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Panin, Orlov y la muerte de Isabel
El deterioro de la salud de la emperatriz llevó a Catalina a plantearse su propio futuro político. Todo apuntaba a que Isabel no iba a introducir cambio alguno en la sucesión, y que Pedro seguiría a su tía en el trono. Catalina iba a quedarse sola después de verse despojada de sus amigos y sus aliados políticos. El canciller Bestúzhev había caído en desgracia y se hallaba en el exilio; el general Apraxin, también desacreditado, había muerto. Hanbury-Williams, el embajador británico, había vuelto a su país antes de pasar, él también, a mejor vida. Su amante, Estanislao Poniatowski, había partido hacia Polonia, e iba a ser imposible traerlo de vuelta. Puesta de manifiesto la incompetencia de Pedro, Catalina no pudo menos que preguntarse qué función política iba a desempeñar en un nuevo reinado. Quizá la de esposa y consejera de Pedro, actuando tal como había hecho al ayudarlo a dirigir los asuntos de Holstein. Sin embargo, si este no abandonaba su determinación de desposarse con Isabel Vorontsova, iba a quedar desplazada sin remedio. Si, por un motivo u otro, Pedro se viera sustituido en la línea de sucesión y subiese al trono Pablo, ella se haría cargo de la regencia hasta la mayoría de edad del crío. Además, pese a ser la probabilidad más remota, Catalina soñaba también a veces con la idea de ejercer por sí misma el poder supremo. Entre tanta incertidumbre solo tenía una cosa clara: ocurriera lo que ocurriese, iba a necesitar aliados.
Fueron muchos quienes la frecuentaron entonces, y entre ellos se contaba, curiosamente, el mismísimo Iván Shuválov, el favorito de la doliente, quien comenzó a cortejar a la gran duquesa de un modo que llevó a sospechar que pretendía desempeñar con la futura emperatriz el mismo papel que había representado con Isabel. Al mismo tiempo, atrajo a otros adeptos, menos calculadores y más evidentes, y al cabo, se congregó en torno a ella una tríada destacada de personas disparejas: un diplomático quisquilloso y refinado, un héroe de guerra de poca edad y una joven apasionada e impetuosa. Aunque sus orígenes eran diversos, y distintas las cualidades que exhibían, tenían algo en común: todos eran rusos, circunstancia de gran utilidad para una alemana ambiciosa por cuyas venas no corría sangre alguna de la nación de acogida.
El mayor de los tres era el primero: el conde Nikita Panin, quien contaba cuarenta y dos años. Era el protegido de Bestúzhev, aunque su caída no le había afectado por haberse hallado ausente de Rusia cuando había ocurrido. Hijo de uno de los generales de Pedro el Grande, había nacido en Dánzig en 1728 y, tras recibir su formación en el extranjero, había vuelto al hogar para servir en la guardia. A los veintinueve, su patrón lo había nombrado enviado de Rusia ante Dinamarca. Unos años después, lo trasladaron a Suecia, donde ejerció doce años de embajador. En Estocolmo lo apreciaron por ser hombre cultivado, refinado y de ideas liberales: cualidades que consideraban insólitas en un ruso. Era, como Bestúzhev, partidario de favorecer a Austria e Inglaterra frente a Prusia, y cuando cayó este y los Shuválov y los Vorontsov crearon su alianza con Francia, se resistió, aún desde la capital sueca, a apoyarla tal como le exigían ellos. Esta divergencia lo llevó a dimitir, y durante el verano de 1760 regresó a San Petersburgo. Isabel, que no había pasado por alto su aptitud, lo defendió de la facción de aquellos y lo nombró chambelán y tutor principal de su queridísimo Pablo, cargo que, amén de resguardarlo en lo político, le otorgó un gran prestigio en la corte y despertó en él un ávido interés en el resultado de la sucesión. A Pedro, como cabía esperar, no le hizo gracia esta elección. «Quede el chiquillo por el momento bajo la supervisión de Panin», rezongó, «que ya haré yo por proporcionarle una instrucción militar más apropiada.»1 Él, consciente de la hostilidad que le profesaba Pedro, era además, por carácter y educación, aliado natural de Catalina; aunque los dos —gran duquesa y tutor— albergaban ideas diferentes acerca del futuro. Él, que tenía a Pedro por incapaz de gobernar y consideraba necesario apartarlo de la sucesión de un modo u otro, deseaba ver a Pablo entronizado y a Catalina de regente, y ella hizo ver que coincidía en su parecer. «Prefiero ser madre a esposa de emperador», le dijo, cuando en realidad no tenía intención alguna de verse subordinada a su propio hijo: ansiaba la corona para sí.2 Panin se puso de su lado por la estrecha relación que había tenido Catalina con su patrón; porque se había mantenido fiel al antiguo canciller durante su descalabro, y porque, a su juicio, era preferible cualquier participación suya en el poder a ver a Pedro sobre el trono. Además, compartía su interés por la teoría política de la Ilustración y por la monarquía ilustrada que propugnaba Montesquieu. Conocía la discreción de Catalina y sabía, por lo tanto, que podía exponerle sus ideas sin temor. Aunque las muchas incógnitas le habían impedido trazar un plan de acción, existía entre ellos un lazo firme de entendimiento.
