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A Lizzie Owens le habría gustado ser buena. También sabía más o menos cómo se conseguía, a fin de cuentas el pastor del orfanato les hablaba de ello sin cesar. Las chicas buenas no robaban, no contaban mentiras y tampoco se entregaban a los hombres a cambio de dinero. De ahí que fueran por todos apreciadas, Dios las contemplase desde lo alto complacido y al morir fueran al cielo.
El dilema de Lizzie era, simplemente, que ya tenía diecisiete años y todavía no quería ir al cielo. Renunciar a todas las cosas prohibidas enseguida habría conllevado una muerte prematura a causa del hambre, que también habría afectado a Hannah, Toby y Laura. Ya podía darle todas las vueltas que quisiera: le resultaba imposible dejar de robar, mentir y prostituirse, y por eso acabaría en el infierno. Aunque no tan pronto.
Ese día de principios de 1847 se despertó hambrienta como siempre, y además hacía frío. Sobre todo después de apartar la delgada y mugrienta manta y de empujar a un lado cuidadosamente a los niños. Toby y Laura solían apretujarse contra Lizzie mientras dormían con ella desde que Hannah se llevaba a su querido Lucius al cobertizo de madera de Whitechapel. Como si aquel desangelado agujero, que servía de refugio contra la lluvia en un hueco entre dos casas de piedra, no fuera ya de por sí demasiado pequeño para cuatro personas…
En cualquier caso, Lizzie odiaba tener que meterse detrás de una cortina andrajosa cada vez que venía un cliente, mientras Hannah preparaba, al lado, la comida de los niños. Conseguía apretar los dientes y no hacer ruido cuando los hombres se servían de ella. Pero Hannah no lo lograba, por eso Lizzie siempre intentaba salir con los críos. A veces también les cantaba, pero entonces los hombres solían quejarse. Con la voz de Lizzie de fondo no se podía hacer gran cosa.
Ahora eso daba igual, pues recientemente Hannah tenía a Lucius y era ineludible que los niños se enterasen de lo que ambos hacían en la cama que había junto a la puerta.
—Pero ¡a cambio tienen un padre! —replicaba Hannah imperturbable—. ¡Lucius aportará dinero y nos protegerá!
La mayoría de las veces, sin embargo, Lucius ya estaba demasiado borracho al mediodía para andar recto. Ni siquiera hubiese sido capaz de defenderse a sí mismo, mas no corría ningún peligro, ya que no tenía nada que pudieran quitarle. Justo el día anterior se habían peleado porque él no trabajaba.
Lizzie deslizó la mirada incrédula por el sucio colchón que compartían Hannah y Lucius. Había esperado verlos a los dos allí tendidos y abrazados, pero de hecho Hannah solo abrazaba su roída manta. ¡Así que Lizzie no se había imaginado el ruido que había oído al amanecer! Lucius debía de haberse levantado para ir a trabajar.
Tampoco era tan difícil ganar un poco de dinero. Los hombres casi cada día tenían trabajo en el puerto. Había que cargar y descargar los barcos que zarpaban o llegaban de ultramar, y para eso se contrataban jornaleros. Pero había que estar en el muelle al amanecer, y los holgazanes como Lucius lo conseguían como mucho una vez al mes.
Lizzie se cubrió con la mantilla y se dirigió a tientas hacia el fogón. Suspiró aliviada cuando encontró un rescoldo. Todavía quedaban dos leños gracias a los cuales se caldearía un poco la habitación antes de que los niños se levantaran. Y a medida que el día transcurriese, el sol los calentaría.
Se desperezó. No hacía nada de mal tiempo. No llovía, pues los cubos que habían distribuido bajo las goteras estaban vacíos. Y por la noche había quedado un mendrugo de pan. Con él recobraría fuerzas y podría bajar al puerto.
Por la noche debían de haber atracado barcos llenos de marineros hambrientos de mujeres. Hannah, que era más dormilona, no se lo creía, pero Lizzie solía encontrar por las mañanas a sus mejores clientes y, la mayoría de las veces, no tenía que llevárselos a casa. Las pensiones por horas alquilaban las habitaciones más barato de madrugada.
