Eragón se quedó junto a Saphira, a cincuenta metros del pabellón escarlata de Nasuada. Aliviado al sentirse libre de toda la conmoción generada alrededor de Elva, levantó la vista al claro cielo azul y dejó caer los hombros, ya agotado de los acontecimientos del día. Saphira quería volar al río Jiet y bañarse en sus profundas y lentas aguas, pero Eragon no tenía las ideas tan claras. Aún tenía que acabar de engrasar su armadura, prepararse para la boda de Roran y Katrina, visitar a Jeod, buscarse una espada a la altura y también… Se rascó la barbilla.


¿Cuánto tardarás en volver?-preguntó.

Saphira desplegó las alas, preparándose para el vuelo.

Unas horas. Tengo hambre. Después de limpiarme, voy a coger dos o tres de esos ciervos rellenitos que he visto mordisqueando la hierba en la orilla oeste del río. No obstante, los vardenos han abatido ya a tantos que quizá tenga que volar cinco o seis leguas hacia las Vertebradas para encontrar alguna presa que valga la pena.

No vayas demasiado lejos -le advirtió él-, o podrías encontrarte con el Imperio.

No lo haré, pero si me encuentro algún grupo de soldados solitarios… -dijo, relamiéndose-, no me importaría librar una batallita rápida. Además, los humanos saben igual de buenos que los ciervos.

¡Saphira, no serías capaz!

Una chispa apareció en los ojos de Saphira.

Quizá sí, quizá no. Depende de si llevan armadura. No me gusta nada morder metal, y tener que rebañar la comida de dentro de un cascarón es igual de molesto.

Ya veo -dijo Eragon, dirigiendo la mirada al elfo más próximo, una mujer alta de pelo plateado-. Los elfos no quieren que vayas sola. ¿Te importa llevar a un par de ellos sobre el lomo? Si no, les será imposible seguir tu ritmo.

¡Hoy no! ¡Hoy cazo sola! -Agitando las alas, despegó, elevándose. Mientras viraba al oeste, hacia el río Jiet, su voz resonó en la mente de Eragon, más apagada que antes debido a la distancia-. Cuando vuelva, volaremos juntos, ¿verdad Eragon?

Sí, cuando vuelvas volaremos juntos, los dos solos.

El placer que sintió Saphira al oír aquello le hizo sonreír, pues la veía lanzarse como una flecha hacia el oeste.

Eragon bajó la mirada justo en el momento en que Blódhgarm se le acercaba corriendo, ágil como un gato montés. El elfo le preguntó adonde iba Saphira y pareció insatisfecho con la explicación de Eragon, pero si tenía alguna objeción, se la guardó para sí.

«Bien -se dijo Eragon, mientras Blódhgarm se reunía con sus compañeros-. Lo primero es lo primero.»

Atravesó el campamento hasta llegar a una gran plaza abierta donde una treintena de vardenos practicaban con una amplia gama de armas. Para su alivio, estaban demasiado ocupados entrenando como para observar su presencia. Se agachó y apoyó la mano derecha, con la palma hacia arriba, sobre la tierra pisoteada. Eligió las palabras necesarias del idioma antiguo y luego murmuró:

-Kuldr, risa lam iet un mathinae unin böllr.

El suelo junto a su mano no mostraba ningún cambio, pero sentía que el hechizo se extendía por la tierra a lo largo de casi cien metros en todas direcciones. Apenas cinco segundos después, la superficie de la tierra empezó a hervir como un cazo de agua olvidado demasiado tiempo a fuego vivo y adquirió un brillante tono amarillo. Eragon había aprendido de Oromis que, allá donde fuera, la tierra siempre contenía minúsculas partículas de casi todos los elementos que, aunque fueran demasiado pequeñas y estuvieran demasiado dispersas como para extraerlas con los métodos tradicionales, podían ser extraídas usando la magia con pericia y esfuerzo.

En el centro de la mancha amarilla fue formándose una fuente de polvo brillante que brotó hasta aterrizar en la palma de la mano de Eragon, donde cada mota iba fundiéndose con la anterior, hasta que tuvo en la mano tres esferas de oro puro, cada una del tamaño de una gran avellana.

-Letta -dijo Eragon, y puso fin al hechizo.

Se echó atrás, apoyando el peso del cuerpo sobre los talones, y se agarró las piernas con los brazos; sintió que le invadía una oleada de cansancio. Dejó caer la cabeza hacia delante, y los párpados se le entrecerraron al tiempo que sentía que le fallaba la vista. Respiró hondo y admiró las pulidas esferas que tenía en la mano, brillantes como un espejo, a la espera de recuperar las fuerzas. «Qué bonitas -pensó-. Ojalá hubiera podido hacer esto cuando vivíamos en el valle de Palancar… Aunque casi habría sido más fácil ponerse a buscar el oro en las minas. No me agotaba tanto con un hechizo desde que bajé a Sloan de las cumbres de Helgrind.» Se metió el oro en el bolsillo y volvió a atravesar el campamento.

Encontró una de las cocinas del campamento y comió un abundante almuerzo. Lo necesitaba, después de haber formulado tantos y tan arduos hechizos. Luego se puso en marcha hacia la zona donde se alojaban los aldeanos de Carvahall. Al acercarse, oyó un ruido de metales entrechocando. Aquello le despertó la curiosidad y giró en aquella dirección.

