9

—No te creas que ignoro lo que hay entre mi marido y tú.

La señora Smithers hizo esta deprimente declaración como de paso, mientras metía unas rosas de tallo largo recién cortadas en el cesto que llevaba Lizzie. Sería un adorno para la mesa. Por la tarde se esperaba la llegada del señor Smithers, al que acompañaría un colega de trabajo. A Lizzie le subió la sangre al rostro. Sintió que se mareaba y casi dejó caer el cesto, luego la invadió la resignación y el agotamiento. De acuerdo, era el fin, había perdido. Pero al menos ya no tendría que pasar más miedo.

La joven intentó respirar hondo y ordenar sus pensamientos. Paseó la mirada por el jardín lleno de plantas, inspirado en un jardín inglés pese a tener solo un lejano parecido. Las rosas prosperaban, pero la hierba crecía demasiado y no era suave como el terciopelo sino dura como la caña. Las acacias invadían gran parte del jardín en lugar de formar un bonito seto, y los eucaliptos arrojaban su sombra sobre los pequeños árboles frutales ingleses.

Era un fresco día de verano pero, de modo excepcional, no llovía en la Tierra de Van Diemen. Desde hacía casi seis meses, Lizzie se esforzaba por guardar el triste secreto de su relación con el señor Smithers. No era fácil, pues el patrón con frecuencia carecía de prudencia y tacto. A veces parecía perder el control cuando la veía trabajando con su vestido azul, el delantalito de puntillas blanco y la cofia. En tales ocasiones el hombre sentía el impulso de hacerlo en el sofá más próximo o sobre una alfombra, y reaccionaba malhumorado cuando ella, atemorizada, lo rechazaba. La muchacha no tenía nada que reprocharse: no lo excitaba voluntariamente y permanecía sin moverse en su cama hasta que él satisfacía su deseo. Los clientes que había tenido en Inglaterra se hubiesen quejado de su apatía, pero a Smithers no parecía importarle mientras ella llevase la cofia y el delantal. Por lo visto, lo que más lo excitaba era verla con aquel uniforme.

Y ahora, tras tantos esfuerzos por que el asunto no saliera a la luz…

—Señora… yo… —titubeó Lizzie, sin encontrar las palabras.

—¡No me mientas! —replicó cortante la señora Smithers. La miró bajo el ala del sombrero de paja que solía llevar en el jardín, incluso si no hacía sol. Al parecer había esperado que la doncella desmintiera sus palabras—. ¡Si todavía puede salvarte algo es que seas honesta!

¿Salvar? Lizzie tenía la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies, y mucho más que durante la travesía en barco.

—Yo…

La señora no le dio oportunidad de justificarse.

—¿Crees que vas a obtener algo de ello? —preguntó lacónica—. ¿Te haces ilusiones al respecto?

¿Hacerse ilusiones? ¡Más bien se las habían destrozado todas! Lizzie casi se habría echado a reír. ¡A lo mejor todo eso no era más que un mal sueño!

Negó abatida con la cabeza.

—¿Esperabas privilegios? ¿Que te indultaran antes? ¿Que te pagaran por el silencio?

Lizzie negó con más vehemencia.

La señora Smithers frunció el ceño.

—¿Es que lo amas? —Hasta ella misma parecía creerlo imposible.

—¡No! —gritó Lizzie por fin, con voz clara.

—Entonces, ¿por qué lo haces? —soltó la mujer, y por vez primera sonó a pregunta genuina. Incluso ella misma pareció asombrarse de ello y se respondió antes de que Lizzie lo hiciera—: Entiendo, las chicas como vosotras os dejáis llevar por el sexo. Por eso estáis aquí, ya me lo habían advertido…

Lizzie bajó la cabeza. Debería haber sentido rabia, pero solo estaba agotada y ya no quería oír nada más. Que la señora emitiera su veredicto y que todo acabara de una vez…

—¿Eres consciente de que podría enviarte de vuelta a Cascades?

Lizzie asintió con humildad.

—No obstante… —La señora Smithers contempló a la desgraciada que tenía enfrente sujetando el cesto lleno de rosas—. La siguiente no será mejor. Y tú al menos no eres guapa…

Algo en el interior de la joven quiso gritarle que ella misma podía llevarse a su marido a su propia cama poniéndose simplemente una cofia y un delantalito. Pero se abstuvo, porque de repente sintió una extraña curiosidad. ¿Qué estaría maquinando la señora Smithers?

