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Lizzie y Michael pasaron veintidós días ajenos a toda preocupación en el Elizabeth Campbell. Por las noches compartían la cama en el cómodo camarote y durante el día los trataban como un matrimonio normal. En el pequeño barco solo iban unos pocos pasajeros, lo que inquietaba a Michael.

—Cuando nos busquen, todos se acordarán muy bien de nosotros —señaló preocupado—. ¡Tenemos que marcharnos enseguida de la ciudad donde atraquemos… cómo se llama…! ¿Nelson?

—No empezarán a investigar tan pronto —respondió más relajada Lizzie—. Y en cuanto a nuestra descripción, tampoco nos cubrimos los rostros en la Tierra de Van Diemen. Pero ¿quién querrá buscarnos? Por supuesto, las autoridades australianas informarán a la policía de Nueva Zelanda, si es que hay. Pero eso no sucederá de la noche a la mañana. ¿Y no creerás que el gobierno de Nueva Zelanda vaya a concentrarse en encontrar a dos fugitivos entre miles de colones libres? Yo creo que podemos echar tranquilamente un vistazo a la ciudad.

Lizzie fingía no estar asustada, pero, en realidad, la idea de llegar a Nelson cada día le desagradaba más, no tanto por el peligro de que los descubriesen y encarcelasen, sino a que concluyera su vida en pareja con Michael. No sabía qué tenía planeado hacer él, pero intuía que ella no entraba en sus planes.

Fuera como fuese, su primera visión de la bahía de Nelson, una colonia joven, pero ya casi urbana en el extremo septentrional de la Isla Sur, reveló la belleza arrebatadora de su nuevo hogar. Cuando el barco entró en el puerto natural, la brillante luz del sol bañaba la población. Se veían playas, colinas verdes y gráciles casitas de madera. Al fondo se distinguían las montañas.

—¡Y palmeras! —exclamó maravillada Lizzie cuando el barco se acercó al muelle—. Michael, ¿habías visto antes una palmera? ¡Aquí ha de hacer calor! ¡Ay, me gusta, Michael! Quizá deberíamos establecernos aquí. —Llevada por el entusiasmo, la joven se estrechó contra el hombre.

Pero Michael la apartó.

—¿Quedarnos aquí? ¿Estás loca, Lizzie? No venimos como colonos, somos…

—¿Qué somos, entonces? —Lizzie respiró hondo. No tenía ganas de plantearse preguntas complicadas, pero había llegado el momento. Aunque doliera, tenía que saber qué la aguardaba—. Claro que podemos marcharnos de esta ciudad, pero ¡no creas que podemos escapar de la isla!

Michael soltó una risita forzada. Apartó la vista de Nelson y miró casi nostálgico el mar.

—¡Claro que lo creo! —respondió con firme convencimiento—. Me quedaré aquí para ganar dinero suficiente para un pasaje de barco. Y luego, ¡adiós, Nueva Zelanda! ¡La patria me llama!

Lizzie tuvo que aferrarse a la borda para contener el impulso de zarandear a Michael.

—¿Quieres volver a Irlanda? ¡No lo dirás en serio! Allí te apresarán en cuanto desembarques y te enviarán en el siguiente barco de vuelta a la Tierra de Van Diemen.

El joven sacudió la cabeza.

—¡Qué va! En Irlanda tengo amigos que me ocultarán. Y tampoco será por mucho tiempo. Recogeré a Kathleen y el bebé…

Lizzie tragó saliva.

—Michael, el bebé, como lo llamas, ya tendrá dos o tres años. Y durante todo este tiempo no has sabido nada de Kathleen. Ignoras dónde está. Si tal vez se ha casado…

—¿Mary Kathleen? ¿Mi Mary Kathleen? —Michael reaccionó con enfado—. ¡Le dije que volvería! Le juré que volvería y ella me cree. Kathleen me espera. ¡Seguro! —Se mesó el espeso y oscuro cabello revuelto por el viento.

