En realidad, sin embargo, su éxito fue solo relativo, pues era obvio que Catalina no tenía intención de poner fin a su relación con Zúbov. La competición entre ambos quedó en tablas. Potemkin no hacía nada por ocultar el desdén que profesaba al otro, y este, a su vez, sonreía mientras aguardaba el momento propicio. Entretanto, la emperatriz pagaba las facturas del príncipe, y de hecho, dio orden al tesoro público de tratar los gastos de Potemkin como si fuesen suyos propios.
Él trató de recrearse organizando recepciones, cenas y bailes y asistiendo a los que ofrecían otros. La velada celebrada en su palacio de Táuride el 28 de abril de 1791 superó todo cuanto se había visto en Rusia. Las tres mil personas que habían recibido invitación se hallaban presentes cuando llegó la zarina. El príncipe se encontraba en la puerta, luciendo un frac de color escarlata con botones de oro macizo en los que se habían engastado sendos diamantes de gran tamaño. Una vez hubo tomado asiento Catalina, 24 parejas hicieron su entrada para bailar una contradanza, de las que formaban parte sus nietos Alejandro y Constantino. Más tarde, el anfitrión guió a los invitados durante un recorrido por las salas del edificio. En una de ellas había poetas recitando sus estrofas; en otra, un coro cantando, y en otra se representaba una comedia francesa.
Al final de la noche, después de un baile y una cena extravagante, Catalina y Potemkin se retiraron al invernadero a fin de caminar en soledad entre las fuentes y las estatuas de mármol. Durante la conversación, él sacó a relucir el nombre de Zúbov, y ella calló. La zarina se retiró a las dos de la mañana, hora insólita para ella. Él fue a acompañarla a la puerta, y una vez allí, ella se detuvo para darle las gracias. Se despidieron, y el príncipe, abrumado, se lanzó a los pies de la zarina. Al mirar hacia arriba, comprobó que ella también estaba llorando. Después de su partida, Potemkin permaneció unos minutos de pie antes de dirigirse a su aposento.
A las cinco de la mañana del 24 de julio de 1791, Potemkin abandonó Tsárskoie Seló por última vez. Salió cansado, y el viaje al sur lo dejó más extenuado aún. Seguía descontento con el asunto de Zúbov, y Catalina, como si no fuera consciente de lo mucho que lo hería, no dejaba de hablar en sus cartas de aquel joven amante: «El niño os manda recuerdos. ... El niño piensa que vos sois más inteligente ... y mucho más divertido y agradable que cuantos os rodean».93 Años más tarde, habiendo muerto ya tanto Potemkin como la zarina, «el niño» reveló lo que sentía en verdad por su rival: «No lograba quitármelo de en medio, y era de vital importancia conseguir tal cosa, pues la emperatriz satisfacía sus deseos solo a medias, y lo temía como a un marido exigente. Ella solo me amaba a mí, aunque en ocasiones lo usaba a él como ejemplo que yo debía seguir. Es culpa suya el que no posea yo dos veces las riquezas que tengo».94
Hundido en la melancolía, Potemkin comenzó viajando sin prisa —pues las sacudidas del carruaje resultaban muy dolorosas—, y de pronto exigió más velocidad. Recorriendo como una exhalación las polvorientas carreteras que atravesaban ciudades y pueblos, llegó a Iasi ocho días después de salir del Nevá. El trayecto agotó su fortaleza en declive, y al llegar escribió a Catalina asegurándole que sentía el tacto de la mano de la muerte. Su enfermedad dejaba relucir algunos de los síntomas de la malaria que lo había aquejado en Crimea en 1782. Mientras se dirigía al sur, se negó a tomar la quinina y los demás fármacos que le prescribían los tres médicos que lo acompañaban. Como la zarina, estaba convencido de que el mejor modo de recobrarse de la enfermedad consistía en dejar que el cuerpo resuelva por sí el problema que lo aflige. En lugar de seguir la dieta que le recomendaban los doctores, comía y bebía de un modo pantagruélico, y a fin de contrarrestar el dolor, se envolvía la cabeza en toallas húmedas. Al llegar a Iasi, quienes lo acompañaban mandaron buscar a su sobrina, Sáshenka Branicki, con la esperanza de que lo persuadiera a ser razonable y aceptar el tratamiento que se le prescribía. Ella corrió a su encuentro desde Polonia. A mediados de septiembre, Potemkin sufrió un acceso de fiebre que le provocó convulsiones descontroladas durante doce horas. «Por favor», escribió a Catalina, «enviadme una bata chinesca, pues la necesito con desesperación.»95 Andréi Razumovski, embajador ruso en Viena, se ofreció a mandar «al primer pianista y uno de los mejores compositores de Alemania» a fin de aplacar su dolencia.96 El músico aceptó, pero el paciente no tuvo tiempo de responder, y al cabo, Wolfgang Amadeus Mozart no hizo el viaje.
