Viazemski supo satisfacer las expectativas de la emperatriz y fue «el ojo del soberano» veintiocho años, hasta que se jubiló en 1792.
Pocos días después de su llegada al trono, Catalina reunió a los dos estadistas más avezados de Rusia: Nikita Panin y Alexis Bestúzhev, quienes, pese a haberla apoyado en sendos momentos decisivos de su vida, no habían trabajado jamás juntos. El segundo, al verse fuera del exilio y recuperar los honores y propiedades que poseía en otro tiempo, dio por supuesto que volvería a ejercer de primer ministro del imperio. Sin embargo, la emperatriz no tenía propósito alguno de elevar a la cancillería a aquel septuagenario debilitado por la humillación y el aislamiento.
Nikita Panin se convirtió en la principal figura política del nuevo Gobierno. En él se combinaban una inteligencia despierta con una vasta experiencia en asuntos europeos. Era el tutor de su hijo y el consejero que la había orientado durante el proceso de planificación y ejecución del golpe de Estado, y se convirtió enseguida en el asesor ministerial más destacado. En 1762, aquel soltero bajito y regordete de maneras exquisitas contaba cuarenta y cuatro años. Se levantaba tarde, trabajaba durante toda la mañana y, tras un almuerzo pesado, dormía la siesta o jugaba a las cartas. Catalina lo estimaba por su intelecto y su fidelidad, si bien al principio de su reinado guardaba ciertas reservas sobre su persona. Sabía que los doce años que había ejercido de embajador ante Suecia habían infundido en él un gran respeto por una monarquía constitucional que ella creía impracticable en Rusia. También era consciente de que Panin había tenido la esperanza de que se conformaría con actuar de regente durante la minoría de edad de su hijo Pablo. Huelga decir que semejante idea no revestía ningún atractivo para ella, quien jamás había dicho ni insinuado siquiera que fuese a estar dispuesta a gobernar solo en calidad de cuidadora de su primogénito.
Asimismo, era consciente de que Panin desaprobaba la relevancia cada vez mayor que había concedido a los hermanos Orlov. Temía que la relación que mantenía con Gregorio fuese a resultar tan dañina para un gobierno metódico y eficaz de la nación como lo había sido la influencia que habían ejercido sobre Isabel algunos de sus bien parecidos favoritos. Con todo, Panin era un hombre realista: reconocía que si Catalina se había hecho con el poder, había sido sobre todo por el ascendiente de que gozaban aquellos entre los de la Guardia, y entendía que su gratitud, junto con el vínculo personal que la unía a Gregorio, no iba a permitir reducción alguna del papel que representaban los hermanos. A fin de adaptarse a tal situación, Panin optó por cambiar su enfoque. Antes de ayudarla a derrocar a Pedro, había hablado con la emperatriz en privado acerca de su anhelo de ver instaurada en Rusia una estructura de gobierno más liberal: algo semejante al sistema que había admirado durante su ejercicio en Suecia. Cuando Catalina subió al trono y buscó fórmulas para hacer del gobierno imperial una institución más eficaz y más adaptada a las necesidades de Rusia, comenzó a afanarse por hacer que accediera a permitir cierta restricción de su autoridad. Tenía que andar con pies de plomo: no podía proponer abiertamente la limitación del poder absoluto del autócrata. Por lo tanto, propuso crear un poder ejecutivo permanente, un Consejo Imperial para el que se definirían de forma precisa las funciones y las facultades necesarias para «asistir» a la emperatriz. En esta nueva estructura, dicha institución limitaría, desde el punto de vista de la organización, su autoridad.
Catalina no albergaba intención alguna de compartir el poder supremo que había adquirido ni de dejar que se restringiera. Su táctica, una vez en el trono, consistió en pedir a Panin que pusiese por escrito sus ideas. Él se puso a hacerlo de inmediato, y antes de que tocara a su fin el mes de julio de 1762 le había presentado su proyecto de instauración de un Consejo Imperial permanente. Conforme a su sistema, el soberano seguiría ejerciendo el gobierno principal del Estado, aunque, en nombre de una mayor eficacia, compartiría su poder con un cuerpo de ocho consejeros imperiales. No explicaba quién debía elegirlos ni cómo, aunque al menos cuatro de ellos debían ser los directores de los ministerios de Guerra, de la Marina, de Asuntos Exteriores y de Interior. (A fin de hacer su propuesta más aceptable para Catalina, incluyó a Gregorio Orlov en la relación de candidatos a alguno de los puestos del Consejo.) Esta institución se haría cargo de todos los asuntos que fueran más allá de la función legislativa del Senado, «como si de la emperatriz en persona se tratara». Aun así, ninguno de los decretos ni regulaciones por ella creados tendría validez alguna sin la firma de la autócrata.