El segundo de los nuevos aliados de Catalina era Gregorio Orlov, héroe de la guerra contra los prusianos. En 1758, Federico de Prusia se afanaba por defender su reino de tres grandes potencias aliadas: Austria, Francia y Rusia. En agosto de aquel año cruzó su frontera una hueste rusa de cuarenta y cuatro mil hombres acaudillados por el general Fermor, y, el día 25, entabló batalla con aquel y con treinta y siete mil de sus compatriotas cerca de la ciudad de Zorndorf. La contienda, que duró nueve horas, se cuenta entre las más sangrientas del siglo XIX, pues se saldó con la muerte de más de diez millares de soldados por cada uno de los lados. Federico reconoció haber perdido más de una tercera parte de su ejército, y el encarnizamiento del combate fue a renovar el respeto del monarca y sus guerreros para con los rusos. Uno de los oficiales prusianos escribiría más tarde: «El terror que ha inspirado en nuestra tropa el enemigo es indescriptible».3 Aunque los dos reinos reivindicaron la victoria tras la carnicería, y en ambos campos se cantó el tedeum para dar gracias por el triunfo, los combatientes, ensangrentados, destrozados, fueron incapaces de moverse antes de los dos días. Si bien no cesaron ni los fuegos de los cañones ni las escaramuzas de la caballería, Federico y Fermor habían empujado sus recursos bélicos hasta un punto muerto.
Entre los oficiales prusianos hechos presos en la batalla de Zorndorf se hallaba el conde Kurt von Schwerin, ayudante personal del rey y sobrino de cierto mariscal de campo de su nación. El protocolo exigía que, para su traslado a San Petersburgo, puesto por obra en marzo de 1760, viajase bajo la escolta de un oficial ruso que hiciera las veces tanto de edecán como de guardia de seguridad. Tal menester recayó sobre el teniente Gregorio Orlov, quien pese a haber sido herido en tres ocasiones durante la contienda, había sabido inspirar a sus hombres y defender sus posiciones. Sus dotes de mando y su arrojo lo habían convertido en un héroe, y como tal, recibió por recompensa la escolta del conde Schwerin. Llegado este a la capital rusa, el gran duque Pedro, afligido ante la idea de que un oficial cercano al rey Federico, a quien tanta admiración profesaba, pudiese sufrir embarazo, dispuso que fuera tratado con los honores y la hospitalidad que se prodigaban de ordinario a cualquier aliado de relieve que visitaba la corte. «Si yo fuese emperador, no sería vuestra ilustrísima prisionero de guerra», aseveró al conde.4 Se le destinó una mansión a la que Pedro acudía a menudo a fin de compartir con él la mesa. Además, le concedió la libertad de ir y venir a su antojo a lo largo y ancho de la ciudad, acompañado siempre de su escolta, el teniente Orlov.
Con veinticuatro años de edad, era cinco más joven que Catalina. Procedía de un linaje de soldados profesionales que tenían el arrojo por tradición familiar. Su abuelo había formado parte de la clase de tropa de los streltsí, el cuerpo de piqueros y mosqueteros barbados fundado por Iván el Terrible que se había alzado contra las reformas militares impuestas por el joven zar Pedro el Grande. Como castigo, este había condenado a muerte a muchos de ellos, incluido este antepasado suyo. Cuando llegó su hora de poner la cabeza sobre el tajo dispuesto en la plaza Roja, el reo cruzó sin dudar el cadalso cubierto de sangre y, apartando con el pie la cabeza recién cercenada de un camarada, declaró: «Tengo que hacerme hueco».5 Pedro, impresionado por semejante desdén para con la muerte, lo indultó de inmediato y lo colocó en uno de los regimientos que estaba creando para la venidera guerra de Rusia con Suecia. Fue así como llegó a oficial. Su hijo, que alcanzaría la dignidad de teniente coronel, engendró a su vez cinco guerreros: Iván, Gregorio, Alejo, Teodoro y Vladimiro. Todos fueron oficiales de la Guardia Imperial, y gozaron del respeto de sus colegas y de la extrema admiración de sus soldados. Su familia estaba unida por vínculos muy estrechos, y los cinco se debían lealtad. Poseían una fuerza física, un coraje y una devoción al Ejército y a Rusia excepcionales. Eran grandes bebedores, jugadores y amantes, tan implacables en la batalla como en las reyertas tabernarias, y como su abuelo, despreciaban la muerte. Alejo, el tercero de los cinco hermanos, era el más inteligente. Aquel coloso de rostro desfigurado por un profundo sablazo recibido en la mejilla izquierda, que le había valido el sobrenombre de Cara Cortada, sería quien, en el futuro, llevase a término el acto que garantizaría el trono a Catalina, acto del que asumió en todo momento la entera responsabilidad y que lo hizo merecedor de la eterna gratitud callada de ella.
