—Dios mío —dije—, ¿de quién os podríais haber enamorado allí? —¿De quién? —preguntó—. ¡De vos, por supuesto!
Prorrumpí en una carcajada porque jamás lo había sospechado. Verdaderamente, era un hombre excelente, muy agradable y mucho más inteligente que su hermano, quien no obstante lo igualaba en belleza, y lo superaba en generosidad y amabilidad.
A mediados de septiembre, cuando el clima se tornó más frío, Catalina padeció un fuerte dolor de muelas. Contrajo una fiebre elevada, empezó a delirar, y la trasladaron desde el campo de vuelta a Moscú. Permaneció en cama diez días; cada tarde a la misma hora, el dolor de su muela empeoraba. Unas semanas más tarde, Catalina volvió a enfermar, esta vez de anginas y otra vez fiebre. Madame Vladislavova hacía cuanto podía para distraerla: «Se sentaba junto a mi cama y me contaba historias. Una tenía que ver con una tal princesa Dolgoruki, una mujer que acostumbraba a levantarse a menudo por la noche y acudía a la cabecera de la cama de su hija, dormida, a quien idolatraba. Quería asegurarse de que dormía y no había muerto. A veces, para estar totalmente segura, zarandeaba a la muchacha con fuerza y la despertaba, solo para convencerse de que el sueño no era muerte».78