Isabel estaba decidida a echar a Juana, pero también quería aparecer magnánima y la princesa partió con abundantes regalos. Para consolar al largo tiempo abandonado príncipe de Anhalt-Zerbst, Juana llevó a casa hebillas de zapato de diamantes, botones de diamantes para abrigos y una daga con diamantes incrustados, todo descrito como regalos del yerno del príncipe, el gran duque. Además, antes de partir, a Juana le dieron sesenta mil rublos para que pagara sus deudas en Rusia. Tras su marcha, resultó que debía más del doble de esa suma. Para proteger a su madre de una mayor vergüenza, Catalina accedió a pagar aquellas cantidades. Al disponer solo de su asignación personal de treinta mil rublos al año, esta obligación estaba más allá de sus posibilidades y ayudó a crear una deuda que se arrastró durante diecisiete años, hasta que se convirtió en emperatriz.
Cuando llegó el momento de la partida, Catalina y Pedro acompañaron a Juana en la corta primera etapa de su viaje, desde Tsárskoie Seló a la cercana Krásnoie Seló. A la mañana siguiente, Juana partió antes del amanecer sin despedirse; Catalina supuso que fue «para no entristecerme más».146 Al despertar y hallar vacía la habitación de su madre, se sintió consternada. Su madre había desaparecido ... de Rusia y de su vida. Desde el nacimiento de Catalina, Juana siempre había estado presente, para guiar, inducir, corregir y regañar. Podría haber fallado como agente diplomático; indudablemente no se había convertido en una figura rutilante del escenario europeo; pero no había fracasado como madre. Su hija, nacida una princesa alemana de poca importancia, era ahora una gran duquesa imperial en la senda de convertirse en una emperatriz.
Juana viviría otros quince años. Murió en 1760, a la edad de cuarenta y siete años, cuando Catalina tenía treinta y uno. Ahora, dejaba atrás a una hija de dieciséis años que jamás volvería a ver a ningún miembro de su familia. La hija estaba bajo el control de una monarca temperamental y omnipotente, y yacía en la cama cada noche junto a un joven cuyo comportamiento se tornaba cada vez más peculiar.
Viajando despacio, Juana necesitó doce días para llegar a Riga. Allí, el castigo retardado de Isabel atrapó a su desagradecida y artera invitada. A Juana le entregaron una carta de la emperatriz ordenándole que dijera a Federico de Prusia, cuando pasara por Berlín, que debía retirar a su embajador, el barón Mardefeld. La carta estaba redactada con fría y diplomática cortesía: «Considero necesario encareceros que recalquéis a Su Majestad el Rey de Prusia cuando lleguéis a Berlín, que me complacería que retirara a su ministro plenipotenciario, el barón Mardefeld».147 La elección de Juana para entregar este mensaje era una bofetada tanto a la princesa como al rey. A La Chétardie, el embajador francés, le habían concedido veinticuatro horas para abandonar Moscú tras la escena en el monasterio Troitsa; a Mardefeld, el embajador prusiano, que había servido en Rusia durante veinte años, se le había permitido seguir allí durante un año y medio más, pero ahora, también él iba a ser enviado a casa. Y la elección de Juana por parte de Isabel para llevar la noticia era un reconocimiento explícito del hecho de que, mientras estaba en Rusia, la princesa había conspirado en nombre del rey prusiano para derrocar al ministro principal de la emperatriz, Bestúzhev. No existen pruebas de que este doloroso encargo fuera obra de Bestúzhev ... pero lo parece. Si fue así, Isabel había colaborado.
Ciertamente, la carta, su contenido y el modo en que se entregó, dejaron claro a Federico lo mucho que había sobrevalorado a Juana. Lamentando su propio juicio errado, jamás la perdonó. Diez años más tarde, cuando tras la muerte de su esposo ella actuaba como regente de su joven hijo, Federico de repente alargó la mano y perentoriamente incorporó el principado de Zerbst al reino de Prusia. Juana se vio forzada a refugiarse en París. Allí, murió al margen de la sociedad dos años antes de que su hija se convirtiera en emperatriz de Rusia.