—No; me lo he pensado mejor. En general eres útil. Así que te casarás. Puedes quedarte con Cecil, el jardinero. Seguro que estará encantado y podéis instalar vuestra vivienda en la vieja cochera. Así, si tu libido está satisfecha… —La señora Smithers enrojeció.

Lizzie sintió pánico. Si vivía en la cochera se convertiría en una presa fácil. No solo engañaría a la señora Smithers, sino a su propio marido. Y en algún momento volverían a pillarla. No veía solución posible…

—Pero señora, su marido…

—¡Ni una palabra en contra de mi marido, chica! —espetó la señora Smithers con una voz de la que nadie habría creído capaz a esa menuda mujer, que casi pasaba desapercibida—. Está decidido. Hablaré con Cecil y te pedirá en matrimonio.

Arrancó a Lizzie el cesto de los brazos y se marchó dignamente a su casa.

La joven se quedó atrás compungida. Explicar lo que sucedía… explicarlo era la única solución. Tenía que hablar con Cecil al respecto. El jardinero también era un convicto, seguro que la comprendería.

Esa noche, nadie molestó a Lizzie. Smithers se emborrachó con su invitado. Se trataba de un militar que coordinaba la introducción de los prisioneros en la región y quería hacer un favor a su anfitrión, a saber, enviarle un chain gang para arrancar las acacias del jardín.

Lizzie oyó la conversación mientras servía y la señora Smithers se informó ansiosa sobre los riesgos de traer a hombres tan peligrosos. El sargento Meyers, un hombre achaparrado y con cara de bulldog, la tranquilizó con una sonrisa.

—Esos animales van encadenados, señora, y ya llevan meses así, por lo que no piensan en hacer tonterías. A la larga todos se vuelven pacíficos. También los educamos para que se conviertan en buenos cristianos.

Lizzie se marchó asqueada. Pasó la noche inquieta, dándole vueltas a la cabeza. Tenía que preparar la conversación con Cecil… ¿qué solución podía sugerirle? Dependería sobre todo de él. A lo mejor no le importaba compartirla con Smithers. Entonces ella estaría perdida. Aunque, con un poco de suerte, se negaría a tomarla por esposa en esas condiciones. En tal caso, debería buscarse a otro hombre lo antes posible, preferiblemente con cierta influencia y que la sacara de casa de los Smithers. Lizzie nunca lo hubiera creído, pero empezó a añorar a Jeremiah.

A la mañana siguiente, Cecil estuvo ocupado dando instrucciones a los hombres encadenados. El sargento Meyers no había exagerado, un vigilante conducía a los presos atados al trabajo al salir el sol. Todos los hombres parecían fuertes y estaban tostados por las tareas continuas al aire libre, pese a que ahí, en la Tierra de Van Diemen, eran pocas las veces que brillaba el sol. El verano y el invierno eran fríos y solía soplar un fuerte viento del oeste. Lizzie contempló desde la casa a los presidiarios y esperó a que Cecil pudiese dedicarle algo de tiempo, pero la señora Smithers parecía observar al jardinero con la misma atención que ella. Antes de que Lizzie pudiese acercarse a él, lo hizo llamar.

—¿Y ahora qué querrá? ¿Otras plantas de adorno nuevas? —gruñó la cocinera.

La señora Smithers era una apasionada de la jardinería, pero no comprendía que la mayoría de las plantas de su hogar natal no prosperaban ahí. La flora autóctona, por el contrario, no le interesaba en absoluto y la trataba como si fuese mala hierba.

—Tiene algo que ver con la decencia… —suspiró Lizzie y se puso a sacar el polvo en las habitaciones que había frente a la sala de recepciones de la señora. No quería que la viesen cuando Cecil volviera a marcharse, pero quería seguirlo al jardín en cuanto tuviera la oportunidad.

El hombre, bajito y de aspecto similar a un gnomo, no cabía en sí de contento cuando la señora lo dejó marchar. Lizzie lo oyó darle las gracias cien veces. A ella, por su parte, se le cayó el alma a los pies. La conversación no iba a ser fácil. Tal vez era mejor esperar a que Cecil se serenara un poco. O no, pues al final aparecería debajo de su ventana con un ramillete de rosas. Tenía que hablar con él sin demora. Dejó a un lado el paño del polvo y se dirigió decidida al jardín.