Rodeó una fila de tres carros que bloqueaban la entrada del callejón y vio a Horst de pie en el espacio de diez metros que separaba las tiendas, sosteniendo el extremo de una barra de acero de metro y medio. El otro extremo de la barra estaba al rojo vivo, apoyado sobre la superficie de un enorme yunque de noventa kilos clavado en lo alto de un tocón ancho y bajo. A ambos lados del yunque, los fornidos hijos de Horst, Albriech y Baldor, golpeaban el acero alternativamente con sus mazos, que hacían girar sobre la cabeza trazando un amplio bucle para dejarlos caer con fuerza. A unos metros del yunque brillaba una forja improvisada. El martilleo era tan intenso que Eragon mantuvo la distancia hasta que Albriech y Baldor acabaron de allanar el acero y Horst devolvió la barra a la forja.

-¡Eh, Eragon! -dijo Horst, agitando su brazo libre. Luego levantó un dedo, anticipándose a la respuesta de Eragon, y se quitó un tapón de algodón de la oreja izquierda-. ¡Ah, ahora ya oigo! ¿Qué te trae por aquí, Eragon? -preguntó.

Mientras tanto, sus hijos iban metiendo en la forja paladas de carbón de un cubo, y se pusieron a ordenar las tenazas, los martillos, los moldes y otras herramientas que había por el suelo. Los tres hombres estaban bañados en sudor.

-Quería saber de dónde procedía el estruendo -dijo Eragon-. Debería de haber adivinado que eras tú. Sólo alguien de Carvahall puede organizar un jaleo así.

Horst se rio, apuntando con su espesa y afilada barba hacia arriba hasta agotar las risas.

-¡Ja, ja, eso de algún modo me enorgullece, desde luego! Y tú eres la prueba fehaciente de ello, ¿eh?

-Todos lo somos -respondió Eragon-. Tú, yo, Roran, todos los de Carvahall. Alagaësia nunca será la misma cuando desaparezcamos todos nosotros. -Señaló con la mano hacia la forja y el resto del equipo-. ¿Por qué estás aquí? Pensaba que todos los herreros estabais…

-Están, Eragon. Están. No obstante, convencí al capitán que está al cargo de esta parte del campamento para que me dejara trabajar más cerca de nuestra tienda -dijo Horst, tirándose del extremo de la barba-. Es por Elain, ya sabes. Este niño le está haciendo pagar un alto precio, y no es de extrañar, teniendo en cuenta lo que sufrimos para llegar hasta aquí. Ella siempre ha estado delicada, y ahora me preocupa que…, bueno… -Se sacudió como un oso intentando librarse del ataque de las moscas-. A lo mejor tú podrías echarle un vistazo cuanto tengas ocasión y ver si puedes aliviar su malestar.

-Lo haré -prometió Eragon.

Con un gruñido de satisfacción, Horst levantó parcialmente la barra de las brasas para ver mejor el color del acero. Volvió a hundir la barra en el centro del fuego y orientó la barba hacia Albriech:

-Ven aquí, dale un poco de aire. Ya está casi lista -le dijo. Albriech se dispuso a operar el fuelle de cuero y Horst siguió hablando con una mueca-: Cuando les dije a los vardenos que era herrero se mostraron encantados. Era como si les hubiera dicho que era otro Jinete de Dragón. No tienen suficientes herreros, ¿sabes? Y me dieron las herramientas que me faltaban, incluido ese yunque. Cuando salimos de Carvahall estaba desolado ante la perspectiva de no poder seguir practicando mi oficio nunca más. Yo no soy fabricante de espadas, pero aquí hay suficiente trabajo como para tenernos ocupados a Albriech, a Baldor y a mí los próximos cincuenta años. No lo pagan muy bien, pero por lo menos no estamos presos entre grilletes en alguna mazmorra de Galbatorix.

-Ni nos mordisquean los huesos los Ra'zac -observó Baldor.

-Sí, eso también. -Horst hizo un gesto a sus hijos para que volvieran a tomar los martillos y entonces, ajustándose la almohadilla de fieltro junto a la oreja izquierda, dijo-: ¿Deseas algo de nosotros, Eragon? El acero está listo, y no puedo dejarlo en el fuego más tiempo. Se debilitaría.

-¿Sabes dónde está Gedric?

-¿Gedric? -Horst frunció el ceño-. Debería estar practicando con la espada y la lanza, junto al resto de los hombres, a medio kilómetro hacia allá -dijo, señalando con el pulgar.

Eragon le dio las gracias y se puso en marcha en la dirección que le había indicado Horst. El tañido repetitivo del choque de un metal contra otro volvió a empezar, claro como el repique de una campana y penetrante como una aguja de cristal atravesando el aire. Eragon se tapó los oídos y sonrió. Le reconfortaba que Horst conservara su determinación y que, a pesar de la pérdida de riquezas y de bu casa, aún fuera la misma persona que en Carvahall. De algún modo, la solidez y el ánimo del herrero le sirvieron para renovar su fe en que, si conseguían vencer a Galbatorix, al final todo volvería a estar bien, y que su vida y la de sus vecinos de Carvahall volverían a adoptar un aire de

normalidad.

Eragon enseguida llegó al campo donde los hombres de Carvahall practicaban con sus nuevas armas. Allí estaba Gedric, tal como le había indicado Horst, entrenándose con Fisk, Darmmen y Morn. Eragon apenas tuvo que decir una palabra al veterano manco que dirigía los ejercicios para que Gedric quedara excusado por un rato.

El curtidor corrió hasta Eragon y se le colocó delante, mirando hacia el suelo. Era bajo y robusto, con la mandíbula como la de un mastín, cejas pobladas y unos brazos gruesos y fibrados debido al tiempo pasado removiendo las apestosas cubas donde curaba sus pieles. Aunque distaba mucho de ser atractivo, Eragon sabía que era un hombre amable y honesto.

-¿Qué puedo hacer por ti, Asesino de Sombra? -murmuró Gedric.

-Ya lo has hecho. Y he venido a darte las gracias y corresponderte.

