En Smolensko, el viaje se retrasó durante cuatro días por la gran cantidad de nieve acumulada tras las ventiscas y porque Mamónov se vio aquejado por un dolor de garganta febril. Pero una carta de Potemkin, desde Crimea, apremiaba a Catalina para reanudar la marcha: «Aquí está empezando a asomar el verde en los prados», le decía. «Creo que las flores no tardarán.»51
El 29 de enero, la cabalgata llegó a Kiev, que se alza en la elevada orilla occidental del río Dniéper. La zarina, que solo había visitado el lugar una vez antes —hacía ya cuarenta y tres años, siendo una gran duquesa de solo quince que acompañaba a la emperatriz Isabel—, fue recibida con las salvas de los cañones y el tañido de las campanas. A cada embajador se le había asignado un palacio o una mansión, con un hermoso mobiliario y provistos de sirvientes y excelentes vinos. Por las noches, las veladas discurrían entre juegos, música y bailes. Catalina solía jugar al whist con Ségur y Mamónov.
Potemkin llegó desde Crimea. Al principio, permaneció aislado, lejos de toda la excitación que él mismo había creado, y declaró su intención de observar la Cuaresma en la compañía de los monjes y no entre cortesanos y diplomáticos. Escogió el Pechérskaia Lavra, el famoso monasterio de las Cuevas que, cavado en la montaña, se alza sobre el río. Allí, en un laberinto de cuevas y túneles bajos y estrechos, yacen setenta y tres santos momificados en nichos abiertos, lo suficientemente cerca para que los transeúntes alarguen la mano y los toquen. Catalina, que conocía los cambios de humor de Potemkin, advirtió: «Evitad al príncipe cuando os parezca un lobo enfurecido».52 El comportamiento del príncipe se debía a todas las preocupaciones; al supervisar aquel viaje, asumió una gran responsabilidad, y las mayores dificultades estaban por llegar.
Además de Potemkin, en Kiev se unió también otro viajero al convoy: el príncipe Carlos de Ligne, un aristócrata de cincuenta años, belga por nacimiento, ahora mariscal de campo austríaco al servicio del emperador José II. Venido desde Viena, Ligne fue una incorporación bien recibida. Era un cosmopolita europeo, que mantenía una relajada correspondencia con Voltaire o María Antonieta, ingenioso, prudente, sofisticado, cínico y sentimental, y, al mismo tiempo, diplomático y discreto. Amigo de soberanos y príncipes, amable con sus iguales, popular entre sus inferiores, tranquilizaba a todo el mundo. Recibió encantado la invitación de Catalina, a quien luego describiría como «el mayor genio de su tiempo».53 De cuantos invitados viajaron con Catalina, Ligne fue quien contó con una aprobación más constante, no solo de la emperatriz, sino de todos los demás. La propia Catalina lo describió como «la más placentera compañía y la persona más fácil para convivir que jamás he conocido».54 Cuando su señor, amigo y confidente José II se unió al grupo, le pidieron a Ligne que compartiera con ellos el carruaje imperial y escuchase la conversación de los dos monarcas. Ligne se sumaba a ellos cuando se lo pedían; el otro ocupante, Alejandro Mamónov, para quien escuchar era demasiado aburrido, se dormía.
Catalina y sus invitados permanecieron en Kiev seis semanas. Después, reemprenderían el viaje en unas grandes galeras de río construidas para el trayecto fluvial. El 22 de abril, el cañón dio la señal de que el hielo del río se había roto. A mediodía, la emperatriz y sus invitados subieron a bordo de siete enormes embarcaciones decoradas y amuebladas al estilo romano, todas ellas pintadas de rojo y oro, con la doble águila de la Rusia imperial blasonada en los flancos. La galera de Catalina, que se llamaba Dniéper, tenía un dormitorio decorado con brocados de seda dorados y escarlata, un salón, una biblioteca, una sala de música y un comedor. Una cubierta privada, provista de dosel, le permitía tomar el aire pero evitar el sol. Las seis galeras que seguían a la suya se igualaban casi en lujo: también estaban pintadas de rojo y dorado con los interiores forrados de costosos brocados. La galera de Potemkin daba alojamiento al príncipe, que ya no era un «lobo furioso», a dos sobrinas y a sus esposos, y a su nuevo amigo, el príncipe Carlos de Nassau-Siegen, un libertino soldado de fortuna. Este franco-alemán de cuarenta y dos años, heredero venido a menos de un pequeño principado, había navegado por todo el mundo, librado batallas en tierra y mar, se casó con una mujer polaca y luego llegó a Rusia, donde conoció a Potemkin. Catalina tenía sus dudas. «Es extraño que os guste el príncipe Nassau, considerando su reputación de exaltado en todas partes», le dijo a Potemkin. «Pese a todo, se sabe que es valiente.»55
El día de embarcar, con las galeras aún amarradas a la costa, Catalina invitó a cincuenta pasajeros a cenar a bordo de la galera comedor. A las tres de la tarde, la flota zarpó río abajo, con las siete grandes galeras seguidas por ocho embarcaciones menores que transportaban a las tres mil personas que servían a esta inusual flotilla. A las seis, unos pocos invitados fueron en bote hasta la galera personal de la emperatriz para cenar; aquello se convertiría en una costumbre a lo largo de los próximos días.
