Al final, sin embargo, Diderot paró mientes en que la emperatriz no tenía intención de poner en práctica ninguno de los consejos que le había ofrecido a lo largo de tantas semanas, y el resplandor de sus primeros diálogos comenzó a desvanecerse. La merma de su propia salud, la soledad que sentía en una corte extraña y la abierta hostilidad que le profesaban los cortesanos, que sentían celos del fácil acceso que tenía a la soberana, contribuyeron a hacer mayor su deseo de volver a su tierra. Había tenido ocasión de conocer en profundidad a Catalina, pero apenas había visto nada de Rusia, y cuando habló de partir, ella no hizo ademán de retenerlo. Había sido su huésped durante cinco meses, y ella había compartido sesenta tardes con el único filósofo francés al que conocería en persona.
El enciclopedista dejó Rusia el 4 de marzo de 1774. Llevaba tiempo temiendo el viaje de regreso, y a fin de hacer más ameno su trayecto, Catalina le proporcionó un carruaje de construcción especial diseñado para que pudiera ir tumbado. Al despedirse de él, le tendió un anillo, un abrigo de pieles y tres sacas con mil rublos en cada una. El trayecto fue aún más difícil de lo que había sospechado. El hielo que se había formado en los ríos de la costa báltica comenzaba a romperse, y cuando el vehículo que lo transportaba se hallaba cruzando el Duina, la superficie empezó a quebrarse y el coche, a hundirse. A él lograron sacarlo de allí, pero el tiro se ahogó y se perdieron tres cuartas partes de su equipaje. Él acabó con una fiebre altísima, aunque a la postre logró regresar a La Haya y se recuperó gracias a los cuidados del príncipe Golitsin.
Desde el punto de vista de Catalina, la visita había distado mucho de ser provechosa: de las ideas de Diderot resultaba imposible extraer un programa realista para Rusia: un filósofo noble e idealista no era ningún político o administrador práctico. Él, en cambio, una vez recobrada su salud física, decidió que su estancia en la corte de la zarina había sido todo un éxito. Desde París, escribió a la emperatriz para decirle: «Ahora os halláis sentada al lado del César, vuestro amigo [José de Austria], y un tanto por encima de Federico [de Prusia], vuestro peligroso vecino».90
Las entusiastas historias que refería Diderot acerca de su larga visita a Catalina irritaron a Voltaire, quien casi enfermó de celos. Llevaba meses sin recibir una sola carta de San Petersburgo, y tal cosa lo convenció de que la emperatriz lo había rechazado en favor de otro. El 9 de agosto de 1774, cuatro meses después de partir de Rusia el enciclopedista, Voltaire fue incapaz de soportar un minuto más la espera y escribió:
Madame:
No me cabe la menor duda de que he caído en desgracia en vuestra corte. Su Majestad Imperial me ha dejado plantado por Diderot, por Grimm o por cualquier otro favorito, sin mostrar consideración alguna por mi avanzada edad. Semejante inconstancia, que sería comprensible en una coquette francesa, resulta inexplicable en una emperatriz victoriosa y legisladora. ... Trato de dar con algún crimen que haya cometido mi persona y justifique vuestra indiferencia, y llego a la conclusión de que no hay pasión que no tenga su fin, corolario que me llevaría a morir de disgusto si no estuviera ya tan cerca de hacerlo por mi edad.
Firmado:
Aquel a quien ha abandonado, su admirador,
su anciano ruso de Ferney.