-¿Yo? ¿Qué he hecho para ayudarte, Asesino de Sombra? -preguntó muy despacio, con prudencia, como si se temiera que Eragon le estuviera tendiendo una trampa.

-Poco después de que yo huyera de Carvahall, descubriste que alguien había robado tres pieles de buey de la cabana de secado que tenías junto a las cubas. ¿No es cierto?

El semblante de Gedric se oscureció; empezó a mover los pies, inquieto.

-Ah, bueno… No cerré la cabaña, ya sabes. Cualquiera podía haberse colado y llevarse las pieles. Además, dado todo lo que ha ocurrido desde entonces, no veo que sea demasiado importante. Destruí la mayor parte de las existencias que me quedaban antes de partir hacia las Vertebradas, para que el Imperio y esos asquerosos Ra'zac no pudieran echar mano de nada útil. Quienquiera que se llevara aquellas pieles me ahorró tener que destruir tres más. Así que, como digo yo, lo pasado, pasado está.

-Quizá -dijo Eragon-. Pero me siento igualmente obligado a decirte que fui yo quien te robó esas pieles.

Gedric le miró entonces a los ojos, como si fuera una persona normal, sin miedo, sin admiración ni respeto desmedido, como si el curtidor estuviera reconsiderando su opinión sobre Eragon.

-Las robé yo, y no estoy orgulloso de ello, pero necesitaba las pieles. Sin ellas, dudo de que hubiera sobrevivido lo suficiente como para llegar hasta Du Weldenvarden, con los elfos. Siempre quise pensar que había tomado prestadas las pieles, pero la verdad es que las robé, ya que no tenía ninguna intención de devolvértelas. Por tanto te presento mis disculpas. Y como no te voy a devolver las pieles, o lo que queda de ellas, me parece justo pagártelas.

Del interior de su cinturón, Eragon sacó una de las esferas de oro -dura, redonda y cálida por el contacto con la carne- y se la entregó a Gedric.

Gedric se quedó mirando aquella brillante perla metálica sin despegar su enorme mandíbula, con aquella boca de finos labios apretada sin expresión. No insultó a Eragon sopesando el oro con la mano, ni mordiéndolo, pero cuando por fin habló dijo:

-No puedo aceptar esto, Eragon. Fui un buen curtidor, pero la piel que hice no valía tanto. Tu generosidad te honra, pero me sentiría mal quedándome con este oro. Me sentiría como si no me lo hubiera ganado.

Eragon no se sorprendió.

-No negarías a otro hombre la ocasión de negociar un precio justo, ¿no? -No.

-Bien. Entonces no puedes negarme esto. La mayoría de las personas regatean a la baja. En este caso yo he decidido regatear al alza, pero aun así lo haré con tanto ahínco como si estuviera intentando ahorrarme un puñado de monedas. Para mí, esas pieles valen cada gramo de este oro, y no te pagaría ni un céntimo menos, ni aunque me pusieras un cuchillo en el cuello.

Los gruesos dedos de Gedric se cerraron alrededor de la esfera dorada.

-Ya que insistes, no seré tan grosero como para seguir negándome. Nadie podrá decir que Gedric, hijo de Ostven, dejó que la suerte le pasara de largo por obstinarse en demostrar su integridad. Gracias, Asesino de Sombra. -Se metió la esfera en una bolsita del cinto, tras envolver el oro en un trapo de lana para evitar que se rayara-. Garrow lo hizo bien contigo, Eragon. Lo hizo bien tanto contigo como con Roran. Puede que fuera áspero como el vinagre y duro y seco como un colinabo de invierno, pero os educó bien a los dos. Creo que estaría orgulloso de vosotros.

Eragon sintió una inesperada emoción que le atenazó el pecho. Gedric se dispuso a volver con sus vecinos, pero dijo: -Si me permites la pregunta, Eragon, ¿por qué fueron tan valiosas para ti aquellas pieles? ¿Para qué las usaste?

-¿Para qué? -Eragon soltó una risita-. Con la ayuda de Brom, me hice con ellas una silla para montar a Saphira. Ya no la lleva tan a menudo como antes, al menos desde que los elfos nos dieron una silla construida especialmente para ella, pero nos dio muy buen resultado en muchas luchas y escaramuzas, e incluso en la batalla de Farthen Dür.

Gedric levantó las cejas, asombrado, dejando al descubierto la pálida piel que normalmente le quedaba oculta bajo los profundos pliegues. Como una grieta en el granito azul grisáceo, una amplia sonrisa le atravesó el rostro, transformando sus rasgos.

-¡Una silla! -suspiró-. ¡Imagínate, yo, curtiendo la piel para la silla de montar de un Jinete! ¡ Y sin tener ni idea de lo que estaba haciendo! No, no para «un» Jinete, sino ¡para «el» Jinete! ¡El que por fin derrotará al tirano negro en persona!

Gedric dio un bote y se puso a bailar una giga improvisada. Sin dejar de sonreír ni por un instante, le hizo una reverencia a Eragon y volvió dando saltitos a ocupar su lugar entre sus compañeros, donde empezó a contar su relato a todo el que tenía cerca.

Eragon decidió salir de allí antes de que toda aquella gente pudiera salir a su encuentro y se perdió por entre las filas de tiendas, contento con lo que había conseguido. «Puede que tarde un poco -pensó-, pero siempre pago mis deudas.»

No tardó mucho en llegar a otra tienda, cerca del extremo oriental del campamento. Llamó picando con los dedos sobre el poste que quedaba entre las dos solapas frontales. Con un movimiento brusco, se abrió una de las solapas y en la abertura apareció la esposa de Jeod, Helen. Se quedó mirando a Eragon con una expresión fría. -Habrás venido a hablar con él, supongo. -Si está en casa -dijo Eragon, aunque sabía perfectamente que estaba allí, ya que detectaba la presencia de la mente de Jeod tan claramente como la de Helen.

