8
La nueva granja de Ian Coltrane se encontraba en un paraje precioso junto al río Avon, que con el tiempo discurriría a través de la ciudad de Christchurch. Estaba formada por una casa grande, aunque algo venida a menos, y corrales para animales de trabajo. Tenía más hectáreas de tierra que el pueblo de Kathleen en Wicklow. De la noche a la mañana, los Coltrane disponían de una propiedad mayor que la de su anterior patrón Wetherby. Sin embargo, faltaban las vallas y los aparceros.
Ian y Kathleen nunca podrían trabajar solos la tierra; de todos modos, se explotaba más la cría de ovejas que la agricultura. Ian enseguida llenó los establos de animales y Kathleen se vio en la obligación de cuidarlos y el trabajo no tardó en superarla. Ella procedía del campo y tenía conocimientos de cómo mantener una huerta y trabajar la tierra. En los buenos tiempos, su padre incluso había tenido una cabra, un par de pollos y una o dos ovejas. Pero ahí se trataba de grandes rebaños de animales que se repartían por enormes prados que Ian solo cercaba en caso de necesidad.
Ian no conservaba mucho tiempo los animales, comerciaba con ellos y los vendía. Solía dejarlos sueltos y confiaba en la vastedad del terreno y en el inexistente instinto de pastor del perro guardián, en cuya adquisición lo habían engañado a él, para variar. Lamentablemente, a las ovejas les gustaba diseminarse y, por razones incomprensibles, se sintieron atraídas por las obras de construcción de la futura Christchurch.
El único contacto con vecinos que Kathleen estableció en los primeros meses en las Llanuras de Canterbury, se limitó a las visitas de unos indignados obreros de la construcción y de unos malcarados barqueros del río que tenían que abrirse paso entre las ovejas cómodamente dispersas y que pastaban pacíficamente. Pese a su embarazo, la joven se obligaba a subir a un mulo o un caballo en venta para reunir a los animales. La mayoría de las veces la ayudaban un par de hombres: la belleza de Kathleen y su evidente consternación tocaban la fibra sensible de los chicos jóvenes, que luego se ofrecían a conducir el ganado.
Como agradecimiento esperaban que ella los invitara a un café o, mejor aún, a un whisky, pero Kathleen solo les hablaba con el corazón acelerado y daba gracias al cielo cuando se habían ido. ¡A saber lo que haría Ian si la descubría con uno o varios desconocidos, por lo general muchachos de aspecto atractivo, a la mesa de la cocina! Los nuevos colonos de Canterbury no eran los pobres inmigrantes de Irlanda o Escocia, famélicos y desesperados, sino anglicanos de casas bien que iban en pos de la aventura. Por otra parte, no había peligros especiales en la nueva colonia. Muchos hombres eran obreros de la construcción contratados en Inglaterra, y la mayoría eran amables y tenían buenos modales. Ninguno intentó propasarse con la solitaria granjera, aunque más de una noche soñara con ella.
Kathleen, por su parte, tampoco tenía ningún interés en ellos. Cuando todavía le quedaban fuerzas para soñar, era a Michael a quien veía. Sin embargo, también su rostro se iba desvaneciendo en sus recuerdos. La vida de la joven transcurría solamente entre el jardín, los campos de cultivo y los corrales, e incluía las preocupaciones por los niños, a los que había que vigilar constantemente. A Colin, sobre todo, era imposible alejarlo de los establos, y en cuanto podía salir hacía de las suyas. Sean se interesaba poco por los animales. Solo le gustaba el perro guardián y ambos, juntos y en armonía, se sentaban en el porche de madera de la granja y contemplaban el río. A veces le susurraba algo al oído y ella se preguntaba si el niño le contaría historias al perro. ¿Se acordaría Sean de las historias de Pere sobre las canoas y los semidioses maoríes? Cuando Kathleen fantaseaba con historias de Irlanda sobre hadas y leprechauns, el niño no se hartaba de escucharlas. Cuando su hijo por fin conciliaba el sueño, ella estaba cansadísima.
