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Catalina reta a Brockdorff y ofrece un baile
En la primavera de 1757, Catalina observó que la influencia de Brockdorff sobre su marido estaba intensificándose. El ejemplo más claro lo tuvo cuando Pedro le contó que debía mandar órdenes a Holstein para arrestar a uno de los ciudadanos principales del ducado, un hombre llamado Elendsheim, que había llegado a lo más alto gracias a su educación y su talento. Catalina le preguntó por qué había que arrestarlo: «Me han contado que es sospechoso de malversación de fondos», le respondió su esposo.78 Catalina quiso saber quién formulaba la acusación. «¡Oh! Nadie le acusa porque todo el mundo allí le teme y lo respeta, y por eso precisamente debo arrestarlo», explicó Pedro. «En cuanto lo haga, estoy seguro de que saldrán muchísimos acusadores.»
Catalina se estremeció. «Haciendo las cosas de este modo», dijo, «no habrá en el mundo un solo hombre inocente. Cualquier persona celosa podrá difundir un rumor y, según la fuerza que este tenga, la víctima será arrestada. ¿Quién os está dando tan malos consejos?»79
«Siempre queréis saber más que el resto», se quejó Pedro. Catalina le contestó que se lo preguntaba porque no creía que el gran duque, por sí mismo, fuera a cometer tamaña injusticia. Pedro caminó por la habitación y de repente se fue. Volvió al poco rato y dijo: «Venid a mis aposentos. Brockdorff os explicará el problema de Elendsheim. Os convencerá de por qué debo arrestarle».80
Brockdorff estaba esperando. «Hable con la gran duquesa», dijo Pedro. Brockdorff hizo una reverencia. «Tal como Su Alteza Imperial me ordena, hablaré con Su Alteza Imperial», dijo, y se volvió hacia Catalina: «Se trata de una cuestión que debe manejarse con gran secreto y prudencia. Holstein está plagado de rumores sobre los desfalcos y apropiaciones indebidas de Elendsheim. Nadie lo acusa porque le temen, pero cuando se encuentre bajo arresto, habrá tantas acusaciones como se desee».81 Catalina le pidió detalles. Resultaba que Elendsheim, como jefe del Ministerio de Justicia, había sido acusado de extorsión porque, tras cada juicio, quien había perdido se quejaba de que la otra parte había ganado solo porque los jueces se habían dejado sobornar. Catalina replicó que Brockdorff estaba tratando de empujar a su esposo a cometer una flagrante injusticia. Valiéndose de su lógica, dijo ella, el gran duque podría encerrarlo a él, Brockdorff, y declarar que las acusaciones ya vendrían después. En cuanto a los litigios, añadió ella, era fácil comprender por qué quienes perdían siempre afirmaban que solo había sucedido de este modo porque los jueces estaban comprados.
Ambos hombres permanecieron en silencio y Catalina abandonó la habitación. Brockdorff dijo al gran duque que cuanto había dicho su esposa era fruto de las ansias de dominación; que ella desaprobaba todo cuanto no había propuesto ella misma; que Catalina no sabía nada de los asuntos políticos; que las mujeres siempre querían entrometerse en todo y arruinaban cuanto ellos tenían entre manos; y que no estaba en su mano adoptar ninguna medida seria al respecto. Al final, Brockdorff consiguió pasar por encima del consejo de Catalina y Pedro mandó a Holstein orden de que detuvieran a Elendsheim.
Catalina, disgustada, contraatacó reclutando la ayuda de Lev Narishkin y otros. Cuando Brockdorff pasaba por su lado, gritaban: «Baba ptitsa!», «pelícano»,82 porque consideraban que el aspecto de este pájaro era horrible, tan horrible como el propio Brockdorff. En sus Memorias, Catalina escribió: «Le sacó el dinero a todo el mundo y convenció al gran duque, que siempre necesitaba dinero, de que hiciera lo mismo vendiendo condecoraciones y títulos de Holstein a quienes pagasen por ellos».83
Pese a sus esfuerzos, Catalina no pudo debilitar la influencia de Brockdorff sobre Pedro. Se acercó a Alejandro Shuválov para decirle que consideraba a Brockdorff una compañía peligrosa para un joven príncipe, heredero de un imperio. Aconsejó al conde que advirtiese a la emperatriz. Él le preguntó si podía mencionar su nombre y Catalina asintió y añadió que, si la emperatriz deseaba escucharla a ella en persona, hablaría con franqueza. Shuválov accedió. Catalina esperó y, al final, el conde le informó de que la emperatriz buscaría un momento para hablar con ella.
