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«¡Son capaces de colgar a su rey de una farola!»
Su Muy Cristiana Majestad, Luis XVI, rey de Francia y de Navarra, era un hombre desgarbado, afable y bienintencionado cuyos placeres en la vida consistían en comer con apetito, cazar venados y juguetear con los mecanismos internos de las cerraduras. Rodeado de ministros que le ofrecían consejos contradictorios, le costaba tomar decisiones. Cuando le pedían que tomase un camino u otro, se sumía en la confusión; una vez hecha la elección, seguía vacilando y en ocasiones cambiaba de parecer. Este desafortunado monarca de treinta y cinco años estaba en su decimosexto año en el trono cuando, en mayo de 1789, convocó a los Estados Generales en Versalles. No lo hizo por su voluntad ni porque fuera práctica habitual de los reyes franceses. Al contrario, actuó porque no tenía elección; su gobierno necesitaba recaudar dinero con la máxima urgencia para evitar una bancarrota nacional.
Aparentemente, Francia seguía en la cima de la cultura y el poder en Europa. Con sus veintisiete millones de habitantes, contaba con la mayor población europea. Había desarrollado el sistema agrario más rico y productivo del continente. Era el centro de la intelectualidad y su lengua era la lengua franca de la cultura en todas partes. Desde que en 1066 Guillermo de Normandía triunfase en Hastings, había sido vencedora en innumerables batallas. Desde principios del siglo XVI, los grandes reyes de Francia —Francisco I, Enrique IV, Luis XIV— habían sido prominentes entre los monarcas europeos. Pero cuando en 1715, el Rey Sol fue sucedido por su biznieto Luis XV, y aún seguían abiertas las interminables contiendas, los éxitos fueron más intermitentes. En la guerra de los Siete Años, que terminó en 1763, Inglaterra había despojado a Francia de la mayoría de sus posesiones coloniales más importantes en América del Norte y la India. Francia, por su parte, se cobró la venganza respaldando la lucha de los colonos norteamericanos por la independencia. La euforia por el triunfo militar en América fue tan sonada en París como en Filadelfia.
Pero las guerras cuestan dinero y había que saldar las cuentas. La guerra había debilitado y luego asolado las finanzas de la nación; sin embargo, los gastos gubernamentales seguían acumulándose. El Tesoro respondió con préstamos y en 1788 los intereses de la deuda habían absorbido la mitad del gasto del Gobierno. Los impuestos, aplicados sobre todo a las clases más bajas, resultaban aplastantes y en la fértil tierra francesa, el pueblo llano se había empobrecido. Las malas cosechas de 1787 y 1788 provocaron escasez de cereales y el incremento del precio de los alimentos. El rey y el Gobierno, que se enfrentaban a la quiebra financiera, no pudieron sino convocar los Estados Generales, el órgano de representación francés aletargado durante mucho tiempo. Al convocar la asamblea, el Gobierno admitía que no podía seguir subiendo los impuestos sin el consentimiento de la nación.
Los Estados Generales se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Los tres estados —clases de la población— estaban representados por mil doscientos delegados. El clero, considerado Primer Estado, poseía el 10 por 100 de las tierras de Francia y estaba exento de la mayoría de impuestos; contaba con trescientos delegados. La nobleza, el Segundo Estado, poseía el 30 por 100 de la tierra y gozaba de muchas exenciones de impuestos; también la representaban trescientos delegados. De esos nobles, cien eran de ideas liberales y otros cincuenta, con menos de cuarenta años, ansiaban incluso el cambio. Los plebeyos del Tercer Estado, representados por seiscientos delegados, estaban allí para hablar en nombre del pueblo que sumaba el 97 por 100 de la población francesa. La gran mayoría de este pueblo eran agricultores, aunque también se incluía en aquel estado a los trabajadores de la ciudad. El pan constituía las tres cuartas partes de la dieta de una persona normal y costaba entre un tercio y la mitad de sus ingresos. La burguesía, o clase media —banqueros, abogados, médicos, artistas, escritores, tenderos y otros— también pertenecía al Tercer Estado. Acosado por los gravosos impuestos, la carestía de alimentos, el desempleo, la pobreza y la inquietud general, el Tercer Estado deseaba un cambio desesperadamente. Sin embargo, sus delegados eran conscientes de que la convocatoria no pretendía aliviar la condición del pueblo al que ellos representaban; los habían llamado porque el Gobierno necesitaba el dinero también desesperadamente.
