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—¡Mira lo que tengo! —Claire arrastró emocionada a su amiga Kathleen al interior de su casa—. O espera, ocupémonos primero de las niñas, no quiero que dejen huellas pegajosas sobre las cosas. Aquí, Chloé, Heather… pero ¡no os peléis!
Kathleen sentó a Heather al lado de Chloé, que jugaba en un rincón de la sala con unas piezas de madera, y Claire dio a cada niña un pastelillo de té recién hecho. Era sorprendente lo bien que preparaba esos dulces, mientras que con el pan apenas si lograba hacerlo comestible.
—Una vez robé dos pastelillos —confesó Kathleen absorta en sus pensamientos. ¡Cuánto tiempo había pasado!—. No quería hacerlo, pero tenía tanta hambre… Y olían tan bien…
Claire rio.
—Bueno, ahora los tienes en abundancia. Toma, coge más. Solo tenemos que dejar tres o cuatro para Matt. —Colocó generosamente dos sobre el plato de porcelana fina que tenía listo para Kathleen.
—¡Frutas escarchadas! —Kathleen comió con placer y tuvo que reconocer que nunca había saboreado los dulces trozos de fruta que su amiga había mezclado con la masa—. ¿De dónde las has sacado?
Ambas estaban sentadas, como casi todas las tardes, en la sala de Claire, que seguía escasamente amueblada. Habían pasado dos años desde el nacimiento de su hija y el asunto de la mula, y tanto Matt Edmunds como Ian Coltrane parecían haberse resignado a la amistad de sus esposas. Al menos ambos maridos no se llevaban mal entre sí. Desde que la yegua de pelaje castaño le prestaba un buen servicio, consideraba que la primera mala compra había respondido a una mala estimación del tratante y estaba dispuesto a llevar una buena relación de vecino. Kathleen recurría a su ayuda con frecuencia. Ian esperaba que la granja diera algún beneficio, pero en las épocas de siembra o cosecha no estaba presente y tampoco tenía ganas de arar la tierra o segar los cereales. Cada vez viajaba más por el país dedicado a la compraventa de animales.
Ian seguía comerciando con caballos, pero ahora tenía un rebaño de ovejas preciosas en la granja que, según la opinión de Kathleen, necesitaba con urgencia una esquila. A lo mejor, pensaban las mujeres, podrían llamar a unos esquiladores profesionales. Ese tipo de cuadrillas habían aparecido recientemente, desde que la cría de ovejas y la producción de lana se habían convertido en una importante rama de la economía en las Llanuras de Canterbury. Ya se hablaba de los «barones de la lana» en referencia a los grandes criadores de ovejas, con los que Ian se esforzaba en hacer negocios, mientras Kathleen permanecía al cuidado de los animales. La relación de la pareja no había cambiado mucho, pese a que Ian se había tomado con inesperada calma aquel cambio de mulas. No obstante, no había comprado a Kathleen ninguna montura nueva útil, sino que había dejado en la granja la vieja mula que en realidad había pensado vender a Matt Edmunds.
—¡A ver cómo te las apañas ahora para visitar a tu amiga! —se había mofado, con la esperanza de castigar más así a su esposa que dándole una paliza.
La joven se limitó a encogerse de hombros, alimentó generosamente al viejo animal y se lo dejó una vez a Claire, quien iba de forma periódica con el burrito al herrero de Canterbury. El hombre puso herraduras nuevas al animal, dio a Claire un ungüento para la pata y le aconsejó que no lo cargara en exceso.
—«Todavía puede trabajar un poco —repitió Claire a su amiga, imitando la voz profunda del maestro herrero—. Llevar a una muchacha tan dulce como la señora Coltrane ¡tiene que ser una alegría para este animal!» —Naturalmente, decía «señora Edmunds», su voz era normal y le dirigía una sonrisa cómplice—. Creo que está un poco enamorado de mí.
Kathleen no sabía nada de cómo iba la relación entre Claire y su esposo, pero le asombraba que la joven no se hubiese quedado embarazada otra vez en los últimos dos años. Era algo bastante inusual en una mujer joven y sana. En ese tiempo, Ian había dejado embarazada a Kathleen dos veces, pero en las dos ocasiones había abortado de forma natural.
—Probablemente trabajas demasiado —señaló Claire, apenada, después de que su amiga perdiese a una niña al quinto mes.
