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La enfermedad rondó tanto a la madre como al hijo durante la primavera de 1768, cuando la condesa Ana Shereméteva, prometida de Panin, descrita por cierto diplomático británico como mujer de «méritos poco comunes, hermosa e inmensamente rica», se vio aquejada de viruela.155 La emperatriz aguardó con inquietud en Tsárskoie Seló, y cuando el 5 de mayo supo que habían impuesto a Panin dos semanas de cuarentena, ordenó en secreto que llevasen con ella a Pablo. «Me aflige mucho», aseguró, «no poder hacer otra cosa, porque todo resulta horrible en esta situación crítica.»156 Pablo llegó a su lado el día 5, y los dos esperaron en compañía. Catalina enfermó el 14, aunque al día siguiente se encontraba mejor. Enseguida informó a Panin de tan rápida recuperación y le transmitió las palabras tranquilizadoras del médico: «Pronto pasarán estos días difíciles que abaten a vuestra amada». Dos días después supo de la muerte de la condesa Shereméteva. «Tras recibir noticia de la defunción de la condesa Ana Petrovna, no he podido sino expresaros mi hondo pesar», escribió a Panin el 17 de mayo. «Tanto me conmueve vuestra dolorosa desgracia, que apenas soy capaz de expresarlo. Por favor, cuidad de vuestra salud.»157 Pasó siete semanas en Tsárskoie Seló, y dedicó el resto del verano a trasladarse con Pablo de una hacienda rural a otra a fin de evitar el contacto con las multitudes.

El temor por su propia persona, por su hijo y por la nación la llevaron a investigar un método nuevo y controvertido de inoculación que garantizaba la inmunidad permanente. Consistía en inyectar materia extraída de las pústulas de un paciente que estuviera recobrándose de una manifestación leve de la enfermedad. Esta técnica se estaba empleando en Gran Bretaña y en las colonias británicas de Norteamérica (a Thomas Jefferson lo inocularon en 1766), aunque se evitaba en la Europa continental por considerarse demasiado peligrosa.

El doctor Thomas Dimsdale era escocés y cuáquero, y su abuelo había acompañado a William Penn a América en 1684. Él mismo, que había cumplido ya los cincuenta y seis años, se había formado en la Universidad de Edimburgo y acababa de publicar The present method of inoculating for the small pox («El método presente de inoculación de la viruela»), volumen en donde describía el éxito obtenido y aseguraba haber reducido al mínimo los riesgos. El libro había conocido cuatro ediciones en Gran Bretaña, y Catalina, que había oído hablar de él, invitó al autor a San Petersburgo. Dimsdale llegó a Rusia a finales del mes de agosto de 1768 acompañado de Nathaniel, hijo y ayudante suyo. La zarina lo recibió de inmediato en privado a la hora de la cena.

El médico quedó fascinado con la emperatriz, a quien calificó de «la más atractiva de cuantas criaturas he conocido de su sexo».158 No pudo menos de maravillarse ante «su entendimiento extremo y lo acertado de las preguntas que formuló respecto de la práctica y el éxito de la inoculación». A ella, a su vez, le gustó el sentido común del recién llegado, quien, sin embargo, se mostraba, a su ver, cauteloso en extremo. Ella sonrió ante la dificultad con que se expresaba él en francés e hizo lo posible por entender su inglés. Le dijo que aunque había temido toda su vida a la viruela, deseaba que se la inoculase por considerarlo el mejor modo de ayudar a otros a superar su miedo respecto de la enfermedad y de aquel medio profiláctico. De hecho, quería someterse a dicha técnica lo antes posible. Dimsdale pidió consultar primero con los médicos áulicos, pero ella aseguró que tal cosa no era necesaria. El escocés propuso entonces inocular primero a otras mujeres de su edad a modo de prueba, y ella volvió a negarse. Él, ante semejante responsabilidad, le rogó que aguardase unas semanas mientras experimentaba con varios jóvenes de la capital. Ella aceptó a regañadientes, con la condición de que mantuviese en secreto los preparativos. El registro oficial de la corte obvió por entero la presencia de Dimsdale, aunque el embajador británico informó el 29 de agosto que las intenciones de la emperatriz eran «un secreto a voces, que no han originado, por lo tanto, demasiadas conjeturas».159 Al final, la zarina y el médico acordaron una fecha para la inoculación: el 12 de octubre.