—¿Y dónde te espera? —preguntó Lizzie burlona. Dios santo, iban a separarse enfadados, pero tenía que hacer sentar la cabeza a ese hombre—. ¿En vuestro pueblo? ¿Crees que sus padres estarán encantados de mantenerla? ¿A ella y su hijo bastardo?

—Bueno… a lo mejor no está en el pueblo… —farfulló Michael—. A lo mejor vive en una ciudad más grande. En Dublín… o… —Su semblante se iluminó—. A lo mejor hasta se ha ido del país. Yo le dejé dinero para marcharse a América. Tal vez está allí.

—Y cada día baja a la playa a ver si te encuentra —se burló Lizzie—. No sé nada de América, Michael, pero envían muchos barcos desde Londres. Cada semana más o menos sale uno, por lo general lleno de gente. Así pues, es probable que sea un país grande. ¿Cómo vas a encontrarla allí? ¿Y de qué ha de vivir con un niño? ¡Por todos los cielos, Michael, para una muchacha nada es fácil!

Él se removió.

—¿Qué quieres decir? ¿Que a lo mejor Mary Kathleen se ha envilecido? ¿Que a lo mejor… se ha convertido en una mujer como tú?

Todo el desdén de Michael por las fulanas se reflejó en sus palabras. Lizzie se volvió, pero la cólera la invadió y le plantó cara.

—¡Claro que no! ¡Es totalmente imposible! —dijo sardónica—. Mary Kathleen es demasiado santa para abrirse de piernas por un mendrugo de pan. Seguro que preferiría morir. ¡A lo mejor hasta ya se ha tirado al agua con su bastardo y su deshonra! A veces esa es la única elección que tiene una chica, Michael. Prostituirse o morir. Siento haber sido hasta ahora demasiado cobarde para esto último. Aunque ambas opciones se castigan del mismo modo: puta o suicida, Dios las envía a las dos al infierno. Solo Michael Drury ve una diferencia. ¿Cómo puedes vivir sabiendo que el dinero que he ganado como puta ha comprado tu libertad? —remachó.

Y se alejó de él. No tardó en recoger sus escasas posesiones del camarote. Michael había sacado buen provecho de la bolsa de viaje de David Parsley, Lizzie le había arreglado durante el viaje algunas prendas, en especial había tenido que alargar los pantalones. Ella, por el contrario, volvía a empezar con un solo vestido y un anticuado sombrero. Reflexionó unos minutos y jugueteó con la bolsa de dinero de David Parsley, que habían escondido bajo el colchón. No quedaba mucho, solo diez chelines, pero la mitad le pertenecía a ella. ¿La mitad? ¡Y un cuerno! Cogió con rebeldía todo el dinero, hasta el último penique. Se lo había trabajado. Y Michael que se aguantase. Maldita sea, si hubiese tenido que pagar por cada noche que ella le había regalado en ese viaje…

Se puso el sombrerito y descendió por la rampa al muelle del pequeño y recogido puerto. Tenía que olvidarse de Michael, había llegado el momento de empezar de nuevo. En algún lugar de ese hermoso país donde el aire parecía más límpido de lo que había creído posible debía haber, seguro, un lugar para ella. Se buscaría un empleo y a lo mejor ahí sí funcionaría lo de vivir según los preceptos divinos.

Recorrió las calles nuevas y limpias de Nelson y sintió que su rabia se desvanecía. Esperaba hacer sitio al valor y el optimismo, pero de hecho solo la invadió una tristeza infinita. No importaba cómo la había tratado Michael, ella lo amaba. Y a partir de ahora era posible que no lo viera nunca más.

Michael estaba agitado cuando, poco después, también desembarcó. Por una parte estaba enfadado —ya se había percatado de la ausencia del dinero—; por la otra, desconcertado. Todavía tenía presente la pelea con Lizzie. A fin de cuentas, todo lo que había dicho sobre Kathleen no carecía de fundamento. Claro que Kathleen nunca se humillaría tanto como para prostituirse o robar. Y seguro que estaría esperándole. Pero realmente sería complicado encontrarla.

