Eragon y Angela encontraron una fila de sillas dispuestas en
semicírculo ante el trono de Nasuada, sillas de alto respaldo. En
el semicírculo se encontraban también sentadas Elva y su aya,
Greta, la vieja que le había rogado a Eragon que la bendijera en
Farthen Dür. Como antes, Saphira se posó junto al pabellón y metió
la cabeza por una abertura practicada en un lado, de modo que
pudiera participar en la reunión. Muy cerca de su cabeza, Solembum
se había acurrucado hecho un ovillo. Parecía estar profundamente
dormido, salvo por alguna sacudida ocasional de la
cola.
Al igual que Angela, Eragon se disculpó por su tardanza, y
luego escuchó cómo Nasuada le explicaba a Elva la importancia de
sus capacidades para los vardenos -«Como si ella no lo supiera ya»,
le comentó Eragon a Saphira- y le suplicó que liberara a Eragon de
su compromiso de intentar deshacer los efectos de su bendición.
Dijo que entendía que lo que le estaba pidiendo a Elva era difícil,
pero que el destino del mundo estaba en juego, y que se planteara
si no valía la pena sacrificar el propio bienestar para contribuir
a rescatar a Alagaësia de las malvadas garras de Galbatorix. Fue un
discurso magnífico: elocuente, apasionado y lleno de argumentos que
pretendían apelar a los sentimientos más nobles de
Elva.
Elva, que tenía apoyada su pequeña y afilada barbilla sobre
los Puños, levantó la cabeza y dijo:
-No. -El silencio se extendió en el pabellón. Todos estaban
estupefactos. Sin pestañear, paseó la mirada por todos los
presentes, uno tras otro, y elaboró su respuesta-: Eragon, Angela,
ambos sabéis qué se siente al compartir los pensamientos y las
emociones de alguien cuando muere. Sabéis lo horrible, lo
desgarrador que es, la sensación de que una parte de ti mismo se ha
desvanecido para siempre. Y eso es sólo con que muera una persona.
Ninguno de vosotros tiene que soportar esa experiencia a menos que
queráis mientras que yo… Yo no tengo otra opción más que la de
compartirlas todas. Siento todas las muertes que se producen a mi
alrededor. Incluso ahora puedo sentir cómo se apaga la vida de
Sefton, uno de los guerreros de Nasuada que resultó herido en los
Llanos Ardientes, y sé qué palabras podría decirle para reducir el
peso de su agonía. ¡Su miedo es tan grande que me hace temblar!
-Con un grito incoherente levantó los brazos frente al rostro, como
para protegerse de un golpe-. ¡Ah! Ya se ha ido. Pero hay más.
Siempre hay más. La línea de la muerte nunca acaba. -El tono amargo
y sarcástico de su voz se intensificó; era como una parodia del
habla normal de un niño-. ¿De verdad te das cuenta, Nasuada, Señora
Acosadora de la Noche, futura reina del mundo? ¿De verdad te das
cuenta? Todo el dolor de los que me rodean cae sobre mí, sea físico
o mental. Lo siento como propio, y la magia de Eragon me permite
aliviar el malestar de todos aquellos que sufren, sin entrar a
evaluar lo que ello me cuesta. Y si me resisto a esa necesidad,
como en este preciso momento, mi cuerpo se rebela contra mí: el
estómago me genera acidez, la cabeza me palpita como si un enano me
estuviera dando martillazos, y me resulta difícil hasta moverme, y
más aún pensar. ¿Es esto lo que me deseas,
Nasuada?
»Día y noche sufro sin descanso el dolor del mundo. Desde que
Eragon me «bendijo», no he conocido nada más que dolor y miedo,
nunca felicidad o placer. La cara más amable de la vida, las cosas
que hacen soportable esta existencia se me han negado. Nunca las
veo. Nunca tomo parte de ellas. Sólo de lo oscuro. Sólo del
sufrimiento combinado de todos los hombres, mujeres y niños de mi
alrededor, que se cierne sobre mí como una tormenta a medianoche.
Esa «bendición» me ha privado de la oportunidad de ser como otros
niños. Ha obligado a mi cuerpo a madurar más rápido de lo normal, y
a mi mente a hacerlo aún más rápido. Quizás Eragon pueda eliminar
esta horrenda prerrogativa que tengo y las obligaciones que me
reporta, pero no podrá hacer que recupere lo que yo era antes, al
menos no sin destruir aquello en lo que me he convertido. Soy un
bicho raro, ni un niño ni un adulto, condenada para siempre a
permanecer apartada. No estoy ciega, ¿sabéis?, y me doy cuenta de
cómo os echáis atrás cuando me oís hablar. -Sacudió la cabeza-. No,
eso es mucho pedir. No seguiré así por ti, Nasuada, ni por los
vardenos ni por toda Alaga ésia. Ni siquiera lo haría por mi
querida madre, si aún viviera. No vale la pena, a ningún precio.