Catalina dejó de comer carne y beber vino diez días antes del día señalado, y comenzó a tomar calomelanos, polvo de pinza de cangrejo y un emético tártaro. A las nueve de la noche del 12 de octubre, Dimsdale le inyectó en ambos brazos viruela procedente de un muchacho campesino llamado Alexandr Márkov, a quien ennobleció después la emperatriz. A la mañana siguiente, se trasladó a Tsárskoie Seló para descansar en aislamiento. No sentía malestar alguno, «aparte de una ligera inquietud», y estuvo haciendo ejercicio al aire libre dos o tres horas diarias.160 Desarrolló un número moderado de pústulas que se secaron a la vuelta de una semana. Dimsdale consideró que la operación había sido un éxito, y tres semanas después, Catalina regresó a su ritmo habitual. Volvió a San Petersburgo el 1 de noviembre, y al día siguiente inocularon a Pablo sin la menor dificultad. Ante las felicitaciones del Senado y la comisión legislativa, respondió: «Nuestro objetivo no ha sido otro que el de salvar de la muerte, con nuestro ejemplo, a la multitud de nuestros súbitos que, ignorantes de las virtudes de esta técnica, y asustados ante ella, seguían estando en peligro».161

En efecto, la siguieron ciento cuarenta integrantes de la nobleza de San Petersburgo, entre los que se incluían Gregorio Orlov, Kiril Razumovski y hasta un arzobispo. Dimsdale se dirigió entonces a Moscú e inoculó a otra cincuentena de personas. En la capital se publicó una traducción del tratado en que había expuesto el procedimiento, y allí mismo, en Moscú, Kazán, Irkutsk y otras ciudades se crearon clínicas de inoculación. Llegado 1780, se habían inmunizado veinte mil rusos, y en 1800, el número había ascendido a dos millones. A fin de retribuir sus servicios, Catalina hizo al escocés barón del imperio ruso y le otorgó diez mil libras más una renta vitalicia de quinientas. En 1781, Dimsdale regresó a Rusia para inocular al nieto primogénito de la emperatriz, Alejandro.

La resolución de la zarina suscitó comentarios favorables en la Europa occidental. Voltaire contrapuso lo que había permitido hacer a Dimsdale con las ridículas opiniones y prácticas de «los charlatanes polemistas de nuestras escuelas de medicina».162 En la época, lo normal es que se adoptara una actitud fatalista respecto de la enfermedad: la mayoría pensaba que, más tarde o más temprano, todo el mundo acabaría por contraerla, y que unos morirían y otros no. Los más se negaron a que los inocularan. Federico de Prusia escribió a Catalina a fin de convencerla para que no asumiera semejante riesgo, y ella respondió que siempre había temido a la viruela y deseaba, por encima de todo, vencer este miedo. En mayo de 1774, casi seis años después de su inoculación, el virus mató al rey de Francia. Luis XV yació con una muchacha portadora apenas pubescente, y murió poco después, poniendo fin a un reinado de cincuenta y nueve años. Su sucesor, Luis XVI, de diecinueve, fue inoculado de inmediato.

La lucha personal de Catalina con la viruela se produjo tres años antes de que Rusia se viera sumida en una lucha desesperada con una enfermedad aún más terrible: la peste bubónica. Esta constituía una amenaza perenne a lo largo de las fronteras meridionales del imperio con la Turquía europea. Se creía exclusiva de climas cálidos, porque se desconocía la relación que guardaba con las pulgas y las ratas. La defensa tradicional consistía en el aislamiento, que iba desde la cuarentena de presuntos portadores a la creación de cordones militares en torno a regiones enteras.