Ese asunto no le abandonaba mientras avanzaba por las calles de Nelson con otros problemas más urgentes que resolver. Por ejemplo, ¿dónde iba a ganar dinero suficiente para pagar su próxima comida? ¿Qué iba a hacer? Pero todo ello palidecía ante la pregunta de dónde estaría Kathleen y cómo podría averiguarlo.

Solo tras largas cavilaciones, y como si se le cayera una venda de los ojos, se le ocurrió la solución: ¡el padre O’Brien! El sacerdote seguro que sabía dónde estaba la joven. Bastaría con escribirle y preguntárselo. Pero antes necesitaba una dirección a la que el clérigo pudiese dar respuesta.

Suspiró y consiguió mirar alrededor con la mente despejada. Maldita sea, Nelson tenía el puerto más limpio y aseado que había visto en su vida. Todo parecía sólido y al alcance de la vista. Y era un puerto. Michael Drury o, mejor dicho, Parsley no podía ser el único hombre que llegaba a ese lugar sin dinero ni futuro. Entró decidido en un pub cercano, esbozó una sonrisa afable y paseó la vista por el tabernero tras la barra y los parroquianos.

—¡El Señor sea con vosotros, amigos! ¿Hay algo aquí que pueda hacer para ganarme una cerveza? Acabo de llegar de Australia y mi chica me ha birlado el dinero…

El tabernero estalló en una carcajada y uno de los parroquianos le hizo sitio a su lado. Indicó que le sirvieran una copa. Un par de horas más tarde Michael dormía su primera borrachera en ese nuevo país en el patio del pub. Al día siguiente se puso en camino hacia su nuevo puesto de trabajo.

—¡Ve al sur, hacia Kaikoura! —le había aconsejado uno de los hombres—. Estación ballenera Waiopuka. Allí siempre tienen algo para el hombre adecuado, y nadie pide papeles…

—Pero yo no soy marinero —objetó Michael.

El otro se encogió de hombros.

—No pasa nada —respondió—. ¡Arrastran a tierra esos animales monstruosos!

Lizzie vagó por la retícula de calles de Nelson embriagada por la libertad recuperada. Había odiado su vida en Londres, pero de vez en cuando había tenido breves momentos estelares: recordaba los días soleados en que el cielo —o mejor dicho un cliente amable— le había regalado un par de chelines y ella no había tenido nada más que hacer que pasear por las calles del mercado, admirando coloridos escaparates y probándose sombreritos, mientras el mundo sonreía a la alegre e ingenua jovencita que ella soñaba ser.

Cuánto había añorado aquella sensación. En la Tierra de Van Diemen todo el mundo sabía quién era y nunca había tenido más de un penique. Todavía más rica se sintió cuando entró en una acogedora casa de té pintada de blanco con terraza. Lizzie se sentó, sonrió a la camarera y pidió un té con muffins. Se sentía tan bien y tan cómoda que tuvo ganas de pedir trabajo. Pero en cuanto a esto, Michael tenía razón. Era una locura quedarse en Nelson. Y un trabajo en una casa de té en la que podía acabar entrando David Parsley en cuanto volviera a encontrar el modo de llegar a Nueva Zelanda…

Casi se le escapó una risita. ¡Si seguía un par de horas más en ese estado de despreocupación pronto consideraría su vida como una agradable aventura! Pero no lo era. Lizzie se obligó a pensar seriamente. Pronto se le acabaría el dinero, tenía que pasar a la acción.

—Disculpe, ¿puedo hacerle una pregunta? —se dirigió con una sonrisa tímida a la camarera—. Busco a un primo de mi pueblo de Inglaterra. Vino aquí dos años atrás y nos escribió… pero he olvidado su dirección. Un sitio cerca de Nelson, eso lo sé seguro. No directamente en la ciudad. ¿Hay otras colonias en los alrededores?