Bajo un cielo azul y los destellos del río a la luz del sol, los remos pintados se hundían rítmicamente en el río y esta «flota de Cleopatra», tal como la bautizó Ligne, descendía por el Dniéper. Viajar por las aguas de un gran río era normal en Rusia, pero nadie había visto jamás nada parecido a esto, y en las orillas se agolpaban multitudes, contemplándolos y alzando las manos para saludar mientras las galeras se deslizaban por delante de ellos. La flota pasó junto a prados alfombrados de primaverales flores silvestres, rebaños de reses y ovejas y pueblos con iglesias y casas relucientes con su nueva pintura. Todo el tiempo que tardaban las galeras en pasar, estaban los grandes navíos acompañados de un enjambre de pequeñas embarcaciones que trasladaban a los visitantes de una galera a otra, traían vino o comida además de a los músicos que tocarían en las comidas y en los conciertos nocturnos. Durante el día, Catalina yacía en la cubierta de su galera bajo el toldo de seda. Para sus invitados y los pasajeros que no formaban parte del equipo de trabajo de la emperatriz, las mañanas eran libres y podían intercambiar visitas, hablaban de negocios, cotilleaban y jugaban a las cartas. A mediodía, la galera de la emperatriz disparaba un cañón para anunciar la hora de la comida; a veces llamaba solo a diez invitados a su galera, a veces a cincuenta, que compartirían la galera comedor. Las embarcaciones realizaban paradas frecuentes para que los viajeros pudiesen hacer comidas campestres o, simplemente, caminar por las orillas del río.
Seis días tardó la flota en llegar a Kaniev, un punto del Dniéper donde la orilla este pertenecía a Rusia y la oeste a Polonia. Allí Catalina se encontraría con Estanislao Poniatowski, a quien ella había hecho rey de Polonia. No se habían visto desde 1759, veintiocho años atrás. Incluso ahora, con cincuenta y seis años, Estanislao seguía siendo apuesto, sensible y culto; además de bienintencionado y débil. Pero Catalina estaba incómoda. A los cincuenta y nueve, era consciente de cómo los años habían afectado a su apariencia y no le apetecía someterse a la mirada de un antiguo amante.
Cuando la flota fondeó en Kaniev, llevaron al rey en un bote de remos hasta la galera de Catalina. Durante la mañana se habían desatado algunas rachas de viento y de lluvia, y las ropas del rey estaban empapadas cuando subió a bordo. Catalina lo recibió con honores de Estado y Estanislao respondió con su antigua sutileza. En tanto que rey, la Constitución polaca le prohibía abandonar suelo polaco; por tanto, viajó temporalmente de incógnito. Inclinándose ante quienes lo recibieron en cubierta, dijo: «Caballeros, el rey de Polonia me ha pedido que os encomiende al conde Poniatowski a vuestro cuidado».56
Catalina estuvo fría. Ahora Estanislao parecía insípido, con unos modos demasiado exquisitos y unos cumplidos demasiado elegantes e interminables. Según Catalina escribió a Grimm: «He pasado treinta años sin verlo y podéis imaginar lo cambiados que nos hemos encontrado en uno al otro».57 Ella lo presentó a sus ministros e invitados extranjeros y luego, con paso rígido, se retiró con él para una conversación privada de media hora. Cuando regresaron, las maneras de Catalina eran forzadas y sus ojos reflejaban tristeza. En la cena, Ségur se sentó frente a la emperatriz y al rey y más adelante contó: «Hablaban poco, pero se miraban el uno al otro. Escuchamos a una orquesta excelente y bebimos a la salud del rey tras una salva de fuego de la artillería».58 A la hora de marcharse, el rey se levantó de la mesa y no pudo encontrar su sombrero. Catalina se lo dio. Estanislao se lo agradeció sonriendo, y dijo que era la segunda vez que la reina le permitía cubrirse la cabeza: el primer objeto que le dio fue la corona de Polonia.