Lizzie buscó en vano el trozo de pan. Cuanto más y más inquieta palpaba el armario, más crecía en ella la sospecha. ¡Ese maldito Lucius! ¡Se había zampado el último mendrugo de su chica y sus desnutridos bastardos!
El primer impulso de la joven fue despertar a Hannah para recriminárselo, pero imaginaba muy bien cómo iba a reaccionar su amiga: «¿Tiene que ir a trabajar con el estómago vacío? Encima que se levanta a media noche para ir a ganar unos peniques…»
Por el momento, a Hannah no se le podía hablar. Su amor por Lucius era ciego. Aunque Lizzie dudaba de que ese tipo llevara a casa ni medio penique por la tarde. En el mejor de los casos, compartiría la última botella de ginebra con Hannah y Lizzie. En los niños no pensaba jamás.
Fuera como fuese, Lizzie tenía que cambiar de planes. Solía atraer a los hombres, pero para poner una sonrisa en su rostro, que la embelleciera a los ojos masculinos, necesitaba un poco de energía. A los clientes no les gustaba que su estómago protestara mientras ellos se afanaban encima de ella. Tenía que comer algo. Al menos necesitaba un poquito de pan…
Resignada, buscó el vestido y el sombrerito y dio gracias al cielo de que Lucius no hubiese tocado el agua para lavarse que el día anterior ella misma había juntado. La limpieza no era lo suyo. Temblando de frío, Lizzie se remojó el rostro con el líquido helado, se frotó para secarse y se cepilló el cabello.
Siempre intentaba presentar un aspecto aseado al salir del cobertizo y evitaba, al menos durante el día, el llamativo maquillaje de las de su oficio. Tampoco la perjudicaba: a algunos de los clientes les gustaba montárselo con una chica que parecía decente y que además era tan joven como aparentaba. Lizzie examinó su aspecto en el pedazo de espejo que Toby había encontrado entre la basura y que le había regalado.
Toby acababa de cumplir cinco años, pero ya sabía distinguir qué objetos eran valiosos. Si le dejaban rebuscar en los grandes cubos de basura de los ricos, encontraba cristal y metal viejo que podía venderse, con lo que aportaba a la familia más medios de subsistencia que Lucius. Hannah lo sabía, y con frecuencia se limitaba a dejar al niño en la calle, otra cosa que Lizzie le reprochaba. El niño todavía era muy pequeño para defenderse de otros golfillos de la calle. Y aún peor, podían raptarlo. Había bandas en Londres que adiestraban a niños para convertirlos en ladrones de carteras y mendigos. Lizzie sentía espanto de ello.
Se enderezó el sombrerito que había comprado el año anterior en el mercado de ropa usada. La verdad es que no podría habérselo permitido si la mujer del mercado no se hubiese quedado prendada de su sonrisa y se lo hubiese vendido por un precio irrisorio. Lizzie ensayó la sonrisa delante del trozo de espejo. Pero no funcionaba sin un interlocutor o un desayuno…
Suspiró y deseó una vez más ser bonita. Tan bonita como Hannah antes de dar a luz a dos niños y de entregarse a la ginebra y a tipos como Lucius. Hannah tenía unas curvas exuberantes, la tez clara y una abundante melena rojiza, los ojos de un azul luminoso y pestañas largas. Era una mujer irresistible para los hombres.
Por el contrario, Lizzie era menuda y delgada como una adolescente. Tenía pechos pequeños y dudaba de que le crecieran más. Sin embargo, la cara era redonda, aunque de mejillas hundidas y por lo general pálidas. Por sus proporciones, la nariz encajaba en el rostro, al menos de frente. De perfil parecía demasiado larga, insolente sin ser grotesca. El cabello de la joven de diecisiete años era algo rizado, pero de un insulso rubio oscuro, las pestañas y cejas tan claras y escasas que apenas se distinguían si no las retocaba con un poco de hollín. Y los ojos presentaban un vulgar tono azul.
No era una chica que llamara la atención a primera vista, pero poseía un don singular que le permitía sobrevivir. Tenía la habilidad de hacer salir el sol con una sonrisa. A veces, cuando sonreía, el aire que la rodeaba parecía vibrar. Sus ojos emitían un resplandor al que las personas no podían evitar responder, daba igual que fueran hombres, mujeres o niños. Sus corazones parecían reconfortarse, se ponían a hablar con ella y bromeaban, los comerciantes le vendían artículos a mejor precio, incluso se los regalaban.