La joven se encogió de hombros.

—A Nelson vienen colonos desde hace diez años. Y aquí se quedan muy pocos, por desgracia no hay mucho que ganar. Se diseminan por los alrededores, en pueblos y granjas. La localidad más grande después de Nelson es Sarau. Pero allí casi todos son alemanes.

—¿Alemanes? —se sorprendió Lizzie, pero la nacionalidad de sus futuros conciudadanos no le importaba. Ahora tenía que improvisar—. Sí… ¡mi primo mencionó algo sobre alemanes! Y «Sarau»… ¡sí, ese podría ser el sitio! ¿Cómo puedo llegar hasta allí?

—Ese caballero viene de la zona. —Señaló a un hombre alto y grueso, de cabello castaño y espeso y un ancho rostro curtido por la intemperie. Estaba sentado en un rincón del local y comía circunspecto un plato de pastel de carne y boniatos. Bebía un café—. Pregúntele si conoce a su primo. A lo mejor puede llevarla. Es amable. Siempre viene aquí cuando tiene cosas que solventar en la ciudad.

Lizzie se mordisqueó el labio.

—Pero no puedo ir simplemente allí y sentarme con él. ¿Qué pensaría de mí?

La camarera sonrió.

—Yo hablaré con él —se ofreció.

Poco después, Lizzie saludaba educadamente a Otto Laderer, granjero de Sarau.

—No conozco ningún Owens —dijo en un inglés algo elemental y áspero—. Hay ingleses en la zona. Pero se quedan juntos, como nosotros. Puede que tu primo esté allí. Puedes venir conmigo y buscar si quieres.

Lizzie le dio las gracias, esperó a que terminara de comer y luego subió en el pesado carro tirado por dos fuertes caballos. Laderer había llevado madera a Nelson, comprado herramientas y algunas cosas como café y té, telas y artículos de ferretería. No mucho, de todos modos.

—Nosotros tenemos una granja con vacas lecheras, cerdos, pollos. Se alimentan solos en los campos —explicó Laderer cuando Lizzie le preguntó al respecto.

La joven se alegró. Nunca había estado en el campo y la perspectiva de alimentarse con los productos de un huerto propio le parecía paradisíaca.

—¿Es bonito Sarau? —preguntó—. Bueno, en realidad… en realidad he venido para casarme con mi primo. —Lizzie se entusiasmó con su historia, que iba desplegándose por sí sola—. Pero ¿y si no lo encuentro? Y además… tampoco me entusiasma casarme con alguien que no he visto en diez años…

El robusto alemán le lanzó una breve mirada de reojo.

—Todo irá bien —refunfuñó.

Lizzie le obsequió con su dulce sonrisa.

—Puede ser. Bien. Pero si no pasa… ¿cree usted que podría encontrar trabajo en Sarau? Soy doncella. ¡He trabajado con familias de alta alcurnia!

—Ninguna gente de alta alcurnia en Sarau —respondió el agricultor—. Pero trabajo, sí. Mucho. Si quieres, yo te contrato como criada. Comida y ropa, una libra a la semana. Pero trabajo duro.

Lizzie asintió.

—¡Estoy acostumbrada! —dijo. También en Campbell Town había trabajado desde la salida hasta la puesta de sol.

El campesino le dirigió otra mirada de reojo, esta estimativa. Sus ojos claros se deslizaron por la silueta menuda, los hombros y las caderas estrechos. Lizzie estaba acostumbrada a que la mirasen así, pero en los ojos de Laderer no había lascivia.

—Ya veremos —dijo él tranquilo y chasqueó a los caballos.

Avanzaban entre bosques claros, tras los cuales se percibía el majestuoso panorama de las montañas. Lizzie miraba con confianza al futuro.

