El asalto a la caravana de suministros ocurrió casi exactamente como Roran había planeado: tres días después de abandonar el cuerpo principal de los vardenos, él y sus compañeros jinetes descendieron un barranco y cayeron lateralmente sobre la serpenteante hilera de carros. Mientras tanto, los úrgalos salían corriendo de detrás de las rocas del barranco y atacaban la caravana de suministros por delante, con lo que la obligaban a detenerse. Los soldados y los conductores de los carros lucharon con valentía, pero la emboscada les había sorprendido mientras dormían y estaban desorganizados, así que las fuerzas de Roran pronto los sometieron. Ninguno de los humanos ni de los úrgalos murió en el ataque, y solamente tres sufrieron heridas: dos humanos y un úrgalo.


Roran mató a varios de los soldados, pero durante la mayor parte del tiempo se mantuvo detrás dirigiendo el asalto, tal como era su responsabilidad. Todavía estaba entumecido y dolorido por la flagelación que había soportado y no quería forzarse más de lo necesario para no abrirse las muchas cicatrices que le atravesaban la espalda.

Hasta ese momento Roran no había tenido ninguna dificultad en mantener la disciplina entre los veinte humanos y los veinte úrgalos. Aunque era evidente que ninguno de los dos grupos confiaba ni gustaba del otro -una actitud que él compartía, puesto que miraba a los úrgalos con el mismo grado de suspicacia y desagrado que cualquier otro humano que se hubiera criado cerca de las Vertebradas-, habían conseguido trabajar juntos durante los últimos tres días sin ni siquiera levantar el tono de voz. El hecho de que ambos grupos hubieran conseguido cooperar tan bien no tenía nada que ver -y él lo sabía- con su capacidad de mando. Nasuada y Nar Garzhvog habían sido muy escrupulosos al escoger a los guerreros que tendrían que viajar con él: habían elegido solamente a aquellos que tenían reputación de ser rápidos con la espada, sensatos y, por encima de todo, de temperamento tranquilo y bien dispuesto.

A pesar de todo, tras el ataque a la caravana de suministros, mientras sus hombres estaban atareados colocando los cuerpos de los soldados y de los conductores de los carros en un montón, y mientras él recorría la hilera de carros arriba y abajo para supervisar el trabajo, Roran oyó un aullido de agonía que procedía de algún lugar en el extremo posterior de la caravana. Pensando que quizás algún otro contingente de soldados se había tropezado con ellos, Roran ordenó a Carn y a otros hombres que se reunieran con él, espoleó a Nieve de Fuego y galopó hasta la parte trasera de la hilera de carros.

Cuatro úrgalos habían atado a un soldado enemigo al tronco de un retorcido sauce y se estaban divirtiendo pinchándolo e hiriéndolo con las espadas. Roran soltó un juramento, bajó de Nieve de Fuego y, con un único golpe de martillo, sacó al hombre de su sufrimiento.

En ese momento, Carn y cuatro guerreros llegaron a caballo a la altura del sauce y se detuvieron levantando una gran nube de polvo. Se colocaron a ambos lados de Roran con sus caballos y con las armas preparadas.

El mayor de los úrgalos, un carnero que se llamaba Yarbog, dio un paso hacia delante.

-Martillazos, ¿por qué has interrumpido nuestra diversión? Le hubiéramos hecho bailar unos minutos más.

Roran, apretando las mandíbulas, respondió:

-Mientras estéis bajo mis órdenes, no torturaréis a los cautivos sin motivo. ¿Comprendido? Muchos de estos soldados han sido obligados contra su voluntad a servir a Galbatorix. Muchos de ellos son amigos, o familia, o vecinos, y aunque debemos luchar contra ellos, no permitiré que los tratéis con una crueldad innecesaria. Sólo por un capricho del destino no somos nosotros los humanos que estamos en su lugar. No son nuestros enemigos: Galbatorix sí lo es, igual que es el vuestro.

El úrgalo frunció el peludo ceño y los ojos desaparecieron bajo

él por completo.

-Pero de todas formas los matáis, ¿no? ¿Por qué no podemos divertirnos viendo cómo bailan y cantan un poco?

Roran se preguntó si el cráneo del úrgalo sería demasiado duro para rompérselo con el martillo. Se esforzó por controlar la furia y le dijo:

-¡Porque está mal, aunque sólo sea por eso! -Señaló al soldado muerto y añadió-: ¿Y si él fuera uno de vuestra raza que hubiera sido hechizado por Durza, el Sombra? ¿Lo hubierais atormentado también?

