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«El nuevo rey que hemos hecho»

Si la creación de un nuevo código legal adaptado a las necesidades de la Rusia contemporánea importaba a Catalina, nada era tan prioritario para ella como la gestión de los asuntos de política exterior. Desde el comienzo de su reinado había seguido una estrategia activa y resuelta conforme a la tradición de Pedro el Grande. No bien accedió al trono, asumió el dominio absoluto de las relaciones de Rusia con los estados foráneos, y a fin de poner de manifiesto el uso que pensaba hacer de su autoridad autocrática en este ámbito, exigió de inmediato que se le presentaran todos los despachos diplomáticos que llegasen al Ministerio de Asuntos Exteriores.

Tenía mucho trabajo por delante. Cuando Pedro el Grande tomó posesión exclusiva del trono en 1694, Rusia era un coloso sin acceso al mar que carecía de un solo puerto marino libre de hielo y accesible todo el año. Suecia dominaba la región superior del Báltico, y el mar Negro se hallaba en poder de los turcos otomanos. Más tarde, de resultas de la victoria obtenida en la gran guerra del norte, Pedro acabó con el acaparamiento sueco, amplió las posesiones rusas por la costa del Báltico hasta incluir el gran puerto de Riga y creó una capital nueva para la nación: San Petersburgo, sita en el golfo de Finlandia. En el sur, donde combatía al turco, trató de alcanzar el mar Negro, y aunque lo logró al principio en el de Azof, en la desembocadura del río Don, perdió su trofeo cuando lo derrotó el enemigo a orillas del río Prut. A la muerte de Pedro, ocurrida en 1725, Rusia seguía sin tener acceso meridional al mar ni al mundo exterior. Al otro lado de la frontera occidental de la nación se extendía Polonia, reino gigantesco de gobierno caótico, que en otro tiempo había arrebatado porciones considerables de territorio a Rusia y a Ucrania. Catalina, por lo tanto, había de mirar al sur y al oeste si quería emular a Pedro expandiendo su imperio y abriendo vías de salida al mundo. Al sur se encontraba Turquía, y al oeste, Polonia.

La enfermedad del monarca polaco, ya en estadio terminal, la llevó a considerar este reino su primer objetivo. La llamada Mancomunidad de las Dos Naciones, nacida de la unión del reino de Polonia y el gran ducado de Lituania, era tan grande como Francia. Se extendía de este a oeste entre el Dniéper y el Óder, y de norte a sur, desde el Báltico a los Cárpatos y las provincias balcánicas turcas del Danubio. La frontera entre Polonia y Rusia serpenteaba al norte y al sur a lo largo de mil quinientos kilómetros. En siglos anteriores, estando el cetro en manos de soberanos nativos, el de Polonia había sido uno de los estados más poderosos de Europa. En 1611, su ejército había ocupado el Kremlin. Aunque en fechas más recientes los zares habían recuperado parte del territorio perdido —Smolensko, Kiev y la región occidental de Ucrania, por ejemplo, volvían a ser rusas—, seguía habiendo áreas considerables del oeste de Rusia pobladas por eslavos ortodoxos integradas en Polonia.

A mediados del siglo XVIII, Polonia se hallaba en franca decadencia. La Dieta constituía una institución débil de condición cuasi parlamentaria, elegida por la nobleza polaca y lituana y compuesta por un millar de aristócratas que poseían un voto único e igualitario. El cargo de rey de Polonia —que no constituía una dignidad hereditaria, sino dependiente del voto unánime de la Dieta— tenía menos solidez aún. El monarca, al serlo por elección de todos los integrantes de la asamblea, se debía a cada uno de ellos. Además, estos se veían obligados a escoger a un extranjero por darse por sentado que las figuras descollantes de la nobleza polaca no iban a unirse de forma consensuada en torno a una de ellas. Desde 1736, la corona había reposado en la cabeza del elector Augusto de Sajonia, quien a la vez reinaba, pues, como III de Polonia. Sin embargo, en ese momento estaba agonizante y se hacía necesario dar con un sucesor.

A lo que tenía de precario ser una república gobernada por un rey electo, se unían otras realidades políticas muy perjudiciales y no menos propias de Polonia. Cualquiera de los miembros de la Dieta tenía la potestad de interrumpir y poner fin a una sesión mediante el ejercicio del liberum veto, procedimiento que otorgaba a todos ellos la facultad de vetar cualquier decisión de la asamblea aun cuando contase con la aprobación de todos los demás. Este único voto negativo anulaba todas las que se hubieran adoptado con anterioridad en aquella sesión, y dado que siempre cabía comprar el voto de un diputado, dicho mecanismo hacía imposible cualquier reforma. El gobierno polaco se tambaleaba de crisis en crisis, en tanto que la dirección del país recaía en manos de terratenientes inmensamente ricos.