Kaikoura se hallaba a más de ciento sesenta kilómetros de Nelson, pero el compañero de copas de Michael le ofreció la posibilidad de viajar con él. El hombre navegaba en un barco que llevaba aceite y barba de ballena a Europa. Había recogido algo de género en la costa occidental, pero la mayor parte tenía que cargarla en Kaikoura.

—¿No puedo ir con usted directo a Inglaterra? —preguntó Michael, que apenas daba crédito a su buena suerte—. Seré útil, seguro.

Sin embargo, la reducida tripulación del velero no necesitaba de ningún refuerzo y el capitán tampoco tenía muchas ganas de instruir a un «campesino». Apenas si accedió a llevar a Michael y dejó claro que no iba a tener pasaje gratis.

—Ah, el viejo Fyfe te lo pagará —le consoló su amigo del pub—. Un tipo alto y fuerte como tú, seguro que le resultas muy útil. Claro que tendrás que devolvérselo con trabajo. Pero ¡cada cosa a su tiempo!

Robert Fyfe era el fundador y explotador de la estación ballenera y parecía ansioso por encontrar trabajadores. El capitán llegó a un acuerdo, aunque no parecía un hombre que confiara mucho en sus semejantes. Michael volvió a embarcar y dejó atrás Nelson —y a Lizzie Owens— sin el menor pesar.

Kaikoura se reveló como una península idílica que separaba dos bahías de playas en parte arenosas y en parte de piedras. En una de ellas se encontraba la estación ballenera Waiopuka, dominada por una casa imponente, la de su fundador.

—Construida sobre cimientos de huesos de ballena —explicó el compañero de copas de Michael—. Aquí apenas hay madera…

En efecto, como Michael pronto descubriría, hasta las cruces de las tumbas de los hombres muertos en Kaikoura eran de huesos de ballena. Por lo visto, aquellos imponentes animales marinos se aprovechaban de muchas maneras y su pesca debía de ser muy lucrativa. Robert Fyfe, un hombre nervudo, con la piel curtida por el viento y las inclemencias y un cabello rojizo y ralo, tendió gustoso el dinero a Michael para que pagara el viaje.

—Allí arriba puedes construir una cabaña —informó a su nuevo trabajador, mostrándole un mísero asentamiento por encima de su casa.

Las cabañas de los balleneros eran de corteza de árbol y tallos de helecho. Las puertas y ventanas estaban cubiertas de toldos y arpilleras que resguardaban del viento y la lluvia. El vecino de Michael, Chuck Eagle, enseguida lo invitó a su alojamiento, que no disponía de más muebles que una especie de catre, una mesa basta y una silla de huesos de ballena. Olía fatal, al parecer no habían hervido los huesos lo suficiente. ¿O el olor procedía del mismo Eagle y sus ropas apestosas?

—Ya te acostumbrarás —dijo Chuck de buen humor cuando vio que Michael arrugaba la nariz. Le tendió una botella de whisky y su invitado bebió un buen trago—. Los animales apestan, en especial cuando no podemos llevarlos inmediatamente a tierra. Intentamos retenerlos agarrados, pero a veces los arpones se sueltan y el cadáver se hunde. No es nada malo, solo se hincha con los gases y en un par de días sale a la superficie. Pero apesta.

—¿Retenerlos con la caña? —preguntó Michael—. ¿Pescáis a estos enormes peces con caña y anzuelo?

De momento no había visto ninguna ballena, ni siquiera desde el barco. Pero los imponentes restos del esqueleto que se encontraban en la playa le habían dado una idea de con qué podía tropezar en ese lugar.

Chuck soltó una sonora carcajada.

—¡Qué va, el cebo necesario sería un engorro! ¡Un cachalote es capaz de tragarse un tiburón entero! De verdad, esos animales se comen peces de veinte varas de largo. ¡De un solo bocado! Además, no son peces, según dicen. Dan de mamar a sus crías como las vacas. Nosotros los matamos con arpones.