Sin embargo, no estaba preparada para ese recibimiento.

—¡Lizzie! —El rostro de enanito del bosque del pequeño jardinero resplandeció al verla. No esperó a que ella le hablase, sino que corrió a su encuentro cimbreando dichoso el cuerpo, y la besó sin rodeos en los labios—. Sabía que tú también lo querías. Solo que no te atrevías, ha dicho la señora, y eso está bien. Pero ¡ahora nos amaremos mutuamente!

A Lizzie se le encogió el corazón por tener que darle un disgusto, pues lo apreciaba por su amabilidad.

—No es tan sencillo… —empezó mientras lo conducía a la sombra de un eucalipto, fuera de la vista de la casa grande—. Cecil… la señora y yo…

Mientras ella hablaba, primero desapareció la alegría y luego el color del rostro apergaminado del jardinero.

—¿Así que en realidad no quieres casarte conmigo?

Lizzie gimió.

—Cecil, lo que yo quiera no tiene importancia. Voy a casarme contigo, pero seguiré siendo propiedad del señor Smithers…

La sonrisa volvió al semblante del jardinero.

—Pero ¡no para siempre! —la consoló—. Ahorraremos un poco y nos iremos a otro sitio. Y los Campbell volverán un día. Entonces trabajaremos otra vez para ellos…

—Pero ¡falta medio año! —objetó Lizzie—. Como mínimo. Hasta entonces…

—Ah, hasta entonces podré soportarlo —declaró Cecil, optimista.

«Pero ¡yo no!», quiso gritar Lizzie. Desde luego no quería casarse con un chiflado que ni siquiera entendía qué riesgos corría entregándola de buen grado a un libertino. ¿O acaso Cecil pensaba obtener él mismo alguna ventaja de ese arreglo? ¿Ocultaría que Smithers fornicaba con su esposa y ganaría por ello más dinero u ocuparía una mejor posición?

—A partir de mañana la noticia se hará pública —añadió Cecil radiante de alegría—. La missus lo hablará con el reverendo. ¡Y también se ocupará de tu indulto!

El mismo Cecil había conseguido, cuatro semanas antes, que le perdonasen la condena y, con la boda, también Lizzie quedaría en libertad. Aunque pocas veces se había sentido tan acorralada…

Cecil volvió a sus flores. La joven miró pensativa a los hombres encadenados. La cocinera le había encargado que les llevara agua. Podía hacerlo en ese momento.

Llenó un cántaro en la fuente. Los hombres ya debían de tener vasos. Luego se encaminó, preocupada y compungida, al bosque de acacias en la parte posterior del jardín. Llevaba la cabeza baja, como exigía el decoro, y casi se hubiese reído de ello. A fin de cuentas, la virtud no se veía casi nunca recompensada; la mojigatería, por el contrario, mucho más.

—Pero si es… ¿Es que ya no me reconoces, Lizzie?

La joven estaba sirviendo agua al primer hombre de la fila, tras haber saludado cortésmente al vigilante, cuando un preso alto y de cabello oscuro le dirigió la palabra ansioso.

—¡Lizzie Owens! ¿Eres mi pequeño ángel del barco?

La joven levantó la vista incrédula, pero ya había reconocido, al oír las primeras palabras, aquella voz dulce y oscura con acento irlandés. Los radiantes ojos azules de Michael Drury la miraban casi desbordantes de alegría.

—¡Y de nuevo no dejas escapar ninguna oportunidad! —bromeó—. ¿Ha sido eso un saludo? ¿Desde cuándo te gustan los leprechauns?

—¿Cómo? —preguntó Lizzie desconcertada.

Ya estaba bastante agitada, pero la repentina aparición de Michael la había confundido.

—Leprechauns. Gnomos, enanos… así llamamos en Irlanda a tipos como ese amiguito tuyo.

Michael señaló con una mirada evaluadora a Cecil, quien en ese momento se esforzaba en preparar la dura tierra para plantar unas semillas procedentes de Inglaterra.

Lizzie se estremeció. Si mostraba flaqueza, si revelaba los sentimientos que de nuevo surgían en ella al ver a Michael, nunca podría dirigirse a él con naturalidad.

—Un hombre menudo pero libre —respondió burlona—. Tú, por el contrario, Michael Drury, ¡todo un año en la Tierra de Van Diemen y todavía encadenado! Y eso que solo has robado un par de sacos de grano. ¿O era mentira?