Angustiado por la humedad ambiental de Iasi, salió dos veces en busca del aire campestre, y en ambas ocasiones abandonó la idea y regresó. Catalina aguardaba en San Petersburgo cualquier mensaje o carta suyos, y pidió a la condesa Branicki que le escribiese a diario. Por él, cambió la actitud que tenía respecto de los médicos y las medicinas. «Tomad», le recomendó, «lo que consideren los doctores que puede aliviaros, y una vez hecho esto, os ruego que os abstengáis, además, de tomar alimentos o bebidas que puedan interferir con el tratamiento.»97 Con semejante apoyo, Sáshenka y los facultativos acabaron por convencer al enfermo de la necesidad de tratarse. De hecho, pareció mejorar durante unos días, tras los cuales, sin embargo, volvieron los temblores y el insomnio. Sintiéndose «encendido», pidió una toalla húmeda tras otra, ingirió bebidas frías e hizo que le echasen sobre la cabeza botes enteros de agua de Colonia. Mandó abrir todas las ventanas, y al ver que tampoco así se refrescaba, insistió en que lo llevasen al jardín. A diario preguntaba sin descanso si se habían recibido mensajes de la emperatriz, y cada vez que llegaba una carta, lloraba mientras la leía, tras lo cual la repasaba y la besaba hasta la saciedad. Cuando le presentaban documentos de Estado, apenas era capaz de garabatear su firma al final. Ni siquiera él mismo ignoraba que se estaba muriendo. Se negó a tomar quinina. «No voy a recobrarme» aseveró. «Llevo mucho tiempo enfermo ... Hágase la voluntad de Dios. Rogad por mi alma y no me olvidéis cuando ya no esté aquí. Jamás he querido hacer daño a nadie, y siempre me ha movido el deseo de hacer feliz al prójimo. No soy un mal hombre, ni como se ha dicho, el genio malvado de nuestra madre la emperatriz Catalina.»98 Solicitó la extremaunción, y una vez recibida, se calmó. Llegó un correo de Moscú con carta de la zarina, un abrigo de pieles y la bata que había pedido. Llorando, dijo a Sáshenka: «Dime con franqueza: ¿crees que voy a recobrarme?».99 Ella le respondió que sí, y él, acariciando sus manos, le dijo: «¡Qué manos tan buenas tienes! ¡Cuántas veces me han calmado!».100
Poco a poco, aquel hombre apasionado y ambicioso, que apenas contaba aún cincuenta y dos años, se fue tranquilizando. Quienes se hallaban a su alrededor observaron su serena agonía. Rogó a todos que lo perdonasen por cualquier dolor que pudiera haberles causado, e hizo que le prometieran que trasladarían a la emperatriz su más humilde gratitud por cuanto por él había hecho. Volvió a llorar cuando llegó un nuevo mensaje de ella, y aunque consintió en tomar quinina, fue incapaz de retenerla. Comenzó a perder el conocimiento, y solo pudo mantener la conciencia la mitad del tiempo. Sintió que se ahogaba. «¡Matushka», escribió a Catalina, «qué mal me encuentro!»101 Pidió que lo trasladasen de Iasi a Nikoláiev por considerar que el aire del lugar, más fresco, le haría bien. El día de la partida, dictó la siguiente nota destinada a la emperatriz:
Su más excelsa majestad:
No me quedan fuerzas para soportar mis tormentos. La única salvación posible consiste en dejar esta ciudad, y por lo tanto, he dado instrucciones de que me lleven a Nikoláiev. No sé qué será de mí.