-Por supuesto -respondió Yarbog-. Ellos hubieran querido que los pincháramos con las espadas para poder tener una oportunidad de demostrar su valentía antes de morir. ¿No es lo mismo con vosotros, los humanos sin cuernos, o es que no tenéis agallas para soportar el dolor?

Roran no estaba seguro de lo grave que era para los úrgalos decirle a otro que no tenía cuernos, pero no tenía ninguna duda de que cuestionar la valentía de alguien resultaba igual de ofensivo para los úrgalos que para los humanos, si no más.

-Cualquiera de nosotros podría soportar más dolor sin gritar que tú, Yarbog -dijo, apretando la mano en la empuñadura del martillo-. Y ahora, a no ser que desees experimentar una agonía que ni siquiera puedes imaginar, ríndeme tu espada, desata a ese pobre diablo y llévalo con el resto de los cuerpos. Después, ve a ver los caballos de carga. Te encargarás de ellos hasta que volvamos con los vardenos.

Sin esperar el asentimiento del úrgalo, Roran se dio la vuelta, cogió las riendas de Nieve de Fuego y se preparó para montar al semental.

-No -gruñó Yarbog.

Roran se quedó inmóvil con un pie en el estribo y soltó un juramento mentalmente. Había esperado que no se diera una situación así durante el viaje. Se dio la vuelta y dijo:

-¿No? ¿Te estás negando a obedecer mis órdenes?

Mostrando los colmillos, Yarbog repuso:

-No. Te desafío por el mando de esta tribu, Martillazos. -Y el úrgalo echó hacia atrás su enorme cabeza y emitió un aullido tan fuerte que el resto de los humanos y de los úrgalos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y corrieron hasta el sauce. Los cuarenta se reunieron alrededor de Yarbog y de Roran.

-¿Nos encargamos de esta criatura en tu lugar? -preguntó Carn en voz alta.

Roran, que hubiera deseado que no hubiera tantos ojos sobre él, negó con la cabeza:

-No, yo mismo me ocuparé de él.

A pesar de esas palabras, se alegraba de tener a sus hombres a su alrededor frente a la hilera de enormes úrgalos de piel gris. Los humanos eran más pequeños que los úrgalos, pero todos excepto Roran estaban montados a caballo, lo cual les daba una ligera ventaja si había una pelea entre los dos grupos. Si eso llegaba a suceder, la magia de Carn no sería de mucha ayuda, porque los úrgalos también tenían un hechicero, un chamán que se llamaba Dazhra y que, por lo que Roran había visto, era un mago más poderoso, aunque no dominara tanto los matices de ese arte tan antiguo.

Roran le dijo a Yarbog:

-No es costumbre entre los vardenos ganarse el mando en un combate. Si deseas luchar, lucharé, pero no conseguirás nada con ello. Si pierdo, Carn tomará mi sitio y tú responderás ante él en lugar de ante mí.

-¡Bah! -se burló Yarbog-. No te desafío por el derecho a mandar a los de tu propia raza. ¡Te desafío por el derecho de dirigirnos a nosotros, los carneros luchadores de la tribu de Bolvek! No has demostrado tu valía, Martillazos, así que no puedes reclamar tu posición de capitán. ¡Si pierdes, yo seré el capitán aquí, y no bajaremos la cabeza ante ti ni ante ninguna otra criatura que sea demasiado débil para ganarse nuestro respeto!

Roran pensó un momento en la situación antes de aceptar lo inevitable. Aunque le costara la vida, tenía que intentar mantener su autoridad sobre los úrgalos, si no, los vardenos los perderían como aliados. Inhaló con fuerza y dijo:

-Entre los de mi raza, es costumbre que la persona que ha sido desafiada elija el momento y el lugar de la lucha, así como las armas que ambas partes utilizarán.

Yarbog soltó una profunda risa gutural y respondió:

-El momento es ahora, Martillazos. El lugar es aquí. Y los de mi raza luchamos en taparrabos y sin armas.

-Eso no es justo puesto que yo no tengo cuernos -señaló Roran-. ¿Consientes en que utilice mi martillo para compensarlo?

Yarbog lo pensó un momento y contestó:

-Puedes llevar tu yelmo y tu escudo, pero no el martillo. Las armas no están permitidas cuando luchamos para ser jefes.

-Comprendo… Bueno, si no puedo tener el martillo, me olvidaré del yelmo y del escudo también. ¿Cuáles son las reglas del combate? ¿Cómo decidiremos quién es el ganador?

-Solamente hay una regla, Martillazos: si huyes, pierdes la pelea y se te destierra de la tribu. Ganas si obligas a tu rival a rendirse, pero dado que yo no me rendiré nunca, lucharemos a muerte.

