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La carretera a Christchurch no estaba en muy buen estado, pero entre Canterbury y Dunedin Lizzie avanzó sin contratiempos. Reinaba allí un intenso tráfico, casi todo el conjunto del aprovisionamiento de los buscadores de oro procedía de los territorios de explotación agrícola de las llanuras.

La joven se incorporó a una caravana de carros entoldados. Había invertido una parte de sus ganancias en un excelente equipo: ropa de abrigo, una buena tienda, sacos de dormir y mantas para el invierno. Otago era montañoso, limitaba con los Alpes. Entre junio y agosto seguramente nevaría, y ya era abril. También había comprado herramientas de la mejor calidad y llevaba muchas provisiones. No solo para Michael y ella, sino también regalos para la tribu maorí del lugar, pues tenía la intención de hacer abundantes obsequios a sus nuevos amigos. Les llevaba saludos de la tribu de Kaikoura, que pasaba el verano ocasionalmente en los Alpes, donde cazaba y pescaba con sus hermanos y hermanas de Otago.

—No entiendo por qué no habéis encontrado oro en todo este tiempo —comentó Lizzie mientras se despedía de los ngai tahu—. ¡Al parecer se tropieza con él como si nada!

Mere, una de las ancianas de la tribu, se encogió de hombros.

—¿Quién ha dicho que no lo hayamos encontrado? Pero para nosotros no significa nada. No se puede comer y tampoco se pueden hacer armas con él. Adornos tal vez, pero no se puede tallar. —Los maoríes desconocían el arte de fundir metales. Sus piezas de adorno y sus armas eran sobre todo de jade pounami—. Para nosotros, el jade es mucho más valioso.

—Pero ahora podríais vender el oro —replicó Lizzie— o la tierra en que se encuentra.

Mere arqueó las cejas. En lo que iba de tiempo, Lizzie ya se había acostumbrado a que los tatuajes, los moko, se movieran al gesticular.

—Los hombres que estaban en Tuapeka dicen que la tierra llora. Los pakeha le abren heridas para sacar su oro. Los dioses no lo ven con buenos ojos.

—¿Extraer oro es para vosotros tapu? —preguntó Lizzie con cautela.

—Sí —respondió Mere—, pero no en todas partes. Tienes que preguntar a la tohunga del lugar. Yo no puedo decirte nada. Aquí, entre nosotros, no hay oro.

Lizzie estaba decidida a informarse bien antes de montar su tienda en una parcela de tierra donde hubiese tal vez un tapu. No quería enemistarse con las tribus de Otago. Seguro que nadie conocía la tierra tan bien como los maoríes. En cualquier caso, no tenía la intención de empezar a cavar en un sitio cualquiera confiando en la buena suerte.

Cuanto más cerca estaba del sur, más frío hacía, sobre todo por las noches. Cuando era posible, pernoctaba en pensiones, mientras que al principio del viaje todavía había dormido en el carro. Pero eso ya no le parecía conveniente. En las carreteras no solo pululaban comerciantes honrados y transportistas, también deambulaban hombres de aspecto dudoso a pie o a caballo. Hombres barbudos de rostros curtidos por el viento y las inclemencias, cazadores de ballenas y focas de la costa occidental, y marinos de algún lugar de Westport o Nelson que habían oído hablar de los yacimientos de oro y habían abandonado sus barcos. Pronto empezó a sentirse insegura de quién iba tras ella también durante el día. Cada mañana se esforzaba por encontrar algún comerciante o granjero decente delante o detrás de cuyo carro avanzar y que la vigilase. Pero lo que prefería eran familias enteras, de las cuales cada vez había más desplazándose hacia Dunedin.

Después de casi seis semanas de viaje, Lizzie llegó por fin a Dunedin. Enseguida quedó fascinada por la ciudad, nueva y llena de vida. Era maravilloso pasear por las calles comerciales, admirar los bonitos vestidos y sombreros de los escaparates: por primera vez desde hacía quince años, Lizzie casi se sintió como en Londres. Por un momento pensó con añoranza en buscar un empleo. ¡Seguro que todos los comerciantes, banqueros y trabajadores bien situados necesitarían una doncella! No cargar con la responsabilidad de mantener un negocio propio tenía su estímulo, pero, por otra parte, el sueldo era malo y no había patrones agradecidos. ¡Posiblemente volverían a acosarla! No, no quería volver a esa vida por tentadora que resultara una habitación caliente y una cocina cómoda.

Lizzie se estremeció: en Dunedin ya hacía un frío considerable. Y eso que estaba en un buen sitio y el clima se suponía que era moderado. En las montañas, por el contrario…

—¿Realmente quiere ir ahí? —preguntó la patrona cuando la joven por fin encontró una pensión donde alojarse—. ¿Junto al río Tuapeka totalmente sola? Pero usted… usted no es una chica de vida ligera.