Él trató de persuadirla de que prolongara su visita y fuera su huésped durante unos días; pero fracasó. Había preparado cenas y un baile en su honor en un palacio construido especialmente para la ocasión. Ella declinó la invitación, puesto que ya había decidido que su encuentro no debía pasar de un día. A Estanislao se le dijo que ella debía reunirse con el emperador José II en Jersón, río abajo; el emperador estaría esperando y ella no podía alterar el programa. Potemkin, a quien le caía bien Estanislao, estaba molesto y advirtió a la emperatriz que su rechazo debilitaría la posición del rey en Polonia. Catalina fue rotunda: «Sé que es el deseo de nuestro huésped que yo permanezca aquí uno o dos días más, pero vos mismo sabéis que es imposible, teniendo en cuenta mi reunión con el emperador. Os ruego que le hagáis saber, educadamente, que no hay posibilidad de introducir cambios en mi viaje. Y, además, como vos mismo sabéis, considero los cambios de planes desagradables».59 Cuando Potemkin siguió discutiendo, ella sacó el mal genio: «La cena propuesta para mañana se sugirió sin atender a las posibilidades reales ... Cuando tomo una decisión hay un motivo ... por lo tanto, me marcharé mañana como estaba previsto ... ¡Estoy muy cansada de esto!». Para calmar a Potemkin, permitió que sus invitados asistieran al primero de los bailes de Estanislao, que se celebraría aquella noche, pero ella se quedó en su galera y contempló los fuegos artificiales desde la cubierta, atendida por Mamónov. Al día siguiente, la flota de galeras zarpó al amanecer. Hablando con Potemkin, Catalina le dijo: «El rey me aburre».60 Jamás volvió a ver a Estanislao.
Mientras tanto, José había llegado a Jersón, río abajo, y estaba aguardando. Era un hombre que gustaba de viajar ligero y volvió a usar la identidad del conde Falkenstein para pasar de incógnito. Con poco equipaje y la única compañía de un secretario privado y dos sirvientes, solía llegar a los sitios antes de tiempo. En Jersón, se cansó de esperar y decidió seguir el río hacia arriba por tierra y encontrarse con Catalina en Kaidek, donde su flota tendría que detenerse al llegar a la primera de las cataratas del Dniéper. Cuando llegaron las galeras a Kaidek, informaron a Catalina de que el conde Falkenstein la esperaba en Jersón, río abajo. Al poco, llegaron noticias de que este había partido ya a su encuentro, por carretera. Decidida a no ser menos, Catalina desembarcó apresuradamente y corrió al carruaje para interceptar a su aliado. Ambos se encontraron en la carretera y, juntos en el carruaje de la zarina, deshicieron los treinta y cinco kilómetros hasta volver a Kaidek. Cuando se unió a su grupo de viaje, José insistió en mantener el anonimato, y asistiría a las celebraciones de la emperatriz con otros caballeros de la corte, siempre presentándose como el conde Falkenstein. Estuvo encantado de ver a su amigo y comandante del ejército, Ligne, y de iniciar una nueva amistad con Ségur. Habló con gran admiración al embajador francés de la vitalidad de aquella extraordinaria mujer, diez años mayor que él, que ahora se había convertido en aliada; pero tuvo pocos cumplidos para Mamónov. «El nuevo favorito es atractivo», escribió José, «pero no parece muy brillante y se lo ve asombrado de verse en esta posición. La verdad es que no es más que un niño malcriado.»61
Después de veinticuatro horas en Kaidek, Catalina y José dejaron a los diplomáticos y cortesanos el placer de atravesar los rápidos en galera, y ellos viajaron juntos en un carruaje hasta el lugar donde Potemkin tenía intención de levantar la nueva ciudad de Yekaterinoslav. Allí, con José al lado, Catalina puso la piedra fundacional de la nueva catedral de la ciudad. El emperador, que tenía sus dudas respecto a levantar una gran iglesia antes de tener ciudad o población, escribió a un amigo en Viena: «Hoy he protagonizado una proeza: la emperatriz puso la primera piedra de una iglesia, y yo, la última».62
Cuando las galeras hubieron salvado los rápidos sin problemas y los dos soberanos volvían a estar a bordo, hicieron su entrada en Jersón por agua. Nueve años antes, cuando Potemkin había escogido por primera vez aquel sitio a treinta kilómetros río arriba desde el estuario del mar Negro, Jersón no era más que cuatro cabañas en una marisma. Ahora era una ciudad fortificada, con dos mil casas blancas, calles rectas, árboles para hacer sombra, jardines de flores, iglesias y edificios públicos, cuarteles para veinte mil hombres, multitudes en las calles, tiendas llenas de productos y un astillero próspero con almacenes en los muelles, dos navíos de línea terminados y una fragata lista para botar. Más de cien naves, la mayoría rusas, estaban fondeadas en el puerto. El 15 de mayo, Catalina y José botaron los tres barcos de guerra, entre ellos el navío de línea Vladímir y un poderoso navío de línea de ochenta cañones diplomáticamente bautizado como San José.