Roran asintió con la cabeza. «Quizá sea eso lo que intente que haga, pero no lo mataré si puedo evitarlo», pensó.

-Empecemos -gritó Roran, golpeando el martillo contra el escudo.

Bajo su dirección, los hombres y los úrgalos limpiaron un espacio en medio del barranco y marcaron una suerte de cuadrilátero de doce pasos por doce pasos. Luego Roran y Yarbog se desnudaron y dos úrgalos untaron el cuerpo de Yarbog con grasa de oso, mientras Carn y Loften, otro humano, hacían lo mismo con Roran.

-Ponedme tanta como podáis en la espalda -murmuró Roran. Quería tener las cicatrices muy hidratadas para que se abrieran lo menos posible.

Carn se acercó a él y dijo:

-¿Por qué has rechazado el yelmo y el escudo?

-Solamente me harían ser más lento. Necesito poder moverme tan deprisa como una liebre asustada para evitar que me aplaste.

Mientras Carn y Loften le embadurnaban las piernas, Roran observó a su contrincante en busca de algún punto vulnerable que le pudiera ayudar a vencer al úrgalo.

Yarbog medía más de un metro ochenta, tenía la espalda ancha y el pecho grande, y los brazos y las piernas muy musculosos. Tenía el cuello grueso como un toro, lo cual era necesario para sostener el peso de su cabeza y de los cuernos curvados. Tres cicatrices le surcaban la cintura en diagonal, hechas por las garras de un animal. Unos pelos negros y gruesos le crecían en la piel.

«Por lo menos, no es un kull», pensó Roran. Confiaba en su propia fuerza, pero a pesar de ello no creía que pudiera vencer a Yarbog solamente con ella. Raro era el hombre que podía tener esperanzas de igualar el poder físico de un carnero úrgalo. Además, Roran sabía que las grandes uñas negras de Yarbog, sus colmillos, sus cuernos y su dura piel le darían una ventaja considerable durante el combate cuerpo a cuerpo que estaban a punto de iniciar. «Si puedo, lo haré», decidió Roran pensando en todos los trucos bajos que podría usar contra el úrgalo, porque luchar contra Yarbog no sería como luchar contra Eragon, ni contra Baldor ni contra ningún otro hombre de Carvahall. Roran estaba seguro de que ese combate sería, más bien, como la feroz e imparable embestida entre dos bestias salvajes.

Una y otra vez, la mirada de Roran se desviaba hacia los inmensos cuernos de Yarbog, puesto que sabía que ésa era la parte más peligrosa del úrgalo. Con ellos, Yarbog podría embestir y atravesar a Roran con absoluta impunidad, y además le protegían los costados de la cabeza de cualquier golpe que Roran pudiera darle con las manos desnudas, a pesar de que limitaban su visión periférica. Entonces a Roran se le ocurrió que de la misma manera que los cuernos eran la mayor ventaja de Yarbog, también podían ser

su perdición.

Roran se desentumeció los hombros y se balanceó sobre los

pies, ansioso porque terminara el combate.

Cuando ambos estuvieron completamente cubiertos de grasa de oso, sus ayudantes se retiraron y ellos entraron en los límites del espacio marcado en el suelo. Roran mantenía las rodillas ligeramente flexionadas, listo para saltar en cualquier dirección ante el más ligero movimiento de Yarbog. El suelo de roca se notaba frío, duro y rugoso bajo los pies desnudos.

Una ligera brisa agitó las ramas del sauce más cercano. Uno de los bueyes que estaban atados a los carros golpeó el suelo con una pata y sus arreos tintinearon.

Con un aullido que ponía los pelos de punta, Yarbog cargó contra Roran cubriendo la distancia que los separaba con tres pasos que retumbaron en el suelo. Roran esperó a que su enemigo estuviera casi encima de él y, entonces, saltó a la derecha. Pero había subestimado los reflejos de su oponente. Éste, tras bajar la cabeza, lo embistió con los cuernos, lo atrapó por el hombro izquierdo y lo lanzó al otro lado del cuadrilátero.

Al caer al suelo, las puntiagudas rocas del suelo se le clavaron en un costado y Roran sintió que un dolor lacerante le atravesaba la espalda resiguiendo el camino de las heridas medio curadas. Gruñó, rodó y se puso en pie. Sintió que varias de las heridas se le habían abierto, y le exponían la carne al aire frío. Tierra y piedras pequeñas se le habían adherido a la grasa que le cubría el cuerpo. Plantó los pies en el suelo y avanzó hacia Yarbog sin apartar los ojos ni un momento del úrgalo, que le esperaba gruñendo.