Lizzie estaba orgullosa y feliz de que nadie le notase nada.

—Busco a mi marido —respondió con gravedad—. No sé si se las apañará sin mí.

La patrona soltó una risa franca.

—¡Allí se las apañan todos de un modo u otro! Y nada mal, si vamos a eso. Cuando el reverendo Burton vuelve a la ciudad, oímos lo peor de lo peor, pero veo que los carros no dejan de subir. Cada día un carro de whisky como mínimo, así que tan mal no debe de irles.

Lizzie se enfadó por no haber llevado los utensilios para destilar. Posiblemente se habría podido ganar más de ese modo que lavando oro, pero, naturalmente, necesitaría que Michael estuviese dispuesto a ello. Apenas si podía esperar a remontar el Tuapeka. La inquietaba qué la esperaría allí.

El reverendo Burton se había sentido horrorizado cuando, pocos meses antes de que apareciera Lizzie, llegó a Gabriel’s Gully. El paisaje que rodeaba el río Tuapeka había sido en algún momento bonito. Verde, con bosques, valles y riberas rebosantes de flores silvestres. Los buscadores de oro habían convertido aquello en un desierto pestilente. Todo el mundo había montado su tienda sin ton ni son al inicio de la fiebre del oro, nadie se preocupaba por marcar las concesiones. Los hombres cavaban ahí donde se instalaban y, precisamente en Gabriel’s Gully, el oro con frecuencia se encontraba justo bajo la tierra. Otros buscadores —en especial los veteranos de Australia— se dedicaban a lavar oro en los arroyos y para construir los lavaderos convertían a los árboles en sus víctimas.

En las inmediaciones de los lugares donde se habían producido los primeros hallazgos ya no crecía nada más. La tierra estaba yerma, removida sin contemplaciones. Como consecuencia de ello, en cuanto caía una lluvia fuerte el campamento se convertía en un lodazal. Se arrastraban así toneladas de tierra y con ellas un par de tiendas. Como servicios para la comunidad, había dos pubs improvisados y un negocio, igual de precario, donde se vendían alimentos y whisky. En un par de tiendas unas muchachas vendían sus cuerpos, aunque solo muy pocas por cuenta propia. La mayoría habían llegado con protectores: buscadores de oro que alquilaban a su novia cuando fracasaban en su búsqueda.

Después de las primeras misas, acudieron a ver al reverendo tres muchachas decepcionadas y desesperadas, que no veían el momento de abandonar a sus hombres y el campamento. Burton se peleó con dos de los tipos —había practicado el boxeo en el instituto— y de ese modo se ganó un respeto insospechado. Envió a una de las chicas a Dunedin, primero a ver a Claire y Kathleen, pero en último lugar con Waikouaiti como meta final. A las otras dos las contrató para que le ayudaran a construir su comunidad. Ya antes de llegar, Peter había sido consciente de que los hombres de Otago necesitarían menos oraciones que ayuda efectiva. Había que organizar la vida en el campamento, se necesitaban baños y un mínimo de asistencia sanitaria (con las condiciones higiénicas imperantes era de prever la aparición de epidemias).

El reverendo estaba, así pues, preparado cuando en otoño surgió el cólera. Junto con sus ayudantes y otros voluntarios de Dunedin, estuvo semanas cuidando enfermos, con lo que se ganó todavía más consideración en el campamento. En esa época, tampoco era extraño verlo en los pubs. Tras un largo día lavando enfermos, hablando con moribundos y bendiciendo rápidamente un ataúd tras otro antes de que los enterrasen en la tierra cenagosa, necesitaba un whisky. Al final, los hombres empezaron a hacer caso de Burton. Se organizó el campamento, se construyeron caminos y baños.

De todos modos, a Gabriel’s Gully le quedaba poco tiempo de vida. La tierra se había exprimido y ya se había encontrado oro en otros lugares. Los hombres —y con ellos el reverendo— migraron a otras orillas y a nuevos arroyos para sembrar allí la misma destrucción que en los primeros yacimientos.

Lizzie seguía nuevos caminos por las montañas, aunque en parte también accidentados. Su caballo tenía que esforzarse para tirar del carro pendiente arriba, con los mulos no habría sido tan difícil. De todos modos, tuvo suerte y los caminos no estaban cenagosos. El frío era tremendo, el subsuelo estaba congelado.