A las pocas semanas después de la primera asamblea, los delegados de los dos estados privilegiados —clero y nobleza— consiguieron hacer notar a los plebeyos su condición inferior. El 20 de junio, los miembros del Tercer Estado llegaron al lugar de reunión habitual y se vieron apresados por guardias armados que los obligaron a esperar bajo una intensa lluvia. Alguien recordó que había cerca una cancha de tenis cubierta y hacia allí corrieron los seiscientos delegados. Una vez a cubierto, dieron rienda suelta a sus sentimientos, proclamaron que ellos eran la auténtica Asamblea Nacional y juraron «ante Dios y el país que jamás se disolverían hasta haber redactado una constitución unánime e igualitaria tal como nos han pedido que hagamos nuestros electores».123 Cuarenta y siete miembros de la nobleza liberal se unieron a esta nueva Asamblea Nacional y juraron lo que se denominó el Serment du jeu de pomme.
El Tercer Estado no tenía permiso para declararse Asamblea Nacional ni actuar como tal, y el rey amenazó con disolver los Estados Generales por la fuerza si era necesario. El conde de Mirabeau, noble electo como plebeyo que pronto se convirtió en el delegado más destacado del Tercer Estado, se enfrentó a los emisarios del rey. «Vayan a quienes les mandan», les dijo, «y comuníquenles que estamos aquí por la voluntad del pueblo y no nos dispersaremos si no es a punta de bayoneta.»124 El 27 de junio, un decreto del rey Luis daba por terminadas todas las asambleas de los Estados Generales y las declaraba «nulas, ilegales e inconstitucionales».125 El resultado fue el estallido de disturbios en las ciudades y levantamientos en el campo. El más famoso fue la toma de la Bastilla.
La Bastilla era una fortaleza del siglo XIV, con ocho torres circulares y muros de metro y medio de grosor. Se había convertido en una prisión estatal donde encerraban a los hombres que habían quebrantado la ley u ofendido al Gobierno; en ocasiones, los internos no reaparecían jamás. En 1789, sin embargo, aquello cambió y la prisión pasó a ser más un símbolo de la tiranía que una lúgubre cárcel. El marqués de Sade, prisionero de la Bastilla hasta la semana anterior a la toma, colgó en sus muros retratos de familia y dispuso de un ropero con prendas a la moda y una biblioteca con docenas de volúmenes. El día del asalto, en la fortaleza solo había siete presos: cinco falsificadores y dos disminuidos psíquicos. Aun así, como se la consideraba arsenal real y poseía una guarnición de 114 soldados, el Gobierno decidió usarla para depositar 250 barriles de pólvora.
El 14 de julio, veinte mil parisinos, indignados por la disolución de los Estados Generales y la creciente presencia del ejército en París y por la acumulación de pólvora, marcharon sobre la Bastilla. A las pocas horas, la fortaleza se había rendido y la muchedumbre liberó a los siete prisioneros y tomó posesión de la pólvora. Al alcaide de la fortaleza lo apuñalaron con cuchillos, espadas y bayonetas; le cortaron el cuello con una navaja y clavaron su cabeza sobre una pica que balanceaban al frente de un desfile.