Yarbog volvió a cargar contra él y otra vez Roran intentó esquivarlo de un salto. Esta vez la maniobra tuvo éxito y esquivó al úrgalo por cinco centímetros. Yarbog dio la vuelta y corrió hacia él por tercera vez y, de nuevo, Roran consiguió escaparse.

Entonces Yarbog cambió de táctica. Avanzando de lado, como un cangrejo, alargó sus enormes garras para coger a Roran y darle un abrazo mortal. Roran se sobresaltó y se apartó. Pasara lo que pasara, tenía que evitar caer en las zarpas de Yarbog; con su descomunal fuerza, el úrgalo podía acabar con él en un momento.

Los hombres y los úrgalos que estaban reunidos alrededor de ellos permanecían en silencio y miraban con rostros impasibles las escaramuzas de Roran y de Yarbog.

Durante varios minutos, ambos contendientes intercambiaron rápidos golpes laterales. Roran evitaba acercarse al úrgalo siempre que era posible, intentando cansarlo a distancia, pero a medida que la lucha continuaba y Yarbog no daba muestras de estar más cansado que cuando habían empezado, se dio cuenta de que el tiempo no era su amigo. Si tenía que ganar, debía terminar la pelea sin esperar más.

Con la esperanza de provocar a Yarbog para que atacara otra vez -dado que su estrategia dependía justo de esto-, Roran se retiró a la esquina más apartada del cuadrilátero y empezó a provocarlo: -¡Ja! ¡Eres gordo y lento como una vaca de leche! ¿Es que no puedes atraparme, Yarbog, o es que tienes las piernas hechas de manteca? Deberías cortarte los cuernos de vergüenza por dejar que un hombre te deje como un tonto. ¿Qué pensarán tus futuras compañeras cuando se enteren de esto? Les contarás…

Yarbog acalló las palabras de su rival con un rugido. El úrgalo corrió hacia él girando ligeramente el cuerpo para chocar contra su rival con todo su peso. Roran se apartó de su camino y alargó la mano hacia la punta de su cuerno derecho, pero falló, cayó en medio del cuadrilátero y se rasguñó las dos rodillas. Se maldijo a sí mismo y volvió a ponerse en pie.

Yarbog frenó antes de que el impulso lo hiciera salir fuera del cuadrilátero y se dio la vuelta buscando a Roran con los ojillos amarillos.

-¡Ja! -gritó Roran. Le sacó la lengua e hizo todas las muecas que se le ocurrieron-. ¡No serías capaz de embestir un árbol aunque lo tuvieras delante!

-¡Muere, insignificante humano! -gruñó Yarbog, y corrió hacia Roran con los brazos estirados hacia delante.

Las uñas de Yarbog abrieron unos surcos sanguinolentos en las costillas de Roran. Este salió corriendo hacia la izquierda, pero consiguió agarrarse y colgarse de uno de los cuernos del úrgalo. Roran se agarró también del otro cuerno antes de que Yarbog se lo pudiera sacudir de encima. Entonces, moviendo los cuernos de su rival, le obligó a girar la cabeza hacia un lado y, tensando todos los músculos del cuerpo, tumbó al úrgalo al suelo. La espalda de Roran protestó con una punzada de dolor por el esfuerzo.

En cuanto el pecho del úrgalo tocó el suelo, Roran apoyó una rodilla encima de su hombro derecho y lo inmovilizó. Yarbog bramó y se removió, intentando deshacerse de su enemigo, pero éste se negaba a soltarlo. Apoyó ambos pies contra una roca y obligó al úrgalo a girar la cabeza al máximo con tanta fuerza que hubiera roto el cuello de cualquier humano. La grasa que tenía en las palmas de las manos le hacía difícil sujetar los cuernos de Yarbog.

El úrgalo se relajó un momento y se intentó levantar del suelo con el brazo izquierdo, levantando también a Roran mientras intentaba encoger las piernas para ponerlas debajo del cuerpo.

Tanto Roran como Yarbog jadeaban tan fuerte como si hubieran corrido una carrera. En los puntos en que sus cuerpos estaban en contacto, los pelos de Yarbog se clavaban en Roran como si fueran alambres. Tenían el cuerpo cubierto de polvo. A Roran le caían unos hilos de sangre desde el costado y desde la espalda dolorida.

Yarbog volvió a intentar golpearlo y soltarse de él en cuanto hubo recuperado el aliento, removiéndose en el suelo como si fuera un pescado. Roran tuvo que utilizar toda su fuerza, pero resistió, intentando ignorar las piedras que le cortaban los pies y las piernas. Incapaz de soltarse utilizando estos métodos, Yarbog dejó las piernas quietas y empezó a girar la cabeza una y otra vez en un intento de agotarle los brazos a Roran.

