picor salpicándose con agua de mar cuando salían a cubierta. No obstante, los vigilantes no permitían que se desnudaran. A los pasajeros les gustaba mirar a los presos cuando los sacaban. Estaban terriblemente aburridos y ese «espectáculo» era casi lo único que rompía la rutina diaria. Michael y el resto regresaban de nuevo con la ropa mojada a sus catres. Nadie se sorprendió demasiado cuando se produjo un brote de cólera.
Lizzie se quedó horrorizada ante la muerte de los primeros enfermos. La jovencita del compartimiento de Lizzie sucumbió enseguida pese a los cuidados de la señora Portland y la comida adicional que las seis mujeres de su alojamiento obtenían gracias a la relación de Lizzie con Jeremiah. Esta última repartía de buen grado los regalos del vigilante y le enfadaba que Candy no siempre hiciera lo mismo cuando, al salir a cubierta, desaparecía en algún rincón con un marinero.
Por supuesto, la prohibición de mirar siquiera a los hombres resultaba imposible de cumplir. Muy pronto se desarrolló un dinámico comercio entre las chicas casquivanas de la entrecubierta y los lujuriosos tripulantes y soldados. Candy estaba muy solicitada y pronto se olvidó de su novio. Al final la ayudó sobre todo la ginebra. Mientras compartía generosamente los comestibles con la comunidad, conservaba para sí el alcohol.
—Esos ya han pasado a mejor vida —suspiró la señora Portland cuando, tras una breve ceremonia dirigida por el capitán, los cadáveres fueron arrojados al mar. Un maravilloso mar azul en el que jugaban los delfines, pero cuyas ondas a veces también rasgaba la aleta de un tiburón en busca de su botín—. ¡A saber lo que nos espera a nosotras! —añadió.
La señora Portland se mostraba cada vez más abierta con Lizzie y ya no censuraba la relación de la joven con Jeremiah. A menudo solicitaba su compañía cuando iba a cuidar enfermas a otros compartimientos. La muchacha la ayudaba de buen grado y ella le enseñaba pacientemente las tareas más importantes.
—¿Dónde ha aprendido usted todo esto? —preguntó un día con cautela.
Hasta el momento, la señora Portland nunca se había referido a su pasado, pero entonces respondió.
—Ayudaba en un hospital para pobres. Por agradecimiento. Con frecuencia se ocuparon de mí sin exigir ningún pago, y no me gusta tomar sin dar nada a cambio. Siempre necesitan quien les ayude. Para las mujeres no es agradable que un hombre las toque o las vende cuando otro de su sexo las ha estado moliendo a palos.
No añadió nada más, pero Lizzie sacó sus conclusiones. La señora Portland había estado casada y su marido la había maltratado. ¿Lo habría abandonado y por eso había acabado en el mal camino?
—¡Oh, no, cielo, ella lo mató!
Fue una de sus pacientes quien al final se lo explicó a Lizzie. Emma Brewster, una vieja prostituta que había acabado robando a sus clientes para subsistir, sufría unos terribles dolores e hidropesía en las piernas. La señora Portland la trataba con vendas frías y friegas de ginebra. Mientras Lizzie le estaba aplicando este tratamiento, surgió el tema de la señora Portland. A la joven casi se le cayó la botella de ginebra de las manos.
—¿La señora Portland asesinó a su esposo?
Emma Brewster asintió.
—Así es, pequeña. Yo estuve en el juicio. Ya sabes que nos juzgan en grupo y a Anna Porland le tocó justo detrás de mí. No fue muy hábil en su defensa. No mostró ni asomo de arrepentimiento. Dijo que el hombre le pegaba todos los días. Pero ella lo toleraba porque quería ser una buena esposa, una mujer grata a Dios y no sé qué más. Hasta que el hombre lo intentó con la hija. Tenía trece años. La golpeó y ya estaba encima de ella con el pantalón desabrochado cuando Anna llegó a casa. Entonces ella le dio con el atizador. Y no se arrepentía, dijo, y aseguró que lo volvería a hacer. Y que si a Dios no le gustaba, añadió, pues lo sentía. Que quizá tenía más en común con el demonio.
Lizzie no sabía si echarse a reír o llorar.
—¿Y no la condenaron a muerte? —preguntó.
La paciente asintió.
—Claro. Pero la indultaron. Suelen indultar a casi todas las mujeres.
—Pero… pero las asesinas van todas en la cubierta inferior…
Emma Brewster levantó la vista al techo.
—Hija, encerraron a Anna medio año en Newgate. Ahí se dieron cuenta de que ella no es escoria. El doctor, el reverendo… todos intercedieron por ella, y también para que la dejaran en Inglaterra. La pobrecilla tiene siete hijos. La chica a la que protegió era la mayor. Pero no había nada que hacer. Anna tenía que marcharse a las colonias y los niños ingresar en un orfanato…
Lizzie suspiró. Pensó en su propia madre, desconocida. Hasta entonces no la había tenido en consideración, pues consideraba un crimen abandonar a un hijo. Pero tal vez había sido víctima de la desesperación como Anna Portland.