Al parecer, Michael iba a presenciar la pesca al día siguiente. Había tenido suerte, según Chuck.

—Antes, cada semana nos caía una en la red, pero ahora se han vuelto más prudentes. O la zona se ha despoblado debido al exceso de pesca, a saber. A veces pasamos semanas sin apenas pescar y entonces tampoco ganamos mucho.

Los sueldos estaban escalonados. Quien ganaba más era el arponero, que tenía que lanzar su potente arma lo más acertadamente posible a la ballena para debilitarla con el primer disparo. Los anzuelos tenían que afianzarse bien en la piel. Si se soltaban, la presa solía escapar. La ballena se sumergía y sobrevivía herida o moría en otro lugar. Recorrían distancias increíbles y era impensable encontrar el cadáver.

Si el disparo era certero, entonces la ballena había «mordido el anzuelo». El arpón la retenía mediante un largo cabo unido al bote. La arrastraba en una lucha a muerte que justificaba el elevado salario que se pagaba a los seis remeros y el timonel del bote ballenero. Tales embarcaciones se volcaban con frecuencia y sus ocupantes morían en el mar. Los remeros y arponeros más diestros y valientes de la estación de Fyfe eran unos hombres extraordinariamente fuertes, de piel bronceada y largo cabello oscuro y liso que solían llevar recogido en una especie de moño. Sus rostros cubiertos de tatuajes azules inspiraban miedo.

—Maoríes —explicó Chuck Eagle—. Colonizaron Nueva Zelanda un par de siglos antes que los blancos.

Michael estaba sorprendido. Puesto que en la Tierra de Van Diemen hacía tiempo que no había «salvajes», no había esperado encontrar indígenas en Nueva Zelanda. No obstante, los maoríes de la estación ballenera no tenían mucho de salvajes, sino que eran muy tratables cuando uno se acostumbraba a la visión de las marcas tribales de sus caras. Llevaban la misma ropa de trabajo que los cazadores blancos: camisas y pantalones holgados de lino y sombreros de ala ancha. También se comunicaban en un inglés precario pero comprensible. Se reían de las mismas bromas que los blancos o al menos lo fingían, como si entendiesen las invectivas, y tampoco rehusaban cuando los invitaban a un trago de whisky. De todos modos, no vivían en las cabañas improvisadas de la estación, sino que por las tardes volvían a su poblado. No una aldeúcha, como Michael había supuesto al principio, sino un asentamiento cercado, compuesto por casas de madera provistas de complicados adornos tallados.

—Pero todos duermen en la misma estancia —contó Eagle al desconcertado Michael—. ¡Incluso las chicas!

Las muchachas maoríes no eran especialmente hermosas para los cánones de belleza europeos. Eran de complexión achaparrada como los hombres y con frecuencia pechugonas, incluso en la juventud. También les tatuaban el rostro, algo que al principio desagradó a Michael. Aun así, eran amables y, sobre todo, sumamente desenfadadas. No era solo el hecho de que cuando el tiempo era bueno rechazaban cubrirse el torso y andaban por el pueblo o bailaban con los pechos balanceándose, sino que también dormían con cualquier hombre que les gustase. Por lo visto, nadie controlaba si una muchacha salía por la noche del dormitorio.

—¡Y lo hacen gratis! —exclamó un risueño Eagle—. Naturalmente, se alegran de que les regales una tontería. ¡Gente de costumbres extrañas, pero muy agradable!

Al principio Michael no pensaba en chicas. Después de haber descuartizado por primera vez a una ballena no le apetecía la vida social, sino mucha agua y jabón. Y una botella de whisky para olvidarse de todo. Todavía no podía salir en el bote.

—Primero hay que ver si sabes remar —le dijo Fyfe.

Michael, que estaba ansioso por que le aumentaran el sueldo, no confesó que nunca lo había hecho. A fin de cuentas, no parecía difícil y, tras tanto tiempo de trabajos forzados con cadenas, seguro que lo conseguiría sin esfuerzo.

