Panin aconsejó también que se exhibiese el cadáver con tanta naturalidad como fuera posible, pues consideraba más prudente mostrar al emperador muerto que incurrir en el riesgo de promover la creencia de que seguía con vida, escondido en alguna parte, y podía aparecer de un momento a otro. Al difunto, cuya capilla ardiente se dispuso en el citado cenobio de San Petersburgo, lo embutieron en el uniforme azul de un oficial de caballería de Holstein, no tanto por ser atuendo que vestía con delectación en vida como al objeto de recalcar su origen y sus preferencias extranjeros. Sobre el pecho no llevaba medalla ni cinta algunas y aunque tenía la frente cubierta por un sombrero de tres picos un tanto grande para él, la parte del rostro que quedaba expuesta se veía negra e hinchada. En torno al cuello le habían ligado una corbata larga y amplia que le llegaba hasta la barbilla, de tal modo que ocultaba por entero la garganta, que —de haber sido estrangulado— presentaría magullada y descolorida. Las manos, que según la costumbre ortodoxa tenían que estar desnudas y asiendo una cruz, se hallaban enfundadas en gruesos guantes de montar de piel.
El cadáver se había colocado sobre unas andas con cirios a la cabeza y a los pies. La cola de los espectadores, que los soldados se encargaban de hacer avanzar con rapidez, no vio a Catalina arrodillada y orante sobre el cuerpo de su esposo como la había visto al morir la emperatriz Isabel. Su ausencia, según se dijo, era resultado de una petición del Senado, que había recomendado a su Alteza Imperial no asistir «a fin de poder consagrar su salud a su bienquista patria rusa».62 El lugar elegido para el sepulcro tampoco era el acostumbrado: pese a ser nieto de Pedro el Grande, el difunto Pedro III no había llegado a ser coronado, y por lo tanto no podía yacer en la catedral de la fortaleza como los zares consagrados. El 23 de julio se depositaron sus restos en el monasterio de Alejandro Nevski, junto con el de la regente Ana Leopóldovna, madre del emperador depuesto y encarcelado Iván VI, y allí permanecerían durante los treinta y cuatro años del reinado de su esposa.
La explicación que dio Catalina a esta secuencia de acontecimientos se recoge en una carta a Estanislao Poniatowski escrita dos semanas después de la muerte de su esposo:
Pedro III había perdido el poco entendimiento que le quedaba. Quería mudar su religión, desmantelar la Guardia, desposarse con Isabel Vorontsova y encerrarme a mí. El día de la celebración de la paz con Prusia, después de insultarme en público durante la cena, ordenó que me arrestaran aquella misma noche, y aunque acabó por revocarla, desde entonces comencé a dar oídos a los planes [de ocupar su lugar en el trono] que se me habían ido presentando desde la muerte de la emperatriz Isabel. Podíamos contar con muchos capitanes de la Guardia. El secreto se hallaba en las manos de los hermanos Orlov, una familia resuelta en extremo y muy querida entre el común de los soldados. Con ellos he contraído una gran deuda.
Envié al emperador depuesto a un paraje remoto y muy agradable llamado Ropsha, que puse al cargo de Alejo Orlov, cuatro oficiales a él subordinados y un contingente de hombres selectos de buen corazón, en tanto se preparaba para él una serie de aposentos decentes y cómodos en Schlüsselburg. Dios, sin embargo, tenía otros designios. El terror le provocó unas diarreas que duraron tres días y acabaron al cuarto cuando bebió en exceso. ... Entonces lo aquejó un cólico hemorroidal que le afectó al cerebro. Estuvo dos días delirando, y a los desvaríos siguió un agotamiento extremo. A pesar de toda la ayuda que pudieron brindarle los médicos, murió pidiendo la asistencia de un sacerdote luterano. Como temiera que los oficiales pudiesen haberlo envenenado, hice que lo diseccionaran; pero en su interior no se halló rastro alguno de ponzoña. Tenía el estómago razonablemente sano, aunque el intestino grueso estaba muy inflamado, y al final se lo llevó una apoplejía. Tenía el corazón pequeñísimo y muy deteriorado.
A la postre, pues, ha querido Dios que todo ocurra conforme a sus designios. En conjunto, todo ha sido más un milagro que un plan establecido, pues es impensable que hayan coincidido tantas circunstancias afortunadas sin intervención de la mano de Dios. El odio a lo foráneo fue un factor fundamental en todo el asunto, y Pedro III pasaba por extranjero.