Seguida por trescientos hombres, se dirigió en medio de una noche tremendamente fría hacia el Palacio de Invierno. Caminó por delante de la guardia de palacio sin que esta presentase oposición y se dirigió hacia los aposentos de Ana Leopóldovna, donde tocó a la regente, dormida, en el hombro y le dijo: «Hermanita, es hora de levantarse». Consciente de que estaba perdida, Ana Leopóldovna suplicó clemencia para ella y para su hijo. Isabel le aseguró que nadie haría daño a ningún miembro de la familia de Brunswick. Comunicó a la nación que había ascendido al trono de su padre y que los usurpadores habían sido apresados y serían acusados de haberla privado de sus derechos de herencia. El 25 de noviembre de 1741, a las tres en punto de la tarde, Isabel volvía a entrar en el Palacio de Invierno. A los treinta y dos años, la hija de Pedro el Grande era la emperatriz de Rusia.
Su primera actuación como soberana fue derramar gratitud a quienes le prestaron su apoyo durante los largos años de espera. Ascensos, títulos, joyas y otras recompensas corrían a raudales. Cada uno de los miembros de la Guardia Preobrazhenski que habían marchado con ella al Palacio de Invierno fue ascendido. Lestocq pasó a ser el asesor personal y médico en jefe de la soberana, además de recibir un retrato de la emperatriz en un marco de diamantes y una generosa renta anual. Razumovski se convirtió en conde, en chambelán de la corte y en montero mayor. Nombró a otros consejeros personales, creó otros condes y puso en sus ansiosas manos otros retratos con joyas encastadas, tabaqueras y anillos.
Pero el problema más acuciante de Isabel no se podía resolver con dádivas. En San Petersburgo, aún vivía un zar: Iván VI. Había heredado el trono a los dos meses y fue destronado a los quince, sin saber que era el emperador, pero había sido ungido, su imagen corría por el país grabada en las monedas y se habían ofrecido plegarias por él en todas las iglesias de Rusia. Desde el principio, Iván obsesionó a Isabel. En origen, ella quiso enviarlo al extranjero, con sus padres, y con esta intención mandó a Riga a toda la familia de Brunswick, como primera etapa de su viaje hacia el oeste. Pero cuando estuvieron en Riga, cambió de idea: quizá sería más seguro quedarse con aquel peligroso y pequeño prisionero y mantenerlo bien sujeto y custodiado en su propio país. Apartaron al niño de sus padres y lo clasificaron como prisionero secreto del Estado, una condición que conservaría durante los veintidós años de vida que le quedaban. Fue trasladado de una prisión a otra; ni siquiera así podía saber Isabel cuándo podría prepararse un intento de liberarlo y restaurarlo en el poder. Casi de inmediato se presentó una solución: si Iván tenía que vivir y aun así ser inofensivo de forma permanente, había que encontrar a un nuevo heredero para el trono, un sucesor de Isabel que pudiera asegurar el futuro de la dinastía y ser reconocido por la nación rusa y por el mundo. Un heredero así, Isabel ya lo sabía, jamás provendría de su cuerpo. No tenía marido conocido; ya era tarde y no encontraría jamás al adecuado. Además de que, pese a sus muchos años de despreocupada voluptuosidad, jamás se había quedado embarazada. El heredero que ella necesitaba, por tanto, tendría que ser el hijo de otra mujer. Y allí estaba el niño: el hijo de su amada hermana Ana; el nieto de su venerado padre, Pedro el Grande. El heredero al que ella traería a Rusia, educaría y proclamaría era un joven de catorce años que vivía en Holstein.