La misma Kathleen veía la causa en la creciente brutalidad de Ian. Seguro que no era bueno para los niños que estaban por nacer que cada vez que volviese de viaje, llegara más o menos borracho y se abalanzara sobre Kathleen para poseerla. Aunque también durante los primeros embarazos había hecho de forma regular el acto con ella, la había tratado con más cuidado. Ahora, sin embargo, la penetraba sin la menor consideración y la golpeaba si ella se quejaba o dejaba ver que no tenía ganas. Él había engordado, mientras que Kathleen estaba más delgada. Sin embargo, ya no pasaba hambre. El huerto daba verdura, los campos cereales y varias veces al año Ian sacrificaba animales, por lo que siempre disponían de carne.
Pero Kathleen trabajaba de sol a sol y, sobre todo, estaba siempre en tensión. El motivo era, por supuesto, Ian, si bien asumía mejor la relación con ella que con Sean. Los hijos de Kathleen tenían ahora cinco y seis años, y en cuanto a sensatez y destreza física apenas había diferencia entre ambos. Sean ya no podía brillar ante el más joven, al menos en las habilidades que resultaban importantes para Ian. Al contrario, en todos los asuntos que tenían que ver con el establo, Colin demostraba ser más ágil y sagaz que su hermano. A esas alturas ya sabía cómo tenía que esbozar su sonrisa pícara para engatusar a los compradores de caballos. Mientras que Sean tenía el cabello oscuro como sus dos «padres», Colin era rubio y tenía los mismos rasgos que Kathleen. Con sus hoyuelos, sus vivos ojos castaños y su carácter abierto encantaba sobre todo a las mujeres, e impresionaba a los hombres por la devoción que sentía hacia su padre.
Colin adoraba a Ian, lo idolatraba. E Ian lo hacía todo para reforzar ese sentimiento. Le elogiaba, le llevaba regalos, le dejaba montar los caballos que estaban a la venta y a veces exhibirlos cabalgando delante de los compradores. Cuando hacía viajes cortos, Colin podía acompañarlo y se quedaba sentado tranquila y juiciosamente junto a su padre en el pub, mientras Ian se vanagloriaba de sus éxitos comerciales. Sean, por el contrario, nunca recibía regalos, lo que cada vez lo atormentaba más. Al principio, Kathleen todavía podía despistarlo: «Vale, Colin tiene una piedra de jade, pero papá te ha traído un libro a ti. Mañana puedes ir a buscarlo a casa de la tía Claire», pero a la larga eso dejó de funcionar. Sean percibía el rechazo y desafiaba, a su vez, a su padre y su hermano. Los niños se peleaban con frecuencia e Ian pegaba a Sean cuando no obedecía sus órdenes o le contestaba.
—¿Para qué tengo que limpiarte la silla si luego vas a decirme que Colin lo hace mejor? —replicaba Sean, por ejemplo, ganándose una paliza. Apretaba los dientes y no emitía el menor quejido cuando Ian le azotaba.
Kathleen se preguntaba de dónde sacaría el valor para ser tan rebelde, pero, naturalmente, Michael no había sido nada sumiso. Sin saberlo, Claire fomentaba la rebeldía de su alumno favorito en las horas de clase, alimentándolo con lecturas sobre personajes como Robin Hood y el rey Arturo. Las leyendas griegas y romanas eran sus temas predilectos. No solo bautizaba a sus animales con nombres pomposos procedentes de tales historias —la mula nueva se llamaba Artemisa en honor a la virginal cazadora—, sino que describía vivamente ante sus oyentes jóvenes y adultos cómo Heracles y Teseo se ocupaban de que reinara el orden en el mundo antiguo.
Kathleen y Sean la escuchaban con una atención que nunca decaía. A veces, a Claire se le escapaba la risa al ver dos pares de ojos verdes abiertos de par en par y totalmente concentrados en sus labios. Ese era el único legado que Kathleen había dado a su hijo. Sin embargo, el verde de los ojos del chico no era resplandeciente como el de ella, sino pálido y siempre algo velado. Sean tenía el cabello oscuro de Michael, cuyos rasgos angulosos se empezaban a dibujar en su rostro. Era muy inteligente, pero tendía ligeramente a la ensoñación. Su sentido de la justicia era más marcado de lo habitual. A veces necesitaba horas para dar de comer a los caballos ya que contaba el heno para no dar a unos más que a otros.
—¡A lo mejor algún día se convierte en juez! —decía Claire a su amiga.
