Roran mató a varios de los soldados, pero durante la mayor
parte del tiempo se mantuvo detrás dirigiendo el asalto, tal como
era su responsabilidad. Todavía estaba entumecido y dolorido por la
flagelación que había soportado y no quería forzarse más de lo
necesario para no abrirse las muchas cicatrices que le atravesaban
la espalda.
Hasta ese momento Roran no había tenido ninguna dificultad en
mantener la disciplina entre los veinte humanos y los veinte
úrgalos. Aunque era evidente que ninguno de los dos grupos confiaba
ni gustaba del otro -una actitud que él compartía, puesto que
miraba a los úrgalos con el mismo grado de suspicacia y desagrado
que cualquier otro humano que se hubiera criado cerca de las
Vertebradas-, habían conseguido trabajar juntos durante los últimos
tres días sin ni siquiera levantar el tono de voz. El hecho de que
ambos grupos hubieran conseguido cooperar tan bien no tenía nada
que ver -y él lo sabía- con su capacidad de mando. Nasuada y Nar
Garzhvog habían sido muy escrupulosos al escoger a los guerreros
que tendrían que viajar con él: habían elegido solamente a aquellos
que tenían reputación de ser rápidos con la espada, sensatos y, por
encima de todo, de temperamento tranquilo y bien
dispuesto.
A pesar de todo, tras el ataque a la caravana de suministros,
mientras sus hombres estaban atareados colocando los cuerpos de los
soldados y de los conductores de los carros en un montón, y
mientras él recorría la hilera de carros arriba y abajo para
supervisar el trabajo, Roran oyó un aullido de agonía que procedía
de algún lugar en el extremo posterior de la caravana. Pensando que
quizás algún otro contingente de soldados se había tropezado con
ellos, Roran ordenó a Carn y a otros hombres que se reunieran con
él, espoleó a Nieve de Fuego y galopó hasta
la parte trasera de la hilera de carros.
Cuatro úrgalos habían atado a un soldado enemigo al tronco de
un retorcido sauce y se estaban divirtiendo pinchándolo e
hiriéndolo con las espadas. Roran soltó un juramento, bajó de
Nieve de Fuego y, con un único golpe de
martillo, sacó al hombre de su sufrimiento.
En ese momento, Carn y cuatro guerreros llegaron a caballo a
la altura del sauce y se detuvieron levantando una gran nube de
polvo. Se colocaron a ambos lados de Roran con sus caballos y con
las armas preparadas.
El mayor de los úrgalos, un carnero que se llamaba Yarbog,
dio un paso hacia delante.
-Martillazos, ¿por qué has interrumpido nuestra diversión? Le
hubiéramos hecho bailar unos minutos más.
Roran, apretando las mandíbulas, respondió:
-Mientras estéis bajo mis órdenes, no torturaréis a los
cautivos sin motivo. ¿Comprendido? Muchos de estos soldados han
sido obligados contra su voluntad a servir a Galbatorix. Muchos de
ellos son amigos, o familia, o vecinos, y aunque debemos luchar
contra ellos, no permitiré que los tratéis con una crueldad
innecesaria. Sólo por un capricho del destino no somos nosotros los
humanos que estamos en su lugar. No son nuestros enemigos:
Galbatorix sí lo es, igual que es el vuestro.
El úrgalo frunció el peludo ceño y los ojos desaparecieron
bajo
él por completo.
-Pero de todas formas los matáis, ¿no? ¿Por qué no podemos
divertirnos viendo cómo bailan y cantan un poco?
Roran se preguntó si el cráneo del úrgalo sería demasiado
duro para rompérselo con el martillo. Se esforzó por controlar la
furia y le dijo:
-¡Porque está mal, aunque sólo sea por eso! -Señaló al
soldado muerto y añadió-: ¿Y si él fuera uno de vuestra raza que
hubiera sido hechizado por Durza, el Sombra? ¿Lo hubierais
atormentado también?