Michael se encogió de hombros.

—Tal vez una descripción insuficiente, Lizzie, como tú con el pan. —Le guiñó el ojo—. A lo mejor vendí también un poco de whisky, ¿y tú un poco de Lizzie? —dijo con cierta ironía.

Lizzie sonrió afligida.

—Para andar encadenado por aquí, debes de haber cometido alguna fechoría.

Se esforzó por mantenerse tranquila y, sobre todo, por controlar la expresión de su rostro. El vigilante no debía enterarse de que se había encontrado con un viejo conocido. Lentamente fue sirviendo agua a un hombre tras otro, mientras charlaba con Michael en voz baja.

—Tres intentos de fuga —confesó Michael—. El primero justo el primer día. Pensé que sería una buena idea volver al Asia antes de que zarpara. Al menos allí conozco el rincón más oscuro. ¡Un pasaje directo de vuelta a Irlanda! —Rio.

En realidad no era mala idea.

—¿Qué es lo que falló? —preguntó Lizzie.

—Debería haber esperado hasta que limpiasen y cargaran el barco —respondió Michael con tono resignado—. Pero no lo hice y me descubrieron enseguida. Y luego…

Pero Lizzie ya había terminado. Todos bebían y el vigilante parecía preguntarse por qué permanecía todavía junto con los presos. Tenía que volver a la casa.

—Escucha, Michael, tengo que irme —susurró—. Pero mañana es domingo y tengo la tarde libre. ¿Dónde te encuentro?

Él arqueó las cejas.

—La pregunta más bien es: ¿dónde os encuentro? Como ves, dependemos mucho los unos de los otros, salvo en la celda solo nos encuentras mutuamente encadenados. Pero el domingo por la tarde nos dejan salir al aire libre. Entre una oración y otra…

Los demás hombres rieron.

—Basta con que sigas la nueva carretera, las barracas están junto al río. Las viejas, las de los hombres que construyeron el puente. Por eso están llenas de chinches…

El vigilante levantó significativamente el látigo y miró a Lizzie con severidad.

—¡Se acabó el descanso!

La chica saludó y levantó el cántaro.

—¡Iré! —susurró.

Al día siguiente debería encontrarse a otra conocida. Como cada domingo, acompañó a los Smithers a la iglesia. Cecil le ofreció el brazo reluciente de alegría y con un gesto posesivo. El señor Smithers parecía abatido. Era probable que su esposa le hubiese dejado bastante claro por qué daba tanta importancia a la boda de Cecil y Lizzie. Esta última avanzaba con el semblante triste al lado de su nuevo prometido. Ni siquiera logró sonreír cuando el reverendo la felicitó. La cocinera le dio unos golpecitos de consuelo en el hombro.

De repente, el sargento Meyers y su esposa atrajeron toda su atención. El oficial se había instalado recientemente en una vivienda en la comunidad y saludó a los Smithers desde la puerta de la iglesia. Su mujer, alta y elegante, se hallaba a su lado. Llevaba un sencillo vestido marrón adornado con un cuello de encaje color crema. Sus manos, largas y delicadas, lucían unos guantes de encaje también, y un gracioso sombrerito marrón con una cinta color crema descansaba sobre su cabello abundante y recogido en un moño en la nuca. Un cabello de un negro intenso, unos ojos como diamantes oscuros y una tez suave.

Sin dar crédito, Lizzie se quedó mirando a Velvet, la ladrona de joyas londinense. Velvet tendió la mano con educación a los Smithers y pronunció un par de fórmulas de cortesía. A Lizzie solo le comunicó con un pestañeo que había reconocido a su antigua compañera de celda. Luego siguió a su marido, al que sobrepasaba en media cabeza.

Lizzie no pudo concentrarse en la misa. Por eso se había casado Velvet: el sargento Meyers tenía un buen puesto, seguramente cobraba un sueldo regular y podía esperar una buena pensión y algunas hectáreas de tierra cuando dejara la carrera militar. Lizzie no sabía que incluso hombres de posición tan acomodada buscasen mujeres entre las condenadas, pero Velvet era sin duda una belleza. El sargento, por el contrario, era feo; puede que en Inglaterra hubiese encontrado una mujer más virtuosa, pero no a ninguna cuyo atractivo ni siquiera se aproximase al de Velvet.