Kathleen se encogía de hombros. También podía imaginar a Sean en las funciones de un honrado agricultor o —en caso de que le fuera posible asistir a la escuela— un sacerdote. Tan solo la carrera como tratante de caballos no se ajustaba a su carácter.
Las dos niñas pequeñas, Chloé y Heather, todavía no mostraban cualidades especiales, solo se parecían a sus madres por su aspecto. Claire esperaba que Heather fuera tan bonita como Kathleen, y esta deseaba a su vez que su ahijada Chloé sacase el carácter chispeante de Claire y su sensibilidad para lo nuevo. Como los pasteles moteados de colores que en esos momentos contemplaba Kathleen con desconfianza.
—¿Las has hecho tú? —preguntó, intentando sacar una cereza escarchada del pastel para observarla más de cerca.
Si bien Claire había aprendido técnicas que aligeraban sus tareas domésticas, seguía sin tener talento para desempeñarlas.
—Son frutas. Maceradas y hervidas en azúcar y zumo. No sé exactamente cómo se hacen, pero ¿verdad que saben muy bien? Las he…
Antes de que Claire pudiese explicar la procedencia de esas exquisiteces, irrumpieron los dos chicos en la sala de estar y se abalanzaron a la bandeja de los pastelillos de té. Colin empujó a Sean a un lado, quien a su vez le devolvió el empujón con igual brutalidad. Kathleen tuvo que separarlos. Cogiéndolos por el cuello de la camisa, como quien coge del pelaje a dos cachorros gruñones, los mantuvo alejados al uno del otro.
—¡Comed, no os peléis! —les riñó con severidad—. ¡Y antes dad los buenos días! —Señaló a Claire, cuya presencia no habían advertido los recién llegados.
Sean enseguida volvió a la realidad, le tendió la mano a la visita e hizo una reverencia perfecta. Colin le dirigió su sonrisa irresistible, se inclinó brevemente y se interesó por su estado. A Kathleen siempre le llamaba la atención esa diferencia. Sean era cortés pero reservado, mientras que Colin aprovechaba cualquier oportunidad para entablar conversación con su interlocutor y cautivarlo con una rapidez pasmosa.
—Las frutas son de mi madre —reveló Claire la gran novedad—. Le comuniqué el nacimiento de Chloé y envió una caja llena de sorpresas.
—¿Más porcelana? —preguntó Kathleen escéptica.
—No; ¡libros escolares! —respondió Claire complacida—. ¡Una enciclopedia! Y frutas escarchadas porque me gustan mucho. Y tela para un vestido nuevo; le conté por carta que ahora coso.
Kathleen sonrió. Era una verdad a medias. Claire tenía tan poco talento para las labores de costura como para cualquier otra labor doméstica, pero ciertamente ahora sabía arreglar algunas prendas propias y de Matt y también cortar algún vestidito sencillo para la niña.
—Mira, ¿a que me sentará estupendamente bien?
Claire sacó del prometedor arcón procedente de Inglaterra la tela y se la enseñó. Era realmente bonita, de un marrón dorado claro que acentuaba el resplandor de sus ojos. El arcón contenía además encajes de color crema hechos a mano. Se podía adornar con ellos el vestido e incluso hacerse un sombrerito.
—Pero me ayudarás a coser, ¿verdad? —pidió Claire—. ¡Mira, quiero este! ¿Lo conseguiremos?
Dicho esto, sacó un montón de revistas del arcón y las extendió delante de Kathleen, que las miró con los ojos como platos. Kathleen Coltrane tenía veintidós años y veía por vez primera en su vida una revista femenina. Claire señaló los dibujos que ilustraban las nuevas colecciones de París y ya había elegido un vestido. Muy ceñido, por supuesto, que resaltara su fina cintura y que solo se pudiera poner con corsé. La falda caía en volantes que podían adornarse con encajes, el escote era redondo y también provisto de encajes. Claire nunca podría coserse un vestido así. Pero ¿y Kathleen?
Estaba impresionada por la cantidad de patrones distintos que ofrecía la revista. Mangas de farol, cuellos redondos y cuadrados, volantes, vestidos para marineros y corsés de barba de ballena. En Irlanda, toda esa variedad habría maravillado, como mucho, a lady Wetherby, aunque incluso ella solía llevar en su casa de campo vestidos de casa y trajes de montar sencillos.
—Tiene que ser un poco más corto —dijo Kathleen—. Si dejas que se arrastre por el suelo lo echarás a perder. Por lo demás, ¡es precioso! ¡Y claro que lo conseguiremos! ¡Matt se quedará maravillado!