-Por supuesto -respondió Yarbog-. Ellos hubieran querido que
los pincháramos con las espadas para poder tener una oportunidad de
demostrar su valentía antes de morir. ¿No es lo mismo con vosotros,
los humanos sin cuernos, o es que no tenéis agallas para soportar
el dolor?
Roran no estaba seguro de lo grave que era para los úrgalos
decirle a otro que no tenía cuernos, pero no tenía ninguna duda de
que cuestionar la valentía de alguien resultaba igual de ofensivo
para los úrgalos que para los humanos, si no más.
-Cualquiera de nosotros podría soportar más dolor sin gritar
que tú, Yarbog -dijo, apretando la mano en la empuñadura del
martillo-. Y ahora, a no ser que desees experimentar una agonía que
ni siquiera puedes imaginar, ríndeme tu espada, desata a ese pobre
diablo y llévalo con el resto de los cuerpos. Después, ve a ver los
caballos de carga. Te encargarás de ellos hasta que volvamos con
los vardenos.
Sin esperar el asentimiento del úrgalo, Roran se dio la
vuelta, cogió las riendas de Nieve de Fuego
y se preparó para montar al semental.
-No -gruñó Yarbog.
Roran se quedó inmóvil con un pie en el estribo y soltó un
juramento mentalmente. Había esperado que no se diera una situación
así durante el viaje. Se dio la vuelta y dijo:
-¿No? ¿Te estás negando a obedecer mis
órdenes?
Mostrando los colmillos, Yarbog repuso:
-No. Te desafío por el mando de esta tribu, Martillazos. -Y
el úrgalo echó hacia atrás su enorme cabeza y emitió un aullido tan
fuerte que el resto de los humanos y de los úrgalos dejaron de
hacer lo que estaban haciendo y corrieron hasta el sauce. Los
cuarenta se reunieron alrededor de Yarbog y de
Roran.
-¿Nos encargamos de esta criatura en tu lugar? -preguntó Carn
en voz alta.
Roran, que hubiera deseado que no hubiera tantos ojos sobre
él, negó con la cabeza:
-No, yo mismo me ocuparé de él.
A pesar de esas palabras, se alegraba de tener a sus hombres
a su alrededor frente a la hilera de enormes úrgalos de piel gris.
Los humanos eran más pequeños que los úrgalos, pero todos excepto
Roran estaban montados a caballo, lo cual les daba una ligera
ventaja si había una pelea entre los dos grupos. Si eso llegaba a
suceder, la magia de Carn no sería de mucha ayuda, porque los
úrgalos también tenían un hechicero, un chamán que se llamaba
Dazhra y que, por lo que Roran había visto, era un mago más
poderoso, aunque no dominara tanto los matices de ese arte tan
antiguo.
Roran le dijo a Yarbog:
-No es costumbre entre los vardenos ganarse el mando en un
combate. Si deseas luchar, lucharé, pero no conseguirás nada con
ello. Si pierdo, Carn tomará mi sitio y tú responderás ante él en
lugar de ante mí.
-¡Bah! -se burló Yarbog-. No te desafío por el derecho a
mandar a los de tu propia raza. ¡Te desafío por el derecho de
dirigirnos a nosotros, los carneros luchadores de la tribu de
Bolvek! No has demostrado tu valía, Martillazos, así que no puedes
reclamar tu posición de capitán. ¡Si pierdes, yo seré el capitán
aquí, y no bajaremos la cabeza ante ti ni ante ninguna otra
criatura que sea demasiado débil para ganarse nuestro
respeto!
Roran pensó un momento en la situación antes de aceptar lo
inevitable. Aunque le costara la vida, tenía que intentar mantener
su autoridad sobre los úrgalos, si no, los vardenos los perderían
como aliados. Inhaló con fuerza y dijo:
-Entre los de mi raza, es costumbre que la persona que ha
sido desafiada elija el momento y el lugar de la lucha, así como
las armas que ambas partes utilizarán.