Salvo los niños y algún que otro visitante eventual de Christchurch, los contactos sociales de Kathleen se limitaban a los clientes de Ian, pero debía presentarse ante ellos con la cabeza baja y en silencio. Lo hacía solícitamente después de que se le escaparan dos improcedentes verdades sobre unos animales en venta. Su marido le había pegado tanto, que ella había temido perder al hijo. Sin embargo, se alegraba de esas escasas visitas. Finalmente, Ian solía beber con los clientes un par de copas de whisky por el ventajoso acuerdo y charlaba con ellos: la única oportunidad para la joven de enterarse de alguna novedad del mundo.
La afluencia de colonos que se dirigían a Christchurch era interminable. Después de que arribaran los cuatro primeros barcos, cada vez eran más los habitantes del Viejo Mundo que se interesaban por aquella nueva tierra tan lejana. Los clientes de Ian siempre subrayaban que Nueva Zelanda, a diferencia de Australia y la Tierra de Van Diemen, no estaba ocupada por presidiarios, sino por cristianos decentes. Estaban orgullosos de ello e Ian bebía a su salud, pese a que los Coltrane eran católicos y prestaban menos atención a un protestante inglés que a un condenado irlandés.
Ian tampoco permitía que Kathleen asistiese a la misa de los domingos en la iglesia anglicana de Christchurch. A ella le hubiese gustado. Dios seguramente habría hecho la vista gorda respecto a qué religión era la equivocada y habría atendido sus oraciones a pesar de todo. Pero Ian no se dejó ablandar, por lo que Kathleen sospechaba que no se trataba tanto de lo sólida que era su fe, sino del placer que sentía por tener una buena excusa para no asistir al oficio. A fin de cuentas, Ian tampoco era un practicante regular en Irlanda.
De vez en cuando, los clientes de Ian también les informaban acerca de Port Cooper, lo que, naturalmente, interesaba mucho a Kathleen. Todavía echaba de menos a Pere y las otras amigas de la pequeña ciudad portuaria que acababa de volver a cambiar de nombre. Ahora se llamaba Lyttelton, según un miembro notable de la Canterbury Association, y la pequeña colonia se estaba transformando lentamente en una auténtica ciudad. El tráfico internacional hacia Christchurch llevaba dinero a la ciudad. John, el herrero, había abierto un servicio de transportes para los nuevos colonos. A cambio de un precio, los recién llegados eran conducidos a lomos de unos mulos a través de Bridle Path, servicio que aprovechaban sobre todo los inmigrantes acomodados. No obstante, John no compró los animales a Ian, lo que molestó a este último, que decidió «no» timar al rival de John, que trabajaba desde Christchurch, sino alquilarle animales de carga sanos y fuertes. No obstante, el hombre no llegó a imponerse. John estaba en Lyttelton, simplemente en el mejor lugar. Cuando los barcos atracaban, él ya estaba en el sitio correcto.
En esos momentos había en Lyttelton un pub y un hotel, y recientemente se habían instalado un sacerdote y también un médico.
La noticia de esto último llenó de envidia a Kathleen. Faltaban pocas semanas para que diera a luz y esta vez no contaría con la ayuda ni de Pere ni de otra comadrona, menos de un médico. Ian podría ir en busca de alguien de Christchurch, pero los Coltrane no conocían a casi nadie allí e Ian tampoco hacía nada por establecer nuevos contactos. Además, tampoco estaba segura de que Ian fuera a estar en casa cuando alumbrara. Naturalmente, él había prometido que no viajaría durante el período en cuestión, pero si el niño llegaba unos días antes, Kathleen estaría sola. Al principio intentó no pensar en ello. Pero entonces apareció alguien que sometió a discusión ese problema.
Kathleen estaba supervisando las vallas que había cerca de la casa, una labor que detestaba. Después de una hora ya estaba empapada en sudor aunque fuese invierno, un día de junio frío y seco, inhabitualmente despejado para la época del año. Quien sabía apreciar la belleza de un paisaje podía disfrutar de una extensa vista hasta los majestuosos Alpes Neozelandeses e incluso distinguir montañas aisladas. Ella solo conocía el nombre del más alto, el famoso Mount Cook. En Port Cooper, Pere le había contado todo sobre la bahía y los Port Hills que separaban Lyttelton de Canterbury. Ahí en las llanuras nadie lo hacía. Para Kathleen, montañas y valles no necesitaban nombre y ella tampoco se tomaba la molestia de nombrar los accidentes geográficos.