Su sonrisa le abría puertas que para otras chicas del oficio permanecían cerradas: en suma, era cautivadora. Los clientes brutos o malintencionados se contenían y se acercaban a ella con respeto y prudencia si ella les obsequiaba con su sonrisa. Y los pícaros se lo pensaban dos veces antes de estafar, como era habitual con las mujeres públicas, a Lizzie, que se ganaba honradamente el dinero. A veces los hombres, tras haberse desfogado, hasta la llevaban a un puestecillo y la invitaban a ginebra y pasteles de carne con el único fin de ver su sonrisa de agradecimiento.
Lamentablemente, no había poseído esa facultad de cautivar con su sonrisa desde la infancia. Lizzie solía soñar en lo distinta que habría sido su vida si hubiese sido una niñita dulce y obediente. Si hubiese sabido deslumbrar con su sonrisa a la gente del orfanato, tal vez hasta le habrían encontrado unos padres. Siempre pasaban parejas por ahí que querían adoptar un niño pequeño. No para que trabajase, sino para mimarlo como a un muñequito.
La pequeña Lizzie, a quien habían encontrado en una calle del East End, donde se colgaba berreando y llena de mocos a las perneras de los pantalones y las faldas de los transeúntes, era una niña seca y respondona a la que nadie quería. Había descubierto su sonrisa mucho después, con trece o catorce años, cuando ya llevaba tiempo viviendo en la calle.
Todavía recordaba cómo por entonces buscaba vestidos usados en la basura para venderlos y cómo después iba a las tiendas de dulces con los peniques que tanto le había costado ganar. Debería haber comprado pan, pero le apetecía tanto el azúcar que no podía resistirlo. En una ocasión había sonreído al dependiente, exultante por ver todas aquellas maravillas en frascos y cajas, y, acto seguido, había salido con una bolsa llena de golosinas. Eran cañas de azúcar partidas y bombones rotos, nada que el hombre hubiese podido vender. Pero tampoco tenía por qué regalárselos a Lizzie. Todavía se acordaba de la sonrisa con que el hombre había respondido a la suya: «Aquí tienes —había dicho—. Dulces para una niña dulce».
Lizzie dejó el espejo y se puso en marcha. ¿Dónde conseguiría a esa hora algo que comer? Pensó en ir primero al muelle en busca de algún cliente tempranero, pero solo de pensarlo se le revolvía el estómago. Aún más por cuanto el aroma de la panadería, a tres calles de su cobertizo, la hechizaba.
No tenía opción, el olor a pan fresco la seducía. Lo más inteligente habría sido colocarse junto a la puerta trasera y pedir limosna. A lo mejor la mujer del panadero todavía tenía un trozo de pan de la vigilia y ese día se sentía generosa. Eso podía suceder, de vez en cuando le había dado algo a Hannah, cuando Toby y Laura tenían aspecto famélico. Pero Lizzie desafió al diablo. Entró en la tienda por la puerta principal.
El panadero estaba allí, lo que era una ventaja. Los hombres solían ceder antes a los encantos de Lizzie, tanto si funcionaba la sonrisa como si no. Delante de ella había un cliente pidiendo dos panecillos. Lizzie esperó hasta que el panadero lo hubo atendido, luego sonrió y le saludó amablemente. No obstante, se percató de inmediato de que esa mañana la magia no obraba efecto. Y ya no conseguiría esbozar otra sonrisa amable.
Pese a todo, el panadero reaccionó con cordialidad.
—¿Qué hay, bonita?, ¿en qué puedo servirte para hacerte feliz?
¿En qué podían servirle para hacerla feliz? Lizzie dejó resbalar una mirada ávida por los productos de las estanterías.
—Un pan… —dijo ansiosa—. Y dos roscas, para los niños… y unos bollos.
Lizzie no lo decía en serio, pero sus labios simplemente dejaban escapar sus deseos. Se estaba tan calentito ahí dentro, el olor era tan delicioso… La joven se quedó atónita cuando el panadero le tendió una bolsa por encima del mostrador.
—Aquí tienes. Son tres peniques.
Lizzie cogió la bolsa.