Mientras esperaba, Catalina empezó a implicarse en los asuntos de Pedro desde una perspectiva positiva. Una mañana, Pedro entró en las habitaciones de su esposa, seguido de cerca por su secretario, Zeitz, que llevaba un documento en la mano. «¡Fijaos en este diablo!», dijo Pedro. «Ayer bebí demasiado y hoy sigo aturdido, pero aquí está él, entregándome papeles de los que quiere que me ocupe. ¡Me persigue incluso hasta vuestras habitaciones!».84 Dirigiéndose a Catalina, Zeitz aclaró:
—Cuanto tengo aquí requiere solamente un sencillo «sí» o «no». No os ocupará más de un cuarto de hora.
—Veamos —intervino Catalina—.Quizá podamos resolverlo antes de lo que creéis.
Zeitz empezó a leer en voz alta y según él hablaba, Catalina respondía sí o no. A Pedro le gustó el procedimiento, y Zeitz le dijo: «Lo ve, mi señor, si vos consintierais en hacer esto dos veces por semana, vuestros asuntos no se atrasarían. Se trata de nimiedades, pero hay que atenderlas, y la gran duquesa ha terminado con todas ellas con seis síes y seis noes». A partir de aquel día, Pedro mandaba a Zeitz con Catalina cada vez que se precisaba de él un sí o un no. Al final, Catalina pidió a su esposo que le entregase una orden firmada enumerando las cuestiones sobre las que ella podía decidir sin su permiso. Pedro se lo concedió.
Después de esto, Catalina le comentó a Pedro que si las decisiones relativas a Holstein se le hacían pesadas, debía darse cuenta de que no eran más que una pequeña parte del trabajo que tendría cuando fuera el responsable del imperio ruso. Pedro reiteró que él no había nacido para Rusia, que encajaba tan poco con los rusos como los rusos con él. Ella le sugirió que pidiera a la emperatriz que lo pusiera al día de la administración de los asuntos gubernamentales. En especial, lo apremió para que preguntase si podía asistir a las reuniones del Consejo Imperial. Pedro habló con Alejandro Shuválov, que aconsejó a la emperatriz que lo admitiera siempre que ella estuviera presente. Isabel accedió, pero al final aquello terminó en nada, porque la emperatriz solo acudió una vez. Ninguno de los dos volvió a ir.
Rememorando aquellos años, Catalina escribió: «El gran problema radica en que yo intenté mantenerme tan fiel a la verdad como me fue posible, mientras que él dejaba que quedase atrás, cada vez más atrás».85 Las invenciones más extravagantes de Pedro eran de carácter personal y poco significativas; con frecuencia, dice Catalina, las originaba el deseo de impresionar a una joven. Aprovechando la inocencia de esta persona, le contaría que, de niño, cuando vivía con su padre en Holstein, solían colocarlo al mando de un destacamento de soldados y enviarlo a acorralar a los gitanos que merodeaban por el campo cerca de Kiel. Destacando siempre su habilidad y valor, Pedro describía las brillantes tácticas que había usado para perseguir, rodear, combatir y apresar a aquellos oponentes. Al principio, se cuidaba de contar estas historias solo a la gente que no lo conocía en absoluto. Luego, fue ganando en atrevimiento y contaba estas historias ante personas que lo conocían mejor, pero confiaba en que, por su discreción, no lo contradirían. Cuando empezó a inventar estas aventuras en compañía de Catalina, esta le preguntó cuántos años antes de la muerte de su padre se habían desarrollado estos acontecimientos. Según recordaba ella, Pedro le contestó que tres o cuatro años antes. «Bien», dijo ella, «empezasteis muy joven, porque tres o cuatro años antes de la muerte de vuestro padre, vos solo contabais con seis o siete años. Teníais once años cuando murió vuestro padre y os dejaron bajo la tutela de mi tío, el príncipe heredero de Suecia. Lo que también me sorprende», prosiguió Catalina, «es que vuestro padre, siendo vos su único hijo y con una salud tan delicada en aquella edad, os hubiera enviado a vos, su heredero, con seis o siete años, a combatir a bandoleros.»86 No fue ella, concluía Catalina, sino el calendario quien desacreditó la historia.