Por un momento, Eragon pensó que ella podría negarle la presencia de su marido, pero se encogió de hombros y se apartó. -Pasa, entonces.

Eragon se encontró a Jeod sentado sobre un taburete, enfrascado en el estudio de una serie de pergaminos, libros y hojas sueltas de papel apiladas sobre un catre desnudo. Sobre la frente le caía un fino mechón de pelo que disimulaba la curva de la cicatriz que le iba de lo alto del cráneo hasta la sien izquierda.

-¡Eragon! -exclamó, cuando lo vio. Las líneas de concentración de su rostro se borraron-. ¡Bienvenido, bienvenido! -Le estrechó la mano y luego le ofreció el taburete-. Siéntate, yo me siento en la esquina de la cama. No, por favor, eres nuestro invitado. ¿Te apetece algo de comer o de beber? Nasuada nos da una ración extra, así que no te contengas por miedo a que pasemos hambre por tu culpa. La comida será pobre en comparación con lo que te ofrecimos en Teirm, pero nadie que vaya a la guerra puede esperarse comer bien, ni siquiera un rey.

-Una taza de té estaría bien -dijo Eragon.

-Entonces que sea té con galletas -dijo Jeod, mirando a Helen.

Ella cogió la tetera del suelo y se la apoyó contra la cadera, encajó la boquilla de un odre en el extremo del pico y apretó. La tetera reverberó con un ruido sordo al golpear el chorro de agua contra el fondo. Helen apretó con los dedos el cuello del odre, reduciendo el flujo a un lento goteo, y se quedó así, con la expresión distante de alguien que realiza una tarea desagradable, mientras las gotas de agua repiqueteaban a un ritmo frenético contra el interior de la tetera.

En el rostro de Jeod apareció una sonrisa de disculpa. Se quedó mirando un recorte de papel que tenía junto a la rodilla a la espera de que Helen acabara. Eragon fijó la vista en un pliegue a un lado de la tienda.

El estentóreo goteo se prolongó más de tres minutos.

Cuando por fin se llenó la tetera, Helen retiró el odre deshinchado, lo colgó en un gancho del poste central de la tienda y salió.

Eragon miró a Jeod y arqueó una ceja. Jeod abrió los brazos.

-Mi posición entre los vardenos no es tan prominente como ella esperaba, y me culpa por ello. Accedió a huir de Teirm conmigo, esperando, o eso creo, que Nasuada me incluyera en el reducido círculo de sus asesores, o que me concediera tierras y riquezas dignas de un señor, o alguna otra extravagante recompensa por haber contribuido al robo del huevo de Saphira hace muchos años. Lo que Helen no se esperaba era la sencilla vida de un combatiente de a pie: dormir en una tienda, hacerse su propia comida, lavarse sus propias ropas, etcétera. No es que las riquezas y el prestigio sean sus únicas preocupaciones, pero tienes que entender que nació en una de las familias de navieros más ricos de Teirm; además, durante la mayor parte de nuestro matrimonio no me ha ido mal en los negocios. No está acostumbrada a privaciones como éstas, y aún tiene que adaptarse. -Encogió los hombros apenas un centímetro-. Lo que yo esperaba era que esta aventura, si es que se le puede dar un nombre tan romántico, estrechara la grieta que se ha abierto entre nosotros en los últimos años, pero, como siempre, nada es tan sencillo como parece.

-¿Crees que los vardenos deberían mostrarte una mayor consideración? -preguntó Eragon.

-Por mí no. Por Helen… -Jeod vaciló-. Quiero que sea feliz. Mi recompensa fue la de escapar de Gil'ead con vida cuando Brom y yo fuimos atacados por Morzan, su dragón y sus hombres; la satisfacción de saber que contribuí a darle un duro golpe a Galbatorix; la de poder recuperar mi vida anterior y poder seguir contribuyendo a la causa de los vardenos; y la de poder casarme con Helen. Esas fueron mis recompensas, y estoy más que satisfecho con ellas. Cualquier duda que pudiera tener se desvaneció en el instante en que vi a Saphira elevándose entre el humo de los Llanos Ardientes. No obstante, no sé qué hacer con Helen. Pero, perdóname, eso son problemas míos, y no debería agobiarte con ellos.

Eragon tocó un pergamino con la punta de su dedo índice.

-Entonces dime: ¿por qué tantos papeles? ¿Te has convertido en copista?

-Pues no -respondió Jeod, divertido-, aunque el trabajo a menudo resulta igual de tedioso. Como fui yo quien descubrió el pasaje oculto para entrar en el castillo de Galbatorix, en Urü'baen, y ya que conseguí traerme algunos libros únicos de mi biblioteca de Teirm, Nasuada me ha encargado buscar puntos débiles en otras ciudades del Imperio. Si pudiera encontrar alguna mención a un túnel por debajo de las murallas de Dras-Leona, por ejemplo, quizá nos ahorraríamos un gran derramamiento de sangre.

-¿Dónde buscas?

-Por todas partes. -Jeod se echó atrás el mechón del flequillo que le colgaba sobre la frente-. Historias, mitos, leyendas, poemas, canciones, textos religiosos, los relatos de Jinetes, magos, vagabundos, locos, oscuros potentados, generales varios, cualquiera que pudiera tener conocimiento de alguna puerta oculta o algún mecanismo secreto, o algo parecido que pudiéramos utilizar a nuestro favor. La cantidad de material que tengo que cribar es inmensa, ya que todas las ciudades llevan ahí cientos de años; hay algunas que son anteriores a la llegada de los humanos a Alagaësia.

-¿Qué probabilidades reales hay de que encuentres algo?