—Yo… —musitó—. Yo no tengo dinero. ¿Le importa si se lo pago después?
—¿Que no tienes dinero? —La expresión antes amable del panadero se ensombreció—. Pequeña, tú no tienes dinero y yo aquí no regalo nada. ¿A qué has entrado? ¡Devuélveme la bolsa y márchate de aquí! Pagar después… ¡Menuda caradura!
Lizzie despertó de su ensoñación. ¡Qué tontería estaba haciendo! Pero la bolsa que tenía en la mano era real. Y el mostrador era alto, el hombre no podría saltar por encima.
Apretó contra su pecho el pan y los panecillos.
—Lo… lo siento —titubeó—. Pero yo… yo vendré luego con el dinero… —Y salió corriendo de la tienda.
El panadero le gritó. Lizzie oyó la palabra «ladrona», pero no hizo caso y corrió calle abajo tanto como le permitían sus piernas. No hacia el cobertizo, ahí seguramente la habrían encontrado, sino hacia el mercado, donde ya reinaría mucho ajetreo y podría confundirse entre la gente; luego volvería a casa dando un rodeo.
Lizzie sintió miedo, pero también una sensación chispeante de poder. Nunca se había atrevido a cometer un robo tan audaz. Pero había salido bien. El panadero no la persiguió con determinación, y los pocos y madrugadores transeúntes parecían demasiado somnolientos para prestarle atención… De repente, un agente corpulento como un armario se plantó delante de ella. Nunca había visto a un policía en ese distrito de Londres. Qué desdichada coincidencia…
—Qué, ¿tenemos prisa, jovencita? —El policía sujetó con una mano a la menuda muchacha—. ¿Espera tu marido la compra?
Lizzie intentó emplear su sonrisa.
—Mis hijos, señor… yo… yo… Algo tienen que llevarse a la boca antes de ir a la escuela.
—Vaya, vaya, pequeña, así que ya tienes hijos que van a la escuela. Vaya, vaya. Y tu marido seguro que se gana honradamente el sustento y que los gritos de ahí detrás van dirigidos a otra mujer, ¿no? —Señaló hacia la panadería, de la que seguían saliendo gritos.
La esposa del panadero apareció por la calle y corrió hacia ellos.
—¡Es ella! —vociferó—. Llévele a mi marido esa ladronzuela para que pueda confirmarlo, oficial. Todo tiene que seguir su orden. Conozco a esta pelandusca. Va dando vueltas por aquí la mar de educada, incluso se podría pensar que es una chica decente. Pero de hecho se vende, lo saben hasta los niños. ¿Cómo puede mi marido haber mordido el anzuelo…? Claro, los hombres se derriten ante una cara bonita… No la suelte, oficial, o saldrá corriendo.
Lizzie no hacía ademán de escapar. Habría sido absurdo, el policía era mucho más fuerte que ella. En ese momento solo valía rogar y suplicar.
—Por favor, escúcheme. —El panadero parecía receptivo—. No era consciente de lo que hacía, no quería pedir nada que no pudiese pagar. Pretendía decirle que me lo anotara en la cuenta. Pero los niños… Señor, si permite que me detengan, los niños no tendrán qué comer. ¡Y le aseguro que yo le hubiese traído el dinero! No soy una… una… Yo soy honesta… yo…
La esposa del panadero soltó una risa sarcástica.
El panadero resopló con fuerza.
—¡Así que hay niños hambrientos! Pero no te bastaba con un pan, ¿verdad, chica? Necesitabas también pasteles y panecillos.
Lizzie se mordió el labio.
—Yo no quería…
—Entonces, ¿va usted a denunciar el robo o no?
La esposa del panadero le arrebató la bolsa de las manos.
—¡Claro que lo haremos! ¡Solo faltaría! ¡Y mire usted cómo han quedado los panecillos y pastelillos! Aplastados, así no se pueden vender. Y además hace la calle, se lo digo yo, agente. ¡Pregunte por aquí!
—¡Por favor! —Lizzie apeló por última vez al marido de aquella bruja.
Sin embargo, tampoco él conocía la compasión. El panadero asintió.
—¡Quítele a esta lianta de la vista antes de que se ablande! —siguió refunfuñando la arpía.