No obstante, fue Gregorio, el segundo de los cinco, el héroe. Estaba considerado el mejor parecido de los Orlov, y de él se decía que tenía «cabeza de ángel y cuerpo de atleta».6 No le tenía miedo a nada. Poco después de la batalla de Zorndorf, convaleciente aún de sus heridas, protagonizó una gran conquista cuando se las compuso para seducir a la princesa Helena Kurakina, amante a la sazón del conde Pedro Shuválov, gran maestre de la Artillería. Semejante incursión en la zona de influencia de tan poderosa familia lo habría puesto en peligro de no haber fallecido el aristócrata de muerte natural. La noticia de tamaña victoria sentimental fue a añadirse a su fama militar para convertir a este Orlov en una figura destacada en San Petersburgo. Lo presentaron ante la emperatriz Isabel, y acabó por llamar la atención de la esposa del heredero al trono.
No ha llegado a nosotros documento alguno que describa las circunstancias en que se produjo el primer encuentro de Catalina y Gregorio. Por lo común se cuenta que, cierto día, la gran duquesa se hallaba mirando por una ventana de palacio en solitario cuando vio en el patio a un oficial alto y apuesto vestido con el uniforme de la Guardia. Él alzó la mirada en aquel instante, y la atracción entre ambos fue inmediata. A este primer encuentro no siguió ningún minué amatorio como los que habían mediado en las aventuras habidas con Saltikov y con Poniatowski, pues, a despecho de su reputación militar, Orlov se hallaba muy por debajo de ella en la escala social y carecía de posición alguna en la corte. Sin embargo, no era hombre dado a arredrarse: el éxito obtenido con la princesa Kurakina le había dado el valor necesario para aspirar al amor de una gran duquesa, sobre todo cuando esta poseía fama de ser ardiente y encontrarse sola. Al cabo, no faltaban precedentes de combinaciones así: Pedro el Grande había contraído matrimonio con una campesina livonia y la había convertido en la emperatriz Catalina I, y su hija, la emperatriz Isabel, había pasado muchos años con un humilde, el afable corista ucraniano Alexéi Razumovski, con quien puede ser que llegara incluso a desposarse.
Catalina y Gregorio Orlov se hicieron amantes durante el verano de 1761. Mantuvieron en secreto su relación: ni la emperatriz, ni Pedro, ni los amigos de Catalina supieron nada al respecto, y los encuentros se celebraron en una casita de la isla de Vasílevski, porción de tierra rodeada por el río Nevá. Ella quedó encinta en el mes de agosto de aquel año. Aquel soldado era para la gran duquesa un género nuevo de hombre, diferente del europeo de refinado sentimentalismo que era Poniatowski y de la arrebatadora vulpeja de salón de Serguéi Saltikov. Catalina estaba enamorada de él, y él le correspondía, y entre ambos se daba una pasión física sin complicaciones. Si los nueve primeros años de matrimonio de Catalina habían sido virginales, a esas alturas era ya una mujer madura. Había amado ya a dos hombres fuera del lecho conyugal y engendrado un hijo con cada uno de ellos, y en aquel momento había aparecido un tercero para darle otra criatura.
Lo que movía a Orlov era algo muy sencillo: ella era una mujer poderosa y deseable, descuidada y acosada por su esposo, el gran duque prusianófilo a quien detestaban la oficialidad y la clase de tropa del ejército ruso. Si bien Catalina guardó con celo exagerado el secreto de su aventura, Orlov no ocultó nada a sus cuatro hermanos, quienes consideraron tal cosa un gran honor para su familia. Entre los hombres de los regimientos de la Guardia circulaban rumores de la relación, y la mayoría los acogió con admiración y orgullo.