Sin embargo, pronto el pequeño Sean descolló en ese punto. Había empezado temprano a hablar. Así pues, bautizó como Plaza de las Hadas al bosquecillo que presentaba en el centro un claro natural, y como Leprechaun al bloque de roca que se erguía en un prado.
En ese momento los niños jugaban alrededor de Kathleen. Colin le tendía atentamente las herramientas y Sean intentaba que el perro aprendiera a saludar.
—Buen chico, ¡da la patita! —decía al manso pero inútil chucho.
Desde hacía poco, Ian creía que tenía que enseñar a sus hijos buenos modales cuando estaba en casa.
—¡Impresiona a los clientes! —decía—. A los mejores, precisamente. A los granjeros les suele dar igual cómo seáis. Pero los caballeros quieren un «sí, por aquí», «sí por allá», «¡qué bien monta, caballero!», «naturalmente, señor, este caballo no es sencillo, tiene demasiado brío, pero ¡un jinete como usted sí sabe dominarlo!». Y al mismo tiempo hacéis una reverencia y sonreís.
Colin, que con trece meses todavía no entendía nada de lo que le explicaba su padre, solía reír a continuación e inclinarse, imitando a Ian, mientras Sean fruncía el ceño. Ya tenía dos años y cada vez planteaba más preguntas. En una ocasión se entrometió en una conversación sobre una venta. El posible cliente estaba interesado en una yegua y dio una vuelta por el prado vecino a la casa.
—Señor tener cuidado. Puede caer del caballo. Mamá también caído.
Kathleen tuvo que contener una sonrisa al pensar en ello, aunque la caída no había carecido de peligro. Había tenido que volver a reunir ovejas y el único caballo de que disponía era Fairy, de pelaje zaino colorado. Lamentablemente, ese animal no podía montarse.
—Algunos pueden y otros no… —dijo Ian disgustado, más para sí mismo—. Lo principal es que el cliente lo crea. Si luego resulta que no es así… bueno, son pocos los que vuelven y lo admiten. Y, chicos, si el hombre regresa enseguida con el caballo, dadle la mano diestra y haced una reverencia.
—¿Por qué la diestra? —preguntó Sean, corriendo el riesgo de ganarse un cachete por impertinente—. La izquierda también, ¿no?
Al perro parecía pasarle lo mismo. Si daba una pata, siempre era la izquierda, pero en ese momento algo desvió la atención de Sean. Por el camino que llevaba de la granja a Christchurch se acercaba trotando un burro. Un animalito con manchas y vistoso y con las orejas erguidas. Iba perfectamente embridado y llevaba a una amazona que no parecía menos extraña que su montura.
Una mujer joven, tal vez de la misma edad que Kathleen, por los veinte. Era menuda y delicada, aunque Kathleen creyó reconocer los primeros signos de un embarazo en ella. La cintura del elegante traje de montar de terciopelo marrón parecía un poco elevada y la zona del pecho se veía un poco tirante. Pese a ello, iba sentada con garbo en una silla de amazona inglesa, una postura relajada y derecha como la que lady Wetherby utilizaba en Irlanda cuando iba de cacería. Sobre un burro, y además tan pequeño, la voluminosa silla, así como el cuidado aspecto de la amazona, contrastaban bastante.
Kathleen no pudo evitar sonreír. La joven le devolvió la sonrisa abiertamente en un rostro oval y enmarcado por tirabuzones castaño oscuro. Unos ojos castaños y amistosos brillaban bajo unas cejas gruesas y unas pestañas espesas. La nariz pequeña y los labios rojos encajaban con la tez algo oscura de la muchacha.
—¡Buenos días! —La desconocida se inclinó y bajó la mano con la fusta en un grácil gesto. Kathleen había visto tal ademán en las amazonas de su patria—. ¡Qué estupendo encontrar a un ser humano! Y que además sea mujer. Aunque se ría de mí. Admito que debo parecer un poco a Sancho Panza con su burrito.
—¿Como quién? —preguntó Kathleen con timidez.
La joven no contestó. En su lugar, miró con curiosidad a Kathleen y los niños.
