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Un terremoto diplomático

La razón que explicaba la misión de sir Charles Hanbury-Williams en Rusia en 1755 era el requerimiento político de que Inglaterra defendiera al electorado de Hannover. Mediado el siglo XVIII, dos factores constantes se imponían en la estrategia militar y la diplomacia británicas: uno era la hostilidad constante con Francia, ya se encontrasen ambos países en guerra o en un periodo de paz; el otro era la necesidad de defender el pequeño estado electoral de la Alemania del norte, alejado del mar. Aquella obligación se debía a que el rey de Inglaterra era al mismo tiempo el elector de Hannover. En 1714, el elector, Jorge Luis, de cincuenta y cuatro años, fue convencido por el Parlamento para que aceptase el trono británico, con lo cual se garantizaba la supremacía de la religión protestante en las Islas Británicas. Jorge Luis se convirtió en el rey Jorge I de la Gran Bretaña, al tiempo que conservaba también su electorado y título alemanes. Esta unión personal del reino insular y el electorado continental en la figura del monarca perduró hasta 1837, cuando, durante la coronación de la reina Victoria, se prescindió de ella discretamente.

El encaje nunca fue fácil. Jorge I y después su hijo, Jorge II, preferían con mucho su pequeño electorado de población sonriente y sumisa —unas 750.000 personas— y carente de un Parlamento entrometido y que no se andaba con rodeos. Jorge I jamás aprendió a hablar inglés, y tanto él como su hijo regresaban con frecuencia a su hogar de Hannover, donde permanecían largos periodos de tiempo.

El electorado siempre fue una presa fácil para sus vecinos continentales. Defender Hannover de las posibles agresiones era algo casi imposible para Inglaterra, una potencia marítima que carecía de un gran ejército. En su mayoría, los ingleses estaban convencidos de que Hannover era un peso colgado del cuello de Inglaterra y que los intereses del electorado obligaban a sacrificar con regularidad grandes intereses de la Gran Bretaña. Pero no había escapatoria; Hannover necesitaba protección. Puesto que solamente el ejército de un aliado continental podía cumplir esta misión, Inglaterra había trabado alianzas a largo plazo con Austria y con Rusia. Durante muchas décadas, estos acuerdos funcionaron.

En 1755, el miedo a una Prusia cada día más belicosa hizo que el rey Jorge II temiera que Federico II de Prusia, su cuñado —la esposa de Federico, Sofía, era hermana de Jorge—, pudiera ceder a la tentación de invadir Hannover, igual que antes hiciera con Silesia. Precisamente para disuadir a Prusia de semejante intento, Inglaterra propuso renovar el tratado con Rusia que sir Charles Hanbury-Williams fue a negociar a San Petersburgo. Cuando el conde Bestúzhev firmó el tratado por Rusia en septiembre de 1755, sir Charles estaba jubiloso.

Pero la alegría de Hanbury-Williams fue prematura. La noticia de que Inglaterra y Rusia estaban a punto de firmar otro tratado despertó la alarma del rey de Prusia, quien, se dice, temía más a Rusia que a Dios. Asustado ante la perspectiva de que 55.000 rusos se dispusieran a marchar contra él desde el norte, dio instrucciones a sus diplomáticos para que llegasen inmediatamente a un acuerdo con Gran Bretaña. Lo lograron recuperando un tratado supuestamente extinto. Antes de negociar con Rusia, Inglaterra había intentado primero asegurarse la integridad de Hannover mediante negociaciones directas con Prusia. Federico había rechazado la propuesta, pero ahora la volvió a poner sobre la mesa apresuradamente y la aceptó. El 16 de enero de 1756, Gran Bretaña y Prusia juraron mutuamente que ninguno invadiría o amenazaría los territorios del otro. Al contrario, si algún agresor alteraba «la tranquilidad de Alemania» —una formulación lo suficientemente vaga como para poder referirse tanto a Prusia como a Hannover— ambos se unirían en contra del invasor. Los posibles «invasores» eran Francia y Rusia.

Este tratado provocó un terremoto diplomático. La alianza con Prusia le costó a Inglaterra la anterior alianza con Austria y la implantación de su nuevo tratado con Rusia. Y cuando la noticia del tratado anglo-prusiano llegó a Versalles en febrero de 1756, Francia rechazó su propia alianza con Prusia y dio vía libre a un acercamiento con su enemigo histórico, Austria. El 1 de mayo, los diplomáticos franceses y austríacos firmaron la Convención de Versalles, por la cual Francia acordaba acudir en ayuda de Austria en caso de ataque.