Catalina, que se había granjeado el apoyo de Nikita Panin y, con la ayuda de los hermanos Orlov, se estaba haciendo también merecedora de la simpatía de los guardias, atrajo entonces a un tercer partidario de su causa de origen muy diferente: la princesa Catalina Dáshkova, quien, por extraño que resulte, era la hermana menor de Isabel Vorontsova, la amante de Pedro. Catalina Vorontsova —nombre de soltera de aquella— había nacido en 1744. Era la menor de las tres hijas del conde Román Vorontsov, a su vez el más joven de los hijos del antiguo canciller, Miguel Vorontsov. Nació poco después de la coronación de la emperatriz Isabel, y dado que su familia era una de las más antiguas de la nobleza rusa, fue esta quien la sostuvo sobre la pila bautismal, en tanto que su sobrino, Pedro, a quien acababan de hacer llegar de Holstein para que ejerciera de heredero del trono ruso, actuó de padrino. A la edad de dos años quedó huérfana de madre, y su padre, el conde Román, joven aún, no tardó en trocarse, según palabras de la propia Catalina, en «un hombre dado a los placeres a quien no quitaba el sueño el cuidado de su prole».7 La mandaron a vivir con su tío Miguel, quien le proporcionó una educación de gran calidad. «Hablábamos francés con gran fluidez, aprendimos algo de italiano y recibíamos algunas clases de ruso», escribió en sus memorias.8 Dio muestras de inteligencia precoz, y a menudo pasaba la noche en vela leyendo a Bayle, Montaigne, Montesquieu y Voltaire. Catalina conoció a esta jovencísima adelantada en 1758, cuando Dáshkova tenía quince años. La gran duquesa, encantada de dar con una muchacha rusa que, amén de no hablar más lengua que la francesa, apreciaba a los filósofos ilustrados, se desvivió por mostrarse agradable con ella, y ella, a su vez, la convirtió en un ídolo personal.
En febrero de 1760, a la edad de dieciséis años, se desposó con el príncipe Miguel Dáshkov, un oficial de la guardia Preobrazhenski joven, alto, popular y adinerado, a quien siguió a su destino de Moscú y con quien tuvo dos hijos en once meses. Nunca olvidó a la amiga que dejaba en San Petersburgo, con la que, de hecho, volvió a entablar relación durante el verano de 1761, cuando regresó a la capital junto con su familia. Una vez allí, su hermana Isabel y su amante, el gran duque Pedro, trataron de atraerla a su círculo. Sin embargo, las dos diferían demasiado en casi todos los aspectos. Isabel, a la que Pedro había acomodado en sus aposentos privados para tratarla más como a una futura esposa que como a una querida, era una mujer anticuada, tosca e irreverente que, no obstante, se había resuelto a contraer matrimonio con él y seguía su objetivo con determinación férrea y paciente. Sobrellevó todos los escarceos amorosos de él, y administró el ménage à quatre con Catalina y Estanislao. Con los años, Pedro reparó en que encajaban tan bien que no podía prescindir de ella.
Dáshkova también se distinguía de ella en la corte. Le importaban muy poco los refinamientos de la indumentaria, se negaba a vestir de rojo, hablaba sin parar y tenía fama de inteligente, franca y arrogante. Sumaba a su idealismo político una gazmoñería que hacía que tuviese por un oprobio doloroso la conducta de su hermana. Con independencia de que pudiera llegar a convertirse en emperatriz coronada, Catalina consideraba que Isabel estaba viviendo en un concubinato público en extremo vulgar. Y lo que es peor: se había propuesto sustituir a la mujer a la que ella veneraba: la gran duquesa Catalina.