-No muchas. Nunca hay muchas posibilidades de éxito cuando de lo que se trata es de rebuscar entre los secretos del pasado. Pero aun así es posible, si cuento con el tiempo suficiente. No tengo ninguna duda de que lo que busco existe en todas las ciudades; son demasiado antiguas como para no contar con alguna entrada o salida oculta a través de sus murallas. No obstante, lo que es otra historia es si realmente hay «constancia» de esos pasajes y si poseemos esos apuntes. La gente que tiene conocimiento de pasos ocultos y cosas parecidas suele quedarse la información para sí. -Jeod agarró un puñado de papeles que tenía al lado, sobre el catre, y se los acercó a la cara, soltó un gruñido y los apartó de un manotazo-. Intento resolver acertijos inventados por personas que no querían que se resolvieran.

Jeod y Eragon siguieron hablando de otros asuntos menos importantes hasta que reapareció Helen con tres tazas de humeante té de trébol rojo. Eragon aceptó el suyo y observó que su rabia de antes parecía aplacada, por lo que se preguntó si habría estado escuchando desde fuera lo que había dicho Jeod sobre ella. Le dio a su marido una taza y, de algún lugar por detrás de Eragon, sacó una bandeja de hojalata con galletas planas y una pequeña vasija de miel. Luego se apartó un par de metros y se quedó de pie, apoyada sobre el poste central, soplando su taza de té.

Tal como mandaba la cortesía, Jeod esperó a que Eragon hubiera cogido una galleta de la bandeja y que le hubiera dado un bocado antes de decir:

-¿A qué debemos el placer de tu compañía, Eragon? O mucho me equivoco, o no estás aquí por casualidad.

Eragon dio un sorbo al té.

-Después de la batalla de los Llanos Ardientes, te prometí que te diría cómo murió Brom. Por eso he venido.

-Oh -exclamó Jeod. El color de sus mejillas desapareció y dio paso a un gris pálido.

-No tengo por qué hacerlo, si no quieres -se apresuró a señalar Eragon.

-No, sí que quiero -dijo Jeod, sacudiendo la cabeza con cierto esfuerzo-. Es sólo que me has pillado por sorpresa.

Como Jeod no le pidió a Helen que se fuera, Eragon no estaba seguro de si debía seguir adelante, pero entonces decidió que no importaba si ella o cualquier otra persona oían aquella historia. Con deliberada lentitud, inició el relato de los sucesos que habían tenido lugar después de que Brom y él salieran de la casa de Jeod. Describió su encuentro con la banda de úrgalos, la búsqueda de los Ra'zac en Dras-Leona, la emboscada que les habían tendido los Ra'zac fuera de la ciudad y cómo habían acuchillado a Brom cuando huían del ataque de Murtagh. A Eragon se le cerró la garganta al recordar las últimas horas de Brom, la fría cueva de arenisca donde yacía, la sensación de impotencia que le había asaltado al ver cómo Brom se le escapaba de las manos o el olor a muerte que había sentido en el aire seco, las últimas palabras de Brom, la tumba de piedra que le había hecho Eragon recurriendo a la magia y cómo Saphira la había transformado en diamante puro.

-Si hubiera sabido lo que sé ahora -dijo Eragon-, lo habría podido salvar. En cambio…

El nudo que tenía en la garganta creaba una barrera por la que no podían fluir las palabras. Se secó los ojos y se bebió el té, aunque le habría gustado que fuera algo más fuerte que té.

A Jeod se le escapó un suspiro.

-Y así acabó Brom. Desde luego, todos estamos mucho peor sin él. No obstante, si hubiera podido escoger el modo de morir, creo que habría decidido morir así, al servicio de los vardenos, defendiendo al último Jinete de Dragón libre.

-¿Tú sabías que él también había sido Jinete?

Jeod asintió.

-Los vardenos me lo dijeron antes de conocerlo.

-Parece que era de los que revelan pocas cosas de sí mismos -observó Helen.

Jeod y Eragon se rieron.

-Eso, desde luego -le contestó su marido-. Aún no me he recuperado de la impresión de veros juntos, Eragon, a la puerta de casa. Brom siempre se reservaba la opinión, pero nos hicimos amigos íntimos al viajar juntos, y no entiendo por qué me hizo creer que estaba muerto durante dieciséis o diecisiete años. Demasiado tiempo. Es más, ya que fue Brom quien entregó el huevo de Saphira a los vardenos después de matar a Morzan en Gil'ead, los vardenos no podían revelarme que tenían el huevo sin explicarme que Brom seguía vivo. Así que me pasé casi dos décadas convencido de que la gran aventura de mi vida había acabado en fracaso y que con ello habíamos perdido nuestra única esperanza de contar con un Jinete de Dragón que nos ayudara a derrotar a Galbatorix. Aquel peso no era fácil de llevar, te lo puedo asegurar… -Con una mano, Jeod se frotó la frente-. Cuando abrí la puerta de casa y me di cuenta de quién era el que tenía delante, pensé que los fantasmas del pasado habían acudido a perseguirme. Brom me dijo que se había mantenido oculto para asegurarse de seguir con vida y poder entrenar al nuevo Jinete cuando apareciera, pero su explicación nunca me satisfizo del todo. ¿Por qué tenía que apartarse de casi todos sus seres próximos? ¿De qué tenía miedo? ¿Qué es lo que protegía?

Jeod pasó el dedo por el asa de su taza.