La caída de la Bastilla supuso un punto de inflexión, político y psicológico. La Asamblea Nacional redactó una nueva constitución y la votó el 4 de agosto: abolía la mayoría de derechos de la aristocracia y privilegios fiscales de la nobleza y el clero. El 26 de agosto, la asamblea aprobó la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen (Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano), una carta de libertades cuyo texto reflejaba las ideas de la Ilustración y el lenguaje de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Luis XVI y su familia permanecieron en Versalles. El 5 de octubre, una procesión de cinco mil mujeres (y hombres disfrazados de mujeres; acertaron al creer que el rey no ordenaría que los soldados de la guardia de palacio disparasen contra mujeres) recorrió quince kilómetros desde París, invadió el palacio erigido por el Rey Sol y, al día siguiente, obligó a la familia real a regresar a París, con ellos. Instalaron a la familia en el palacio de las Tullerías, en una condición de arresto abierto (se les permitía ir en carruaje después de comer, por los parques de la ciudad). Permanecieron allí durante nueve meses, mientras los líderes de la Asamblea Nacional —la mayoría intelectuales y abogados, además de unos pocos nobles, que pretendían mantener el orden mientras se ponía en marcha la reforma— intentaban crear una nueva forma de monarquía constitucional. En el tiempo que duraron sus esfuerzos y hasta la primavera de 1791 —veinticuatro meses después de convocar los Estados Generales y veintidós desde la toma de la Bastilla— Francia estuvo gobernada por una Asamblea Nacional, con una mayoría monárquica encabezada por Mirabeau.
La noche del 25 de marzo de 1791, Mirabeau se llevó consigo a dos bailarinas de la ópera, durmió con ellas, cayó gravemente enfermo y murió a los ocho días. Su fallecimiento hizo desaparecer a la única figura cuya reputación política y capacidad oratoria podrían haber sido garantes de la instauración de una monarquía constitucional. Aun sin él, el 3 de mayo, la Asamblea Nacional proclamó una nueva constitución que establecía una monarquía limitada. Al monarca se lo denominaría rey de los franceses, no rey de Francia, pero Francia seguiría siendo una monarquía y los políticos burgueses conservarían el control.
El 20 de junio, Luis y María Antonieta abrieron la puerta a la catástrofe política y personal. Lograron escapar de las Tullerías vestidos de sirvientes. El rey y la reina huyeron de París con sus hijos y se dirigieron hacia la frontera oriental y los Países Bajos austríacos. El carruaje real no superaba los once kilómetros por hora, porque la reina había insistido en que toda la familia permaneciese junta en un solo vehículo, grande y sobrecargado. Creyéndose fuera de peligro, se detuvieron para hacer noche en Varennes, a tan solo unos pocos kilómetros de la frontera. Allí se reconoció a la desgarbada figura vestida con abrigo verde botella y sombrero de lacayo, la apresaron y la trasladaron de nuevo a París junto con su familia, en la ignominia.
A nivel político, la huida frustrada a Varennes privó al rey de base. Desacreditó a los líderes de la Asamblea Nacional, que habían estado negociando con Luis para crear una nueva monarquía y que ahora se sentían traicionados. Muchos fueron los que desde el extranjero condenaron también al rey. Hasta que Luis fue apresado y regresó de Varennes, Catalina todavía lo consideraba un agente libre; débil, pero libre. Pero después de que lo llevasen de vuelta a París como a un animal enjaulado, desapareció toda ilusión de libertad. «Me temo que el mayor obstáculo en la huida del rey es él mismo», dijo Catalina. «Conociendo a su esposo, la reina no lo abandona, y hace bien, pero complica el problema.»126
El terrible desastre del intento de fuga despertó en todas partes conversaciones sobre la necesidad de rescatar al monarca y a su familia. Antes de finales de junio, el hermano de María Antonieta, el nuevo emperador de Austria Leopoldo II, hizo un llamado a todas las potencias europeas para que colaborasen en la restauración de la monarquía francesa. Leopoldo, que sucedía en el trono imperial a su hermano mayor, José II, llevaba tan solo un año como emperador. Su petición fue poco entusiasta e incluso artera, puesto que no tenía intención de liderar ninguna cruzada militar contra Francia, ni tan solo pensaba tomar parte en ella. Pero la preocupación de Leopoldo precipitó un encuentro con el rey Federico Guillermo de Prusia, en el balneario de Pillnitz, en Sajonia. A ellos se unió el arrogante hermano de Luis XVI, el conde de Artois, que se presentó sin invitación y exigió una intervención armada inmediata.
