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Servidumbre
Catalina había impuesto y confirmado la estructura administrativa del gobierno imperial y encarado las exigencias de la Iglesia ortodoxa. Asimismo, en los primeros meses de su reinado había tenido que hacer frente a la crisis de una institución básica de la vida social y económica del imperio que sufría una inestabilidad crónica: la servidumbre. Fueron las convulsiones en que participaron los obreros industriales de las minas y fundiciones de los Urales quienes enseñaron primero a aquella discípula de Montesquieu y Voltaire que era imposible acabar con la injusticia bien arraigada en una sociedad sin más arma que una cita filosófica, por hermosa que fuese su expresión y por convincente que resultara en el papel.
En 1762 los dos millones aproximados de personas que conformaban la población rusa estaban distribuidos en capas jerárquicas: el soberano; la nobleza; el clero; los mercaderes y burgueses, y en la base, unos diez millones de campesinos. Algunos de estos eran libres, otros lo eran solo en parte y la mayoría pertenecía a la servidumbre. Los siervos eran campesinos ligados de forma permanente a tierras pertenecientes a la corona, al Estado, a la Iglesia, a propietarios privados —pertenecientes casi todos a la nobleza— o a cierta variedad de empresas industriales y mineras. Conforme al censo de entre 1762 y 1764, la realeza poseía quinientos mil siervos que trabajaban terrenos del soberano y su familia. Había 2.800.000 clasificados como campesinos estatales, que eran propiedad de la nación y habitaban campos o pueblos del Estado, y a los que se permitía satisfacer sus obligaciones fiscales mediante el pago de dinero o con su trabajo. Un millón de ellos habían sido propiedad de la Iglesia ortodoxa hasta que Catalina los transfirió al Estado. La porción más nutrida de los siervos rusos —5.500.000, o el 56 por 100 del total— pertenecía a la nobleza. Todos los nobles rusos tenían derecho, por la ley, a disponer de sus propios siervos. Un puñado de aquellos gozaba de riquezas extraordinarias —algunos llegaban a poseer miles de siervos—, pero la inmensa mayoría no pasaban de ser pequeños terratenientes cuyas fincas no necesitaban siquiera un centenar —o una veintena, en ocasiones— de braceros. Por último, se daba una cuarta categoría de mano de obra esclava: los siervos industriales de las minas y fundiciones de los Urales, y que no pertenecían a los dueños ni los directores de dichas empresas, sino a estas.
Este sistema de servidumbre había aparecido en Rusia a finales del siglo XVI con la intención de que los trabajadores no dejaran de laborar la vasta extensión de la tierra cultivable de la nación. A los cincuenta y un años de reinado de Iván el Terrible (1533-1584) había seguido el Periodo Tumultuoso y el gobierno de su lugarteniente Borís Godunov. Cuando cayeron sobre Rusia tres años de hambruna, los campesinos dejaron las fincas estériles y acudieron en manada a las ciudades en busca de alimento. A fin de evitar tal cosa, Godunov decretó su unión permanente a los campos, que se otorgaron a terratenientes. En los años que siguieron, se hizo necesaria la vinculación legal de los obreros a la tierra para poner freno a los instintos nómadas del campesinado ruso, que en muchas ocasiones huían, sin más, de las labores que no les gustaban.
Con el tiempo se fueron deteriorando las condiciones de vida de los siervos. Cuando se ató por vez primera a la tierra a quienes la cultivaban, estos poseían ciertos derechos, y el sistema se fundaba en el pago de impuestos y deudas mediante el trabajo. Sin embargo, con el tiempo, fueron haciéndose mayores las facultades de los terratenientes y mermando, en consecuencia, los derechos de la servidumbre. Mediado el siglo XVIII, la mayor parte de cuantos la integraban se habían trocado en meras posesiones, en bienes: esclavos, en definitiva. Si en un principio —y en teoría, también entonces— habían estado ligados a la tierra, los propietarios habían acabado por tenerlos como propiedad privada personal que podía venderse con independencia de aquella. Esto hacía posible desmembrar a las familias y ofrecer por separado en el mercado a padres, madres, hijos e hijas. En las ciudades se llevaban a término transacciones de siervos valiosos cuyas dotes se ensalzaban en anuncios como estos publicados en Noticias de Moscú o La Gaceta de San Petersburgo:
Se venden un barbero y también cuatro postes de cama y otras piezas de mobiliario. Se venden dos manteles y dos muchachas con experiencia en el servicio y una campesina. Se venden una joven de dieciséis años de buen comportamiento y un carruaje de etiqueta casi nuevo. Se vende una muchacha de dieciséis años adiestrada en la elaboración de encajes y avezada en coser, planchar y almidonar y en vestir a su señora, además de poseer facciones hermosas y estar bien formada.