Permanecieron así, apenas sin moverse, luchando el uno contra el otro.

Una mosca pasó volando por encima de ellos y aterrizó sobre el tobillo de Roran.

Los bueyes gimieron.

Al cabo de casi diez minutos, Roran tenía el rostro empapado de sudor. Le parecía que no podía llenarse los pulmones de aire, los brazos le dolían de una forma insoportable, parecía que las heridas de la espalda se fueran a abrir por completo y sentía el latido de dolor del arañazo de Yarbog en las costillas.

Roran sabía que no podía continuar mucho más tiempo de esa manera. «¡Maldita sea! -pensó-. ¿Es que no va a ceder?»

Justo entonces, la cabeza del úrgalo tembló y su cuello se agarrotó. Yarbog gruñó, el primer sonido que emitía en un minuto, y, en voz baja, dijo:

-Mátame, Martillazos. No puedo vencerte.

Roran aseguró las manos en los cuernos del úrgalo y en una voz igual de baja, le dijo:

-No. Si quieres morir, busca a otro que te mate. Yo he luchado siguiendo vuestras reglas, ahora tú aceptarás el desafío de acuerdo con las mías. Dile a todo el mundo que te rindes a mí. Diles que te equivocaste al desafiarme. Hazlo, y te soltaré. Si no, te tendré asi hasta que cambies de opinión, sin importar cuánto tardes.

La cabeza del úrgalo tembló de nuevo cuando éste volvió a intentar librarse de él. Luego jadeó, levantando una pequeña nube de polvo, y rugió:

-La vergüenza sería demasiado grande, Martillazos. Mátame.

-Yo no pertenezco a tu raza y no voy a doblegarme a vuestras costumbres -dijo Roran-. Si estás tan preocupado por tu honor, diles a los curiosos que fuiste vencido por el primo de Eragon Asesino de Sombra. Seguro que no hay ningún motivo de vergüenza en ello.

Pasaron unos minutos y Yarbog todavía no había contestado. Entonces Roran tiró de los cuernos del úrgalo y gruñó:

-¿Y bien?

Levantando la voz para que todos los hombres y los úrgalos pudieran oírlo, Yarbog dijo:

-¡Que Svarvok me maldiga! ¡Me rindo! No debería haberte desafiado, Martillazos. Eres digno de ser jefe, y yo no lo soy.

Los hombres le vitorearon y gritaron golpeando las empuñaduras de las espadas contra los escudos. Los úrgalos se removieron, inquietos, pero no dijeron nada.

Satisfecho, Roran soltó los cuernos de Yarbog y rodó por el suelo, alejándose del úrgalo. Se sentía casi como si hubiera soportado otra flagelación. Se puso en pie despacio y salió fuera del cuadrilátero, donde lo esperaba Carn, que le echó una manta sobre los hombros; Roran esbozó una mueca al notar la tela sobre la piel herida. Sonriendo, Carn le ofreció una bota.

-Cuando te tumbó, estaba seguro de que te iba a matar. Ya tendría que haber aprendido que nunca puedo descartarte, ¿eh, Roran? ¡Ja! Eso ha sido lo mejor que he visto nunca. Debes de ser el único hombre en la historia que ha luchado cuerpo a cuerpo contra un úrgalo.

-Quizá no -dijo Roran entre trago y trago de vino-. Pero quizá sea el único hombre que ha sobrevivido a la experiencia.

Carn rio.

Roran miró hacia los úrgalos, que se habían reunido alrededor de Yarbog y hablaban con él con gruñidos bajos mientras dos de ellos le limpiaban la grasa y la suciedad de las piernas. Aunque los úrgalos parecían derrotados, por lo que veía no parecían enojados ni resentidos. Eragon confiaba en que no tendría más problemas con ellos.

A pesar del dolor de las heridas, Roran se sentía complacido por el resultado de la situación. «No será la última lucha entre nuestras dos razas -pensó-, pero mientras podamos volver con los vardenos sin incidentes, los úrgalos no romperán nuestra alianza; no, por lo menos, por causa mía.»

Roran dio un último trago, tapó la bota y se la devolvió a Carn. Luego gritó:

-¡Bueno, basta de estar parados balando como ovejas! ¡Terminad de hacer la lista de lo que hay en esos carros! ¡Loften, reúne los caballos de los soldados, si es que no se han alejado demasiado! Dazhgra, ocúpate de los bueyes. ¡Daos prisa! Es posible que Espina y Murtagh estén volando hacia aquí ahora. ¡Vamos, moveos! Y, Carn, ¿dónde diablos están mis ropas?