—En fin, ya veo que los dos caballeros son todavía demasiado jóvenes para ayudarme a desmontar —se lamentó, y resbalando ágilmente descendió del animal sin ayuda. Sonriente, se acercó a Kathleen—. Soy Claire Edmunds. De Stratford Manor, allá lejos, junto al río…
—¿Stratford Manor? —preguntó Kathleen, intimidada. Sonaba a algo muy distinguido. También las casas de muchos de los ricos ingleses de Irlanda tenían nombres aristocráticos.
—Bueno, sí, por Stratford, Stratford upon Avon. Ya sabe, donde nació Shakespeare. Qué tontería ponerle al río el nombre de Avon, pero la ciudad de Christchurch… qué pueblo tan mojigato, todos misioneros frustrados. En cualquier caso, yo le he puesto este nombre a la granja. ¿Suena mejor que Granja de Edmunds? Mi marido se burla de mí por eso… ¿Cómo se llama la suya?
Kathleen se encogió de hombros.
—Comercio de Ganado Coltrane —respondió—. Yo soy Kathleen Coltrane. —Claire Edmunds frunció el ceño.
—Ah, sí, su marido le vendió Spottey al mío. —Señaló el burro.
Kathleen recordó entonces que por un breve tiempo ese animal había estado en el establo. A los niños les encantaba.
—Un animal amable —prosiguió Claire—. Pero su marido no debería haberle dicho al mío que iba a solucionar todo el trabajo de la granja. «Vale por dos mulos. Tira tanto del carro como del arado», le dijo.
Kathleen se ruborizó.
—Mi marido…
—¡Es un chalán! Lo sé, todos mienten. Lo único que hay que hacer es no creerlos. Es evidente que el pobre Spottey… Pero Matt no tiene ni idea de caballos. ¡Y a mí no me hace caso!
—¿Spottey? —preguntó Sean, acariciando el morro del burrito.
Claire asintió.
—Exacto. Y ¿cómo te llamas tú, jovencito?
Sean le tendió la mano, lamentablemente la izquierda, pero hizo una reverencia.
—Sean, señora.
Claire Edmunds rio y estrechó la mano del pequeño despreocupadamente.
—¡Qué niño tan mono! ¡Y tan bien educado! Bueno, no me tomo a mal lo de Spottey. Al contrario. No sirve para el trabajo en la granja, así que me lo he quedado yo.
—La silla es rara —observó Sean.
—Es de Inglaterra —explicó Claire—. La traje conmigo. También me habría traído el caballo, pero no podíamos permitírnoslo… —Su rostro se entristeció—. Pero bueno, ¡la felicidad no depende de esto! —La joven recuperó la jovialidad—. En cualquier caso, tengo la silla, el traje de montar y a Spottey. Y por fin he encontrado a otra mujer que no vive tan lejos y que habla conmigo. —Miró a la sorprendida Kathleen—. Hablará conmigo, ¿no?
Kathleen le sonrió y decidió que no podía mostrarse como una pusilánime.
—Mire —dijo tranquilamente—. Es usted la primera mujer con quien me encuentro en siete meses. ¿Y no iba a hablar con usted? Solo estoy un poco… asombrada.
Claire asintió comprensiva. A ella misma no parecía irle mejor. Una sonrisa traviesa apareció en su rostro.
—No pasa nada. Pero ahora tendría que ir pensando en invitarme a un té, si no tendré que marcharme enseguida. Cuando mi marido regrese por la noche, tendrá que tener la cena preparada. Me lo tomo muy en serio. ¡El amor pasa por el estómago! —Claire lo dijo con total convencimiento—. Lo que ocurre es que yo no cocino muy bien… —confesó luego.
Kathleen se echó a reír y la invitó a pasar. No tenía té, pero Claire se conformaba también con un café. Se quitó el sombrerito dejando al descubierto un grueso moño de cabello oscuro. Desprendió de él los tirabuzones para dar un aire gracioso a su rostro. Kathleen se preguntó cómo le sentaría a ella un peinado así y de repente se percató de lo raído que estaba su vestido y lo desgreñado que llevaba el cabello. Claire pareció leerle el pensamiento.