Yarbog soltó una profunda risa gutural y
respondió:
-El momento es ahora, Martillazos. El lugar es aquí. Y los de
mi raza luchamos en taparrabos y sin armas.
-Eso no es justo puesto que yo no tengo cuernos -señaló
Roran-. ¿Consientes en que utilice mi martillo para
compensarlo?
Yarbog lo pensó un momento y contestó:
-Puedes llevar tu yelmo y tu escudo, pero no el martillo. Las
armas no están permitidas cuando luchamos para ser
jefes.
-Comprendo… Bueno, si no puedo tener el martillo, me olvidaré
del yelmo y del escudo también. ¿Cuáles son las reglas del combate?
¿Cómo decidiremos quién es el ganador?
-Solamente hay una regla, Martillazos: si huyes, pierdes la
pelea y se te destierra de la tribu. Ganas si obligas a tu rival a
rendirse, pero dado que yo no me rendiré nunca, lucharemos a
muerte.
Roran asintió con la cabeza. «Quizá sea eso lo que intente
que haga, pero no lo mataré si puedo evitarlo»,
pensó.
-Empecemos -gritó Roran, golpeando el martillo contra el
escudo.
Bajo su dirección, los hombres y los úrgalos limpiaron un
espacio en medio del barranco y marcaron una suerte de cuadrilátero
de doce pasos por doce pasos. Luego Roran y Yarbog se desnudaron y
dos úrgalos untaron el cuerpo de Yarbog con grasa de oso, mientras
Carn y Loften, otro humano, hacían lo mismo con
Roran.
-Ponedme tanta como podáis en la espalda -murmuró Roran.
Quería tener las cicatrices muy hidratadas para que se abrieran lo
menos posible.
Carn se acercó a él y dijo:
-¿Por qué has rechazado el yelmo y el
escudo?
-Solamente me harían ser más lento. Necesito poder moverme
tan deprisa como una liebre asustada para evitar que me
aplaste.
Mientras Carn y Loften le embadurnaban las piernas, Roran
observó a su contrincante en busca de algún punto vulnerable que le
pudiera ayudar a vencer al úrgalo.
Yarbog medía más de un metro ochenta, tenía la espalda ancha
y el pecho grande, y los brazos y las piernas muy musculosos. Tenía
el cuello grueso como un toro, lo cual era necesario para sostener
el peso de su cabeza y de los cuernos curvados. Tres cicatrices le
surcaban la cintura en diagonal, hechas por las garras de un
animal. Unos pelos negros y gruesos le crecían en la
piel.
«Por lo menos, no es un kull», pensó Roran. Confiaba en su
propia fuerza, pero a pesar de ello no creía que pudiera vencer a
Yarbog solamente con ella. Raro era el hombre que podía tener
esperanzas de igualar el poder físico de un carnero úrgalo. Además,
Roran sabía que las grandes uñas negras de Yarbog, sus colmillos,
sus cuernos y su dura piel le darían una ventaja considerable
durante el combate cuerpo a cuerpo que estaban a punto de iniciar.
«Si puedo, lo haré», decidió Roran pensando en todos los trucos
bajos que podría usar contra el úrgalo, porque luchar contra Yarbog
no sería como luchar contra Eragon, ni contra Baldor ni contra
ningún otro hombre de Carvahall. Roran estaba seguro de que ese
combate sería, más bien, como la feroz e imparable embestida entre
dos bestias salvajes.
Una y otra vez, la mirada de Roran se desviaba hacia los
inmensos cuernos de Yarbog, puesto que sabía que ésa era la parte
más peligrosa del úrgalo. Con ellos, Yarbog podría embestir y
atravesar a Roran con absoluta impunidad, y además le protegían los
costados de la cabeza de cualquier golpe que Roran pudiera darle
con las manos desnudas, a pesar de que limitaban su visión
periférica. Entonces a Roran se le ocurrió que de la misma manera
que los cuernos eran la mayor ventaja de Yarbog, también podían
ser
su perdición.
