120 Quise averiguar qué quería decir, pero él no llegó a decírmelo.

A principios de febrero, Pedro estuvo por fin lo bastante bien para viajar, y la emperatriz lo llevó de vuelta a San Petersburgo. Catalina fue a encontrarse con ellos en una sala de recibo del Palacio de Invierno. Era pasadas las cuatro de la tarde y oscurecía; se reunieron, cuenta Catalina, en «penumbra».121 Hasta aquel momento, la ausencia y la inquietud habían suavizado la imagen que tenía Catalina del hombre con el que iba a casarse. Pedro no había sido nunca apuesto, pero contaba con cierta insipidez anodina e inofensiva. En ocasiones lucía una mueca hosca, en ocasiones una leve sonrisa que podría ser inane o podía ser simplemente tímida. En conjunto, su aspecto no había sido del todo desagradable. Catalina estaba impaciente por verle.

La figura que se alzaba ahora de pie ante ella en la penumbra era del todo diferente; la llenó «casi de terror ... Su rostro era prácticamente irreconocible».122 Estaba devastado, hinchado y picado con marcas de viruela todavía sin cerrar. Era evidente que le quedarían muchas cicatrices. Le habían afeitado la cabeza, y la peluca enorme que llevaba le daba un aspecto aún más aterrador. A pesar de la escasa luz, Catalina fue incapaz de disfrazar su horror; más tarde, describió a su futuro esposo como «espantoso». Mientras ella estaba allí parada, «él se me acercó y preguntó: “¿Me reconocéis?”».123 Haciendo acopio de valor, ella tartamudeó unas felicitaciones por su recuperación y luego huyó a sus aposentos, donde se derrumbó.

Catalina no era una simple joven romántica. A la emperatriz, sin embargo, le preocupó su reacción ante el aspecto de su sobrino. Temiendo que la muchacha pudiera rechazar impulsivamente a un futuro esposo con un aspecto tan atroz y pedir a sus padres que retiraran su consentimiento a la boda, Isabel redobló sus muestras de afecto. El 10 de febrero, el decimoséptimo cumpleaños de Pedro, sin que su sobrino estuviera aún en condiciones de aparecer en público, la emperatriz invitó a Catalina a cenar con ella a solas. Durante la comida, felicitó a Catalina por sus cartas en ruso, le habló en ruso, alabó su pronunciación, y le dijo que se estaba convirtiendo en una joven hermosa.

Los esfuerzos de Isabel fueron gratificantes para Catalina, pero innecesarios. La muchacha no tenía intención de romper el compromiso. Ni por un momento, fuese cual fuera el aspecto de su prometido, pensó ella en regresar a Alemania. Había una promesa a la que Catalina se mantuvo fiel a lo largo de toda su vida, un compromiso del que jamás renegaría: el que sellara con su propia ambición. No había venido a casarse con una cara, apuesta o espantosa, sino con el heredero de un imperio.

Pedro estaba más afectado emocional y psicológicamente que Catalina por lo que la viruela le había hecho. Pero una vez que la enfermedad había provocado ya sus daños, el fallo de comportamiento recaía sobre Catalina. La reacción inicial de la joven era muy natural; la mayoría de muchachas rehuirían ver desfiguraciones horribles, y era probable que pocas poseyeran el autocontrol necesario para ocultar sus sentimientos. En este caso, no obstante, para que la relación superara este desafío y prosiguiera con éxito, el momento del encuentro exigía algo que excedía a las capacidades de Catalina; algo que ella no podía reunir: un afecto cálido y desmedido, la clase de ternura espontánea innata en la emperatriz Isabel.

A Pedro le angustió sentirse físicamente repulsivo para su prometida. En el momento en que se encontraron en la sala poco iluminada, Pedro pudo leer su pensamiento en sus ojos y su voz. A partir de entonces, se creyó «espantoso» y por lo tanto incapaz de inspirar amor. Esta nueva sensación de inferioridad reforzó los sentimientos que le habían aquejado toda la vida. A lo largo de toda su sombría y solitaria infancia, Pedro no había tenido nunca un amigo íntimo. Ahora, justo cuando la prima con la que le obligaban a casarse se estaba convirtiendo en una camarada, una fealdad horrorosa había sido añadida a la lista de sus desventajas. Al preguntar: «¿Me reconocéis?», Pedro había revelado su preocupación por el efecto que el cambio en su aspecto tendría sobre ella. Ese fue el momento en el que Catalina le falló, sin saberlo. De haber conseguido dedicarle una sonrisa compasiva y una palabra de afecto, podría haber asegurado cierto futuro amistoso. La sonrisa no fue ofrecida; la palabra no fue pronunciada. El asustado joven vio a su leal compañera de juegos estremeciéndose al contemplarle; supo que era, como había dicho ella, «espantoso».

Catalina no comprendió nada de todo esto. En un principio, se sintió confusa; se habría quedado atónita de saber que su involuntaria reacción los había distanciado. Una vez que la reacción del joven quedó clara, el propio orgullo de Catalina dictó que respondiera a la frialdad de él con una correspondiente reserva propia. A su vez, el comportamiento reservado de ella solo podía reforzar la creencia de Pedro de que se había vuelto repulsivo para ella. No hizo falta mucho tiempo para que su consternación y soledad se transformaran en perversidad y rencor, y decidió que cuando ella se mostraba amistosa con él, lo hacía solo por mantener las formas. Odió el éxito de Catalina. Le guardó rencor porque ella se estaba convirtiendo en una mujer. Cuanto más hermosa, espontánea y alegre se volvía en compañía, más aislado se sentía él mismo en su propia fealdad. Catalina danzaba y cautivaba mientras Pedro se mofaba y retraía. Ambos se sentían deprimidos.

No obstante, fue deseo de Catalina que el deterioro de su relación privada permaneciera oculto. Pedro, que carecía tanto de recursos internos como de la ambición devoradora de Catalina, no podía representar tal papel. La viruela había asestado un golpe tremendo tanto a su salud mental como a la física. Bajo estas presiones, el joven se retiró al mundo de su infancia. La primavera y el verano de 1745, Pedro puso elaboradas excusas para permanecer en su habitación, rodeado y protegido por sus sirvientes. Era feliz vistiéndolos con uniformes y ordenándoles practicar la instrucción. Ya de niño, los uniformes, la instrucción militar y las voces de mando le habían hecho olvidar su soledad. Ahora, no sintiéndose querido y aún más consciente de estar solo, buscó alivio en el viejo remedio. Sus desfiles bajo techo con un pelotón de sirvientes disfrazados eran el modo de Pedro de protestar por la prisión que consideraba que era su vida y el poco grato destino hacia el que le estaban conduciendo.

Catalina la Grande: retrato de una mujer
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