Claire asintió, pero no parecía muy ilusionada, lo que preocupó a su amiga. ¿Dónde estaba el chispeante optimismo de Claire y su convicción de que Matt la amaba por encima de todo?
Antes, Claire habría recibido ese comentario con una sonrisa de alegría anticipada, pero ahora necesitó más bien un par de segundos para rehacerse después de que Kathleen hubiese mencionado a su marido. Luego volvió a reír.
—¡Empezaremos enseguida! —declaró Kathleen complacida—. Te tomaré las medidas y lo cortas. Y luego te ayudo a coserlo. ¿Habrá tela suficiente?
La tela no solo bastaba para un vestido para la menuda y delicada Claire, sino también para una falda para la costurera. Aunque esta sugirió hacer un vestidito para Chloé, Claire se negó rotundamente.
—No, ya que me ayudas con todo este trabajo, también tienes que sacar algo. Ian es igual que Matt, nunca te compra nada.
Era cierto, aunque a Kathleen le extrañó cómo lo había formulado. «Es igual que Matt». ¿Estaba desapareciendo el entusiasmo incondicional de Claire por su marido? Desde luego, resultaba fácil percatarse de que ambos maridos no eran especialmente generosos cuando se trataba de sus esposas. Claire iba arreglando sus viejos vestidos y Kathleen llevaba años llevando siempre vestidos de algodón estampado, tela que Ian compraba a buen precio en algún sitio. A él le daba igual si el color armonizaba con la tez de Kathleen, sus cabellos y sus ojos, y la joven cosía sus vestidos siguiendo el patrón con que su propia madre cortaba vestidos de premamá.
La nueva falda resaltaba el tono dorado de su cabello y daba brillo a sus ojos. ¡Lástima que sus blusas fueran de un material tan barato como sus vestidos! Pero la generosa Claire insistió en que cogiera los encajes sobrantes y que adornara con ellos su mejor blusa, de un delicado color verde.
Kathleen no podía dejar de contemplarse cuando se colocó frente al viejo espejo de Claire, quien todavía estaba más entusiasmada con sus nuevas galas.
—¡No me lo puedo creer! —exclamaba dichosa la joven, dando vueltas delante del espejo que, naturalmente, era demasiado pequeño para mostrar la imagen entera—. ¡Es perfecto! De verdad, Kathleen, en Liverpool nos hacíamos la ropa en el mejor sastre de la ciudad, pero jamás lo hizo mejor que tú. ¿Dónde has aprendido?
Kathleen no supo qué contestar. Siempre se había desenvuelto bien con la aguja y el hilo. Claro que su padre había sido sastre y ella se había familiarizado un poco con lo que hacía, pero pocas veces había confeccionado James O’Donnell un traje de señora con tantos adornos. En los años buenos, le habían encargado alguna vez un traje de novia, y también lady Wetherby le había pedido de vez en cuando algún arreglo. De esto se había encargado con frecuencia la misma Kathleen cuando servía en la casa grande. Siempre le había interesado la ropa.
—¡Podrías ganar dinero así! —exclamó Claire encantada—. ¿Sabes qué? ¡Cuando Ian vuelva a marcharse un par de días, te voy a buscar y nos vamos juntas a Christchurch!
Claire realizaba eventualmente estas salidas desde que los Edmunds tenían la nueva mula. Cuando Artemisa, a quien Kathleen y Matt llamaban simplemente Missy, no se necesitaba en el campo, Matt no ponía objeciones. Solo parecía encontrar pesado que Claire siempre llegase a casa encantada y le explicara todas las novedades. Kathleen había presenciado un par de veces cómo la criticaba severamente por ello. Su amiga callaba, decepcionada.
—Nos ponemos la ropa nueva y vamos a la tienda de la vieja Broom. ¡Se le saldrán los ojos de las órbitas! Y luego echamos un vistazo en el hotel y a lo mejor vamos también a ver al párroco. ¡Sí, qué buena idea! Su esposa es una vanidosa de cuidado y tienen también una hija tonta y fea. Cuando nos vean pensarán que la niña podría parecer guapa si tuviera unos vestidos tan bonitos como estos.
Kathleen no pudo evitar echarse a reír.
—Pero no hay telas tan bonitas en Christchurch —le señaló.
Claire frunció el ceño y luego sacudió incrédula la cabeza.
—Llevas tiempo sin pasarte por ahí, ¿verdad?
