Una vez que madame d’Arnim hubo montado, Catalina se colocó en cabeza, adelantando a Pedro, que se había puesto en marcha con anterioridad, mientras la invitada y su caballo quedaban atrás. Finalmente, contó Catalina, «a cierta distancia de la corte, madame Choglokova, que nos seguía en un carruaje, recogió a la dama que no dejaba de perder el sombrero y luego los estribos».
La aventura no había terminado. Aquella mañana había llovido y los charcos llenaban los escalones y el porche de las caballerizas. Catalina desmontó, subió los escalones y cruzó el porche descubierto. Madame d’Arnim la siguió pero, siendo el paso de Catalina ligero, tuvo que correr. Resbaló en un charco, patinó y cayó de bruces. Todo el mundo se echó a reír. Madame d’Arnim se levantó abochornada, culpando de la caída a las botas que estrenaba ese día, según dijo. El grupo regresó de la excursión en carruaje y, por el camino, madame d’Arnim insistió en conversar sobre la excepcional naturaleza de su montura. «Nos mordimos los labios para no reír», contó Catalina.58