Esta era, en efecto, la verdad y quid del problema. La cuestión del poder corroía constantemente a Potemkin. Siempre había ansiado poder y siempre le había llegado con facilidad. Fue así ya de niño, siendo el único hijo varón y el ídolo de una madre y de cinco hermanas. Había sido su meta cuando estaba en la universidad y declaró que mandaría bien a soldados o a monjes. Era para buscar reconocimiento que había espoleado al frente su caballo para ofrecer a la nueva emperatriz el nudo de su espada, y cuando imitó la voz y acento de Catalina y la hizo reír. Era su objetivo cuando abandonó el ejército y corrió a San Petersburgo, con la esperanza de convertirse en el favorito. Ahora, había adquirido títulos, riquezas, tierras y altos cargos. La emperatriz lo había elevado a alturas sin precedentes e incluso tal vez había sellado su unión con el matrimonio. ¿Qué más quería él? ¿Cuánto más poder podía conferirle Catalina? Era el hombre más importante del imperio, pero seguía sintiéndose infeliz e insatisfecho. Había dejado claro que todas las recompensas habituales de su posición —títulos, condecoraciones, dinero— no eran suficientes. Quería poder supremo en un ámbito ilimitado.
El problema era que a pesar de todo lo que había hecho y todo lo que le habían dado, su posición descansaba exclusivamente en Catalina. Él lo sabía; veía que si sus disputas continuaban existía una posibilidad de que, un día, la emperatriz pudiera triunfar sobre la mujer y volverse contra él y echarle. Entonces no sería más que lo que eran el trastabillante Orlov y el lastimoso Vasílchikov. No estaba dispuesto a arriesgarlo. Había llegado el momento en que tenía que escoger entre amor y poder. Escogió el poder. Significaba apartarse del amor y de Catalina, pero sería una retirada completa. Misteriosamente para todos los que observaban, al mismo tiempo que la naturaleza de su relación física cambiaba, los lazos entre los dos permanecieron fuertes, tan fuertes que el poder político de Potemkin no pareció declinar. Más bien pareció crecer.
La corte, observando la cambiante relación entre los amantes, asumió que a Potemkin no tardarían en despedirle. El 22 de junio de 1776, cuando se averiguó que la emperatriz le estaba obsequiando con el palacio Anichkov, que la emperatriz Isabel había construido en la avenida Nevski para Alexéi Razumovski, se creyó que este regalo se hacía para proporcionar a Potemkin una residencia en la ciudad cuando se mudara fuera del Palacio de Invierno. Esto era en parte verdad. Al hacer los preparativos para una separación física, había surgido la cuestión de dónde viviría Potemkin. Catalina le había animado a permanecer en el Palacio de Invierno, pero también le buscó otro lugar, en caso de que él lo prefiriera así. Potemkin, tras haber amenazado repetidas veces con marcharse, se quejó cuando ella empezó a tomarle la palabra. Ella respondió:
Dios sabe que no es mi intención expulsaros del palacio. Por favor, vivid en él y calmaos ... Si deseáis distraeros viajando por las provincias durante un tiempo, no os lo impediré. A vuestro regreso, por favor ocupad vuestro alojamiento en el palacio como antes. A Dios pongo por testigo de que mi apego por vos sigue firme e ilimitado, y no estoy enfadada. Pero hacedme un favor: no me destrocéis los nervios.