Kathleen nunca había estado en la pequeña y floreciente ciudad. Solo había visitado un par de veces con Ian la tienda de los Broom, pero entonces todavía estaba todo en construcción.
—Hay muchas telas en Christchurch y también un sastre de caballeros —le informó Claire—. En un par de años podrás adquirir allí todo lo que hay en Londres, la ciudad crece a una velocidad vertiginosa. Pero ya lo verás todo por ti misma. ¡Nos iremos de tiendas!
Kathleen sonrió fatigada. La empresa planeada fracasaría porque ni ella ni su amiga tenían dinero propio. Pero Claire estaba de tan buen humor que prefirió no sacar el tema. Y tampoco quiso hablar de lo que Ian diría si Kathleen se paseaba vestida de domingo por las calles de Christchurch sin su vigilancia.
No, un viaje a la ciudad sin el permiso de su marido era totalmente impensable.
No obstante, Claire podía llegar a ser muy obstinada y, cuando una cosa se le metía en la cabeza, le costaba renunciar a ella. También esta vez, una semana más tarde, detuvo el carruaje delante de la casa de Kathleen. Bajó del pescante como una princesa con unos guantes blancos, que tuvo que quitarse para atar la mula. También ese lujoso complemento procedía del arcón que le había enviado su madre; en Nueva Zelanda era perfectamente inútil, pero, por lo visto, a Claire la hacía feliz. La joven había vuelto a peinarse cuidadosamente. Los tirabuzones asomaban esta vez bajo un viejo sombrero que Kathleen había combinado con el vestido valiéndose de los encajes, y sus ojos brillaban ávidos de aventura.
—¡Vamos, vístete, Christchurch nos espera! —animó a su amiga—. Todos los niños pueden venir. ¡Subid, chicos! Pero ¡que no se caigan ni vuestra hermana ni Chloé!
Naturalmente, los Edmunds no poseían carruaje, Claire había enganchado la mula a un carro entoldado. En el pescante solo había dos sitios y los niños tendrían que ir detrás. Sean y Colin lo encontraban sumamente emocionante. Celebraron a gritos la expedición y Kathleen necesitó un buen rato para convencerlos de que se lavaran y cambiaran la ropa. Claire esperaba fuera a que todos estuvieran listos y al principio retrocedió asustada cuando vio a Colin. Se pavoneó delante de ella con una chaqueta nueva a cuadros que hacía de él la singular caricatura de su padre.
—Vaya, qué guapo te has puesto —rio Claire cuando se repuso—. ¿Quién te la ha hecho? ¿Tú, Kathleen? —Era evidente que en ese momento dudaba seriamente del gusto de su amiga y, por tanto, también de su capacidad para convertirse en una modista de señoras.
Kathleen la miró afligida.
—El sastre de la ciudad. Ian la trajo el fin de semana. Se había hecho una para sí mismo y sobraba género. A Sean, naturalmente, no le regaló nada.
—De todos modos, yo no me pondría algo así —observó Sean, aunque su voz delataba que estaba herido—. ¡Parece un… un leprechaun!
Claire estalló en una carcajada. Mientras ella contaba con gracia las historias, Kathleen poseía talento para dibujar, y cuando Claire describía vivamente a los protagonistas de sus sagas y cuentos, Kathleen con frecuencia los dibujaba en un papel. Le gustaba especialmente dibujar hadas y gnomos de las leyendas irlandesas, y la semejanza del pequeño Colin en su chaqueta de gala con los originales enanos de Irlanda no le pasaba inadvertida.
—¡Solo falta el sombrero alto! —añadió Sean irónico. Él llevaba el traje de los domingos que le había cosido Kathleen. Tenía buen aspecto, pero era de tela barata—. ¡Prefiero un traje de marinero!
El chico leía todo lo que caía en sus manos, así que, claro está, también devoró las revistas de moda de Claire. Mostraban las últimas tendencias en atuendos infantiles en Inglaterra: niños y niñas con trajes de marinero.
Claire hizo subir a los chicos al carro y les tendió a las niñas.
—Cuando tu mamá empiece a ganar dinero te hará uno —le prometió a Sean, y puso en marcha la mula cuando todos ya habían ocupado sus puestos.
Kathleen se ruborizó y movió la cabeza. Era una idea alocada. ¿Quién iba a pagarle por coser? Y seguro que se arrepentía de «ir de compras» por mucha ilusión que ahora le hiciera.