Cuando pasó por Gabriel’s Gully, cuyo paisaje muerto estaba además helado, entendió las palabras de los maoríes. Los indígenas debían de quedarse atónitos al ver en qué se había convertido su tierra. Lizzie se preguntó a quién le pertenecían las orillas del Tuapeka. Por lo que ella sabía, los pakeha habían comprado la tierra para colonizarla, pero no daban nada a los maoríes por las excavaciones en tierra virgen. Tampoco la riqueza resultante de esa fiebre del oro beneficiaría a los indígenas, auténticos propietarios de los terrenos.

El segundo día río arriba empezó a nevar. Muy pronto la nevada era tan fuerte que Lizzie no podía ver ni a un palmo de distancia. Finalmente, desenganchó el caballo, lo cubrió y lo ató, para luego acurrucarse bajo lonas y mantas. Su perspicacia al comprar el equipo se veía recompensada en ese momento: todas las prendas de lana y las lonas impermeables la mantuvieron bastante abrigada.

Cuando por la mañana se despertó, descubrió un paisaje de cuento. Las montañas, los árboles, todo yacía bajo una capa de algodón blanco. Lizzie no podía apartar la vista de él, sobre todo, cuando salió el sol y la nieve empezó a brillar como puntas de diamante. En Londres, la nieve siempre había sido como una masa gris y sucia y en la Bahía de las Islas, en la Isla Norte, no nevaba. Ahí, por el contrario… Lizzie empezó a enamorarse de las montañas que rodeaban Otago.

Tras tres días de marcha, llegó por fin al nuevo campamento de buscadores de oro. Cientos, quizá miles de tiendas se levantaban a orillas del río, así como alrededor de los nuevos yacimientos. Era un hervidero de caballos, mulos y bueyes de tiro. Alrededor de las hogueras había hombres intentando calentarse las manos antes de volver a clavar el pico en la tierra congelada. Lizzie pensó que se les veía muy poco optimistas, más bien sucios y enfermos. Era evidente que el clima no estaba de su parte, y tampoco podrían ganar mucho dinero. El suelo congelado impedía realizar excavaciones serias. Era posible que una parte de los hombres estuviera pasando hambre.

Lizzie enseguida empezó a preguntar por Michael Drury o Parsley, pero solo recibió indiferencia. Casi nadie parecía conocer a alguien más allá de su vecino directo o a los hombres con que trabajaba. Al final, un digger le proporcionó una respuesta útil.

—Lo mejor es que le preguntes al reverendo, chica. Al menos lleva una lista con los nombres de los que mueren aquí.

Si bien no fue una contestación muy estimulante, se dirigió hacia el centro del campamento. Pasó por pubs y burdeles improvisados; tiendas cuyos precios le parecían increíbles; y por una oficina de correos. El encargado la ayudó facilitándole más datos.

—Está en una tienda con una cruz, no tiene pérdida. Pero el reverendo está ahora en el hospital. ¿Qué iba a rezar a estas horas?

Una de las prostitutas, que parecía todavía más congelada que los hombres del campamento, mostró a Lizzie el hospital y le señaló a un hombre que estaba subido en una escalera.

—Es ese. ¡Reverendo! Hay alguien que quiere hablarle. ¿Es que la ha dejado preñada y luego se ha venido corriendo a los yacimientos?

Los hombres que estaban alrededor de la enfermería se echaron a reír. El reverendo fue el único que no encontró cómico el asunto. Es que aquel hombre delgado y de cabello castaño claro —que en nada se diferenciaba de los demás tipos del campamento en cuanto a su ropa roída y su piel curtida por el viento y el frío— tampoco se hallaba en una situación cómoda. Se mecía más o menos entre el cielo y la tierra: la escalera se balanceaba peligrosamente y nadie hacía ademán por sujetarla. Por añadidura, la lona de la tienda que el viento había soltado eludía obstinadamente sus intentos por fijarla de nuevo. En realidad, habría necesitado tres manos para mantenerla en su lugar, poner los clavos en su sitio y clavarlos. Se esforzó por no soltar ningún improperio cuando, en un nuevo intento de clavar la escurridiza lona, se golpeó el pulgar.

Lizzie agarró hábilmente la escalera y una tabla que había junto a la entrada. La apoyó contra la tienda para mantener más o menos en su sitio la lona. El reverendo comprendió lo que ella se proponía y clavó rápidamente el clavo. Poco después, los hombres que se encontraban en el interior estaban protegidos de la nieve y el viento.

Peter Burton bajó de la escalera y sonrió a Lizzie.

—¡Al menos no habría dejado embarazada a la más torpe! —le gritó a la prostituta que había acompañado a Lizzie, ganándose con ello una salva de carcajadas—. ¡Aunque solo un cabeza de chorlito habría abandonado a una mujer así!

Se inclinó cortésmente delante de Lizzie.