Velvet dirigió un discreto gesto a Lizzie cuando, tras la misa, los Meyers salieron a dar un paseo con los Smithers. Las mujeres no habían visto el progreso de las obras de la carretera desde hacía mucho tiempo y la señora Smithers quería saber en qué se ocupaba su marido durante toda la semana. Velvet subió grácilmente al carruaje. Lizzie la saludó con un gesto apenas perceptible. Ninguna de las dos sacaría ningún provecho mostrando que se conocían.

Pero, en primer lugar, Lizzie tenía que deshacerse de la compañía de Cecil si quería ir a ver a Michael ese día. Por desgracia, el pequeño jardinero se pegaba como una lapa y le contaba toda su desdichada existencia mientras paseaban.

Era el benjamín de una familia de quince hijos de una granja galesa, marchó a Cardiff huyendo de la miseria y el hambre, realizó un par de viajes como marinero, pero le gustaba poco el mar y volvió a intentarlo en tierra. Finalmente, robó una oveja y lo descubrieron. Por eso estaba en las colonias.

—¡Y el próximo día me cuentas tú tu historia! —concluyó para sorpresa de Lizzie—. ¡Ahora he quedado con un par de colegas! —Con un gesto cauteloso, Cecil sacó una botellita de whisky del bolsillo—. Mira, me la ha dado el señor. Para celebrar el compromiso.

Lizzie temblaba de rabia. ¿No podría haber compartido con ella el aguardiente? Dios mío, le habrían sentado bien un par de tragos después de todos los nervios vividos los últimos días. Y encima, era evidente que el asunto ya estaba en marcha: el patrón regalaba a Cecil whisky, que el jardinero aceptaba agradecido. Los dos se volverían buenos camaradas. Así que no habría problema en compartir luego a la mujer…

No se tomó la molestia de arreglarse antes de enfilar la nueva carretera, que no era tan nueva. El puente rojo que cruzaba el río había sido construido casi veinte años antes por presidiarios. En la actualidad las obras se centraban más en su ampliación y reparación. Debajo del puente, junto al río Elizabeth, se hallaban las barracas en que se alojaban los obreros. Como casi en toda la Tierra de Van Diemen, no se daba mucha importancia a la seguridad. ¿Adónde iban a fugarse los hombres? La mayoría se quedaba voluntariamente hasta su indulto. A los pocos rebeldes y a un par de realmente peligrosos se los mantenía encadenados. Incluso los domingos.

El grupo de Michael se divertía en esos momentos en el río. Dos presidiarios habían construido una especie de caña con la que intentaban pescar, pero, por lo visto, ninguno de ellos había pescado con anterioridad. Otros dos intentaban aclararles qué era lo que hacían mal, pero no los escuchaban.

Michael dirigió a Lizzie una cálida sonrisa cuando ella descendió en su dirección y se sentó con él junto a la orilla. El río estaba bonito, muy tranquilo, en el agua flotaban plantas que la joven habría clasificado de nenúfares. Pero probablemente eran del todo distintas, nada en la Tierra de Van Diemen parecía ser aquello a lo que ella estaba acostumbrada.

—Llegas tarde, ¿tanto te ha retenido tu leprechaun? —preguntó burlón.

—Mi futuro marido ha dado un paseo conmigo —respondió Lizzie dignamente.

El chain gang rio y los hombres le dirigieron bromas burdas. Todos la pedían en matrimonio y le prometían hacerla disfrutar más de lo que lo gozaría entre los brazos de Cecil. Lizzie se puso ceñuda.

—¡Chicos, a vosotros por el momento ni siquiera se os puede tener de uno en uno! —replicó terminante—. Y ahora, suéltalo, Michael Drury, ¿qué has hecho para que todavía te tengan encadenado? —Miró las muñecas del joven—. ¡Cielos, vuelves a estar llagado! Tienes suerte de que no haga tanto calor aquí, las moscas se posarían en las heridas y volverías a tener fiebre…

Michael se encogió de hombros.

—Ahora soy más listo, Lizzie. Pero un hombre necesita tiempo para aprender. Fue una tontería huir sin un plan previo… Pero yo esperaba que aquí hubiese ciudades más grandes en las que ocultarse al principio.

—Planearlo es igual de inútil —observó un presidiario que no estaba encadenado y que además parecía saber pescar. A su lado había tres hermosos ejemplares recién obtenidos—. Las ciudades son algo mayores que los pueblos y la totalidad es una isla, por si no os habíais dado cuenta. Uno no puede escapar de aquí.