No obstante, Fyfe pareció leerle en la cara que estaba mintiendo.

—Primero observa y ayuda a despiezar la ballena. Luego ya veremos —le dijo.

Michael observaba desde la orilla cómo la ballena arrastraba tras de sí el bote del arponero hasta quedar exhausta. A continuación, el timonel le lanzaba una lanza para herirla de modo que solo se hundiera un poco o se mantuviera en la superficie. La barca arrastraba entonces la ballena a tierra y los hombres comenzaban a destriparla.

—¡Todavía no está muerta! —constató horrorizado cuando clavaron los primeros cuchillos en el enorme cuerpo para desprender la grasa de debajo de la piel.

—No hables y trabaja —le indicó Eagle.

Esta vez podía reclamar para sí el honor de haber clavado el arpón a la ballena y estaba ansioso por celebrarlo. Sin embargo, antes había que descuartizar el gigantesco animal. Michael intentó no mirar los ojillos del pobre bicho cuando también él le clavó su ancho cuchillo en el flanco. La grasa era de un blanco grisáceo, viscosa y repugnante. Michael no quería tocarla y prefirió ocuparse en el transporte a los calderos: los trozos de grasa se arrastraban con una especie de cabrestantes y se hervían. El hedor del aceite que se producía así era todavía más nauseabundo que el del cadáver, y las ropas y la piel de los hombres se quedaban impregnadas.

Con el líquido amarillento de los calderos se llenaban los toneles. De una ballena se sacaban hasta veinte y se pagaban muy bien. Entretanto los descuartizadores habían llegado hasta los huesos de la ballena y separaban las barbas. Las colocaron sobre bandejas, separaron provisionalmente la carne y pidieron a Michael y un par de hombres que las enterrasen en la arena.

—Así no olerán tanto mientras se pudra la carne —le explicó Chuck a su nuevo vecino.

Este se preguntó qué diferencia habría, pero se puso a cavar obedientemente. Pocas semanas después, desenterrarían las láminas óseas y las venderían a un alto precio. En Inglaterra las utilizaban para hacer corsés de mujer, muelles para los carros, cañas de pescar y otras cosas que requerían ese material ligero, flexible pero recio.

A Michael el despiece le resultó nauseabundo y no quiso ni probar la carne de ballena que por la noche cocieron en los mismos calderos donde se había derretido la grasa. Se alegró cuando al final abrieron una especie de conducto de agua por el que echaron al mar los restos de la ballena despedazada. Eso limpiaba la playa, pero el mismo Michael, incluso después de darse un buen baño en las aguas serenas del Pacífico, se sentía apestoso y sucio. Una mitad del jornal se la quedó Fyfe como primer pago del viaje en el barco, y con la otra mitad, el joven se emborrachó.

—Pues sí, en tierra no se gana mucho —lo consoló Chuck, que atribuía el ánimo apagado de su vecino al pequeño jornal que tan deprisa se había fundido—. ¡La próxima vez coges los remos con nosotros, se gana más así!

En efecto, pocos días después se emprendió la siguiente cacería y a esas alturas Michael ya se las arreglaba con los remos. Tane, uno de los fuertes maoríes, se sentó junto a él y lo introdujo en materia.

—Lo hacemos desde siempre —dijo amistosamente al ver que Michael no se desenvolvía demasiado bien—. Nosotros venimos con canoas, muchas, muchas vidas antes. Mi familia con Aotea. ¡Canoa grande y orgullosa!

—¿Llegasteis en una piragua? —preguntó Michael perplejo—. ¿Desde dónde?