La primera reflexión muy pronto demostró ser falsa, la última correcta. Al principio, Claire y Kathleen hicieron una entrada triunfal. Ya en la tienda de la señora Broom las prendas que llevaban tuvieron una estupenda acogida. Dos clientas expresaron sin reservas su admiración cuando vieron los nuevos estilos y se inclinaron impacientes sobre las revistas de moda que Claire, previsoramente, había llevado consigo. Ambas descubrieron allí el vestido de sus sueños, pero ninguna se habría atrevido a hacérselo ella misma.
—¡Kathleen se lo hará! —sugirió Claire—. Si le pagan, naturalmente.
Kathleen se puso como un tomate y apenas si se atrevía a dar un precio cuando las mujeres se abalanzaron sobre ella.
—No sé… ¿Una libra?
Claire tampoco tenía ni idea, pero entonces intervino la cotilla y gorda señora Broom. No era conocida por ir repartiendo generosamente consejos o por hacer felices a sus semejantes, pero era mujer de negocios.
—¿Una libra? ¿Quiere ofender a esa pobre mujer? ¡Por esa cantidad el señor Peppers, de la sastrería de caballeros, ni siquiera enhebra la aguja! —informó a sus clientas—. ¡No, no, señora Coltrane, no lo permita! Usted no puede confeccionar este traje por menos de dos libras, más bien de tres. Y si no se lo pueden permitir, que se lo cosan ellas.
La señora Broom examinó con la mirada a las dos clientas, que enseguida vieron amenazada la reputación que gozaban de pertenecer a la clase acomodada de la ciudad. Por consiguiente, se apresuraron a encargar los vestidos: una todavía tenía tela en casa y la otra eligió entre las existencias de la señora Broom.
—Pero los corsés no los puedo hacer —advirtió con prudencia Kathleen. Las clientas se habían decidido por vestidos con auténticas cinturas de avispa.
—¡Yo los pediré a Inglaterra! —anunció satisfecha la señora Broom. Miró a Kathleen con expresión conspiradora cuando las complacidas clientas se marcharon—. ¡Y a mí me hace este! —dijo, señalando un elegante vestido de puntillas negro que había causado furor en París—. Pero por una libra, ¡a fin de cuentas le he conseguido dos clientas!
—¡Y ha vendido usted la tela para un vestido y dos corsés! —terció Claire, respondona—. Por eso tendríamos que conseguir nosotras una comisión. No, si la señora Coltrane tiene que rebajarle algo serán, como mucho, dos chelines.
Las mujeres se pusieron de acuerdo en que Kathleen calcaría los modelos de vestidos de las revistas de moda y dejaría las ilustraciones en la tienda de la señora Broom. Por cada clienta que obtuviera, Kathleen le dejaría un chelín por pedido.
La señora Broom despidió a las jóvenes con expresión radiante. No podía contenerse de alegría al pensar en su vestido francés.
—Le vas a coser el vestido en balde —profetizó Claire—. Y tendrá un aspecto horrible con él. Como un pastel de nata de luto… Pero te procurará tantas clientas que no darás abasto.
La siguiente parada fue en la parroquia, y Kathleen se sorprendió de lo mucho que Christchurch había crecido desde que ella se había mudado a las llanuras procedente de Port Cooper.
—Van a convertirla en obispado —explicó Claire complacida—. Y nuestro reverendo Baldwin se hace, por supuesto, ilusiones. ¿No podrías decir, por ejemplo… qué sé yo, que has hecho un vestido para la esposa del Papa?
Kathleen se persignó.
—En primer lugar, yo no miento; y en segundo lugar, los sacerdotes católicos no se casan —dijo.
Claire frunció el ceño, buscando una alternativa.
—Pero a cambio, ellos sí llevan unos hábitos bastante elegantes, ¿no? ¿Y un traje de baile para el obispo de Irlanda?
Kathleen se negó categóricamente a decir cualquier mentira que implicara una ofensa a su Iglesia. También se avergonzaba un poco de hacer una visita de cumplido, siendo católica, a los anglicanos, pero, aun así, la flaca esposa del reverendo y su regordeta hija encargaron un vestido cada una. Los intentos de regatear el precio fueron rechazados por Claire con la misma firmeza con que había rechazado los de la señora Broom.
—Aunque tampoco estaría mal dejar en la iglesia un par de revistas de moda —reflexionó en el camino de vuelta—, o al menos en la parroquia. La vieja Baldwin es lo suficientemente avara como para permitirlo si consigue su ropa algo más barata. Pero creo que el reverendo se opondrá.
