Al volver más tarde, lo encontró reclinado aún en el diván, y esta vez, la emperatriz se hallaba sentada a su lado, despreocupada y feliz. Cerca del asiento había una mesa dispuesta para tres. Catalina le dio la bienvenida y la invitó a unirse a ellos, y durante la cena, la princesa no pasó por alto la deferencia con que trataba su amiga al joven oficial, asintiendo y riendo ante cualquier cosa que dijera y sin hacer nada por ocultar el afecto que le tenía. Fue entonces, según escribiría un tiempo después, cuando advirtió, «con un dolor y una humillación inenarrables, que entre ambos existía una relación».55
Aquel largo día aún no había concluido. Catalina estaba agotada, pero los oficiales y los soldados de la Guardia deseaban regresar a San Petersburgo para celebrar el resultado, y ella deseaba complacerlos. En consecuencia, la emperatriz victoriosa partió de Peterhof aquella misma noche para volver a la capital. Tras una breve demora destinada a proporcionarle unas horas de sueño, la mañana del domingo, 30 de junio, aún de uniforme y caballera en su montura blanca, hizo su entrada triunfal en la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de gentes entusiasmadas, y el aire, cargado de repique de campanas de iglesia y redoble de cajas. Asistió a misa y a un tedeum solemne... y se fue a la cama. Durmió hasta la medianoche, cuando entre la guardia Izmailovski comenzó a propagarse el rumor de que los prusianos iban camino de San Petersburgo. Muchos de sus soldados estaban achispados por las pródigas cantidades de alcohol que habían bebido, y temiendo que la hubiesen raptado o asesinado, abandonaron sus cuarteles para marchar hacia palacio y exigir ver a la emperatriz. Ella se levantó, se puso el uniforme y salió a tranquilizarlos: se hallaba tan a salvo como ellos mismos y como el imperio. A continuación, volvió al lecho y durmió otras ocho horas.
Pedro llegó a Ropsha a las ocho de aquella noche. El edificio de piedra, construido durante el reinado de Pedro el Grande, estaba rodeado por un parque con un lago al que había gustado de salir a pescar la emperatriz Isabel. Esta fue quien lo había obsequiado a él, su sobrino, con aquel palacio. Alejo Orlov, responsable del prisionero, lo alojó en una sala pequeña de la planta baja que no contenía mucho más que una cama. Las persianas de las ventanas se habían cerrado a conciencia para evitar que los soldados apostados en los alrededores pudiesen mirar el interior. Por lo tanto, la estancia permanecía en penumbra aun al mediodía. En la puerta hacía guardia una centinela armada, y a Pedro, encerrado en el interior, se le había prohibido caminar por el parque o salir a tomar el aire a la terraza. No obstante, le estaba permitido escribir a Catalina, y en los tres días siguientes redactó tres cartas para ella. La primera decía lo siguiente:
Ruego a vuestra majestad que confíe en mí y tenga la benevolencia de retirar a los guardias de la segunda alcoba, siendo así que la que ocupo es tan pequeña que apenas me resulta posible moverme por ella. Como bien conoce su alteza, tengo por costumbre pasear por el dormitorio y se me hinchan las piernas si no lo hago. Asimismo, os ruego que ordenéis que se abstengan de permanecer en la misma habitación que yo, pues me es preciso aliviarme y me resulta de todo punto imposible hacerlo en su presencia. Por último, os imploro que no me tratéis como un criminal, por cuanto jamás he ofendido a su majestad. Me encomiendo a vuestra magnanimidad y ruego que se me permita reunirme en Alemania con la persona mencionada [Isabel Vorontsova]. Dios recompensará a su majestad.
Vuestro más humilde y devoto siervo,
Pedro
P. D.: Puede su alteza estar segura de que no albergaré pensamiento ni emprenderé acción algunos que perjudiquen a su persona o a su reino.