En marzo de 1770, se dieron casos de peste entre los soldados rusos que ocupaban la provincia balcánica de Valaquia, y en septiembre llegó a la ciudad ucraniana de Kiev. Aunque el frío del otoño hizo más lento el avance de la enfermedad, a esas alturas los refugiados habían empezado a huir al norte. Mediado el mes de enero de 1771, todo apuntaba a que había pasado el peligro, y sin embargo, con los primeros deshielos de la primavera, los moscovitas comenzaron a desarrollar las manchas oscuras y la hinchazón glandular distintivas de aquella dolencia. En una fábrica textil de la ciudad murieron 160 obreros en una sola semana. El 17 de marzo, Catalina decretó la adopción de medidas de aislamiento preventivo en Moscú, en donde se prohibieron las representaciones teatrales, los bailes y cualquier acto público multitudinario. La bajada repentina de las temperaturas que se dio a finales de marzo provocó un descenso abrupto de la mortalidad, y Catalina y las autoridades municipales comenzaron a aligerar las restricciones. A finales de junio, sin embargo, volvió a aparecer la peste, que llegado el mes de agosto estaba haciendo estragos en la ciudad. Los soldados que retiraban los cadáveres de las calles enfermaban y morían. La máxima autoridad médica moscovita solicitó un mes de baja a fin de recibir tratamiento para su propia enfermedad. El 5 de septiembre, la zarina supo que el número de muertes era de entre trescientas y cuatrocientas diarias; que las vías de la ciudad estaban alfombradas de cuerpos sin vida abandonados; que la red de puestos de vigilancia que la rodeaba se estaba desmoronando, y que los habitantes estaban hambrientos por la interrupción del abastecimiento. A los hombres, las mujeres y los niños que caían enfermos se les exigía que ingresaran en centros de aislamiento.

La imposición de precauciones médicas desembocó en sublevación. El terror llevó a muchos de los moscovitas a creer que habían sido los médicos y sus fármacos quienes habían llevado la plaga a la ciudad. Se negaron a acatar la prohibición de congregarse en plazas e iglesias y la de besar iconos de supuestas virtudes milagrosas en busca de protección. Por el contrario, se arracimaban en torno a dichas imágenes con la esperanza de hallar salvación y consuelo. Una muy célebre de la Virgen que podía verse en la puerta de Varvarski se convirtió en un verdadero imán: a diario acudían a sus pies verdaderos enjambres de enfermos, lo que la convirtió en el punto de contagio más mortífero de la ciudad.

Los médicos sabían lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevían a intervenir. El padre Ambrosio, arzobispo de Moscú, hombre ilustrado que no pasó por alto la impotencia de los facultativos, trató de reducir la infección evitando la formación de multitudes y, sirviéndose de su autoridad sacerdotal, mandó retirar la Virgen de Varvarski al amparo de la noche y a escondidas. Estaba convencido de que, una vez que el pueblo supiera que el responsable había sido él, volvería a sus hogares y olvidaría aquel sitio infestado por la peste. Sin embargo, su bienintencionada acción no hizo sino provocar una revuelta: la turba, en lugar de dispersarse, montó en cólera. Ambrosio huyó a un monasterio y se refugió en el sótano; pero el gentío lo persiguió, lo sacó de su escondite y lo descuartizó. El motín fue sofocado por el ejército, que mató a un centenar de ciudadanos y arrestó a trescientos.

Catalina reparó en que Moscú y su población se estaban desbocando. Los nobles habían abandonado la ciudad a favor de sus haciendas rurales; las fábricas y los talleres habían cerrado sus puertas, y los obreros, siervos y campesinos urbanos, que habitaban casas de madera invadidas de ratas cubiertas a su vez de pulgas portadoras de la bacteria que causaba la enfermedad, hubieron de componérselas sin ayuda. Tocaba a su fin el mes de septiembre cuando la emperatriz recibió un mensaje del gobernador de Moscú, el general de setenta y dos años Piotr Saltikov, quien confesaba no saber qué hacer ante una tasa de mortalidad que superaba los ochocientos cadáveres diarios. La situación estaba fuera de control, y solicitaba permiso para abandonar la ciudad hasta el invierno. Catalina quedó horrorizada: el número de muertes no dejaba de aumentar, Ambrosio había sido víctima de un homicidio violento, Saltikov desertaba de su puesto... No sabía cómo debía arrostrar aquella catástrofe ni a quién acudir.

Gregorio Orlov dio entonces un paso al frente y pidió permiso para viajar a Moscú, detener la epidemia y restablecer el orden. Aquel era precisamente el género de reto que había estado esperando: después de años de inactividad, necesitaba redimirse a sus propios ojos y a los de Catalina. La emperatriz aceptó aquel ofrecimiento «valiente y entusiasta», según señaló a Voltaire, «no sin sentir una aguda inquietud tocante a los peligros en que estaba a punto de incurrir».163 No ignoraba la sed de acción que lo acometía, su frustración por verse retenido en San Petersburgo mientras su hermano Alejo y otros oficiales atesoraban victorias y elogios por mar y por tierra, y en consecuencia, le otorgó plena autoridad al respecto. Él reunió a médicos, oficiales del ejército y miembros de la administración y partió hacia Moscú la noche del 21 de septiembre.