Panin sabía que caminaba por arenas movedizas al presentar semejante propuesta, pues afectaba a sus prerrogativas soberanas. El nombramiento de los consejeros habría de ser vitalicio, sin que ella pudiese destituir a ninguno de ellos. Solo cabría sustituir a alguno en caso de mala conducta, y aun así, solamente mediante asamblea de todos los senadores. Cuando la emperatriz leyó la propuesta, entendió al punto que pretendía limitar su autoridad invalidando su derecho a nombrar y deponer a sus principales funcionarios públicos. El plan estaba condenado al fracaso desde su primera lectura: Catalina no había aguardado todos aquellos años a hacerse con el trono para después aceptar limitaciones.
En realidad, en ningún momento de toda su vida tuvo la menor vacilación en su convencimiento de que una monarquía absoluta se ajustaba mejor a las necesidades del imperio ruso que la gobernación por parte de un grupo reducido de funcionarios permanentes. Además, no era la única que se oponía a la idea de un Consejo Imperial: en este sentido la apoyaba la mayor parte de la nobleza, persuadida de que una institución así estaba llamada a depositar la dirección del imperio en las manos de un conjunto limitado y perpetuo de burócratas en lugar de dejarla en las del monarca, tal como se había hecho de siempre. La oposición de la aristocracia fue a reforzar la postura de Catalina, y así, a comienzos del mes de febrero de 1763 era evidente que no se crearía tal órgano de gobierno. Con todo, por no ofender a Panin, en lugar de rechazar sin más la propuesta, la emperatriz fingió sentir cierto interés en ella y, a continuación, la apartó para no volver a mencionarla jamás.
Si su decisión de postergar el proyecto de creación de un Consejo Imperial supuso un revés para quien lo había presentado, lo cierto es que en agosto de 1763 supo resarcirlo concediéndole un cargo superior en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Bestúzhev, derrotado y débil, optó por jubilarse, y en consecuencia, Nikita Panin dirigiría dicho departamento en los dieciocho años siguientes, hasta 1781.
A tiempo que abordaba la crisis financiera, satisfacía al Ejército, reorientaba la postura de Rusia frente al extranjero y trataba de hacer más eficaz la administración del Gobierno, la emperatriz tuvo que lidiar con la Iglesia ortodoxa. Se había convertido a su fe, y había aceptado su dogma y participado en sus prácticas, en claro contraste con su esposo, Pedro. El segundo mes de su breve reinado, este había decretado la secularización de toda propiedad eclesiástica y anunciado que la ortodoxia rusa debía transformarse en un credo semejante al protestantismo de la Alemania septentrional, y como quiera que los jerarcas de la Iglesia confiaban en que Catalina revocaría las decisiones de su marido, no dudaron en secundar con entusiasmo su toma del poder. Una vez que llegó al trono, no dudaron en reclamar su recompensa pidiendo que les fueran devueltos de forma permanente todos sus bienes. En el momento de su ascensión, satisfizo su deuda política ante la Iglesia derogando los decretos de Pedro, aunque en su fuero interno no estaba tan convencida: a despecho de las muestras de devoción que había dado en público, consideraba escandalosa la colosal riqueza de que gozaba aquella y se negaba a aceptar lo que entendía por despilfarro de una porción tan gigantesca de la fortuna de la nación. Como Pedro el Grande, creía que semejante caudal debía emplearse en cubrir las necesidades del Estado, e igual que él, quería que la Iglesia asumiese, guiada por este, una función activa en el bienestar y la educación sociales. El problema de la disparidad existente entre la pobreza y las necesidades estatales, por un lado, y la tremenda riqueza que poseía la Iglesia en tierras y siervos, por el otro, quedaba, pues, sin resolver.