Claire insistió en celebrar las exitosas negociaciones con un té en el White Hart Hotel. La joven estaba en su elemento y entró en el local con la seguridad y la gracia de la elegante dama que sin duda había sido en Inglaterra. Kathleen, que no se sentía cómoda entre los preciosos muebles, las cortinas de brocado y las arañas de plata, iba con la cabeza gacha. Pese a ello, atrajo miradas de admiración. Claire era bonita, pero la belleza de Kathleen apagaba la de todas las mujeres presentes en la sala, por muy tímida que fuera. De hecho, esa timidez todavía potenciaba más su poder de atracción. Sus mejillas se teñían de rojo y los ojos parecían más grandes. Claire miró sonriendo cómo los camareros se peleaban por atender a Kathleen. Los clientes varones volvían sus asientos hacia ella y las mujeres la miraban celosas. Únicamente Claire experimentaba la felicidad que su amiga no podía disfrutar del todo.
—¡Ríete! —dijo a Kathleen—. Aquí eres especial. Gustas a todo el mundo.
Sin embargo, Kathleen no levantó la cabeza, apenas bebió té ni probó los pasteles y solo dio de comer a su hijita unos dulces de chocolate. Sean se comió diligente un trozo de tarta, intentando manejar el tenedor con tanta destreza y naturalidad como Claire. Daba las gracias, pedía las cosas por favor y se esforzaba por que sus modales fuesen perfectos. Colin se atiborró de pasteles de crema e hizo cuanto pudo por relacionarse con el entorno.
—¡Qué chico tan encantador! —Kathleen escuchó los elogios de algunas clientas cuando las dos amigas cruzaban el salón hacia la salida. Todas parecían reprimirse un «Pero ¿por qué viste al niño de ese modo?» cuando Colin cogió con orgullo su chaqueta a cuadros.
Claire se había ocupado de dejarla en el guardarropa escondida entre otros abrigos.
—Aquí es mejor que no digamos que eres modista —susurró a Kathleen.
Naturalmente, en cuanto llegó a Christchurch Ian oyó hablar de la escapada de su esposa y volvió a casa encolerizado. Al final de la tarde había dejado a Kathleen llena de moratones y le había cogido los anticipos de los pedidos.
—¡Dinero de puta! —gritó.
En casa de su amiga, Kathleen derramó lágrimas de desesperación por las libras perdidas. Tendría que trabajar todo un mes sin recibir ni un chelín por ello.
—Y yo que pensaba que podría ahorrar algo —gimió—. Por si Sean quiere estudiar en la universidad.
Claire la abrazó y le puso pomada en el rostro golpeado.
—Ya lo harás. ¡Esto no volverá a pasarnos! —la consoló—. Yo recogeré los siguientes encargos y cuando Ian esté en casa no trabajas. Lo mejor es que tampoco le enseñes nada a Colin, ¡ese pequeño traidor!
Kathleen la miró indignada.
—¡Colin solo tiene cinco años! —observó.
Claire arqueó las cejas.
—Pero se jacta de su aventura. Tú misma sabes las maravillas que cuenta de sus salidas con su padre. Estoy segura que le ha contado a su querido papá todos los cumplidos que el camarero te susurró en el White Hart.
—Pero… pero ¡él solo era cortés! —defendió Kathleen al hombre.
Claire asintió con severidad.
—Ya sabes las conclusiones que Ian saca de estas cosas. Y Colin sabe lo que su papá quiere oír. ¡Incluso con cinco años, no te engañes!
El nuevo arreglo funcionó. Claire viajaba una vez al mes a Christchurch, dejaba los vestidos cosidos y recogía los nuevos pedidos. Además pidió a su madre más revistas de moda, aunque no corrían prisa pues Kathleen se sentía inspirada para diseñar nuevos modelos. Daba rienda suelta a su fantasía desde que había copiado los vestidos de aquella revista en la tienda de la señora Broom y solo necesitaba las publicaciones para orientarse en las tendencias de la moda. Claire estaba entusiasmada con sus ideas y las clientas no lo estaban menos.
No hubo que esperar mucho para que Kathleen tuviera que rechazar algunos encargos porque no daba abasto. Esto se debía en parte a que solo podía ponerse a coser por la noche, cuando había acabado el trabajo de la granja y Colin dormía. Kathleen no quería admitirlo delante de Claire, pero también ella se percataba de que convivía con el espía de Ian.