Podría ir a vivir sola, alejándome de las aflicciones de la gente,
pero no quiero vivir así. No, la única solución que Eragon intente
corregir su error. -Sus labios se curvaron, trazando una sonrisa
taimada-. Y si no estáis de acuerdo, si pensáis que estoy siendo
inconsciente y egoísta, haríais bien en recordar que apenas soy un
bebé y que aún no he celebrado mi segundo cumpleaños. Sólo los
tontos esperan que un niño se erija en mártir por el bien general.
Sea como fuere, bebé o no, ya he tomado mi decisión, y nada de lo
que podáis decir me convencerá de lo contrario. Es
inamovible.
Nasuada siguió intentando hacerla razonar, pero tal como
había prometido Elva, fue en vano. Al final, la reina le pidió a
Angela, a Eragon y a Saphira que intervinieran. Angela se negó,
argumentando que no podría mejorar los planteamientos de Nasuada, y
que creía que la decisión de Elva era personal, y que por tanto
debería permitírsele a la niña que hiciera lo que quisiera, sin
acosarla como si fuera un águila hostigada por una bandada de
arrendajos. Eragon tenía una opinión similar, pero accedió a
intervenir:
-Elva, yo no puedo decirte lo que tienes que hacer; sólo tú
puedes decidirlo. Pero no rechaces de plano la petición de Nasuada.
Ella intenta salvarnos a todos de Galbatorix, necesita nuestro
apoyo para poder contar con alguna oportunidad de éxito. No puedo
ver el futuro, pero creo que tu habilidad podría ser el arma
perfecta contra Galbatorix. Podrías predecir cada uno de sus
ataques. Podrías decirnos exactamente cómo contrarrestar sus
defensas. Y, por encima de todo, podrías percibir sus puntos
flacos, por dónde es más vulnerable, y lo que podríamos hacer para
atacarle.
-Tendrás que hacerlo mejor, Jinete, si pretendes que cambie
de opinión.
-No quiero hacerte cambiar de opinión -rebatió Eragon-. Lo
único que quiero es asegurarme de que tomes en consideración todas
las implicaciones de tu decisión y de que no te
precipites.
La niña se movió, pero no respondió. Entonces fue Saphira la
que habló.
¿Qué tienes en el corazón, Frente
Brillante?
-He hablado con el corazón, Saphira -respondió Elva
suavemente, sin ningún tono malicioso-. Cualquier otra cosa que
dijera sería redundante.
Si Nasuada se sentía frustrada por la obstinación de Elva, no
dejó que se notara, aunque tenía una expresión severa, como
correspondía a una discusión como aquélla.
-No comparto tu decisión, Elva -dijo-, pero la acataremos, ya
que es evidente que no podemos convencerte. Supongo que no puedo
juzgarte, ya que no he experimentado el sufrimiento al que estás
expuesta a diario, y si yo estuviera en tu lugar, es posible que
actuara del mismo modo. Eragon, por favor…
Inmediatamente, Eragon se arrodilló frente a Elva. Sus
brillantes ojos violetas le taladraron en el momento en que colocó
sus pequeñas manitas sobre sus grandes manos. Estaba ardiendo, como
si tuviera fiebre.
-¿Le dolerá, Asesino de Sombra? -preguntó la anciana Greta,
con la voz entrecortada.
-No debería, pero no estoy seguro. Eliminar hechizos es una
práctica mucho más inexacta que formularlos. Los magos raramente lo
intentan siquiera, debido al desafío que supone.
Greta le dio una palmadita a Elva en la cabeza. Las arrugas
de su rostro reflejaban su preocupación.
-Sé valiente, cariño, sé valiente -le dijo, aparentemente
ajena a la mirada irritada que le lanzaba Elva.
Eragon no hizo caso de la interrupción.
-Elva, escúchame. Hay dos formas diferentes de romper un
hechizo. Una es que el mago que lo formuló originalmente se abra a
la energía que alimenta nuestra magia…
-Ésa es la parte con la que suelo tener más dificultades
-dijo Angela-. Por eso confío más en las pociones, en las plantas y
en los objetos que tienen magia propia, en lugar de en los
hechizos.
-Si no te importa…
-Lo siento -dijo Angela, hundiendo los pómulos-.
Procede.
-Bueno -gruñó Eragon-. Una es que el mago se
abra…
-O la maga -precisó Angela.
-¿Me harás el favor de dejarme acabar?
-Lo siento.
Eragon vio que Nasuada contenía una sonrisa.
-Abre su cuerpo al flujo de energía y, hablando en el idioma
antiguo, se retracta no sólo de las palabras de su hechizo, sino
también de la intención que había detrás. Eso puede resultar
bastante difícil, como te puedes imaginar. A menos que el mago
ponga la intención adecuada, acabará alterando el hechizo original
en vez de retirarlo. Y entonces tendría que eliminar dos hechizos
entrelazados.
»El otro método consiste en formular un hechizo que
contrarreste directamente los efectos del original. No elimina el
primero, pero, si se hace bien, lo vuelve inocuo. Con tu permiso,
éste es el metodo que pretendo usar.