Roran se desentumeció los hombros y se balanceó sobre
los
pies, ansioso porque terminara el combate.
Cuando ambos estuvieron completamente cubiertos de grasa de
oso, sus ayudantes se retiraron y ellos entraron en los límites del
espacio marcado en el suelo. Roran mantenía las rodillas
ligeramente flexionadas, listo para saltar en cualquier dirección
ante el más ligero movimiento de Yarbog. El suelo de roca se notaba
frío, duro y rugoso bajo los pies desnudos.
Una ligera brisa agitó las ramas del sauce más cercano. Uno
de los bueyes que estaban atados a los carros golpeó el suelo con
una pata y sus arreos tintinearon.
Con un aullido que ponía los pelos de punta, Yarbog cargó
contra Roran cubriendo la distancia que los separaba con tres pasos
que retumbaron en el suelo. Roran esperó a que su enemigo estuviera
casi encima de él y, entonces, saltó a la derecha. Pero había
subestimado los reflejos de su oponente. Éste, tras bajar la
cabeza, lo embistió con los cuernos, lo atrapó por el hombro
izquierdo y lo lanzó al otro lado del
cuadrilátero.
Al caer al suelo, las puntiagudas rocas del suelo se le
clavaron en un costado y Roran sintió que un dolor lacerante le
atravesaba la espalda resiguiendo el camino de las heridas medio
curadas. Gruñó, rodó y se puso en pie. Sintió que varias de las
heridas se le habían abierto, y le exponían la carne al aire frío.
Tierra y piedras pequeñas se le habían adherido a la grasa que le
cubría el cuerpo. Plantó los pies en el suelo y avanzó hacia Yarbog
sin apartar los ojos ni un momento del úrgalo, que le esperaba
gruñendo.
Yarbog volvió a cargar contra él y otra vez Roran intentó
esquivarlo de un salto. Esta vez la maniobra tuvo éxito y esquivó
al úrgalo por cinco centímetros. Yarbog dio la vuelta y corrió
hacia él por tercera vez y, de nuevo, Roran consiguió
escaparse.
Entonces Yarbog cambió de táctica. Avanzando de lado, como un
cangrejo, alargó sus enormes garras para coger a Roran y darle un
abrazo mortal. Roran se sobresaltó y se apartó. Pasara lo que
pasara, tenía que evitar caer en las zarpas de Yarbog; con su
descomunal fuerza, el úrgalo podía acabar con él en un
momento.
Los hombres y los úrgalos que estaban reunidos alrededor de
ellos permanecían en silencio y miraban con rostros impasibles las
escaramuzas de Roran y de Yarbog.
Durante varios minutos, ambos contendientes intercambiaron
rápidos golpes laterales. Roran evitaba acercarse al úrgalo siempre
que era posible, intentando cansarlo a distancia, pero a medida que
la lucha continuaba y Yarbog no daba muestras de estar más cansado
que cuando habían empezado, se dio cuenta de que el tiempo no era
su amigo. Si tenía que ganar, debía terminar la pelea sin esperar
más.
Con la esperanza de provocar a Yarbog para que atacara otra
vez -dado que su estrategia dependía justo de esto-, Roran se
retiró a la esquina más apartada del cuadrilátero y empezó a
provocarlo: -¡Ja! ¡Eres gordo y lento como una vaca de leche! ¿Es
que no puedes atraparme, Yarbog, o es que tienes las piernas hechas
de manteca? Deberías cortarte los cuernos de vergüenza por dejar
que un hombre te deje como un tonto. ¿Qué pensarán tus futuras
compañeras cuando se enteren de esto? Les
contarás…
Yarbog acalló las palabras de su rival con un rugido. El
úrgalo corrió hacia él girando ligeramente el cuerpo para chocar
contra su rival con todo su peso. Roran se apartó de su camino y
alargó la mano hacia la punta de su cuerno derecho, pero falló,
cayó en medio del cuadrilátero y se rasguñó las dos rodillas. Se
maldijo a sí mismo y volvió a ponerse en pie.