—Yo tampoco tengo tantos trajes buenos —admitió con franqueza—. En realidad solo este, porque nunca me lo pongo desde que me marché de casa. Y pronto no me servirá. Los otros tampoco, claro. Matt dice que me cosa uno nuevo, pero yo no sé. —Suspiró—. En cualquier caso, hoy me he vestido bien para salir a montar. ¡Y resulta que he conocido a alguien! —Su rostro se iluminó—. Matt se alegrará mucho por mí. ¡Es tan atento! En realidad…
—¿De… de dónde es usted? —preguntó Kathleen.
—De Liverpool. ¿Y usted? Es irlandesa, ¿verdad? Matt me lo dijo… —Se ruborizó.
Kathleen no pudo evitar volver a reír.
—Esos malditos irlandeses —dijo, imitando con voz profunda lo que seguramente había dicho Matt Edmunds—, todos gitanos y chalanes…
Claire soltó una risita.
—¡Tal cual! —confirmó—. No quería decirlo para que no se sintiera usted ofendida. Desde luego no todos los irlandeses son así. Seguro que los hay muy amables. —Puso cara de circunstancias y cambió de tema—. ¿Por casualidad es usted comadrona? Voy a tener un hijo…
Kathleen tragó saliva. En su país la gente no era tan mojigata como en Inglaterra, pero después de solo media hora de conversación, tampoco en Irlanda se hubiese abordado un asunto así. Únicamente Pere, la mujer maorí, hablaba con tanta naturalidad sobre los partos.
Claire volvió a enrojecer.
—Lo siento, seguro que eso tampoco ha sido muy oportuno. Pero tengo que marcharme pronto y es un asunto que me preocupa. Es que yo, señora Coltrane… no tengo ni idea de cómo sale de ahí el niño. —Se mordió el labio.
Kathleen debería haber sentido pena, pero Claire le caía en gracia. Ambas eran de la misma edad, pero esa chica parecía demasiado inocente e ingenua. Resultaba difícil asimilar que ya estuviera casada y fuera a tener un hijo.
—Bueno, en general, por el mismo orificio por el que entraron —respondió.
Claire la miró incrédula.
—Se refiere a ahí donde mi marido… pero… pero si no hay sitio suficiente… apenas si lo hay para mi esposo… —Tenía la cara como un tomate y parecía como una niña de diez años en la clase del padre O’Brien.
Kathleen sonrió.
—¡Oh, Claire! —dijo—. ¿Puedo llamarla Claire? —Le resultaba incongruente utilizar el ceremonioso «señora Edmunds»—. Espero que apruebe el tuteo… El orificio, Claire, se ensancha…
—¿Seguro? —receló—. Sé que soy una tonta para estas cosas, aunque mi padre es médico. Pero es que en mi familia no se hablaba de esto. A mi madre le daba un ataque de asma si le preguntaba algo sobre el tema. Y mi padre…
—Ya —la tranquilizó Kathleen—. Por eso no tienes que preocuparte. Pero te han casado, ¿de verdad nunca nadie te contó nada sobre el parto?
Claire frunció los labios.
—En rigor no me casaron —señaló—. Yo misma me casé. Debería haber aceptado a mi primo, que será médico y se encargará de la consulta de mi padre. Pero es tonto y aburrido. Pues sí, y entonces conocí a Matt. —Su rostro adquirió un brillo especial—. En la ciudad, en el mercado. ¡Es un hombre muy divertido, Kathleen! Siempre me ha hecho reír. Y cuenta las cosas con tanta gracia… Sobre todos sus viajes. ¡Imagínate, estuvo en América! ¡Y en Hawái! ¡Y en Australia! Pero entonces dijo que lo mejor era Nueva Zelanda. Un poco como Inglaterra, pero todo nuevo, nada de ricachones, nada de limitaciones… Matt quería comprar tierra e instalarse. ¡Conmigo! ¡Oh, Kathleen, fue tan romántico cuando me lo dijo! Y cómo lo describió todo. El río Avon… ¿crees que el nombre es como una señal? Yo soy Julieta, Matt es Romeo… Pero mis padres nunca lo hubiesen comprendido. ¡Así que me limité a hacerlo!
Claire se levantó y adoptó una pose teatral.