La princesa Dáshkova pasó el verano de 1761 viviendo en la dacha que tenía su padre en el golfo de Finlandia, a mitad de camino entre el palacio de Peterhof, residencia de la emperatriz, y el de Oranienbaum, sede de la corte estival de Pedro y Catalina. Pablo permaneció con Isabel en el primero, aunque esta accedió a que la gran duquesa los visitara cada domingo a fin de pasar el día viendo a su hijo jugar en los jardines de palacio. De regreso, era frecuente que detuviera su carruaje en la dacha de los Vorontsov para invitar a la princesa a pasar el resto del día con ella en Oranienbaum. Allí, ya en el jardín, ya en sus aposentos, las dos departían de literatura y de teoría política. Dáshkova tenía la impresión de haber alcanzado una cima intelectual fuera de lo común. «Me atrevería a aseverar que la gran duquesa y yo éramos las dos únicas mujeres de todo el imperio que nos ocupábamos en lecturas serias», escribió en sus memorias.9 Aquellas largas conversaciones convencieron a la princesa de que Catalina era la única «salvadora de la nación» en que cabía confiar, y de que, por lo tanto, era ella, y no Pedro, quien debía suceder a Isabel. La gran duquesa no alentaba la expresión de estas opiniones: tenía a su amiga por una chiquilla brillante y encantadora, y encontraba halagadora su adoración y muy estimulante su compañía; pero si observaba la situación con realismo, se veía llegando al poder en calidad de esposa de Pedro. Siempre, claro, que fuera capaz de conservar su posición ante Isabel Vorontsova. Dáshkova, por su parte, le profesaba algo semejante a la idolatría: «Me tenía cautivos el corazón y la mente, y me inspiraba con entusiasmo fervoroso. La devota unión que sentía yo solo era comparable con el amor que profesaba a mi esposo y mis hijos».10
El gran duque Pedro e Isabel Vorontsova no cejaron en sus empeños en atraer a su círculo a la princesa Dáshkova. Él, que no pasó por alto la admiración que sentía por su esposa, le advirtió: «Más te vale, hija mía, no olvidar que es mucho más seguro tratar con mendrugos honrados como tu hermana o yo mismo que con los grandes ingenios que exprimen todo el zumo de la naranja antes de arrojar la cáscara».11 Ella no temía hacer frente al gran duque, tal como demostró durante una cena para ochenta asistentes en la que estaban presentes él y Catalina, y el gran duque, que había bebido demasiado borgoña, señaló la conveniencia de decapitar por impertinente a un oficial joven del que se sospechaba que era amante de uno de los familiares de la emperatriz. Dáshkova lo desafió señalando que tamaño castigo pecaba de tiránico, «pues aun cuando pudiera ser demostrado el delito en cuestión, una pena tan horrenda resultaba por demás desproporcionada para tal ofensa».
—Vos no sois más que una cría —repuso Pedro—; si no, sabríais que cicatear con la pena capital equivale a espolear la insubordinación y toda clase de desacatos.
—Pero, alteza —contraatacó Dáshkova—, casi todos cuantos tienen el honor de sentarse en su presencia han vivido bajo un reinado en el que un castigo así resulta insólito.
—Esa es precisamente —replicó el gran duque— la causa de la necesidad presente de orden y disciplina; pero creedme: vos no sois más que una niña y nada sabéis del asunto.
Los de Holstein guardaron silencio, pero ella insistió:
—Estoy muy dispuesta, alteza, a reconocerme incapaz de entender su razonamiento, y sin embargo, no dejo de ser consciente de que su augusta tía sigue viva y sentada en el trono.
Todos los ojos se volvieron hacia ella y, a continuación, hacia el heredero. Este, sin embargo, optó por poner fin a la disputa sacando la lengua a su oponente.12
Aquel episodio la hizo merecedora de no pocas alabanzas. La gran duquesa Catalina quedó encantada y la felicitó. La divulgación de aquella historia «me brindó un grado notable de prestigio», escribió Dáshkova.13 Escenas como esta lograron hacer mayor el desdén que sentía por el heredero: «Se me hacía evidente cuán poco podía esperar mi nación del gran duque, sumido en la ignorancia más degradante y sin más principios que el pedestre orgullo de ser retoño del rey de Prusia, a quien llamaba: “El rey, mi señor”».14
La princesa Dáshkova aceptó con mucho gusto la definición de mendrugo que de sí mismo hizo Pedro, pues no le cabía la menor duda de que solo quien tal cosa fuese podía preferir la compañía de su hermana a la de la deslumbrante gran duquesa. Escandalizada ante la promesa que hacía Pedro de desplazar a esta para casarse con aquella, la joven se decidió a defender a su heroína. Uno de los servicios que podía ofrecerle consistía en comunicar a Catalina cuantas noticias o cotilleos pudiesen afectarla. Esta no la alentó a hacer tal cosa, aunque lo cierto es que le era muy útil contar con una partidaria tan cercana a cuanto se comentaba en el círculo del gran duque y Vorontsova. Por otra parte, medía mucho las palabras que dirigía a su joven admiradora, quien, amén de ser una fuente valiosa de información, podía tal vez revelar a otros más de lo necesario. Este mismo motivo la llevó a mantener relaciones separadas con cada uno de quienes la apoyaban. En un primer momento, ninguna de las tres figuras más importantes sabía gran cosa de los demás, y de hecho, cada una de ellas conocía a una Catalina diferente: Panin, a la política sensata y refinada; Orlov, a la mujer arrebatada, y Dáshkova, a la filósofa admiradora de la Ilustración. Con el tiempo, esta última acabaría por considerar al primero un ejemplar destacado de la clase de ruso europeizado que tanto admiraba; pero jamás sospecharía siquiera el peso que tenía Orlov en la vida de su amiga: de hecho, la habría horrorizado saber que su ídolo se entregaba a las caricias de un soldado tosco e inculto.