Yarbog frenó antes de que el impulso lo hiciera salir fuera
del cuadrilátero y se dio la vuelta buscando a Roran con los
ojillos amarillos.
-¡Ja! -gritó Roran. Le sacó la lengua e hizo todas las muecas
que se le ocurrieron-. ¡No serías capaz de embestir un árbol aunque
lo tuvieras delante!
-¡Muere, insignificante humano! -gruñó Yarbog, y corrió hacia
Roran con los brazos estirados hacia delante.
Las uñas de Yarbog abrieron unos surcos sanguinolentos en las
costillas de Roran. Este salió corriendo hacia la izquierda, pero
consiguió agarrarse y colgarse de uno de los cuernos del úrgalo.
Roran se agarró también del otro cuerno antes de que Yarbog se lo
pudiera sacudir de encima. Entonces, moviendo los cuernos de su
rival, le obligó a girar la cabeza hacia un lado y, tensando todos
los músculos del cuerpo, tumbó al úrgalo al suelo. La espalda de
Roran protestó con una punzada de dolor por el
esfuerzo.
En cuanto el pecho del úrgalo tocó el suelo, Roran apoyó una
rodilla encima de su hombro derecho y lo inmovilizó. Yarbog bramó y
se removió, intentando deshacerse de su enemigo, pero éste se
negaba a soltarlo. Apoyó ambos pies contra una roca y obligó al
úrgalo a girar la cabeza al máximo con tanta fuerza que hubiera
roto el cuello de cualquier humano. La grasa que tenía en las
palmas de las manos le hacía difícil sujetar los cuernos de
Yarbog.
El úrgalo se relajó un momento y se intentó levantar del
suelo con el brazo izquierdo, levantando también a Roran mientras
intentaba encoger las piernas para ponerlas debajo del
cuerpo.
Tanto Roran como Yarbog jadeaban tan fuerte como si hubieran
corrido una carrera. En los puntos en que sus cuerpos estaban en
contacto, los pelos de Yarbog se clavaban en Roran como si fueran
alambres. Tenían el cuerpo cubierto de polvo. A Roran le caían unos
hilos de sangre desde el costado y desde la espalda
dolorida.
Yarbog volvió a intentar golpearlo y soltarse de él en cuanto
hubo recuperado el aliento, removiéndose en el suelo como si fuera
un pescado. Roran tuvo que utilizar toda su fuerza, pero resistió,
intentando ignorar las piedras que le cortaban los pies y las
piernas. Incapaz de soltarse utilizando estos métodos, Yarbog dejó
las piernas quietas y empezó a girar la cabeza una y otra vez en un
intento de agotarle los brazos a Roran.
Permanecieron así, apenas sin moverse, luchando el uno contra
el otro.
Una mosca pasó volando por encima de ellos y aterrizó sobre
el tobillo de Roran.
Los bueyes gimieron.
Al cabo de casi diez minutos, Roran tenía el rostro empapado
de sudor. Le parecía que no podía llenarse los pulmones de aire,
los brazos le dolían de una forma insoportable, parecía que las
heridas de la espalda se fueran a abrir por completo y sentía el
latido de dolor del arañazo de Yarbog en las
costillas.
Roran sabía que no podía continuar mucho más tiempo de esa
manera. «¡Maldita sea! -pensó-. ¿Es que no va a
ceder?»
Justo entonces, la cabeza del úrgalo tembló y su cuello se
agarrotó. Yarbog gruñó, el primer sonido que emitía en un minuto,
y, en voz baja, dijo:
-Mátame, Martillazos. No puedo vencerte.