En el momento de subir al trono Catalina, la población rusa incluía diez millones de siervos, sobre todo campesinos que constituían la abrumadora mayoría de los trabajadores agrícolas de un Estado abrumadoramente agrícola. Desde el comienzo de su reinado, la emperatriz tuvo la intención de acometer el problema fundamental de la servidumbre, aunque este se hallaba demasiado entretejido en la urdimbre económica y social de la vida Rusa para que pudiera abordarlo en los primeros meses. Con todo, si en este terreno le era posible postergar una solución general permanente, no ocurría lo mismo con la cuestión de las tierras de la Iglesia y del millón de siervos varones que, junto con sus familias, las trabajaban. Revocó el decreto por el que dispuso Pedro III la secularización de las propiedades eclesiásticas por más que la de devolver a la Iglesia de forma temporal todos los bienes materiales y humanos no fuese la solución preferida por ella: su objetivo iba, más bien, en el sentido contrario.
Al encarar los problemas de la riqueza y el poder de la Iglesia, y de la relación existente entre esta y el Estado, estaba siguiendo la huella de un ejemplo prominente: medio siglo antes, Pedro el Grande ya se había mostrado menos preocupado por la salvación espiritual de su pueblo que por su bienestar material. Haciendo caso omiso del interés de los eclesiásticos por la vida del mundo futuro, deseaba que cumpliesen un cometido práctico en la del presente mediante la educación de una población de ciudadanos del Estado honrados y dignos de confianza. A tal objeto, disminuyó el poder de que gozaba la jerarquía de la Iglesia ortodoxa rusa mediante la eliminación de la dignidad religiosa suprema del patriarca, que había ejercido facultades casi equivalentes a las del zar, para sustituirla por el Santo Sínodo, institución conformada por once o doce miembros, no necesariamente religiosos, a fin de administrar los asuntos temporales y las finanzas de la Iglesia. En 1722, nombró a un paisano procurador del Santo Sínodo y lo puso al cargo de supervisar la administración eclesiástica y ejercer su jurisdicción sobre el clero. De ese modo, el zar Pedro subordinó la Iglesia al Estado, y ese era el ejemplo que pretendía seguir Catalina. Sin embargo, muerto él, su hija Isabel había invertido en parte esta relación. La emperatriz, tan extravagantemente hedonista como hondamente devota, había buscado la absolución de los excesos de su vida privada prodigando riquezas y privilegios a la Iglesia. Durante su reinado, la jerarquía de esta recuperó su potestad para administrar sus tierras y sus siervos. Cuando la sucedió su sobrino, Pedro III, el péndulo volvió a caer hacia el otro lado. Catalina lo había hecho cambiar de nuevo de sentido al revocar el decreto de su difunto esposo y garantizar a las autoridades eclesiásticas la posesión y administración de sus tierras y siervos. Meses más tarde, volvería a cambiar el rumbo de los acontecimientos.
El desarrollo de estas peripecias políticas y religiosas estuvo marcado por la indecisión y la oposición, así como, a la postre, por un enfrentamiento de primera magnitud. En julio de 1762 Catalina ordenó al Senado que investigase y revelase de forma ordenada la inmensa riqueza de la Iglesia ortodoxa y propusiera una nueva vía de actuación para el gobierno. La primera respuesta de la cámara buscaba una solución intermedia, y así, se proponía devolver las tierras al clero y aumentar, sin embargo, los impuestos sobre el número de campesinos de que disponían. Tal oferta dividió en dos a la jerarquía eclesiástica. La mayoría, encabezada por el arzobispo Dmitri de Nóvgorod, aceptó la idea general de ceder la carga que suponía la administración de sus propiedades agrícolas y convertirse en sirvientes asalariados del Estado como lo eran ya las fuerzas armadas y la burocracia. A fin de examinar el problema y analizar todos los detalles, Dmitri propuso crear una comisión conjunta de religiosos y seglares. Catalina estuvo de acuerdo, y el 12 de agosto de 1762 firmó un manifiesto por el que confirmaba la anulación temporal del decreto de Pedro III y devolvía las tierras de la Iglesia a la administración eclesiástica. Al mismo tiempo, creó la comisión que había recomendado el obispo de Nóvgorod a fin de estudiar el asunto, con tres representantes religiosos y cinco civiles.