La cercanía de los turcos ensombrecía el ánimo de ambos soberanos. Vieron el arco que había erigido Potemkin a la entrada de la ciudad, blasonado en un acto de provocación con la inscripción griega: «Este es el camino a Bizancio». Se reunieron con Yakov Bulgakov, el ministro ruso en Constantinopla, que había acudido para informar a la emperatriz y para recordarle algo que ella y Potemkin ya sabían: que el imperio otomano no había aceptado por completo la anexión de Crimea ni, de hecho, ninguna presencia rusa en el mar Negro. Los turcos solo esperaban el momento oportuno, les advirtió Bulgakov. Catalina y Potemkin lo comprendieron, y como Rusia no estaría preparada para la guerra antes de dos años, al menos, apremiaron a Bulgakov para que adoptase una postura conciliadora.
La propia Catalina tenía que actuar con cautela ahora. En principio, había tenido esperanzas de finalizar su viaje completando el curso entero del Dniéper, lo que significaba ir desde Jersón hasta el estuario en el mar Negro. Los turcos le impidieron realizar esta última etapa de su viaje por el río enviando cuatro buques de guerra y diez fragatas para que patrullasen por el estuario. Estaban allí para recordarle que el Dniéper aún no era franco del todo.
Pese a esta decepción, Catalina estaba decidida a impresionar a su aliado imperial y a los embajadores extranjeros en un itinerario por Crimea. Dejaron Jersón y el Dniéper el 21 de mayo y viajaron por tierra en carruajes. Una vez en la estepa, José quedó asombrado cuando mil doscientos jinetes tártaros aparecieron repentinamente en una nube de polvo; eran miembros de una tribu, recién conquistados, a quienes ahora se consideraba lo suficientemente leales para prestar servicio como guardia de honor imperial. Impresionado por el espectáculo, José salió del campamento un anochecer y caminó con Ségur por el llano páramo de hierba que se extendía hasta el horizonte. «Qué tierra tan peculiar», dijo el emperador. «¿Quién me habría imaginado con Catalina II y los embajadores de Francia e Inglaterra, vagando por un desierto tártaro? ¡Qué página de la Historia!»63
Al pasar por el istmo de Perekop, que conecta la península de Crimea con Ucrania y Rusia por el norte, la procesión de carruajes avanzaba por la abrupta y rocosa carretera hacia Bajchisarái, la antigua capital de los kanes de Crimea. Allí, los aposentos privados del palacio de los kanes se convirtieron en la residencia temporal de los dos monarcas visitantes. Meses antes, Catalina había enviado a Charles Cameron, su arquitecto escocés, para que reparase y decorase el palacio. Cameron había conservado la atmósfera islámica. Había patios interiores y jardines secretos cerrados por altos muros y vallas de mirto. Había habitaciones frescas, despejadas, con paredes de azulejos brillantes, mullidas alfombras, tapices muy complejos y, en el centro de cada habitación, una fuente de mármol. A través de las ventanas abiertas, Catalina podía contemplar los minaretes que se alzaban sobre los muros y respirar el perfume de las rosas, los jazmines, los naranjos y los granados. Alrededor del palacio se levantaba la ciudad, dominada por diecinueve mezquitas y sus altos minaretes, desde donde, cinco veces al día, las voces llamaban a la oración a sus fieles; mientras estuvo allí, Catalina ordenó la construcción de dos mezquitas más. Fuera también había otras vistas, otros sonidos, otros perfumes del islam: los bazares abarrotados de gente; los príncipes tártaros y los hombres con las túnicas holgadas; sus esposas y otras mujeres, cubiertas por completo excepto los ojos.
