Al día siguiente de su salida al teatro, Catalina inició una larga espera, aguardando la respuesta de la emperatriz a su carta. Varias semanas después aún estaba esperando, cuando el conde Shuválov anunció una mañana que la emperatriz acababa de despedir a madame Vladislavova. Primero Catalina rompió a llorar, pero luego se recompuso y respondió que, por supuesto, Su Majestad tenía derecho a nombrar y destituir a quien le pluguiera; pero que le apenaba descubrir, cada vez más, que todos los que se acercaban a ella estaban condenados a ser víctimas de la desaprobación de Su Majestad. Para reducir el número de víctimas, pidió a Shuválov que rogase a la emperatriz que diera un final rápido a aquella situación en la que ella solo hacía infelices a los demás. Suplicó que la mandasen de vuelta con su familia de inmediato.
Aquella tarde, tras negarse a comer durante todo el día, Catalina estaba sola en su habitación cuando una de sus jóvenes damas de honor entró. Entre sollozos, la joven afirmó: «Tememos que os apaguéis con todas estas aflicciones. Permitidme acudir a mi tío; él es vuestro confesor y el de la emperatriz. Hablaré con él y le comunicaré vuestros deseos, y os prometo que hablará con la emperatriz de un modo que os complacerá».117 Catalina confió en ella y le describió el contenido de la carta remitida a la emperatriz. La joven vio a su tío, el padre Teodoro Dubyanski, y regresó para contar a Catalina que el sacerdote aconsejaba a la gran duquesa que, en medio de la noche, anunciase hallarse terriblemente enferma y solicitase la presencia de su confesor. De aquel modo, este podría comunicarle a la emperatriz lo que había oído de los propios labios de Catalina. Ella aprobó el plan y, entre las dos y las tres de la madrugada, tiró de su llamador. Entró una dama de honor y Catalina dijo que se encontraba gravemente enferma y deseaba confesarse. En lugar del confesor, irrumpió en la habitación el conde Alejandro Shuválov. Catalina repitió que quería ver al sacerdote. Shuválov mandó a buscar a los doctores. Cuando llegaron, les comunicó que su necesidad era de índole espiritual, no médica. Uno de los doctores le tomó el pulso y anunció que estaba débil. Catalina susurró que era su alma la que corría peligro; que su cuerpo ya no necesitaba a los doctores.
Al final, apareció el padre Dubyanski y él y Catalina se quedaron solos. El sacerdote, de larga barba blanca y negros ropajes, se sentó junto a ella y conversaron durante una hora y media. Le describió la situación anterior y la actual, el comportamiento del gran duque con ella, la hostilidad de los Shuválov, cómo ellos emponzoñaban la imagen que de ella tenía la emperatriz y la constante destitución de sus sirvientes, en especial de los que más unidos estaban a ella. Por aquellas razones, dijo ella, había escrito a la emperatriz y le suplicaba que la devolviera a casa. Pidió ayuda al sacerdote. Él dijo que haría cuanto estuviera en su mano. Le aconsejó que siguiera solicitando permiso para regresar a su hogar, y le rogó que tuviera por seguro que no la iban a mandar lejos, porque no podrían justificar aquella expulsión a los ojos de los ciudadanos. Estuvo de acuerdo con que la emperatriz, habiéndola escogido a una edad temprana, la había abandonado en buena parte a sus enemigos; y dijo que Isabel haría mejor deshaciéndose de Isabel Vorontsova y de los Shuválov. Además, añadió él, todo el mundo ponía el grito en el cielo por la injusticia de los Shuválov en el asunto Bestúzhev, de cuya inocencia todos estaban convencidos. Concluyó comunicándole a Catalina que acudiría de inmediato a los aposentos de la emperatriz, donde se sentaría y aguardaría a que Su Majestad se levantara para hablar con ella y apremiarla, con la intención de que acelerase la entrevista prometida a Catalina. Mientras tanto, añadió, Catalina debía permanecer en cama, lo cual reforzaría su argumento de que la aflicción y las penalidades a las que se veía sometida podían provocarle un daño terrible a menos que se hallara algún remedio.
El confesor cumplió su promesa y describió con tal viveza ante Isabel la condición de Catalina que la emperatriz hizo acudir a Alejandro Shuválov y le ordenó que averiguase si el estado de salud de la gran duquesa le permitiría presentarse en sus habitaciones y conversar con ella la noche siguiente. Catalina informó al conde Shuválov de que, para tal propósito, reuniría cuantas fuerzas le quedaban.