Pese a todo, Pedro seguía acudiendo a Catalina en busca de ayuda. Como su propio futuro estaba vinculado al de él, ella hacía cuanto estaba en su mano. Le dispensaba un trato más propio de un hermano menor que de un marido: lo aconsejaba y regañaba, escuchaba las confidencias sobre aventuras amorosas y siguió prestándole su colaboración en las cuestiones de Holstein. «Cuando él se veía perdido», decía Catalina, «acudía a mí, corriendo, en busca de consejo y luego, cuando ya lo tenía, se marchaba tan rápido como le permitían las piernas.»
Al final, Catalina se dio cuenta de que la emperatriz no aprobaba sus esfuerzos por ayudar a su marido. La víspera en que Isabel mandó llamar por fin a Catalina para la entrevista que esta había solicitado ocho meses antes, la emperatriz estaba sola. El primer asunto que trataron fue el de Brockdorff. Catalina explicó los detalles del asunto de Elendsheim y dio a la emperatriz su opinión acerca de la nociva influencia que Brockdorff suponía para su esposo. Isabel escuchaba sin intervenir. Pidió detalles sobre la vida privada del gran duque. Catalina le contó cuanto sabía. Empezó a hablar sobre Holstein de nuevo e Isabel la interrumpió. «Parecéis bien informada sobre ese país», dijo fríamente.87 Catalina comprendió que su discurso estaba causando una mala impresión. Respondió que sí, estaba bien informada porque su esposo le había ordenado que lo ayudase con la administración de aquel pequeño país. Isabel frunció el ceño, permaneció en silencio y luego, sin previo aviso, despidió a Catalina. La gran duquesa no sabía qué ocurriría a continuación.
Mediado el verano de 1757, Catalina puso en práctica otro método para tratar de apaciguar a su marido: dio una fiesta en su honor. Para su jardín de Oranienbaum, el arquitecto italiano Antonio Rinaldi había diseñado y edificado un enorme carro de madera capaz de aguantar a una orquesta de sesenta músicos y cantantes. Catalina encargó que escribieran unos versos y los musicasen. Había dispuesto lámparas por toda la gran avenida del jardín y después aisló la avenida con una inmensa cortina, detrás de la cual se dispusieron mesas preparadas para la cena.
Al anochecer, Pedro y docenas de invitados llegaron al jardín y tomaron asiento. Después del primer plato, alzaron la cortina que ocultaba la gran avenida iluminada. En la distancia se veía a la orquesta que, sobre ruedas, se aproximaba en el carromato gigante, tirado por veinte bueyes engalanados con guirnaldas. Bailarines, masculinos y femeninos, actuaban al lado de la carreta en movimiento. «El tiempo fue espléndido», escribió Catalina, «y cuando el carro se detuvo, la casualidad quiso que la luna pendiera directamente sobre él, una circunstancia que produjo un hermoso efecto que admiró a toda la concurrencia.»88 Los comensales se levantaban de las mesas para ver mejor. Entonces la cortina cayó y los invitados volvieron a ocupar sus sillas esperando al siguiente plato. Una fanfarria de trompetas y platillos anunció una lotería gratuita y complicada. A cada lado del gran telón, se alzó una cortina más pequeña que dejó ver unos aparadores muy iluminados, con objetos de porcelana en su interior, flores, cintas, abanicos, peines, bolsos, guantes, borlas de espada y los mejores objetos disponibles. Cuando se acabaron todos estos premios, se sirvió el postre y la concurrencia bailó hasta las seis de la mañana.