Seis meses antes, estos cambios habrían sido impensables; ahora eran realidad. Federico le había dado la vuelta a sus propias alianzas y, con ello, obligó a las otras potencias a reajustar también las suyas; cuando esto sucedió, apareció en Europa una nueva estructura diplomática. Una vez los acuerdos se hubieron ratificado, Federico estuvo listo para actuar. El 30 de agosto de 1756, su ejército prusiano, con un entrenamiento soberbio y bien equipado, marchó hacia Sajonia. Los prusianos no tardaron en derrotar a sus vecinos e incorporar después a todo el ejército sajón en sus propias filas. Sajonia era un satélite austríaco, y el tratado franco-austríaco, con la tinta apenas seca, provocó que Luis XV saliera de inmediato en ayuda de María Teresa. Y en cuanto esto afectó a Austria, antiguo aliado de Rusia, la emperatriz Isabel se unió a Austria y Francia en contra de Prusia. La maniobra, sin embargo, no había mejorado la seguridad de Hannover. Libre de la amenaza de Prusia, ahora el electorado se veía expuesto a los peligros de Francia y Austria.

Cuando el conde Bestúzhev mandó una nota a la embajada británica informando a Hanbury-Williams de la adhesión de Rusia a la nueva alianza antiprusiana de Francia y Austria, el embajador quedó sorprendido. El tratado recién renovado con Inglaterra, que él acababa de negociar con Bestúzhev, tenía que dejarse a un lado, aunque nunca se llegara a rechazar oficialmente.* Hanbury-Williams se encontraba en una posición inversa a la de partida; ahora Londres esperaba que favoreciera los intereses del nuevo aliado británico, Federico de Prusia, a quien antes su estancia en Rusia debía debilitar. De este modo, los grandes cambios de alianzas entre las potencias europeas se reflejaron, en miniatura, en los cambios que Hanbury-Williams tuvo que aplicar en sus propios objetivos y esfuerzos en San Petersburgo.

El inglés hizo cuanto pudo. Se convirtió en un acróbata de la diplomacia. Federico no disponía de legado en San Petersburgo; Hanbury-Williams se ofreció en secreto a asumir él mismo el papel. Aprovechándose de la valija diplomática destinada a su colega, el

embajador británico en Berlín, se esforzaría por mantener al rey prusiano informado de cuanto sucediera en la capital rusa. También recurriría a sus contactos en San Petersburgo con la intención de asegurarse de que Rusia no emprendería ningún movimiento militar serio en la guerra que se avecinaba. El más importante de sus contactos, ahora que había perdido a Bestúzhev, era Catalina. Él y la gran duquesa habían mantenido una correspondencia íntima y muchas conversaciones brillantes; él le había dado miles de libras; entre los prusianos alardeaba de que ella era su «querida amiga»; y sugirió que podría utilizarla para retrasar cualquier avance ruso.

El embajador estaba traicionando a su confidente. Catalina sabía que el tratado anglo-ruso estaba a punto de desaparecer, pero no que su amigo colaboraba en secreto con el enemigo de Rusia y había usado su nombre como aliado potencial en la intriga. El embajador estaba engañando a todo el mundo, incluso a sí mismo. En enero de 1757, Catalina reveló a Bestúzhev sus verdaderos sentimientos: «He sabido con placer que nuestro ejército pronto ... [marchará]. Os ruego que apremiéis a nuestro amigo común [Stepán Apraxin] para que, cuando haya derrotado al rey de Prusia, lo obligue a retroceder a sus antiguas fronteras, para que no tengamos que estar en guardia constante».65

Lo cierto era que, antes de partir, Apraxin había realizado frecuentes visitas a la gran duquesa y le había explicado que el lamentable estado del ejército ruso desaconsejaba una campaña de invierno contra Prusia, por lo que sería mejor retrasarla. Aquellas conversaciones no constituían una traición; Apraxin sostuvo otras charlas parecidas con la emperatriz, con Bestúzhev e incluso con los embajadores extranjeros. La diferencia estaba en que Catalina había recibido órdenes de la emperatriz prohibiéndole implicarse en asuntos políticos y diplomáticos. Quizá la gran duquesa hizo caso omiso de la orden y habló del asunto con Hanbury-Williams, pero, en caso de hacerlo, no supo que no trataba solo con su íntimo amigo inglés, sino con alguien que trasladaría sus palabras al rey de Prusia.

Catalina la Grande: retrato de una mujer
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