La emperatriz se vio obligada a tratar con cautela a los jerarcas. Siempre había ejercido una notable flexibilidad racional en cuestiones de dogma y actitud religiosos. Crecida en una atmósfera de luteranismo estricto, de pequeña había dado suficientes muestras de escepticismo acerca de la religión para preocupar a su padre, hombre por demás tradicional. Al llegar a Rusia a los catorce, se le había exigido abrazar la ortodoxia de la nación. En público, por lo tanto, observaba de forma escrupulosa todas las manifestaciones de dicha fe, asistiendo a servicios eclesiásticos, santificando las fiestas y haciendo peregrinaciones. En ningún momento de su reinado infravaloró la importancia de la religión. Sabía que el nombre del autócrata y el poder del trono se hallaban incluidos en las oraciones diarias de los fieles, y que la opinión del clero y la piedad de las masas constituían un elemento que cumplía tomar siempre en consideración. Entendía que el soberano, fueran cuales fueren las opiniones que pudiera albergar en privado sobre el particular, debía dar con un modo de convivir con la religión. Cuando preguntaron a Voltaire por qué él, que negaba a Dios, recibía la sagrada comunión, repuso que gustaba de desayunar «conforme a la costumbre del país», y Catalina, que conocía bien el desastroso efecto que había tenido el desdeñoso rechazo público de la Iglesia ortodoxa por parte de su esposo, optó por emular al filósofo francés.
Entre sus consejeros más relevantes no existía acuerdo sobre cómo cumplía tratar a la Iglesia. Bestúzhev había defendido la idea de dejar que fuese la jerarquía eclesiástica la que administrase los asuntos de la Iglesia. Panin, más cercano a las teorías de la Ilustración, defendía la gestión por parte del Estado de la Iglesia y sus propiedades. Lo cierto, de cualquier modo, es que el manifiesto de agosto de 1762, que hablaba de la conveniencia de liberar a la religión de la carga de los cuidados del mundo, constituía un presagio ominoso para el futuro de la Iglesia. Cuando la comisión comenzó a trabajar, el clero no pudo menos de angustiarse ante el temor de secularización, aunque lo cierto es que la mayoría de los sacerdotes no tenía muy claro qué podían o debían hacer. Eran pocos los que estaban dispuestos a luchar.
Una excepción descollante a semejante sumisión fue la actitud de Arseni Matseiévich, arzobispo metropolitano de Rostov, oponente acérrimo de toda interferencia estatal en asuntos de la Iglesia, y en particular de la secularización de sus propiedades. Este prelado de sesenta y cinco años, nacido en el seno de la nobleza ucraniana, formaba parte del Santo Sínodo, presidía la más rica de todas las sedes episcopales —poseedora de 16.340 siervos— y creía con firmeza que la Iglesia había recibido sus propiedades con fines espirituales y no seculares. Hombre audaz y apasionado, dotado de un conocimiento extenso de la teología, estaba dispuesto a desafiar con su pluma y su voz a la nueva autócrata. Con todo, tenía la esperanza de que el encuentro que tenía programado con ella le brindase la oportunidad de convencerla de que estaba en lo cierto, en tanto que su Alteza Imperial se equivocaba.
Catalina iba a peregrinar de Moscú a Rostov a principios de 1763 con la intención de consagrar los huesos de san Demetrio de Rostov, conocido como el Milagroso, predecesor de Arseni al que acababan de canonizar. Sus reliquias iban a colocarse en un sepulcro de plata en presencia de la zarina, y el arzobispo pretendía hablar con ella tras la ceremonia. Sin embargo, cuando se acercaba la fecha, la soberana anunció que debía prorrogar la visita. Ante esta noticia, fue él quien tomó la iniciativa, y el 6 de marzo de dicho año presentó ante el Santo Sínodo una violenta denuncia de las medidas de secularización que pensaban adoptar las autoridades civiles y que, a su decir, conllevarían la destrucción tanto de la Iglesia como del Estado. Recordó a los jerarcas que, al ascender al trono, Catalina había prometido proteger a la religión ortodoxa. Arremetió contra la idea de que la Iglesia tuviese que ser responsable de la enseñanza de la filosofía, la teología, las matemáticas y la astronomía cuando su único cometido, según aseveró con ira, consistía en predicar la palabra de Dios. Los obispos no debían ser responsables de la fundación de escuelas: esa era labor del Estado. Si se secularizaba la Iglesia, mitrados y sacerdotes dejarían de ser pastores de su pueblo para convertirse en «sirvientes a sueldo, obligados a responder hasta de la última migaja de pan». Se dirigió en términos ásperos a los prelados del Sínodo que, en aquel trance, se habían limitado a permanecer «sentados como perros mansos, incapaces de soltar un solo ladrido».20 Alzándose ante el clero de Rostov que se había congregado allí, condenó a quienes ponían en duda el derecho que poseía la jerarquía eclesiástica sobre sus propiedades en tierras y siervos, a los cuales tildó de «enemigos de la Iglesia ... [que] tienden la mano para arrebatar lo que a Dios ha sido consagrado. Quieren apoderarse de la riqueza que en otro tiempo ofrecieron a la Iglesia los hijos de Dios y los monarcas píos».21
Arseni, sin embargo, había errado el cálculo: había minusvalorado el poderío de Catalina y el de otros elementos de relieve del Estado ruso que unieron su fuerza contra él. La alta nobleza era marcadamente profana; los terratenientes locales deseaban tener más acceso a las tierras y la mano de obra de que disponía la Iglesia, y los funcionarios del gobierno, que debían hacer frente a la difícil situación financiera del Estado, convinieron con la emperatriz en que debían emplearse la riqueza y los ingresos del clero con fines seculares.