Orlov se hizo cargo de la ciudad estragada. Con una mortandad de entre seiscientas y setecientas bajas diarias, preguntó a los facultativos qué deseaban hacer y a continuación conminó a la población a obedecer. Se mostró enérgico y eficaz sin perder la humanidad. Acompañó a los médicos hasta los lechos de los pacientes, vigiló la distribución de medicinas, supervisó la retirada de los cadáveres que se descomponían en casas y calles... Prometió la libertad a los siervos que se ofrecieran a trabajar de voluntarios en los hospitales, creó orfanatos y repartió alimentos y dinero. Durante un período de dos meses y medio, gastó cien mil rublos en proporcionar comida, prendas de vestir y refugio a los supervivientes. Hizo quemar las ropas de las víctimas y más de tres mil viviendas antiguas de madera. Volvió a imponer la cuarentena obligatoria que había dado origen a las revueltas. Apenas dormía, y su dedicación, su arrojo y su empeño resultaron inspiradores a otros. Las muertes, que se habían elevado a 21.000 en septiembre, descendieron hasta 17.561 en octubre, 5.255 en noviembre y 805 en diciembre; lo que se debió en parte a sus acciones y también a la llegada del frío.

La confianza en Gregorio y la esperanza de un invierno temprano sostuvieron a la emperatriz durante estas semanas. Había temido que la epidemia avanzara hacia el noroeste, en dirección a San Petersburgo, y de hecho, ya se habían dado brotes en Pskov y Nóvgorod. Se tomaron precauciones a fin de proteger la capital, sita a orillas del Nevá: se dispusieron retenes para bloquear las carreteras; se tomaron cuidados especiales a la hora de manejar el correo; se hizo obligatorio efectuar un examen médico tras cualquier muerte sospechosa... A Catalina la preocupaba el efecto que podían tener los diversos informes y rumores sobre la plaga tanto en el interior como en el extranjero. En un primer momento, trató de reprimir toda narración relativa a enfermedades colectivas, terror y violencia, y a continuación, a fin de acallar las habladurías incendiarias —como las que aseveraban que se estaba enterrando con vida a los ciudadanos—, autorizó la publicación de un relato oficial de las sublevaciones de Moscú. Los periódicos foráneos se hicieron eco de su versión. Sin embargo, en privado no podía ocultar su consternación por cuanto estaba ocurriendo. En carta a Voltaire, comentó lo siguiente al hablar de la muerte de Ambrosio: «El célebre siglo XVIII tiene en todo esto algo de lo que jactarse. ¡Mirad hasta dónde hemos progresado!».164 «Hemos pasado un mes», escribió a Alexandr Bíbikov, antiguo presidente de la comisión legislativa, «sumidos en circunstancias similares a las que conoció Pedro el Grande durante treinta años. Él superó todas las dificultades con gloria, y nosotros esperamos salir de ellas con honor.»165

Mediado el mes de noviembre de 1772, viendo que la crisis comenzaba a amainar, Catalina permitió celebrar actos públicos de acción de gracias. Cuando Orlov regresó a San Petersburgo el 4 de diciembre, lo cubrió de honores. Hizo acuñar una moneda de oro con la efigie de un héroe romano mítico en una cara y la de Gregorio en la otra, acompañada de la siguiente inscripción: «También Rusia tiene hijos así», y encargó un arco de triunfo en el parque de Tsárskoie Seló en donde podía leerse: «Al héroe que salvó a Moscú de la plaga».

En realidad, semejante verbo solo era aplicable en el sentido de que las pérdidas podrían haber sido mayores. Conforme a cierta estimación de la época, la peste mató a 55.000 personas en Moscú, una quinta parte de su población. Otros cálculos elevan la cantidad a 100.000 en la ciudad y 120.000 en todo el imperio. A fin de evitar que volviera a repetirse, se mantuvo la cuarentena a lo largo de la frontera meridional de Rusia otros dos años, hasta que, en 1774, terminó la guerra con Turquía.

Catalina la Grande: retrato de una mujer
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