La fiesta fue un éxito. Pedro y su séquito, incluidos los de Holstein, elogiaron a Catalina. En sus Memorias, se regodeó con la victoria. «La gran duquesa es la amabilidad personificada», decía la gente, según se complació en anotar.89 «Dio regalos a todo el mundo; fue encantadora; sonreía y disfrutaba haciendo que nosotros bailásemos, comiésemos y nos divirtiéramos.»
«En resumen», ronroneaba Catalina, «descubrieron que poseo cualidades que aún no habían reconocido y, con ello, desarmé a mis enemigos. Era lo que pretendía.»
En junio de 1757, un nuevo embajador francés, el marqués de l’Hôpital, llegó a San Petersburgo. Versalles era muy consciente de la enfermedad de Isabel y la creciente influencia de Catalina, y aconsejaron al marqués que «agradase a la emperatriz, pero, al mismo tiempo, se congraciase con la corte más joven».90 Cuando l’Hôpital se presentó por primera vez en visita oficial en el Palacio de Verano, fue Catalina quien lo recibió. Ella y su invitado esperaron cuanto pudieron la aparición de la emperatriz, pero terminaron sentándose a cenar juntos y el baile se inició sin ella. Eran días de «sol de medianoche» y la habitación tuvo que oscurecerse artificialmente para que los huéspedes pudieran disfrutar del efecto completo de los centenares de velas. Al final, con una luz más tenue, apareció Isabel. Conservaba cierta belleza en el rostro, pero la inflamación de las piernas no le permitió bailar. Tras unas cuantas palabras de bienvenida, se retiró a la galería y desde allí contempló con aire triste la brillante escena.
L’Hôpital comenzó entonces su misión de estrechar los lazos entre Francia y Rusia. Empezó a proponer que se ordenara el regreso de Hanbury-Williams a Inglaterra y de Poniatowski a Polonia. Los Shuválov le dispensaron una calurosa bienvenida, pero la corte joven lo rechazó. A Pedro no le despertaban simpatía los enemigos de Prusia y Catalina mantenía los lazos con Bestúzhev, Hanbury-Williams y Poniatowski. Incapaz de contrarrestar la influencia de aquellos tres hombres, l’Hôpital informó a su Gobierno de que el intento de influir en la joven corte sería baldío. «El gran duque es un prusiano convencido y la gran duquesa, una inglesa incorregible», dijo.91
Pese a todo, el embajador francés consiguió una gran victoria: logró deshacerse de su rival de la diplomacia inglesa, HanburyWilliams. L’Hôpital y su Gobierno presionaron a Isabel para que forzase la destitución de un enviado cuyo rey, señalaban, era ahora aliado de su enemigo mutuo, Federico de Prusia. Isabel admitió el argumento y, en el verano de 1757, el rey Jorge II recibió una notificación en la que se comunicaba que no deseaban seguir contando en San Petersburgo con la presencia de su embajador. Sir Charles quería marcharse; le empezaba a fallar el hígado. Pero cuando llegó el momento, se mostró reacio. En octubre de 1757 visitó a Catalina por última vez. «Os amo como a mi padre», dijo ella. «Me siento dichosa por haber podido conseguir vuestro afecto.»92 La salud de HanburyWilliams empeoró. Después de una tormentosa travesía por las aguas del Báltico, llegó debilitado a Hamburgo y los médicos lo enviaron a Inglaterra con gran premura. Allí, el elegante e ingenioso embajador fue degenerando hasta quedar convertido en un inválido amargado y, al cabo de un año, puso fin a su vida suicidándose. El rey Jorge II, que quizá se sintiera responsable por haber saboteado la alianza que sir Charles había logrado negociar, ordenó que le diesen sepultura en la Abadía de Westminster.