La Declaración de Pillnitz, firmada el 27 de agosto de 1791, no satisfizo la exigencia de Artois. Replanteó la teoría de Leopoldo según la cual el destino de la monarquía francesa afectaba «al interés común» e invitó a otros tronos europeos a colaborar aplicando «las medidas más efectivas para restituir al monarca francés en el trono». No hubo propuestas concretas. Leopoldo se mantuvo cauto porque el imperio heredado de su hermano estaba sufriendo un alzamiento en los Países Bajos y había disensión en todas partes. Al mismo tiempo, no podía ignorar el destino que aguardaba a su hermana y a su cuñado en París, por cuya integridad física ya temía. Por otra parte, a Leopoldo le preocupaba que el tipo de acción militar que Artois demandaba con tanta urgencia pudiera aumentar el peligro que corría su hermana. La decisión final de Leopoldo fue que él solo podría actuar contra Francia en concierto con otras potencias y, con esta condición, sabía que estaba a salvo. Por tanto, la Declaración de Pillnitz no comprometía a Austria en absoluto. De hecho, solo sirvió para indignar a la Asamblea Nacional francesa hasta el punto de que, ocho meses más tarde, en abril de 1792, Francia declaró la guerra a Austria. Por entonces, Leopoldo, que había muerto inesperadamente en marzo, había sido reemplazado por su inexperto hermano de veinticuatro años, Francisco II.
Durante los dos primeros años de la Revolución Francesa —desde la primavera de 1789 hasta el verano de 1791— la información sobre los sucesos en Francia aparecía sin problemas en la prensa rusa. No se censuraron las noticias que llegaban de allí, como se publicaron también abiertamente las noticias de los recién creados Estados Unidos, que acababan de preparar el borrador de su constitución republicana. La convocatoria de los Estados Generales, la declaración del Tercer Estado anunciando que se había transformado en la Asamblea Nacional, la toma de la Bastilla, la anulación de los privilegios nobiliarios, la Declaración de los Derechos del Hombre; todo se publicó en traducción completa al ruso en La Gaceta de San Petersburgo y Noticias de Moscú. Según Philippe de Ségur, la caída de la Bastilla despertó un gran entusiasmo: «Franceses, rusos, daneses, alemanes, ingleses y holandeses ... todos se felicitaban y se abrazaban en las calles».127
Cuando el Tercer Estado se proclamó Asamblea Nacional y Catalina tomó conciencia de que a los campesinos y burgueses se les había unido un grupo de nobles dispuestos a renunciar a sus privilegios sociales y políticos, se quedó atónita: «No puedo creer en el supremo talento de los zapateros y remendones para gobernar y legislar», le escribió a Grimm.128 Conforme corrían las semanas, del asombro pasó al sobresalto. «Es una auténtica anarquía», exclamó en septiembre de 1789. «¡Son capaces de colgar a su rey de una farola!»129 Le preocupaba por encima de todo María Antonieta. «Sobre todo, espero que la situación de la reina se corresponda con mi vivo interés por ella. Un gran coraje triunfa sobre un gran peligro. Yo la quiero por ser la querida hermana de mi mejor amigo, José II, y admiro su valor ... Puede estar segura de que si puedo ayudarla en algo, cumpliré con mi deber.»130 Pero mientras Rusia estuviera luchando en dos frentes —Turquía en el sur y Suecia en el Báltico— no podría cumplir con su «deber», fuese cual fuera su interpretación.
En octubre de 1789, Catalina se había dado cuenta de que si Francia entraba en una auténtica revolución, podría amenazar a todas las monarquías europeas. Eso la dejaba en una situación difícil con Philippe de Ségur. Cuando concluyeron los cuatro años de servicio del embajador en Rusia, él acudió para despedirse de la emperatriz. Catalina le dio un mensaje de amistad para su rey y también algún consejo personal.
Siento veros partir. Estaríais mejor aquí conmigo que lanzándoos al centro del huracán que podría extenderse más de lo que creéis. Vuestra inclinación hacia la nueva filosofía, vuestra pasión por la libertad os llevarán probablemente a hacer vuestra la causa popular. Lo sentiré porque yo soy y seguiré siendo aristócrata. Es mi métier. Recordad, encontraréis Francia muy febril y muy enferma.