Desde el viaje en velero a Kaikoura y sus primeros intentos con los remos volvía a pensar agradecidamente en Lizzie Owens. ¡No podía ni imaginar qué habría ocurrido si ella no hubiese tomado la iniciativa y le hubiese dejado hacerse a la mar él solo con aquellos ineptos! Las pocas veces que había podido echar una mano en el velero le habían demostrado lo difícil que resulta maniobrar una embarcación. Y además en el mar de Tasmania…

—¡De Hawaiki, el país de donde venimos! Lejos, muy, muy lejos. Kupe, el primer hombre de Aotearoa (así llamamos a esta isla), mató al marido de Kura-maro-tini. Era mujer muy bonita. Entonces escapó con ella y vino aquí…

—Pero de eso hace mucho, ¿verdad? —preguntó Michael después a Chuck Eagle.

Este rio.

—¡Seiscientos años! Pero así y todo, también son colonos, esta tierra es tan poco suya como nuestra. Y pese a ello, no cobran poco cuando nos venden algo.

Chuck Eagle ahorraba para adquirir su propia parcela de tierra. Soñaba con construirse una granja, pero no aclaraba si en Inglaterra había trabajado alguna vez en una. La mayoría de los balleneros compartían un pasado oscuro. Exceptuando a los maoríes, todos los que andaban por ahí huían de alguna cosa.

Los maoríes también eran los que mejor realizaban las tareas más horribles. Durante la siguiente caza de la ballena, Tane susurraba una especie de invocación en su lengua mientras iba sentado en el bote junto a Michael. El arponero acababa de lanzar el arpón y los garfios se habían afianzado al flanco de un cachalote imponente.

—Decir perdón a Tangaroa, dios del mar —explicó Tane—. Perdón por matar y gracias por enviar ballena. Y pedir ayuda para la caza.

Mientras el maorí seguía rezando a su manera, el animal herido de pronto se dio media vuelta. Para Michael y los demás empezó un descenso a los infiernos. Llevado por el pánico, el cachalote subía y bajaba frente a la costa para desprenderse del arpón. Arrastraba tras de sí el bote de remos, donde el agua empapaba a los hombres. Michael tragó borbotones de agua salada, pero al principio no se dio cuenta del malestar que eso producía. Cuando el bote amenazó con zozobrar, creyó que había llegado su hora. Tane y los otros intentaban mantener la embarcación en equilibrio empleando hábilmente el remo y su propio peso sobre los bancos; pero Michael era incapaz de pensar.

Al final, el cachalote, agotado, se quedó en la superficie y, cuando el timonel clavó la lanza en el indefenso animal, Michael vomitó por la borda. Al empezar de nuevo a remar, Michael tuvo la sensación de que el cachalote herido de muerte lo seguía con la mirada. Seguro que eran imaginaciones suyas, no lo miró para comprobarlo, pero no consiguió desprenderse del lamento mudo del animal agonizante. Ya había pescado antes y cazado conejos, también había colocado trampas para presas pequeñas a las que luego retorcía el pescuezo. En época de hambruna, cada uno cogía lo que podía, y Michael no se había sentido culpable por ello. Pero ahora era distinto. Aquello era una masacre despiadada por mercancías que, en sentido estricto, nadie necesitaba. Inglaterra también sobreviviría sin aceite ni barbas de ballena, no importaba lo mucho que se pagara por esos artículos. Michael estaba convencido de que la oración de Tane no había sido atendida. El dios del mar no podía perdonar algo así.

Por la noche, Michael ahogó su malestar en alcohol, para lo que necesitó mucho más whisky del habitual. Los hombres comían la carne de la presa sin percibir, por lo visto, el hedor que los rodeaba. Michael no quería volver a salir nunca más en el bote de remos y no se sentía en absoluto tentado a ocupar los puestos de timonel o arponero. Soportó en silencio las carcajadas de los hombres que se burlaban del miedo que había pasado y reflexionó sobre el modo más rápido de marcharse de allí. Naturalmente, tenía que saldar las deudas. Pero ¿quedarse en aquel lugar infernal hasta poder costearse el billete para Irlanda? ¡Ni hablar!