Cuando leyó la petición que había presentado Arseni ante el Sínodo, Catalina supo que apuntaba directamente a ella. En consecuencia, calificó de «distorsiones perversas e incendiarias» los argumentos del arzobispo metropolitano e insistió en que había que dar un castigo ejemplar a aquel «charlatán mentiroso». Por tanto, ordenó a los jerarcas que tomasen cartas en el asunto y firmó un decreto por el que se remitía a Arseni a los tribunales. El 17 de marzo se arrestó al clérigo infractor y se lo trasladó, bajo custodia, de Rostov a un monasterio moscovita a fin de que, en una serie de sesiones nocturnas, lo interrogasen sus propios compañeros del Santo Sínodo. Catalina, que estuvo presente, se limitó a escuchar mientras el metropolitano cuestionaba su derecho al trono y sacaba a relucir la muerte de Pedro III. «La soberana que nos gobierna no es nativa de esta tierra ni cree con firmeza en nuestra fe», exclamó, «no debía haber aceptado un trono que corresponde a Iván Antónovich [Iván VI].»22 Ella, tapándose los oídos, respondió gritando: «¡Calladle la boca!».23
Nadie dudó del veredicto del Santo Sínodo. El 7 de abril fue proclamado culpable, condenado a perder su posición eclesiástica, expulsado de su sede y relegado a un monasterio remoto del mar Blanco. Se le prohibió usar pluma o tinta, y se le condenó a hacer trabajos forzados tres días a la semana, llevando agua, cortando leña o limpiando celdas. Su degradación eclesiástica se llevó a término durante una ceremonia pública celebrada en el Kremlin. Arseni, con ropajes sueltos, fue sometido a un ritual de deshonra: una a una, lo fueron despojando de las piezas de su indumentaria religiosa. Ni siquiera en lo que duró este procedimiento consintió en permanecer en silencio: lanzó insultos a sus antiguos compañeros y predijo que todos ellos sufrirían muerte violenta. Cuatro años más tarde, encarcelado en la región más septentrional de la nación, seguía denunciando a Catalina por hereje y expoliadora de la Iglesia, y poniendo en tela de juicio su derecho al trono. Ella, por consiguiente, lo despojó de toda posición religiosa y lo trasladó a la fortaleza báltica de Rével, donde lo encerró en una celda en soledad. Solo así logró acallar su lengua lacerante: hasta su muerte, ocurrida en 1772, sus centinelas, que ignoraban la lengua rusa, lo conocieron, sin más, como Andrés el Mentiroso.24
Catalina había hecho valer la supremacía del Estado sobre la Iglesia. Un mes después de que se juzgara a Arseni, se presentó ante el Santo Sínodo para exponer los motivos que la habían llevado a actuar así:
Sois los sucesores de los apóstoles a quienes encomendó Dios la misión de enseñar a la humanidad a despreciar las riquezas, y que, de hecho, eran gentes pobres. Su reino no era de este mundo. He oído con frecuencia estas mismas palabras en vuestros labios. ¿Cómo podéis, pues, presumir de tantas riquezas, de tan vastas haciendas? Si deseáis acatar las leyes de vuestra propia orden, si queréis ser mis súbditos más fieles, no dudaréis en devolver al Estado lo que con tanta injusticia poseéis.