-No puedo demostrarlo, pero me parece que Brom debió de descubrir algo en Gil'ead mientras luchaba contra Morzan y su dragón; algo tan tormentoso que le hizo abandonar todo lo que era su vida hasta entonces. Es una conjetura descabellada, lo admito, pero no encuentro sentido a las acciones de Brom, a menos que supiera algo que no compartió nunca conmigo ni con ninguna otra alma viviente -concluyó. Una vez más suspiró y se pasó la mano por el largo rostro-. Tras tantos años de separación, esperaba que Brom y yo pudiéramos salir a cabalgar juntos de nuevo, pero parece ser que la fortuna nos deparaba otras cosas. Y perderlo una segunda vez, a las pocas semanas de descubrir que aún estaba vivo, fue una cruel broma del destino. -Helen pasó junto a Eragon, se colocó junto a Jeod y posó una mano en su hombro. El le ofreció una lánguida sonrisa y pasó un brazo alrededor de su fina cintura-. Estoy contento de que Saphira y tú le dierais a Brom una tumba que sería la envidia hasta de un rey de los enanos. Se merecía eso y más, por todo lo que hizo por Alagaësia. Aunque una vez la gente descubra su tumba, tengo la horrible sospecha de que no durarán en romperla para quedarse con el diamante.

-Si lo hacen, lo lamentarán -murmuró Eragon, que decidió volver al lugar a la primera ocasión y colocar defensas alrededor de la tumba de Brom para protegerla de los saqueadores de tumbas-. Además, estarán demasiado ocupados buscando lirios de oro como para molestar a Brom.

-¿Qué?

-Nada. No importa. -Los tres dieron unos sorbos al té. Helen mordisqueó una galleta. Entonces Eragon preguntó-:Tú conociste a Morzan, ¿verdad?

-No fue en circunstancias de lo más agradables, pero sí, me lo topé.

-¿ Cómo era?

-¿Como persona? Realmente no podría decírtelo, aunque estoy muy al corriente de las historias que se cuentan sobre sus atrocidades. Cada vez que su camino se cruzaba con el de Brom y el mío, intentaba matarnos. O más bien capturarnos, torturarnos y luego matarnos, y ninguna de esas cosas facilita el establecimiento de una relación íntima. -Eragon estaba demasiado concentrado como para responder al humor de Jeod, que cambió de posición-. Como guerrero, Morzan era terrorífico. Nos pasamos mucho tiempo huyendo de él, o eso creo recordar…, de él y de su dragón, claro. Pocas cosas son más aterradoras que un dragón rabioso que te persiga.

-¿Qué aspecto tenía?

-Parece que tienes un gran interés por él.

Eragon parpadeó.

-Tengo curiosidad. Fue el último de los Apóstatas en morir; Brom fue quien lo mató. Y ahora su hijo es mi enemigo mortal.

-Déjame pensar, entonces -dijo Jeod-. Era alto, de anchos hombros, con el pelo oscuro como las plumas de un cuervo, y los ojos de diferentes colores. Uno era azul y el otro negro. No llevaba barba, y le faltaba la punta de uno de los dedos, no recuerdo de cuál. Tenía cierto atractivo, pero su aspecto era cruel y altivo, y cuando hablaba era de lo más carismático. Su armadura siempre estaba brillante, desde la cota de malla al peto, como si no tuviera miedo de que lo vieran sus enemigos, algo que supongo que era cierto. Cuando se reía, sonaba como si le doliera.

-¿Y su compañera, Selena? ¿También la conociste?

Jeod se rio.

-Si la hubiera conocido, no estaría ahora aquí. Puede que Morzan fuera un guerrero temible, un mago formidable y un traidor asesino, pero fue aquella mujer la que inspiraba más terror en la gente. Morzan sólo la usaba para las misiones que eran tan repugnantes, difíciles o secretas que nadie más las habría aceptado. Era su mano negra, y su presencia siempre indicaba muerte inminente, tortura, traición o algún otro tipo de horror. -Eragon sintió náuseas al oír aquella descripción de su madre-. Era absolutamente implacable, carecía de piedad o compasión. Se decía que, cuando le dijo a Morzan que quería entrar a servir con él, él la puso a prueba enseñándole la palabra correspondiente a «sanar» en el idioma antiguo, ya que ella era hechicera, además de guerrera, y luego la enfrentó a doce de sus mejores espadachines.

-¿Cómo los derrotó?

-Les curó su miedo y su odio y todas esas cosas que llevan a un hombre a matar. Y entonces, cuando ellos se quedaron ahí, mirándose unos a otros como borregos, fue hacia ellos y les cortó la garganta… ¿Te encuentras bien, Eragon? Estás pálido como un muerto.

-Estoy bien. ¿Qué más recuerdas?

Jeod tamborileó con los dedos sobre el lateral de la taza. -Sobre Selena, poco más. Siempre fue un enigma. Nadie más que Morzan supo su nombre real hasta unos meses antes de que él muriera. Para todos nunca ha sido otra cosa que la Mano Negra; la Mano Negra que tenemos ahora, la colección de espías, asesinos y magos que llevan a cabo los encargos más viles de Galbatorix son un intento por su parte de recrear el útil servicio que le prestaba Selena a Morzan. Incluso entre los vardenos, sólo hay un puñado de personas que conozcan su nombre, y la mayoría de ellas son ya pasto de los gusanos. Por lo que recuerdo, fue Brom quien descubrió su identidad real. Antes de que yo acudiera a los vardenos con la información relacionada con el pasaje de entrada al castillo de Ilirea -que construyeron los elfos hace milenios y que Galbatorix expandió hasta crear la ciudadela negra que domina actualmente Urü'baen-, Brom había pasado una cantidad de tiempo considerable espiando los dominios de Morzan con la esperanza de poder descubrir alguna debilidad insospechada hasta entonces… Creo que Brom consiguió entrar en su casa disfrazándose y haciéndose pasar como uno de los miembros del servicio. Fue entonces cuando descubrió lo que llegó a averiguar de Selena. Aun así, nunca llegó a saber por qué estaba tan unida a Morzan. Quizá le amara. En cualquier caso, le fue absolutamente leal, incluso hasta el punto de la muerte. Poco después de que Brom matara a Morzan, corrió la voz entre los vardenos de que Selena había enfermado. Es como si el halcón domado tuviera tanto afecto a su dueño que no pudiera vivir sin él.

