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Un peregrinaje a Kiev y bailes travestidos
La novia había llegado a Rusia, era joven, había recuperado la salud, y las dificultades relacionadas con su conversión a la ortodoxia habían sido superadas. Ahora que Pedro y ella estaban comprometidos, ¿qué impedía un matrimonio inmediato? Un obstáculo, difícil de superar incluso para una emperatriz, era la fuerte opinión cautelar de los médicos respecto a Pedro. A los dieciséis años, el gran duque parecía más bien tener catorce, y los doctores seguían sin poder detectar en él ninguna señal convincente de pubertad. Tendría que pasar un año, creían, antes de que pudiera engendrar una criatura, e incluso si tenía lugar el embarazo, deberían transcurrir otros nueve meses para que naciera un bebé. Para Isabel, este plazo de tiempo —veintiún meses— parecía una eternidad. Y debido a que la boda tenía que posponerse, la emperatriz también tenía que posponer la marcha de Juana.
Aceptando de mala gana estas desilusiones, Isabel se decidió por otro modo de presentar su nueva dinastía a la mirada del público. En agosto de 1744 emprendió un peregrinaje a la ciudad de Kiev, la más antigua y sagrada de las ciudades rusas, donde el cristianismo fue introducido por vez primera por el gran príncipe Vladimir en 800 d. C. El viaje de casi mil kilómetros entre Moscú y Kiev lo había sugerido el amante ucraniano de Isabel, Razumovski, y la expedición incluía a Pedro, Catalina y Juana y sus respectivos servidores, junto con doscientos treinta cortesanos y cientos de criados. Una vez en camino, la cabalgata de carruajes y carros cargados con equipaje traqueteó y se balanceó día tras día por las interminables carreteras, infligiendo cansancio, aburrimiento, hambre y sed a los pasajeros. Los caballos se cambiaban con frecuencia; en cada estación de postas, ochocientos animales de refresco aguardaban la llegada de la caravana imperial.
Mientras los grandes de la corte rusa viajaban en carruajes con cojines de terciopelo, una figura hizo la mayor parte del viaje a pie. Isabel se tomaba la penitencia y los peregrinajes en serio. Caminando por las calurosas carreteras rusas carentes de sombra, sudando bajo el calor y murmurando oraciones, Isabel paraba a rezar en cada iglesia de pueblo y capilla al borde del camino. Entretanto, Razumovski, tan práctico y modesto en sus expectativas tanto celestiales como terrenales, prefería viajar detrás de ella en su cómodo carruaje.
Catalina y Juana iniciaron el viaje montadas en un carruaje con dos damas de honor; Pedro iba en un carruaje distinto con Brümmer y dos de sus preceptores. Una tarde, Pedro se cansó de sus «pedagogos»,99 como los llamaba Catalina, y decidió unirse a las dos princesas alemanas, cuya compañía pensó que resultaría más animada. Abandonó su carruaje, «se metió en el nuestro y rehusó marchar»,100 trayendo con él a uno de los animosos jóvenes de su séquito. Muy pronto, Juana, irritada por la compañía de los jóvenes, cambió las disposiciones. Hizo que uno de los carros que iba cargado de camas fuera reorganizado con tablas y almohadones de modo que hasta diez personas pudieran sentarse en él. Ante el fastidio de Juana, Pedro y Catalina insistieron en llenar el vehículo con otros jóvenes. «Permitimos tan solo a los más graciosos y divertidos del séquito que se unieran a nosotros», dijo ella. «Desde la mañana hasta la noche, no hicimos otra cosa que reír, jugar y divertirnos.»101 Brümmer, los preceptores de Pedro y las damas de honor de Juana se sintieron insultados por esta alteración, que hacía caso omiso de la precedencia de la corte. «Mientras nosotros nos divertíamos, ellos estaban, los cuatro, en un carruaje donde refunfuñaban, regañaban, condenaban y efectuaban comentarios agrios a nuestras expensas. En nuestro carruaje lo sabíamos, pero nos limitábamos a reírnos de ellos.»102
Para Catalina, Pedro y los amigos de ambos, el viaje se convirtió no en un peregrinaje religioso sino en una excursión, una diversión. No había necesidad de apresurarse; Isabel no caminaba más de unas pocas horas al día. Transcurridas tres semanas, la cabalgata principal llegó a la gran mansión de Alexéi Razumovski en Koseletz, donde aguardaron tres semanas más hasta que apareciera la emperatriz. Cuando esta llegó por fin el 15 de agosto, el cariz religioso del peregrinaje fue suspendido temporalmente; durante dos semanas, los «peregrinos» participaron en una sucesión de bailes, conciertos y, de la mañana a la noche, partidas de cartas tan febriles que a veces había cuarenta o cincuenta mil rublos sobre las mesas.
Mientras estaban alojados en Koseletz, tuvo lugar un incidente que abrió una brecha permanente entre Juana y Pedro. Empezó cuando el gran duque entró en una habitación donde Juana estaba escribiendo. En un taburete bajo junto a ella, esta había colocado su joyero, en el que guardaba las pequeñas cosas que eran importantes para ella, incluidas sus cartas. Pedro, corriendo y jugueteando en un intento de hacer reír a Catalina, hizo como si fuera a hurgar en el estuche y coger las cartas. Juana le indicó con ferocidad que no lo tocara. El gran duque, todavía brincando, hizo intención de cruzar la habitación, pero al dar un salto para alejarse de Juana, la chaqueta se enganchó en la tapa abierta del pequeño estuche y lo volcó sobre el suelo con todo su contenido. Juana, pensando que lo había hecho intencionadamente, montó en cólera. En un principio, Pedro trató de disculparse, pero cuando ella rehusó creer que había sido un accidente, también él se enojó. Los dos empezaron a gritar, y Pedro, girándose hacia Catalina, apeló a ella para que corroborara su inocencia.
Catalina estaba atrapada entre la espada y la pared.
Sabiendo lo fácilmente que se excitaba mi madre y que sus primeros impulsos eran siempre violentos, temí que me abofetearía si no le daba la razón. Puesto que no quería mentirle ni ofender al gran duque, guardé silencio. Sin embargo, sí dije a mi madre que no creía que el gran duque lo hubiera hecho intencionadamente.