Entretanto, el esquileo se había llevado a término sin provocar nuevas crisis en el matrimonio de Kathleen. La cuadrilla de esquiladores se había presentado uno de los pocos días que Ian se encontraba en casa y Kathleen no salió al exterior. Ian aprovechó la oportunidad para vender un caballo al jefe.
—Esto significa que la próxima vez tendremos que buscarnos a otro grupo —suspiró Kathleen, mirando a los animales liberados de la lana y los hermosos vellones—. El hombre pronto se dará cuenta de que el caballo castrado es un holgazán de cuidado y que además cojea. Aunque a lo mejor el año próximo ya no tenemos ovejas en esta época.
—¡Nosotros sí! —exclamó Claire alegremente.
En casa de los Edmunds el número de cabezas de ganado no cambiaba continuamente. A diferencia de Kathleen, quien veía en las ovejas unas criaturas que se escapaban y lo ponían todo perdido, a Claire le gustaban. Se había entendido muy bien con los esquiladores e incluso ella misma había esquilado dos ovejas. Ahora ardía en deseos de aprender cómo se trabaja la lana. Kathleen se lo enseñó pacientemente y, en el tiempo que siguió, Claire adquirió cierta destreza hilando. Pese a que Kathleen no esperaba gran cosa, ofreció su lana en la tienda de la señora Broom y, para su sorpresa, las mujeres de la ciudad la compraron complacidas.
—¡Ya te lo decía yo! —se alegró Claire, poniendo otro cargamento en su carro—. Puede que en Irlanda las mujeres hilen, pero en Liverpool nadie hace algo así. Hacen punto y ganchillo, pero cardar la lana, teñirla e hilarla no es posible en una casa de ciudad y vale la pena solo cuando se crían ovejas.
Kathleen y Claire vendieron toda la lana que habían obtenido en las granjas y se alegraron de que a sus maridos no se les ocurriera reclamar las ganancias para sí. Ni Ian ni Matt ambicionaban convertirse en barones de la lana. Para Ian, los animales propios no eran más que una pesada boca que alimentar, e intentaba venderlos en cuanto podía. Y Matt estaba cada día de viaje entre Christchurch y Lyttelton. Se ganaba bien la vida transportando las propiedades de los nuevos colonos o artículos de consumo de las llanuras a los barcos. Respecto a esto último, ya debería haberse dado cuenta de que cada vez se cargaba más lana para enviar a Inglaterra. Pero, o bien no consideraba dignas de mención a sus dos docenas de ovejas, o bien no se interesaba por lo que transportaba.
De hecho, daba muestras de desinterés, pues Matt cada vez parecía más aburrido y de peor humor. Claire sufría por ello, aunque no lo manifestaba. A Kathleen, sin embargo, no podía engañarla. La falta de entusiasmo por el maravilloso, divertido y tierno Matt Edmunds constituía un indicio del desencanto de Claire.
La joven se alegraba mucho por los ingresos.
—¡Aún nos haremos ricas, Kathleen! —reía, pero luego se ponía seria—. ¡Nos iremos juntas!
Kathleen miraba con respeto su dinero. Lo contaba una y otra vez y no podía entender que tuviera esa pequeña fortuna. Pero esto la alertó. ¿Estaba pensando Claire Edmunds en poner punto final a su matrimonio?
—Dicen… —susurró Claire, por fin sincerándose—. Bueno, las mujeres de Christchurch… dicen que Matt tiene una amante en Lyttelton.
Kathleen le pasó un brazo por los hombros para consolarla.
—Dudo de que sea verdad, Claire. ¡Seguro que son chismorreos!
—Tengo mis dudas —objetó Claire con tristeza—. En los primeros años, el mar estaba tan movido que tenía que dormir en Port Cooper. Pero ahora esto pasa continuamente. Yo también me doy cuenta, Kathleen. ¡No estoy ciega!
—¿Ya no quieres acostarte con él? —preguntó Kathleen ruborizada—. Me refiero a que… no has vuelto a quedarte embarazada.
Claire se secó las lágrimas de los ojos.
—No es que no quiera —dijo en voz baja—. Todavía le amo, aunque haya cambiado tanto. Pero es él quien no quiere. Matt está… no sé qué lo hace tan descontento e infeliz, pero… Bueno, creo… creo que si por Matt fuera, yo podría desaparecer mañana.
Claire Edmunds, la eterna optimista, rompió a llorar.