Lizzie cerró los ojos. Solo cabía rogar que le tocara un juez clemente. Y que Hannah confirmara su versión con los niños…
La asquerosa prisión de Newgate estaba repleta. Lizzie pensaba que no podría ni respirar cuando la arrojaron a una celda alargada y de techos altos, solo iluminada por un ventanuco enrejado en la parte superior. Por lo menos había quince mujeres allí dentro y solo un retrete común en una esquina, que apestaba. El único mobiliario era un catre del que se habían apropiado dos reclusas fornidas. Algunas presas estaban apoyadas en las paredes con indolencia —por lo visto a la espera de que las dejaran salir ese mismo día—, otras se habían sentado en la paja sucia que cubría el suelo. Lizzie se colocó junto a la puerta y bajó la vista. La paja estaría llena de pulgas, y ella ¡odiaba las pulgas!
Una voz chillona resonó en algún lugar de la celda.
—¿Veo visiones o esa es Lizzie Owens, la que se las daba de ser mejor que las demás? —Lizzie levantó la vista. Candy Williams, una chica casquivana del barrio le sonreía burlona—. ¿Qué es lo que has hecho?
—Me han pillado robando pan —confesó Lizzie en tono cansino.
¿Por qué iba a negarlo? Además Candy no era malintencionada. Estaba bromeando a su modo.
Algunas reclusas rieron.
—¡Mira que eres tontaina! —señaló una de las mujeres del catre—. ¡Si robas, tienes que hacerlo en grande! Mira esa… —Señaló a una muchacha bonita y de cabello oscuro que, con la mirada perdida, no participaba en la conversación—. Mangó un reloj de oro y casi le salió bien… pero el perista se chivó.
—Mi marido me sacará de aquí… —susurró la chica.
Las carcajadas estallaron de nuevo.
—¡Seguro que el mequetrefe de tu galán ha sido el primero en traicionarte! —se burló la gorda del catre—. ¿No es él quien hizo el trato con el perista? ¿No podía haber asumido él las culpas? Nanay, chica, ese se ha librado a tu costa.
—¿Qué… qué pasa cuando uno roba pan? —preguntó Lizzie a media voz.
La gorda sonrió irónica.
—Lo mismo que si robas el reloj más caro del mundo. Robar es robar. Depende también del abogado. Si vienen tus hijos y berrean un poco…
—No tiene hijos —señaló Candy.
La gorda frunció el ceño.
—¿No? ¿Pues no te he visto yo alguna vez con dos críos por la calle? Quería hablar contigo para que te vinieras a mi picadero, tú tienes algo, chica… Pero no cojo a ninguna con críos, no hacen más que fastidiar…
Lizzie cayó en la cuenta de que sí había visto a la mujer una vez. Era Franny Gray, la madama de la casa de citas de Handbury Street.
—¿Cómo… cómo ha venido usted a parar aquí? —preguntó—. Pensaba… pensaba que cuando se tiene una casa de…
Las putas de la calle envidiaban un poco a las chicas de Franny Gray. Y sobre todo a la propietaria del burdel, naturalmente, que era la que se forraba.
—¡Aquí la que pregunta soy yo, rapaza! —dejó claro Franny—. Y por mí no hace falta que te preocupes. Saldré de aquí en menos de lo que canta un gallo… aunque no tan deprisa como Velvet les birla a los tipos el reloj del bolsillo… —Volvió a señalar a la chica de cabello oscuro. Las otras rieron. Luego prosiguió dirigiéndose a Lizzie—. A ver, ¿de dónde vienen los críos? ¿Raptados? ¿Les estás enseñando a robar? ¿Ya los estás vendiendo? Vaya, esto sí que no me lo esperaba de ti… —Franny arrugó la frente, desdeñosa.
Lizzie protestó.
—¡No me hable así! Como si yo… como si yo… Dios mío, sí, soy una furcia, y algunas veces también robo, pero ¡eso no significa que envíe a los niños a hacer carrera! Son de Hannah, la pelirroja que trabaja en Dorset Street. Vivo con ella y los críos… Maldita sea, esos pequeños me dan pena…
Y dicho esto se dio media vuelta. Podía imaginar perfectamente en qué se convertirían Toby y Laura si Hannah era la única en ocuparse de ellos.