—¡Yo no lo diría así! —objetó otro de los hombres con aires de importancia. Asombrada, Lizzie reconoció al antiguo marinero que había llegado en el Asia y que dormía en la cama vecina a la de Michael. Por lo visto, también él era incorregible—. Nosotros, de todos modos, tenemos un plan. En cuanto nos dejen libres, lo ponemos en práctica.

Michael asintió y lanzó una piedra al agua.

—¿Quieres volver a escapar? —preguntó Lizzie atónita—. ¡Entonces pasarás toda la condena encadenado! ¡Sé razonable, Michael, sin barco, capitán y tripulación no puedes regresar a Irlanda!

—A Irlanda no… —dijo el joven, llevándose una brizna de hierba a la boca—. Pero…

—¡Ahora no cuentes nuestro plan! —le advirtió el marinero—. Ya has oído que han indultado a la chica. Después nos traicionará…

—¡Os traicionaréis vosotros solos! —replicó Lizzie ofendida—. ¿Quién es el que ha urdido ese plan genial? ¿Vosotros doce?

Había otros dos irlandeses más. Lizzie pensó que algo de cierto habría en lo que se rumoreaba acerca de su testarudez. Dylan era un joven pelirrojo y rechoncho cuyo origen irlandés se reconocía a primera vista. Tenía el torso musculoso. Will parecía menos fuerte, pero en cambio era más alto. Era un gigante de rizos rubios, frente huidiza y los ojos malignos de un pitbull.

—¡Nosotros tres y Connnor como navegante! —respondió Michael con orgullo—. Connor conoce el mar. Lo encontrará con los ojos cerrados…

—¿Qué encontrará con los ojos cerrados? —inquirió Lizzie, mientras los otros murmuraban o reían.

Dylan seguía quejándose de que desvelaran «el secreto». Lizzie meneaba la cabeza desconfiando del supuesto secreto que compartían con los otros doce y, probablemente, con la mitad del resto de los alojados en las barracas. Pero seguramente no fuera ningún problema. Nadie traicionaría a los hombres. Huir de la Tierra de Van Diemen era utópico, tanto que la autoridad ni siquiera se tomaba la molestia de anunciar que sería perdonado quien desvelara un plan de fuga.

—¡A Nueva Zelanda! —informó el antiguo marinero—. ¡Está aquí al lado, el viaje se hace en un periquete!

—¡Por eso la mitad de la colonia de presidiarios se ha mudado allí! —se burló el pescador.

—Cuando se sabe hacer… —le recordó el marinero.

—¿Qué es eso de Nueva Zelanda? —preguntó Lizzie—. ¿Otra colonia?

Una hora más tarde, la cabeza le zumbaba de tanta información contradictoria. Will y Dylan describían Nueva Zelanda como la tierra prometida, Michael había oído decir que se parecía a Irlanda. El marinero, que era a quien ella más crédito concedía, contó historias fantásticas sobre la pesca de la ballena y la caza de focas. Algo llamado «costa occidental» se mencionó en varias ocasiones. Lizzie volvía a lamentar la ausencia de Jeremiah, cuyas revelaciones solían ser muy fiables.

Pero también ella podía averiguar algo por su cuenta. En la sala de caballeros de los Smithers había un globo terráqueo. Por la tarde buscó las islas que estaban alrededor de Australia, pero junto a la Tierra de Van Diemen solo encontró Nueva Guinea y un par de islas más pequeñas en el otro lado del continente. Navegar hasta allí le pareció una locura. Había que recorrer toda la costa australiana. La Bahía de Botany, Australia Occidental… y por todas partes había presidiarios. Lizzie no podía imaginarse que simplemente dejaran pasar a alguien navegando a vela o remando.

Pero entonces descubrió dos islas más en el otro lado del mar de Tasmania. Una alargada y otra más pequeña con una forma similar a la Tierra de Van Diemen. Nueva Zelanda. Así que existía ese país y la costa occidental se hallaba orientada hacia la Tierra de Van Diemen. Pero ¡para llegar hasta allí había que cruzar un océano! Lizzie intentó calcular la distancia, pero todo la confundía.

—¿Qué haces tú por aquí, gatita? —Lizzie se estremeció al oír la voz de Martin Smithers—. ¿Sacando el polvo del globo? Pero si ni siquiera tienes puesta la cofia.