—¡Oh, Romeo! ¡Reniega de tu padre, de tu nombre! ¡Y si no quieres hacerlo, haz de mí tu amada y yo dejaré de ser una Capuleto!
Relucía.
Kathleen frunció el ceño. ¿Estaba loca su nueva amiga?
Claire la miraba igual de atónita.
—¿No lo conoces? —preguntó sin dar crédito—. Romeo y Julieta. De Shakespeare. Una historia famosísima… ¿Es que en Irlanda no sois románticos?
Kathleen no le desveló ese primer día en qué simas del romanticismo había caído con Michael en el prado junto al río, y sin la influencia del Bardo de Stratford upon Avon. En cambio, se enteró de todos los detalles de la fuga de Claire de su casa paterna, la precipitada boda en Londres y luego el viaje a Nueva Zelanda.
—Se lo conté a mis padres por carta. No quieren volver a verme. Tampoco es que los añore especialmente. Sí echo de menos a mi caballo aunque ahora tenga a Spottey. Y a Matt también lo tengo, claro. Es maravilloso, en serio. Solo que… al principio era emocionante estar aquí en esta nueva tierra, en la granja, pero ahora… ¡Me siento muy sola, Kathleen! —Oscilaba entre la euforia y la decepción—. Matt se ha comprado una barca y eso está bien, es bonito que trabaje… es romántico. Pesca en el río, lleva a la gente que quiere ir de Port Victoria a Christchurch. Podríamos hacernos ricos de verdad, dice Matt, si yo consiguiera administrar mejor la casa. Él es… bueno, seguro que me quiere mucho, pero no está muy satisfecho de mí… —Claire parecía una niña a la que han puesto una mala nota en el colegio—. Y eso que yo me esfuerzo. Pero ¡no sé cómo hacerlo! ¿Habías ordeñado antes una vaca? ¿Antes de llegar aquí?
La pregunta de Claire no exigía una respuesta, lo cual era preferible. Un informe sobre las experiencias de Kathleen en el mantenimiento de vacas y ovejas probablemente habría hecho enmudecer a la joven amazona de admiración. Así que esta siguió explicando, y así la asombrada Kathleen se enteró de que su nueva amiga nunca había estado especialmente ocupada en asuntos prácticos. Sus padres administraban una casa grande. Había sirvientes que se encargaban de hacerlo todo por Claire y su hermana menor. Su madre era una mujer peculiar y nunca les había enseñado lo básico sobre cómo llevar una casa. En lugar de ello, las muchachas podían dedicarse a lo que les gustaba, aunque ceñidas a un comportamiento aristocrático. A Claire le gustaba montar a caballo, leer y estudiar. Sabía francés, latín e italiano. Tocaba muy bien el piano y un poco el violín. Había leído libros sobre astronomía y aspiraba a descubrir una estrella nueva.
—¡También eso era maravilloso con Matt! —exclamó exultante—. Contemplábamos juntos el cielo y me explicaba las estrellas. Y me hablaba del sur… de la Cruz del Sur… —Sonrió pensativa al recordarlo, pero luego volvió a ponerse triste—. Ahora cada día descubro estrellas, pero sin Matt. Él… él no tiene tiempo. Pero seguro que sabe sus nombres. También podría consultarlos yo misma, pero no encuentro ningún libro al respecto. ¡No hay libros, Kathleen! De lo contrario, podría leer algo sobre la asistencia en el parto. ¿Cómo… cómo sabes todo eso que pasa con los bebés? ¿Te lo contaron antes de casarte?
Kathleen suspiró.
—Lo supe demasiado pronto… —respondió—. ¿Cuánto te falta?
—Todavía mucho —afirmó Claire, sin aclarar si sabía la duración de un embarazo—. Pero el tuyo vendrá pronto, ¿no? ¿Tienes a alguien que te ayude?
Kathleen hizo un gesto negativo y Claire creyó intuir que su experimentada amiga no tenía menos miedo del parto que ella misma.
—¿Sabes qué? —dijo animosa—. Cuando llegue el momento, vendré y me quedaré contigo. No podré ayudarte en nada, pero observaré. ¡Así sabré qué me espera! Vale más esto que estar sola del todo…