A medida que empeoraba el estado físico de Isabel, crecía la angustia general ante la idea de que Pedro se tornara en emperador. Cuanto más se prolongaba la guerra, tanto mayor era el descaro con que manifestaba este su odio y su desdén por Rusia y su admiración por lo prusiano. Convencido de que su tía, cada vez más débil, sería incapaz de reunir las fuerzas necesarias para despojarlo de su herencia, no tuvo reparo en empezar a hablar de los cambios que tenía intención de hacer cuando fuera emperador: pensaba poner fin a la guerra contra Prusia; tras firmar la paz, cambiaría de lado y se uniría a Federico para combatir a Austria y Francia, a la sazón aliados de Rusia, y al cabo, emplearía el poderío ruso en favor de Holstein. Tal cosa suponía entrar en hostilidades con Dinamarca a fin de reconquistar el territorio que había arrebatado esta nación a su ducado en 1721. Comenzó a anunciar sin tapujos su propósito de divorciarse de Catalina y casarse con Isabel Vorontsova.
Pedro estaba ya haciendo todo lo posible por ayudar a Federico. A fin de mantenerlo al tanto de las juntas de guerra de la emperatriz, transmitía cuanto llegaba a sus oídos de los planes del alto mando ruso. Sir Robert Keith, el nuevo embajador británico ante San Petersburgo, recibía esta información y la incluía junto con la suya propia en la documentación diplomática que remitía a Londres. Enviaba a sus mensajeros vía Berlín, en donde el encargado de la embajada británica en Prusia hacía una copia para Federico antes de mandarlo todo a Whitehall. De ese modo, era frecuente que el rey prusiano supiese de las operaciones planeadas por los generales rusos aun antes de que se comunicaran a los adalides del campo de batalla.
Poco se esforzó el heredero por mantener en secreto su traición a la emperatriz, al Ejército, a la nación y a sus aliados. Las protestas que presentaron ante el canciller los jefes de las legaciones francesa y austríaca cayeron en saco roto, por cuanto Miguel Vorontsov creía, como todos los de la capital, que la salud precaria de la emperatriz no tardaría en fallar, y que lo primero que haría el gran duque Pedro al acceder al trono sería acabar con la guerra, hacer regresar a los ejércitos y firmar la paz con Federico. Mientras esto ocurría, no tenía motivo alguno para comprometer su propio futuro poniendo a Isabel al corriente de la traición de su sobrino. En el Ejército, no obstante, el desdén y el odio que suscitaba el heredero alcanzaron un grado tal, que hasta sir Robert Keith llegó a declarar: «Debe de estar loco para conducirse de ese modo».15
Si los guardias en particular y el Ejército en general albergaban semejantes sentimientos, podía decirse que nadie profesaba más inquina por el hombre que estaba revelando información al enemigo que los hermanos Orlov. Y de ellos, quien con más pasión la vivía era, claro, Gregorio. Si Pedro se veía obligado a abdicar, ¿qué iba a ser de la gran duquesa? Aunque había nacido en Alemania como él, llevaba dieciocho años viviendo en Rusia, practicaba la fe ortodoxa, había dado a luz al heredero más joven y guardaba total lealtad a la patria rusa. Tanto él como los otros Orlov se encargaron de difundir este mensaje dondequiera que fuesen: su aversión a Pedro, la popularidad de que gozaban en el Ejército y su interés por actuar en favor de Catalina la llevarían, a la postre, al trono.