Existía, empero, una fórmula política capaz de neutralizar el liberum veto, consistente en la creación de una «confederación» temporal, la alianza de un grupo de nobles destinada al logro de un objetivo único concreto. Una vez convocada, la Dieta confederada podía tomar decisiones por mayoría —y no por unanimidad— antes de disolverse y volver a dejar a Polonia sumida en la anarquía política de costumbre. No resulta sorprendente que dicha combinación frecuente de disensión e incompetencia abriese la puerta de par en par a la interferencia del extranjero. De hecho, hubiera resultado difícil idear un sistema mejor de permitir que los vecinos poderosos interviniesen en los asuntos internos de la nación. Y tal posibilidad no fue en ningún momento tan patente como en 1762, estando el monarca en su lecho de muerte. Por lo común se daba por supuesto que lo sucedería su hijo en calidad tanto de elector de Sajonia como de rey de Polonia, pues era el candidato favorito de Austria, de Francia y de un número considerable de polacos.

Sin embargo, no era el preferido de Catalina, quien ni siquiera había esperado a que muriese Augusto para apoyar una opción diferente. La figura nativa más sólida habría sido el príncipe y canciller Adam Czartoryski, personaje más destacado de los rusófilos polacos y hombre de carácter marcado e influencia y riqueza nada desdeñables. Sin embargo, el poderío, la experiencia y la fortuna económica no eran las cualidades que buscaba la emperatriz para el nuevo rey: quería a alguien más débil, más flexible y necesitado, y había encontrado ya un candidato que cumplía todos estos requisitos, sobrino del citado y antiguo amante suyo: Estanislao Poniatowski. En una fecha tan temprana como la del 2 de agosto de 1762, un mes después de su ascensión al trono, le había escrito lo siguiente: «Voy a enviar al conde Keyserling de inmediato en calidad de embajador ante Polonia para haceros a vos rey tras la muerte de Augusto III».131 Catalina había autorizado a Hermann Keyserling a sobornar a quien fuese necesario y hasta alcanzar la cantidad de cien mil rublos, y a continuación, para completar el oro con acero, destinó a treinta mil soldados a la frontera entre Rusia y Polonia.

Aun así, dado que no deseaba que la elección de su candidato se supusiera sostenida, sin más, por el dinero y las bayonetas rusos, buscó a otro monarca que apoyase su elección. Sabía que Austria y Francia preferirían al sajón, y también que Federico de Prusia se oponía en redondo al reinado de otro soberano de Sajonia y que, de hecho, iba a desaprobar por sistema cualquier propuesta de María Teresa de Austria. Tenía para sí que el monarca prusiano estaría dispuesto a mostrarse de acuerdo ante la idea de promover a un nativo de Polonia, y entendía que, si se unían Prusia y Rusia, Polonia se vería intimidada desde el este y desde el oeste y su tambaleante Estado se iba a encontrar en un brete diplomático y militar nada baladí.

Federico consideró con detenimiento la propuesta de la zarina. Su propia situación diplomática no era precisamente fuerte: después de haber escapado por poco de la derrota en la guerra de los Siete Años, su nación estaba extenuada, arruinada y aislada en lo diplomático. Necesitaba un aliado, y Rusia parecía ofrecer la mejor opción —si no la única—. Sin embargo, era demasiado diestro en el terreno de las negociaciones para correr a sellar un pacto cuando la corona polaca era el único asunto que había sobre la mesa de negociaciones. Él también prefería un candidato nativo de Polonia a uno sajón, pero no ignoraba que a Catalina le interesaba aún más que a él mantener la «bendita anarquía» que imperaba en aquel Estado.132 Por lo tanto, tuvo la astucia de declarar que colaboraría con ella, aunque solo a cambio de la alianza con Rusia que tanto ansiaba. En un principio, tal solución no atrajo en absoluto a Catalina, quien no pasaba por alto que un nuevo pacto con Prusia recordaría a los rusos el acuerdo, tan efímero como impopular, que había hecho Pedro III con Federico, a quien se había referido como «El rey, mi señor».