Roran aseguró las manos en los cuernos del úrgalo y en una
voz igual de baja, le dijo:
-No. Si quieres morir, busca a otro que te mate. Yo he
luchado siguiendo vuestras reglas, ahora tú aceptarás el desafío de
acuerdo con las mías. Dile a todo el mundo que te rindes a mí.
Diles que te equivocaste al desafiarme. Hazlo, y te soltaré. Si no,
te tendré asi hasta que cambies de opinión, sin importar cuánto
tardes.
La cabeza del úrgalo tembló de nuevo cuando éste volvió a
intentar librarse de él. Luego jadeó, levantando una pequeña nube
de polvo, y rugió:
-La vergüenza sería demasiado grande, Martillazos.
Mátame.
-Yo no pertenezco a tu raza y no voy a doblegarme a vuestras
costumbres -dijo Roran-. Si estás tan preocupado por tu honor,
diles a los curiosos que fuiste vencido por el primo de Eragon
Asesino de Sombra. Seguro que no hay ningún motivo de vergüenza en
ello.
Pasaron unos minutos y Yarbog todavía no había contestado.
Entonces Roran tiró de los cuernos del úrgalo y
gruñó:
-¿Y bien?
Levantando la voz para que todos los hombres y los úrgalos
pudieran oírlo, Yarbog dijo:
-¡Que Svarvok me maldiga! ¡Me rindo! No debería haberte
desafiado, Martillazos. Eres digno de ser jefe, y yo no lo
soy.
Los hombres le vitorearon y gritaron golpeando las
empuñaduras de las espadas contra los escudos. Los úrgalos se
removieron, inquietos, pero no dijeron nada.
Satisfecho, Roran soltó los cuernos de Yarbog y rodó por el
suelo, alejándose del úrgalo. Se sentía casi como si hubiera
soportado otra flagelación. Se puso en pie despacio y salió fuera
del cuadrilátero, donde lo esperaba Carn, que le echó una manta
sobre los hombros; Roran esbozó una mueca al notar la tela sobre la
piel herida. Sonriendo, Carn le ofreció una bota.
-Cuando te tumbó, estaba seguro de que te iba a matar. Ya
tendría que haber aprendido que nunca puedo descartarte, ¿eh,
Roran? ¡Ja! Eso ha sido lo mejor que he visto nunca. Debes de ser
el único hombre en la historia que ha luchado cuerpo a cuerpo
contra un úrgalo.
-Quizá no -dijo Roran entre trago y trago de vino-. Pero
quizá sea el único hombre que ha sobrevivido a la
experiencia.
Carn rio.
Roran miró hacia los úrgalos, que se habían reunido alrededor
de Yarbog y hablaban con él con gruñidos bajos mientras dos de
ellos le limpiaban la grasa y la suciedad de las piernas. Aunque
los úrgalos parecían derrotados, por lo que veía no parecían
enojados ni resentidos. Eragon confiaba en que no tendría más
problemas con ellos.
A pesar del dolor de las heridas, Roran se sentía complacido
por el resultado de la situación. «No será la última lucha entre
nuestras dos razas -pensó-, pero mientras podamos volver con los
vardenos sin incidentes, los úrgalos no romperán nuestra alianza;
no, por lo menos, por causa mía.»
Roran dio un último trago, tapó la bota y se la devolvió a
Carn. Luego gritó:
-¡Bueno, basta de estar parados balando como ovejas!
¡Terminad de hacer la lista de lo que hay en esos carros! ¡Loften,
reúne los caballos de los soldados, si es que no se han alejado
demasiado! Dazhgra, ocúpate de los bueyes. ¡Daos prisa! Es posible
que Espina y Murtagh estén volando hacia aquí ahora. ¡Vamos,
moveos! Y, Carn, ¿dónde diablos están mis ropas?