Isabel estaba resuelta a derrotar a Prusia y a Federico. Había entrado en guerra con ellos a fin de honrar el tratado que había firmado con Austria, y tenía la intención de llevar a término lo que había empezado. Se acercaba el fin de las hostilidades: su oponente ya no acaudillaba el ejército más eficaz de Europa, y tanto austríacos como rusos se habían hecho veteranos. Las posibilidades de aquel se hacían más escasas a medida que menguaba el número de combatientes de que disponía. Tal cosa quedó de manifiesto en la batalla de Kunersdorf, entablada el 25 de agosto de 1759 a ochenta kilómetros al este de Berlín, cuando cincuenta mil prusianos respaldados por trescientos cañones acometieron a setenta y nueve mil rusos atrincherados en una sólida posición defensiva. La infantería de Federico se arrojó contra esta, y al caer la tarde, acabada la contienda, la de Kunersdorf se había convertido en la peor derrota sufrida por el monarca en toda la guerra de los Siete Años. Tras ella, los soldados prusianos se limitaron a arrojar sus mosquetes y poner pies en polvorosa. El ejército ruso, que sufrió dieciséis mil bajas entre muertos y heridos, infligió, sin embargo, dieciocho mil a las filas atacantes. El mismísimo rey perdió dos de sus caballerías mientras las montaba, y habría muerto en el campo de batalla de no haber desviado la caja de rapé de oro que llevaba en la casaca la bala que a él iba destinada. Aquella noche escribió a un buen amigo de la capital: «De una fuerza de cuarenta y ocho mil hombres, no me quedan ni tres mil. Están huyendo todos, y he perdido toda potestad sobre ellos. Berlín debe mirar por su propia seguridad. Hemos sufrido un contratiempo terrible, y no voy a subsistir. Ya no me quedan reservas, y a decir verdad, tengo para mí que todo está perdido».16 Por la mañana, se replegaron dieciocho mil soldados a fin de unirse a su rey, quien, a sus cuarenta y siete años, se hallaba sumido en la desesperación; y también en el dolor. «Sufro», escribió a su hermano el príncipe Enrique, «de reumatismo en los pies, una de las rodillas y la mano izquierda, y llevo ocho días en brazos de una fiebre casi continua.»17
En San Petersburgo, Isabel se congratuló de las buenas nuevas y soportó las malas con entereza. El 1 de enero de 1760, cuatro meses después de la batalla de Kunersdorf, hizo saber a su embajador austríaco: «Tengo intención de proseguir la guerra y mantenerme fiel a mis aliados, aunque para ello tenga que vender la mitad de mis diamantes y mis vestidos».18 El general Piotr Saltikov, al mando de su ejército en Alemania, supo corresponder a semejante dedicación: durante el verano de 1760, los rusos cruzaron el Óder, y la caballería cosaca avanzó hasta Berlín y ocupó la capital de Federico durante tres días.
Catalina optó por recluirse cuando empezó a hacerse evidente su gravidez. El pretexto con que se excusó —que la mortificaba ver a su esposo concediendo honores casi regios a su amante en público— le resultó de gran ayuda a la hora de proteger su situación real, pues en un momento en que el gran duque estaba anunciando su propósito de repudiarla no le cabía la menor esperanza de poder fingir que el niño era suyo. Resuelta a no brindar a su consorte justificación alguna por dejarla de lado, ocultó su estado con faldas ahuecadas y pasando los días en un sillón de su aposento sin recibir a nadie.
Lo cierto es que logró guardar su secreto mucho mejor que Isabel el suyo. La emperatriz había ordenado mantener al gran duque y a su esposa en la ignorancia de su enfermedad, e hizo lo posible por esconder los estragos físicos que le estaba causando: la palidez cadavérica de su semblante, el sobrepeso de su cuerpo, la hinchazón de sus piernas... Para ocultarlos, usaba vestidos largos rojos y plateados. Tenía la impresión de que Pedro aguardaba su muerte con impaciencia, pero estaba demasiado extenuada para romper su palabra y hacer realidad lo que de veras deseaba: transferir a Pablo el derecho de sucesión. Las energías y la concentración que le quedaban apenas le bastaban para ir del lecho a un sofá o un sillón. Iván Shuválov, su favorito desde hacía muy poco, no podía hacer ya nada para confortarla: todo apuntaba a que los únicos instantes de paz que tenía la soberana coincidían con los que dedicaba Alexéi Razumovski, antiguo amante suyo y quizá también su esposo, a sentarse al lado de su cama y consolarla con tiernas nanas de Ucrania. Con el paso de los días, fue perdiendo todo interés en el futuro de Rusia y en cuanto la rodeaba: sabía lo que le esperaba.
Su agonía paralizó a Europa. Todas las miradas estaban puestas en la habitación de la enferma, en la que el resultado de la guerra dependía de la lucha de una mujer por la vida. Tocando a su fin el año de 1761, nada había que ansiasen más sus aliados que el que sus médicos se las ingeniaran para prolongar su vida otros seis meses o, de ser posible, otros tantos más, para cuando esperaban que a Federico le sería imposible recuperarse. Este último reconocía en privado que estaba punto menos que acabado. El botín por el que llevaba luchando Rusia un lustro estaba al alcance de la mano. Bastaría con que el gran duque Pedro se viera apartado de su herencia unos meses más para dar al traste con su entusiasmo por el monarca prusiano y sus planes. No sería así.