La emperatriz no quiso dar una respuesta definitiva, pues tenía la intención de apaciguarlo y agasajarlo con obsequios exóticos. Así, en lugar de un tratado, Federico comenzó a recibir sandías de Astracán, uvas de Ucrania, dromedarios de Asia central, caviar, esturión y pieles de zorro y marta. Federico se los agradeció con el siguiente comentario sarcástico: «Aunque existe una vasta diferencia entre las sandías de Astracán y la asamblea de diputados de Polonia, todo ello cae dentro de cuanto abarca vuestra actividad. Las mismas manos que regalan fruta pueden repartir coronas y garantizar la paz de Europa, por lo cual nosotros mismos y el resto de cuantos están interesados en los asuntos polacos os colmaremos eternamente de bendiciones».133

A la postre prevaleció el interés mutuo, y Federico ofreció un gesto de aprobación de la elección de Catalina concediendo a Poniatowski la Orden del Águila Negra, la mayor condecoración militar de cuantas se otorgaban en Prusia. Catalina se permitió olvidar que, no mucho antes, había obsequiado con ella a su esposo, Pedro III, quien no tenía más de soldado que Estanislao. No obstante, Federico obtuvo la alianza que tanto deseaba: un tratado de defensa recíproca que los vinculaba por ocho años. Cada una de las dos potencias se comprometió a ayudar a la otra, en caso de ataque de una tercera, mediante el envío de un subsidio de cuatrocientos mil rublos. De ser dos las potencias atacantes, el otro aliado debía proporcionar una fuerza de diez mil soldados de infantería y dos mil de caballería. Además, se entendía que Rusia y Prusia iban a colaborar en cuanto tuviera que ver con el atolladero político en que se hallaba sumida Polonia. En la situación política más inmediata, tal cosa significaba el apoyo de Prusia a la candidatura de Estanislao. No valían sutilezas ni dudas: en un apartado secreto, los dos monarcas declaraban que ambas partes estaban resueltas a garantizar «unos comicios libres sin influencia externa alguna» y «a recurrir, de ser necesario, a la fuerza de las armas si alguien tratase de impedir la libre elección del rey de Polonia o inmiscuirse en la Constitución existente».134 Si había polacos que se oponían a este «rey legítimamente elegido» mediante la proclamación de una confederación antagónica, los aliados se comprometían a emplear «todo el rigor militar contra ellos y con sus tierras sin la menor compasión».135

Aún no se había concluido la negociación de este tratado cuando, en septiembre de 1763, falleció Augusto III. A esas alturas, el momento de su muerte carecía de la menor relevancia política: Catalina y Federico habían llegado a un acuerdo respecto de su candidato. La emperatriz recibió la noticia de la defunción con ingenio mordaz: «No os riáis de mí si os digo que salté de mi asiento al saber de la muerte del rey polaco», escribió a Panin, «porque el monarca de Prusia saltó de detrás de su escritorio».136

Catalina había estado unida emocionalmente a Estanislao Poniatowski hasta dos años después de que la emperatriz Isabel hubiese mandado al noble polaco de vuelta a su nación desde Rusia de forma sumaria en 1758. Le había escrito a menudo en calidad de padre de su pequeña Ana, y había tratado de lograr que volviesen a solicitar sus servicios de embajador en San Petersburgo. Luego conoció a Gregorio Orlov, un hombre menos refinado, aunque dotado de una confianza, una fuerza y una resolución mayores. Seguía escribiéndose con Estanislao, y su correspondencia no había dejado nunca de contener pródigas expresiones de afecto mutuo —de hecho, la cordialidad de estas había llevado a Poniatowski a considerarse ligado a Catalina de manera permanente—. La gran duquesa, sin embargo, no le decía toda la verdad, y se las compuso para omitir de las cartas detalles de su aventura con Orlov entre los que se incluían su embarazo y el nacimiento del hijo que tuvo con Gregorio. Si Estanislao supo de este por otros medios, debió de persuadirse de que lo de aquel soldado tosco e ineducado no podía ser más que un encaprichamiento de aquella. Y cuando ella llegó al trono y enviudó, el polaco olvidó por entero a Orlov y se puso a contar los días que faltaban para que ella lo llamase de nuevo a su lado.

Catalina, que conocía o intuía estos sentimientos, trató de advertirle que estaba equivocado, y así, el 2 de julio de 1762 le escribió diciendo:

Os ruego, por lo que más queráis, que no vengáis, pues, en las circunstancias presentes, vuestra llegada sería peligrosa para vos y podría hacerme a mí no poco daño. La revolución que acaba de producirse en mi favor ha sido portentosa, y su unanimidad, increíble. Estoy muy entregada a mis ocupaciones y dudo que pudiese consagrarme a vos. Sabéis que serviré y veneraré a vuestra familia hasta el fin de mis días, y sin embargo, en este instante es de suma importancia no suscitar críticas. Llevo tres noches sin dormir y he tomado dos comidas en cuatro días. Adiós.

Salud,

Catalina

Catalina la Grande: retrato de una mujer
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