Candy rio.
—¡Lo que me temía, un corazón de oro, Franny! Una que se pasa de buena. Eso no te ayudará, Lizzie. Y yo de Hannah tampoco me fiaría…
Lamentablemente, esto último no tardaría en confirmarse. Lizzie había esperado que Hannah fuera a verla pronto. En el barrio enseguida corría la noticia de una detención y todo el mundo sabía que las malas condiciones del encierro podían aliviarse con un par de peniques. Si Hannah hubiese caído en manos de aquel esbirro, Lizzie seguro que habría atendido a un cliente más para ayudarla con algo de dinero. Pero Hannah ni se dejó ver. En cambio, aparecieron dos celadoras y dejaron libre a Franny.
—Ha habido un error en el asunto de la cartera de ese caballero —comentó una de mala gana—. El señor la había extraviado… Pero la ha recuperado y lamenta el malentendido.
Franny hizo un gesto de victoria y se apresuró a marcharse. Lizzie se preguntó cómo se las habría apañado para arreglar el asunto, y, además, salir de la cárcel. Pero era posible que estuviese preparada para ese tipo de cosas. El cliente robado había recuperado el dinero. Aunque cómo había conseguido la gente de Franny que se disculpase, escapaba al entendimiento de Lizzie.
Al día siguiente, tras una noche infernal en la celda común, ella misma recibió una visita. El trozo de catre de Franny volvía a estar ocupado, esta vez por una mujer menos sociable que la propietaria del burdel. La nueva jefa del cotarro era malcarada y a ojos vistas una bestia. Sin mayores preámbulos, se dedicó a intimidar a las demás.
—¡Deberíamos intentar salir de aquí! —gimió Candy—. Mañana querrá comer mejor y para eso nos cogerá todo lo que pueda vender…
—Pero ¡si no tenemos nada! —se asombró Lizzie.
Candy rio sarcástica. No era su primera estancia en la cárcel. Había estado encerrada dos años por ejercer la prostitución y en esta ocasión esperaba una sentencia similar. O a lo mejor la enviaban a las colonias por haber reincidido.
—Nosotras todavía tenemos la ropa —señaló—. Si echas un vistazo alrededor…
Lizzie paseó la mirada por las otras reclusas. Algunas solo llevaban enaguas raídas sobre las que se colocaban pudorosas la mantilla agujereada. Al menos no hacía frío en la prisión, tantos cuerpos allí metidos la mantenían templada.
—Y tu sombrerito… mañana mismo deberías venderlo a uno de los vigilantes. Tal vez a alguno le gusta para su mujer. Puede que tengas suerte y te encierre en otro sitio.
Lizzie estaba dispuesta a desprenderse de su prenda de lujo. Pero antes de que pudiese negociar con algún vigilante, alguien la llamó.
—¡Elizabeth Owens! —Una celadora leyó un papel en voz alta y monótona—. Tu abogado espera fuera. Habla con él, esta tarde es el juicio.
Al menos el asunto iba deprisa. Lizzie abrigó nuevas esperanzas. A lo mejor salía pronto libre de ahí. Por un pan no podía ser que la castigaran con tanta severidad como a Velvet, la ladrona de joyas.
Al abogado no le interesaba la historia de Lizzie. Como esta pronto averiguó, no solo la defendía a ella, sino también a Candy, Velvet y, en realidad, a todas las mujeres que no tenían dinero para permitirse un abogado mejor.
—Puede que el juez admita circunstancias atenuantes —dijo indiferente—. Pero yo no confiaría en ello. Las cárceles están llenas…
—Pero si me deja salir, tendrá una plaza libre —arguyó Lizzie.
El abogado rio.
—¡Hija mía, no pueden soltaros así como así! Adónde iríamos a parar si robarais y os prostituyerais, y al día siguiente os dejásemos otra vez libres… Si el juez es benévolo, te caerán cinco años.
—¿Cinco años? ¿Cinco años por un pan? —Lizzie se quedó mirando al hombre escandalizada.
—Fue más que un pan. Por lo que sé, también te apropiaste de algunos pasteles, y eso no responde a un hurto por hambre… De ahí que tampoco crea que el juez vaya a ser indulgente. Acabará en siete años, chica, y siete años significa deportación.