«Ella no le fue del todo leal -pensó Eragon-. Desafió a Morzan por mí, aunque con ello perdiera la vida. Ojalá también hubiera podido rescatar a Murtagh.» En cuanto a los relatos de las fechorías de Selena, prefirió creer que Morzan había pervertido su alma, buena por naturaleza. Si no quería perder el juicio, Eragon no podía aceptar que tanto su padre como su madre habían sido tan malvados.

-Ella le quería -dijo, con la mirada fija en los turbios posos del fondo de la taza-. Al principio le quería; quizá no tanto al final. Murtagh es hijo suyo.

-¿De verdad? -Jeod levantó una ceja-. Supongo que te lo habrá dicho el propio Murtagh.

Eragon asintió.

-Bueno, eso explica una serie de preguntas que nunca he podido responder. La madre de Murtagh… Me sorprende que Brom no me revelara ese secreto en particular.

-Morzan hizo todo lo que pudo por ocultar la existencia de Murtagh, incluso ante los otros miembros de los Apóstatas.

-Conociendo la historia de esos bellacos traidores, probablemente eso salvara la vida a Murtagh. Es una lástima.

El silencio se instaló entre ellos, como un tímido animal dispuesto a escapar corriendo ante el mínimo movimiento. Eragon siguió con la mirada fija en su taza. Un montón de preguntas le acechaban, pero sabía que Jeod no podía respondérselas y que era poco probable que pudiera hacerlo ningún otro: ¿por qué se había ocultado Brom en Carvahall? ¿Para vigilar a Eragon, el hijo de su enemigo más acérrimo? ¡Había sido una broma cruel el hecho de darle Zar'roc, la espada de su padre, a Eragon? ¿Y por qué no le había dicho Brom la verdad sobre su origen? Aferró la taza con más fuerza y, sin querer, rompió la arcilla.

Los tres se sobresaltaron ante aquel ruido inesperado.

-Déjame que te ayude -dijo Helen, que se echó hacia delante y le frotó la casaca con un trapo.

Azorado, Eragon se disculpó repetidamente, a lo que Jeod y Helen respondieron asegurándole que era una tontería y que no debía de preocuparse por ello.

Mientras la mujer recogía los fragmentos de arcilla endurecida al fuego, Jeod empezó a revolver las capas de libros, pergaminos y hojas sueltas que cubrían la cama y dijo:

-¡Ah, casi se me olvida! Tengo algo para ti, Eragon, que podría resultarte útil. A ver si consigo encontrarlo… -Con una exclamación de satisfacción se irguió y sacó un libro, que entregó a Eragon.

Era el Domia abr Wyrda, el Dominio del destino, una historia completa de Alagaësia escrita por Heslant el Monje. La primera vez que la había visto Eragon había sido en la biblioteca de Jeod, en Teirm. No se esperaba volver a tener la ocasión de examinarla. Saboreando aquel instante, pasó las manos por encima de la piel grabada de la cubierta, envejecida por el tiempo, y luego abrió el libro y admiró las claras filas de runas de su interior, escritas con una tinta roja y brillante. Impresionado por la dimensión del tesoro de conocimientos que tenía en las manos, dijo:

-¿Quieres que yo me quede con esto?

-Sí -afirmó Jeod, mientras se apartaba para que Helen pudiera extraer un fragmento de la taza que había quedado bajo la cama-. Creo que le sacarás provecho. Estás implicado en acontecimientos históricos, Eragon, y las raíces de los conflictos a los que te enfrentas nacen en los sucesos ocurridos hace décadas, siglos o milenios. En tu lugar, yo aprovecharía cada oportunidad que tuviera para estudiar las lecciones que tiene que enseñarnos la historia, ya que eso podría ayudarte con los problemas de la actualidad. En mi caso, la lectura de los textos del pasado en muchos casos me ha proporcionado el valor y la perspectiva necesarios para elegir el camino correcto.

Eragon deseaba aceptar el regalo, pero aun así dudaba.

-Brom decía que el Domia abr Wyrda era tu mayor tesoro. Y por otra parte es único… Además, ¿qué hay de tu trabajo? ¿No lo necesitas para tu investigación?

-El Domia abr Wyrda es valioso y único -dijo Jeod-, pero sólo en el Imperio, donde Galbatorix quema cada ejemplar que encuentra y donde cuelga a sus desdichados propietarios. Aquí, en el campamento, ya he conseguido seis ejemplares de los miembros de la corte del rey Orrin, y esto no es lo que podría llamarse un gran centro del saber. No obstante, desprenderme de él no es algo que me sea indiferente, y lo hago sólo porque tú puedes darle mejor uso que yo. Los libros deberían de ir a parar donde más valor se les dé, y no deben quedar almacenados, acumulando polvo en algún estante olvidado.

-Le daré un buen uso -dijo Eragon, que volvió a cerrar el Domia abr Wyrda y a reseguir los trazos de la cubierta con sus dedos, fascinado por los elaborados diseños labrados en el cuero-. Gracias. Para mí será un tesoro y lo cuidaré bien. -Jeod agachó la cabeza y se apoyó contra la pared de la tienda con expresión de satisfacción. Eragon miró el lomo del libro y examinó la inscripción-. ¿ De qué orden era monje Heslant?

