Tras el episodio de la casa derrumbada, Catalina advirtió que la emperatriz parecía estar constantemente disgustada con ella. Un día, Catalina entró en una estancia en la que estaba uno de los chambelanes de la emperatriz. Los Choglokov no habían llegado aún, y el chambelán susurró a Catalina que la estaban vilipendiando ante la emperatriz. A la hora de la cena unos cuantos días antes, contó, Isabel la había acusado de endeudarse cada vez más; había declarado que todo lo que ella hacía tenía la marca de la estupidez; y observado que si bien ella podría imaginar que era muy lista, nadie más compartía esa opinión porque su estupidez era evidente para todos.
Catalina no estaba dispuesta a aceptar esta evaluación, y, dejando de lado su deferencia acostumbrada, replicó con enojo:
Que, en lo referente a mi estupidez, no se me podía culpar porque todo el mundo es tal y como Dios lo ha hecho, que mis deudas no eran ninguna sorpresa porque, con una asignación de treinta mil rublos, tenía que liquidar sesenta mil rublos de deuda dejada por mi madre, y que él debería contar a quienquiera que le hubiera enviado que yo lamentaba profundamente enterarme de que se me desacreditara a los ojos de Su Majestad Imperial a quien jamás había dejado de mostrar respeto, obediencia y deferencia y que cuanto más de cerca se observara mi conducta, más debería estar ella convencida de esto.