—¿Me… me está diciendo que me enviarán a las colonias? —Lizzie no podía creérselo.
—Acabará en eso. Ya puedes ir haciéndote a la idea.
—Pero ¿usted no puede evitarlo? Cuando el juez vea a los niños… Dios misericordioso, nadie se ocupará de los niños si me mandan fuera…
Lizzie no había querido llorar, en realidad había intentado sonreír. Pero en ese momento las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Australia no le daba miedo, no podía ser peor que Londres, pero Toby y Laura… Y siete años, ¡siete años de cárcel!, sería vieja cuando saliera de la prisión.
El abogado hizo un gesto de impotencia. Pero Lizzie estaba decidida a luchar. Sacó el sombrerito del bolsillo de su vestido.
—Aquí tiene, señor. No tengo dinero, pero puede venderlo. —El raído traje del abogado parecía proceder también de un mercadillo de ropa usada, como lo que vestía Lizzie, y no estaba bien cuidado—. ¡Por esto le darán un par de peniques! Pero, por favor, vaya a Whitechapel Road y hable con mi amiga. Que lleve a los niños al juicio, ¡tiene que apoyarme con su declaración! ¡Por favor! ¡A fin de cuentas, es usted mi abogado! ¡Tiene que ayudarme!
El hombre cogió el sombrero en silencio, le sacudió el polvo y se lo guardó.
—Veré qué puedo hacer —dijo—, pero no te prometo nada…
Al menos mantuvo su palabra. Cuando condujeron a Lizzie esposada a la sala del juicio, Hannah se encontraba con el rostro impasible entre el público, y con los niños a su lado. Toby y Laura quisieron gritarle algo a Lizzie, pero Hannah los hizo callar bruscamente. Lizzie también distinguió a Lucius junto a su amiga. La expresión del hombre no prometía nada bueno.
El ujier le quitó las esposas y la acompañó al banquillo de los acusados. Intimidada, se quedó frente al juez, que, con la toga oscura y la peluca blanca, parecía un ser llegado de otro mundo.
—¿Nombre? —preguntó el secretario.
—Elizabeth Owens —respondió Lizzie a media voz.
—¿Nacimiento?
—Creo que en 1830.
El juez frunció el ceño.
—¿Dónde?
—Supongo que en Londres…
—¿Hay algo que sepas seguro? —preguntó sarcástico el juez.
Lizzie bajó la mirada.
—No —respondió.
—¡Siendo insolente, aquí no llegarás muy lejos, jovencita! —la censuró el secretario.
—No soy insolente —se defendió Lizzie—. Solo soy huérfana. Aunque tampoco estoy segura de eso. Ni siquiera conozco mi apellido, me llamaron «Owens» por el hombre que me entregó a la policía. Dijo que me había encontrado en Cavell Street. Creo que es verdad. Creo que me acuerdo. Pero no estoy segura. Dicen que tenía unos tres años…
—Bueno, al menos a la calle le has sido fiel —observó el juez—. ¿No han intentado en el orfanato hacer de ti mejor persona?
—Así es —respondió Lizzie.
—¿Y? ¿Por eso estás aquí?
—Solo lo intentaron, señor —precisó Lizzie sumisa.
En la sala estallaron unas risas.
El juez golpeó el mazo sobre la mesa.
—¿Qué quieres decir con eso, chica?
—Me escapé, señor. Porque… yo ya quería ser una buena chica, pero no quería que me pegasen sin cesar. Yo siempre era la más pequeña, no me daban mucho que comer… y ahora… Por favor, señor, tiene que creerme. No suelo robar. Quería que me lo anotaran en la cuenta, y solo quería pan… Por favor… Mire a los niños. ¡Dios es testigo de que no comen nada!
Pareció como si Hannah fuera a reaccionar indignada ante esa declaración, pero el abogado defensor tomó la palabra.
—Señoría, el caso presenta atenuantes. No robó el pan para ella misma, al menos no solo para ella, sino para dos niños hambrientos de los que se ocupa…
—Pero ¿que no son suyos? —preguntó el juez.
—No, señoría, pertenecen a su amiga, aquí presente. ¿Querría escucharles, señoría?
El abogado señaló a Hannah, que se puso en pie con presteza.