-De una pequeña secta misteriosa llamada Arcaena, creada por Kuasta. La orden, que lleva activa por lo menos quinientos años, considera que todo conocimiento es sagrado. -Una leve sonrisa le dio al rostro de Jeod un aire misterioso-. Se han dedicado a recopilar información de todo el mundo y a preservarla en una época en que consideran que alguna catástrofe indeterminada podría destruir todas las civilizaciones de Alagaësia.

-Parece una religión extraña -observó Eragon.

-¿No lo son todas las religiones para los que no participan de ellas? -planteó Jeod.

-Yo también tengo un regalo para vosotros o, más bien, para ti, Helen.

La mujer ladeó la cabeza, con expresión de sorpresa.

-En tu familia eran comerciantes, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

-¿Tú también estás familiarizada con el negocio?

Un brillo iluminó los ojos de Helen.

-Si no me hubiera casado con él -dijo, indicando a Jeod con un movimiento del hombro-, me habría quedado con el negocio familiar a la muerte de mi padre. Era hija única, y mi padre me enseñó todo lo que sabía.

Aquello era lo que esperaba oír. Entonces se dirigió a Jeod:

-Tú afirmas que estás satisfecho de tu suerte con los vardenos.

-Y así es. Bastante.

-Lo entiendo. No obstante, arriesgaste mucho para ayudarnos a Brom y a mí, y arriesgaste aún más para ayudar a Roran y al resto de Carvahall.

-Los Piratas de Palancar.

Eragon se rio entre dientes y continuó:

-Sin tu ayuda, el Imperio, sin duda, lo habría capturado. Y debido a tu acto de rebelión, los dos perdisteis lo que más queríais en Teirm.

-Lo habríamos perdido igualmente. Yo estaba en bancarrota y los Gemelos me habían traicionado al entregarme al Imperio. Sólo era cuestión de tiempo que Lord Risthart me arrestara.

-Quizá, pero aun así ayudaste a Roran. ¿Quién puede culparte si al mismo tiempo protegías vuestras cabezas? El hecho es que abandonasteis vuestra vida en Teirn para robar el Ala de Dragón con Roran y con el resto de los aldeanos. Y siempre te estaré agradecido por tu sacrificio. Así que esto es parte de mi agradecimiento…

Tras deslizar un dedo por debajo del cinturón, Eragon extrajo la segunda de las tres esferas de oro y se la entregó a Helen. Ella la cogió con delicadeza, como si fuera una cría de petirrojo. Se la quedó mirando, maravillada, y Jeod alargó el cuello para ver por encima del borde de la mano.

-No es una fortuna -dijo Eragon-, pero si eres lista, deberías poder hacer que crezca. Lo que hizo Nasuada con el comercio de los encajes me enseñó que, en tiempos de guerra, abundan las ocasiones para prosperar.

-Oh, sí -suspiró Helen-. La guerra es el paraíso para los comerciantes.

-Por ejemplo, Nasuada me mencionó anoche en la cena que los enanos van escasos de aguamiel y, como puedes imaginarte, tienen recursos para comprar los barriles que quieran, aunque el precio hiera mil veces el de antes de la guerra. No obstante, eso no es más que una sugerencia. Puede que buscando por tu cuenta encuentres a otros más desesperados para negociar.

Eragon dio un paso atrás cuando Helen se le echó encima y le dio un abrazo. Sus cabellos le hicieron cosquillas en la barbilla. Ella lo soltó en un arranque de timidez, pero luego la emoción volvió a estallar y levantó la bola de color miel frente a la nariz y dijo:

-¡Gracias, Eragon! ¡Muchas gracias! Puedo sacarle partido-dijo, señalando el oro-. Sé que puedo. Con esto, construiré un imperio aún mayor que el de mi padre. -La brillante esfera desapareció en el interior de su puño-. ¿Crees que tengo más ambición que capacidad? Será como te digo. ¡No fracasaré!

Eragon le hizo una reverencia.

-Espero que tengas éxito y que tu éxito nos beneficie a todos -dijo. Y observó que los tendones del cuello de Helen se le marcaban mientras le devolvía la reverencia:

-Eres muy generoso, Asesino de Sombra. Gracias una vez más.

-Sí, gracias -dijo Jeod, que se levantó de la cama-. No veo por qué nos merecemos esto -Helen le fulminó con una mirada furiosa, a la que él no hizo ningún caso-, pero es igualmente bienvenido.

-Y para ti, Jeod -improvisó Eragon-, el regalo no es mío, sino de Saphira. Ha decidido dejarte volar con ella cuando ambos tengáis una o dos horas libres.

A Eragon le dolía compartir a Saphira, y sabía que ella se disgustaría por no haberle consultado antes de ofrecer sus servicios, pero después de darle el oro a Helen, se habría sentido culpable si no le daba a Jeod algo del mismo valor.

Los ojos de Jeod se cubrieron de lágrimas. Agarró la mano de Eragon y se la estrechó y, sin soltarla, dijo:

-No puedo imaginar un honor mayor. Gracias. No sabes lo mucho que has hecho por nosotros.

Tras liberarse de la tenaza de Jeod, Eragon se dirigió hacia la entrada de la tienda, excusándose con la máxima cortesía de que fue capaz y despidiéndose. Por fin, tras una ronda más de agradecimientos por parte de ellos y de frases de modestia -«No ha sido nada»- por su parte, consiguió salir al exterior.

Sopesó el Domia abr Wyrda y luego echó un vistazo a la posición del sol. Saphira no tardaría en volver, pero aún tenía tiempo de atender otro asunto. No obstante, antes tenía que pasar por su tienda; no quería arriesgarse a estropear el Domia abr Wyrda llevándolo consigo por todo el campamento.

«Tengo un libro», pensó, encantado.

Y salió al trote, agarrando el libro contra el pecho, con Blódhgarm y los otros elfos siguiéndole a poca distancia.