Lizzie suspiró.

—Es mi tarde libre, señor… —susurró—. Pero si lo desea puedo… puedo ir a vestirme para usted. No diga que…

—¿Que tienes curiosidad por saber cómo es la Tierra? Pero no, cielito, ¿por qué iba yo a decir nada? Ahora que estás a las puertas del matrimonio, seguro que sueñas con volver a Inglaterra con Cecil. Pero mira, gatita, todo el camino que has de recorrer. Inglaterra está a más de veinte mil kilómetros de distancia.

La besó en la nuca.

—¿Y Nueva Zelanda? —preguntó afónica.

Smithers rio.

—Tampoco puedes ir nadando. Pero está bien: son solo unos cuatro mil kilómetros. Desde Hobart sale a veces incluso un barco. Pero te lo advierto, gatita, el mar es muy bravío. ¿Y qué ibas a hacer allí con Cecil? ¿Pescar ballenas? ¿Cazar focas? Cecil no cazaría ni a una mosca. Y para doncellas no hay trabajo. Excepto si son tan lascivas como tú… —Smithers la rodeó con los brazos y le puso las manos encima de los pechos—. Clientes hay muchos en la costa occidental.

—¿Estuvo usted allí, señor? —preguntó Lizzie, conteniendo el asco que le producía ese hombre.

—Es posible que vayamos cuando terminemos el contrato aquí —respondió Smithers con poco interés—. Construyen una ciudad en la costa oriental. Tendría trabajo. David Parsley irá en breve a echar un vistazo.

David Parsley era el asistente de Smithers, un joven ingeniero a quien los patrones tenían en alta consideración.

—Si eres buena, gatita, te llevaremos a ti y a tu Cecil…

Martin Smithers volvió a cubrir el cuello de Lizzie de húmedos besos.

Lo último en lo que pensaba era en ir con él y Cecil a Nueva Zelanda, por muy seductoras que sonaran las palabras «nueva ciudad». Siempre que se empezaba algo nuevo se desataba el caos. Y al parecer no había presidiarios en Nueva Zelanda, por lo que tampoco habría soldados encargados de atrapar delincuentes o fugados.

—¿Cómo tenéis pensado lo de Nueva Zelanda? —preguntó a Michael cuando fue a verlo al domingo siguiente. El grupo de encadenados seguía trabajando cerca y Lizzie había pretextado un dolor de cabeza para librarse de Cecil—. Por aquí cerca no hay mar…

—Tampoco somos todavía libres —respondió Dylan—. Para que nos quiten las cadenas todavía habrá que esperar un par de meses, y entonces ya estaremos en Launceston.

—¡Volveremos a Hobart! —informó Michael con optimismo—. Nos largamos, robamos un barco…

—¿Qué tipo de barco? —preguntó Lizzie.

—Un velero. Está demasiado lejos para ir remando, ¿verdad, Connor?

Connor asintió.

—Lo que a mí me gusta —dijo dándose aires— es un velero pequeño y que corte el agua…

—¡Queremos avanzar rápido! —intervino Will no menos convencido.

Una balsa mejorada. Lizzie pensó con horror en el ancho mar y en lo bravío que Smithers había dicho que era.

—¿Alguno de vosotros ha navegado alguna vez? Bueno… exceptuando a Connnor.

Michael, Dylan y Will negaron con la cabeza.

—Pero ¡se aprende pronto! —los consoló Connor.

Lizzie no podía remediarlo: lentamente empezó a dudar también de la experiencia de Connor en travesías en alta mar. A lo mejor solo había navegado como grumete, no aparentaba más de dieciocho o diecinueve años. En cualquier caso, ella opinaba que el plan estaba condenado al fracaso. ¡Los fugitivos tendrían que sentirse afortunados si los descubrían en el puerto de Hobart! Podían pagar su imprudencia con una muerte en el mar.

En cualquier caso, no quería que Michael corriera ese riesgo. Ni ella misma tampoco. Sin contar con que no podía esperar eternamente a que un representante ciego de la Corona cometiera la tontería de desencadenar a Dylan y Will. Lizzie habría dejado atados a esos tipos hasta que fueran viejos y tuvieran el cabello gris. Tenía que suceder de otro modo. Esa noche no trató de evadirse pensando en lugares más bellos mientras soportaba estoicamente las embestidas de un sudoroso Martin Smithers.

Urdió un plan.