—¡Es es una infamia, señor… eso… juez…, decir a la policía que yo dejo que mis hijos se mueran de hambre! Solo tuve problemas con un tipo del orfanato que quería meterse con mi forma de educar. Pero yo me ocupo bien de los niños, y ahora voy a casarme para que tengan un padre como Dios manda. —Hannah señaló a Lucius, que ese día no parecía borracho—. ¡Y nos comprará una casita y ropa bonita! ¡No van a pasar hambre, los niños!
Hannah tomó asiento y miró enfadada a Lizzie. Esta quería que la tierra se la tragara. Claro, Hannah no podía decir la verdad. En tal caso podrían quitarle a sus hijos…
—¿Tienes algo que añadir a eso, Elizabeth Owens? —preguntó el juez.
La joven calló. Pensó que los rostros enflaquecidos de Toby y Laura hablaban por sí mismos; pero ese día, pese a todo, Hannah se había superado a sí misma y había limpiado la nariz a los niños. Los vestidos parecían nuevos; usados, claro, pero limpios. Lucius debía de haber ganado algo de dinero y Hannah se lo habría cogido antes de que se lo gastara bebiendo. Tal vez lo hiciera más a menudo en el futuro… Lizzie solo le deseaba suerte. No le guardaba rencor.
Siguió el resto del juicio como en una nube. El abogado defensor que no decía nada, las amonestaciones y reproches del juez, y la sentencia final: deportación, siete años, tal como había predicho el abogado. Como supo después, no había sido raro: casi todas las acusadas habían recibido la misma sentencia. Solo aquella infame pendenciera, que casi había matado a alguien, había sido condenada a diez años de reclusión.
Candy lloraba. Tenía un amante que le gustaba y al que no quería dejar. Velvet parecía haber palidecido aún más. Su amigo había declarado contra ella, aunque, de todos modos, tampoco le habría servido de mucho. También a él lo enviaban a las colonias.
El capellán de la cárcel, al que las mujeres podían confiarse una vez a la semana si tenían la necesidad, contó a las convictas qué futuro les aguardaba.
—La Tierra de Van Diemen —explicó amablemente— es una gran isla frente a Australia, una colonia autónoma. Ya hace tiempo que está ocupada, así que no tenéis que tener miedo de los indígenas, todo allí es británico. La cárcel de mujeres es muy moderna. Pronto partiréis. El Asia V zarpa a finales de marzo a las órdenes del capitán John Roskell. En el barco solo van mujeres, al menos así lo han planificado.
—¿Cuánto dura la travesía? —preguntó una de las chicas.
—Aproximadamente tres meses. Trabajaréis en el Penal de Mujeres, donde hay costureras y lavanderas. Pero una parte también trabajará de criadas en las granjas y huertas… y algunas no tardarán en casarse. Allí hay pocas mujeres. Quien se porta bien y encuentra un hombre honesto, puede ser indultada. Así que no os desaniméis. ¡Dios sabe lo que hace! También estará con vosotras en ese lejano lugar, y si os esforzáis Jesús os redimirá. Y ahora recemos todos juntos y… ¿Tienes otra pregunta, chica?
Lizzie había levantado tímidamente la mano.
—Sí. Reverendo, si trabajamos allí… ¿nos darán de comer?
El reverendo rio.
—¡Pues claro, chica! La Corona no deja que sus presos se mueran de hambre. De acuerdo, aquí la manutención no es la mejor, pero en las colonias…
Lizzie asintió. Tampoco en la cárcel de Londres iba a morir de inanición. El rancho era asqueroso pero suficiente, aunque fuera una eterna papilla de avena. Además, se decía que en las colonias la tierra era fértil y Lizzie estaba decidida a cultivarla ella misma. Bastaba con que le enseñaran a hacerlo. Y si «ser buena» ya no significaba tener que morirse de hambre, estaba dispuesta a intentarlo una vez más.
A pesar de las pulgas y piojos de la celda y de los llantos y ronquidos que la rodeaban, esa noche Lizzie se durmió llena de esperanza. Quería vivir según los preceptos divinos, incluso si no acababa de entender del todo a Dios. A lo mejor la enviaba a Australia para salvarla.
Pero entonces, ¿quién salvaría a Toby y Laura?