A mediados del mes de diciembre de 1761, todos sabían que la emperatriz moriría pronto. Cuando Pedro declaró sin más a la princesa Dáshkova que su hermana, Isabel Vorontsova, no tardaría en ser su esposa, esta resolvió que tenía que tomar cartas para evitarlo.19 La noche del 20 de diciembre, temblando por causa de la fiebre, salió de la cama, se envolvió en un abrigo de pieles y ordenó que la llevaran a palacio. Tras acceder a él por una puerta discreta de la parte trasera, hizo que una de sus sirvientas la condujera hasta su señora. Ni siquiera había tenido tiempo de abrir la boca cuando Catalina, acostada en su lecho, le dijo: «Antes de que digáis nada, venid a la cama a calentaros». La princesa describe en sus memorias la conversación que tuvieron entonces. Ella informó a la gran duquesa de que a Isabel, a la que apenas quedaban unos días de vida, cuando no unas horas, le estaba resultando muy difícil soportar la incertidumbre en que se hallaba sumido el futuro de Catalina.
—¿Habéis ideado algún plan, o tomado precauciones para salvaguardar vuestra seguridad? —preguntó la recién llegada.
La gran duquesa no pudo menos de conmoverse... y alarmarse. Llevando una mano al corazón de Dáshkova, repuso:
—Os estoy muy agradecida, pero habéis de saber que ni he formado proyecto alguno ni hay nada que pueda tratar de hacer. Lo único que está a mi alcance es arrostrar con valor lo que tenga que ocurrir.
La princesa no estaba dispuesta a aceptar semejante pasividad.
—Si no podéis hacer nada, señora mía, ¡serán vuestros amigos quienes actúen en vuestro nombre! —declaró—. Me sobra coraje y entusiasmo para soliviantarlos a todos. ¡Dadme órdenes! ¡Mandadme lo que deseéis!
Catalina consideró esta lealtad excesiva, prematura, precipitada. En aquel momento, Orlov podía reunir a un puñado de guardias, aunque no tenía tiempo para congregar el número que necesitaban; y aquella joven exaltada e irresponsable podía ponerlos a todos en peligro antes de que estuviesen listos.
—¡Cielo santo, princesa! —respondió con calma—. Ni se os ocurra poneros en peligro. Si sufrieseis algún infortunio por mi culpa, nunca me lo perdonaría.
Y aún estaba tratando de calmar a su impetuosa visita cuando esta la interrumpió, le besó la mano y le aseguró que no tenía intención de aumentar el riesgo prolongando la entrevista. Las dos se abrazaron, y Dáshkova se puso en pie para marcharse con el mismo apremio con que había llegado. Su agitación le había impedido reparar en que Catalina estaba embarazada de seis meses.
Dos días después, el 23 de diciembre, la emperatriz Isabel sufrió una embolia, y los médicos congregados en torno a su lecho estuvieron de acuerdo en que, esta vez, no se recuperaría. Se convocó a Pedro y a Catalina, quienes encontraron a Iván Shuválov y a los dos hermanos Razumovski con la mirada gacha clavada en el semblante pálido de la almohada. La doliente permaneció lúcida hasta el último momento, sin dar señal alguna de desear introducir ningún cambio en la sucesión. Pidió a Pedro que le prometiese que cuidaría de Pablo, y él, que no ignoraba que la tía que lo había nombrado su heredero bien podía echarse atrás con solo decirlo, le dio su palabra. Ella le encargó también que protegiese a Alexéi Razumovski y a Iván Shuválov. Nada dijo a la gran duquesa, quien no se separó de la cabecera. Fuera, en la antecámara y los pasillos, se agolpaba toda una multitud. Llegó entonces el padre Teodoro Dubyansky, confesor de la emperatriz, y el recio aroma del incienso se mezcló con el olor de los medicamentos mientras se preparaba para administrar los últimos sacramentos. Pasaron varias horas, y la moribunda mandó llamar al canciller, Miguel Vorontsov. Este dijo estar demasiado enfermo para acudir a su lado, cuando en realidad lo aquejaba el temor a ofender al heredero.
La mañana del día de Navidad, Isabel pidió al padre Dubyansky que leyese la oración ortodoxa de los agonizantes, y cuando acabó, le rogó que la volviese a leer. Bendijo a todos los presentes y, tal como dicta la costumbre ortodoxa, solicitó el perdón de cada uno de ellos. El 25 de diciembre de 1761, cerca de las cuatro de la tarde, murió la zarina. Pocos minutos después, el príncipe Nikita Trubetskói, presidente del Senado, abrió los dos batientes de la puerta del aposento para anunciar a la multitud expectante: «Su majestad imperial, la emperatriz Isabel Petrovna, duerme ya en los brazos del Señor. Dios guarde a nuestro gracioso soberano, el emperador Pedro III».20