Como Potemkin estaba ansioso por mostrar a Catalina y al emperador lo que él consideraba su mayor éxito en el sur, solo pasaron tres días y dos noches en Bajchisarái. El 22 de mayo, cruzaron las montañas por bosques de cipreses y de pinos hasta los escarpados cabos de la costa sur de Crimea en el mar Negro. Allí penetraron en una región exuberante, parecida a la Riviera, de temperaturas suaves todo el año, con olivos, árboles frutales, viñedos, pastos y jardines de jazmín, laurel, lilas, glicinias, rosas y violetas. Cada primavera, la repentina y abundante floración de los frutales, los arbustos, las vides y las flores silvestres, con su remolino de colores y de olores, transformaba la costa en un enorme jardín perfumado.
Su destino era Inkerman, en las alturas, colgado sobre el mar Negro. Allí comieron en un pabellón nuevo. Tras el festín de mediodía, Potemkin se levantó y descorrió las cortinas de un extremo de la habitación. Ante ellos, bajo el límpido azul del cielo de Crimea, los viajeros contemplaron un anfiteatro de escarpados picos que se erguían sobre las aguas azul esmeralda. Era la gran bahía de Sebastopol, que brillaba a la luz del sol. En la bahía fondeaban los buques de la creciente flota de Potemkin en el mar Negro. A una señal desde el pabellón, los buques dispararon salvas para saludar a los dos monarcas. Para terminar, uno de los nuevos buques izó la bandera del emperador y lanzó una salva para él especialmente.
Catalina llevó a José al carruaje y juntos regresaron al puerto para visitar los muelles y la ciudad. Contemplaron los nuevos astilleros y los embarcaderos, sus fortificaciones, los edificios del almirantazgo, el polvorín, los cuarteles, las iglesias, dos hospitales, las tiendas, las casas y las escuelas. José, que se había mostrado escéptico y crítico en Jersón, quedó asombrado en Sebastopol; declaró que era «el puerto más hermoso que jamás he visto».64 Impresionado por la calidad y la preparación de los barcos rusos, el emperador añadió: «La verdad es que hay que venir para creer lo que ven mis ojos».
Desde Sebastopol, Catalina planeaba escoltar a sus visitantes por Crimea hasta Taganrog en el mar de Azof. Pero el calor del verano y el deseo de José de regresar a Viena la convencieron de que todos habían visto suficiente. Regresaron al Dniéper, todos juntos en su carruaje, charlando aún de política y de planes de futuro. El 2 de junio se separaron. Catalina fue hacia el norte, hasta Poltava, donde Potemkin organizó una recreación de la batalla de Poltava de 1709, en la que Pedro el Grande aplastó al ejército sueco invasor de Carlos XII. Ella contempló como cincuenta mil soldados rusos, algunos vestidos de rusos, otros de suecos, recreaban la batalla.
El 10 de junio, en Járkov, Catalina y Potemkin se separaron. Antes de marcharse, él le regaló un magnífico collar de perlas, que compró y ordenó enviar desde Viena. Ella le otorgó el título de príncipe de la Táuride. Más adelante, en su viaje hacia el norte pasando por Kursk, Oriol y Tula, el carruaje de Catalina daba tumbos en carreteras por las que ya no se deslizaba como un trineo sobre la nieve. Cuando llegó a Moscú el 27 de junio, estuvo encantada de ver a sus nietos, Alejandro y Constantino, cuyos padres les habían permitido viajar para recibir a su abuela. Aquella fue la última visita de Catalina a la vieja capital; cuando llegó a Tsárskoie Seló el 11 de julio, estaba agotada.
Se sentía inmensamente orgullosa de los éxitos de Potemkin. Después de separarse de él en Járkov, le había escrito unas cartas llenas de agradecimiento y muy emotivas durante el viaje: «Os amo a vos y vuestro servicio que nace del puro celo ... Por favor, tened cuidado ... Con el calor tan intenso que tenéis a mediodía, os ruego con la mayor humildad: hacedme el favor de velar por vuestra salud, por el amor de Dios y por el nuestro, y sentíos tan complacido conmigo como yo lo estoy con vos».65
Potemkin respondió con una gratitud y una devoción casi filiales:
¡Vuestra Majestad! ¡Dios sabe cuánto aprecio los sentimientos que manifestáis! Sois más que una verdadera madre para mí ... Cuánto os debo, cuántas distinciones me habéis otorgado, hasta dónde han llegado vuestros favores para con mis allegados; pero lo más importante, el hecho de que la malicia y la envidia no han podido perjudicarme ante vuestros ojos y toda perfidia estaba condenada al fracaso. Es algo verdaderamente extraño en este mundo; esta firmeza se os ha concedido solamente a vos. Este país no olvidará su felicidad ... Adiós mi benefactora y madre ... Soy hasta la muerte vuestro fiel esclavo.