—Muchas gracias, señora. Por favor, disculpe a esta gente, aquí impera la grosería. Me llamo Peter Burton y soy reverendo de la Iglesia de Inglaterra, aunque no lo parezca. —Debajo de la bufanda con que se había envuelto el cuello, apareció en ese momento el alzacuello—. ¿Puedo serle de alguna ayuda?

Lizzie asintió y preguntó por Michael. El corazón le palpitaba. Si realmente ese hombre le había dado sepultura… Hacía más de siete meses que no sabía nada de él.

—Michael Drury. Un irlandés. Naturalmente, es católico.

Peter Burton hizo un gesto de negación.

—Aquí esa fe no interesa a nadie, al menos mientras Roma no nos envíe un sacerdote. Yo agradecería cualquier ayuda. Michael Drury… humm… ¿uno alto, de pelo oscuro?

—Tiene los ojos azules —añadió Lizzie, y los suyos resplandecieron al recordar la mirada atrevida de Michael.

El reverendo sonrió.

—Sí, creo que lo conozco. Está con uno de los miembros de mi congregación.

El corazón de Lizzie se heló y su sonrisa se congeló. No podía ser… no podía haber encontrado ya a una chica…

—Chris Timlock —precisó Burton—. Un chico amable, llegó de Gales con la primera oleada de buscadores de oro.

Lizzie suspiró aliviada.

—Pero esos dos no están aquí, van a su aire. Están en no sé qué arroyo río arriba, convencidos de que ahí encontrarán oro.

—¿Y cuáles son las perspectivas?

El reverendo levantó la ceja derecha.

—A mí no me pregunte. Yo soy teólogo, de lavar oro no tengo ni idea. Pero se dice que todos los arroyos llevan oro. La pregunta es cuánto. ¿Puedo ofrecerle un té? ¡Estoy medio congelado!

Lizzie, que también tiritaba, aceptó de buen grado. Enseguida se encontró en una habitación bastante cálida, la bien improvisada cocina donde preparaban bebidas calientes para la enfermería. Disponía de mesas y bancos bastos. Sobre una estufa hervía a fuego lento un guiso en una cazuela enorme.

—Siempre que es posible, servimos aquí una comida caliente —informó Burton—. Naturalmente, solo para los necesitados, aunque nunca quedan todos satisfechos. En otoño tuvimos cólera, ahora gripe y pulmonía. Y tuberculosis. Hay un par de hombres desahuciados. —El reverendo suspiró y sirvió a la joven una taza de té.

—¿Tan poco se extrae de los yacimientos? En Kaikoura, de donde vengo, dicen que el oro se encuentra por las calles.

Burton rio.

—Ha llegado usted por los caminos habituales —bromeó—. ¿No se lo ha encontrado? No, señora Drury.

—Miss Portland —lo corrigió Lizzie.

El reverendo la miró con curiosidad.

—Miss Portland, la mayoría no gana aquí más de lo que gana un trabajador en la ciudad. Con frecuencia menos. Y aquí la vida es más cara que en Dunedin o Kaikoura. ¿Ha visto la tienda? Sus precios son abusivos, lo que se justifica diciendo que cada bocado de comida tiene que ser transportado hasta aquí arriba. Lo mismo puede decirse de los pubs y las chicas públicas. Además se apuesta por todo. Por supuesto, yo predico en contra, pero en cierto modo también lo entiendo. Los chicos trabajan duro, seis o siete días a la semana. Los sábados por la noche quieren pasárselo bien. Sea como fuere, los comerciantes, taberneros y prostitutas ganan más dinero aquí que los buscadores de oro.

—¿No hay ninguno que se haga rico? —preguntó Lizzie.

Burton se encogió de hombros.

—Pocos. Los primeros que encuentran un nuevo yacimiento y los buenos jugadores de póquer. Estos últimos tienen algo que ganar aquí, algunos despluman sin la menor vergüenza a sus semejantes. Pero son minoría, miss Portland. La gran mayoría se marchará igual de pobre que vino.

Lizzie gimió.

—Entonces me marcharé río arriba. ¿O cree usted que sería sensato esperar aquí a Michael?

Burton arqueó las cejas.

—Depende de si quiere hacerle una visita o quedarse con él. Yo con mucho gusto puedo casarlos si quiere compartir su nombre además de su tienda, seguramente sin caldear.

Lizzie le lanzó una mirada fría.

—Tengo mi propia tienda, reverendo. Y no la comparto con nadie.

Burton levantó la mano.

—No quería ofenderla, miss Portland. Por favor, discúlpeme. Pero ¿no ha dicho antes que el señor Drury era su esposo?

Lizzie se mordió el labio.

—No en ese sentido… —murmuró—. Era solo… solo para llamarlo de alguna manera. No me pertenece. Yo… yo solo me preocupo por él.