-Una solución muy elegante -declaró Angela-, pero
dime; ¿de dónde saldrá el flujo
continuo de energía necesario para mantener el contrahechizo? Y ya
que alguien tendrá que preguntarlo, ¿qué riesgos tiene este
método?
Eragon no apartó la mirada de Elva.
-La energía tendrá que provenir de ti -le dijo, apretándole
las manos-. No será mucho, pero te quitará una pequeña cantidad de
fuerza. Si lo hago, nunca podrás correr tanto o levantar tanta leña
como alguien que no tenga un hechizo como el tuyo absorbiéndole la
energía.
-¿Por qué no puedes aportar tú la energía? -preguntó Elva,
arqueando una ceja-. Al fin y al cabo, tú eres el responsable de mi
situación.
-Lo haría, pero cuanto más me alejara de ti, más difícil me
sería enviártela. Y si me fuera demasiado lejos -a un par de
kilómetros, por ejemplo, o quizá algo más-, el esfuerzo me mataría.
En cuanto a lo que puede salir mal, el único riesgo es que
pronuncie el contrahechizo incorrectamente y que no bloquee mi
bendición por completo. Si eso ocurre, sencillamente formularé otro
contrahechizo.
-¿ Y si con eso tampoco basta?
Eragon hizo una pausa.
-Entonces siempre puedo recurrir al primer método que te he
explicado. No obstante, preferiría evitarlo. Es el único modo de
eliminar un hechizo por completo, pero si fracasara en el intento,
y es algo muy posible, podrías acabar peor de lo que estás
ahora.
Elva asintió.
-Lo entiendo.
-Así pues, ¿tengo tu permiso para proceder?
Ella bajó la barbilla de nuevo y Eragon respiró
profundamente, preparándose. Con los ojos entrecerrados por la
concentración, empezó a hablar en el idioma antiguo. Cada palabra
salía de su boca y caía con el peso de un martillazo. Prestó
atención a pronunciar bien cada sílaba, cada sonido extraño a su
propio idioma, para evitar un posible error de consecuencias
trágicas. Tenía el contrahechizo grabado a fuego en su memoria.
Desde su viaje desde Helgrind, había pasado Muchas horas
pensándolo, repasándolo, retándose a encontrar mejores
alternativas, y todo en previsión del día en que iba a intentar
enmendar el daño que le había provocado a Elva. Mientras hablaba,
Saphira canalizaba su fuerza y se la transmitía, y Eragon sintió
cómo le apoyaba y lo observaba de cerca, leyendo su mente y lista
para intervenir si veía que estaba a punto de enredarse. El
contrahechizo era muy largo y muy complicado, ya que había
procurado no dejarse ninguna interpretación razonable de su
hechizo. El resultado fue que tardó cinco minutos en llegar a la
última frase, a la última palabra y, por fin, a la última
sílaba.
Se hizo el silencio, pero la decepción aún se reflejaba en el
rostro de Elva.
-Aún los siento -dijo.
Nasuada, sentada en su trono, se echó hacia
delante.
-¿A quiénes?
-A ti, a él, a ella, a todos los que sufren. ¡No han
desaparecido! La necesidad imperiosa de ayudarlos ha desaparecido,
pero esta agonía aún me atraviesa como una
maldición.
-¿Eragon? -inquirió Nasuada.
-Debo de haberme dejado algo -dijo él, frunciendo el ceño-j
Dadme un momento para pensar y crearé otro hechizo que pueda
servir. Hay alguna otra posibilidad que consideré, pero… -Se
interrumpió, preocupado por que el contrahechizo no hubiera hecho
el efecto previsto.
Además, formular un hechizo específico para bloquear el dolor
que sentía Elva sería mucho más difícil que intentar contrarrestar
el hechizo en bloque. Una palabra equivocada, una frase de
construcción pobre, y podría destruir su capacidad de empatia, o
impedirle aprender a comunicarse con la mente, o inhibir su
sensación de dolor, de modo que si se hería no lo notaría de
inmediato.
Eragon estaba concentrado, consultando con Saphira, cuando
Elva dijo:
-¡No!
Desconcertado, la miró. Parecía como si un aura de éxtasis
emanara de la niña. Sus dientes redondeados, como perlas, brillaban
al sonreír, y los ojos desprendían una triunfante
alegría.
-No, no vuelvas a intentarlo.
-Pero, Elva, ¿por qué no…?
-Porque no quiero más hechizos que se alimenten de mí. ¡ Y
porque acabo de darme cuenta de que «puedo evitar hacer caso»! -Se
agarró a los brazos de su silla, temblando de la emoción-. Sin la
necesidad de ayudar a todo el que sufre, puedo no hacer caso a sus
problemas sin que eso me haga sentir mal. Puedo pasar por alto al
hombre de la pierna amputada, a la mujer que se acaba de escaldar
la mano, puedo no hacerles caso a ninguno, ¡y no me siento peor por
ello! Es cierto que no puedo bloquearlos a la perfección, por lo
menos de momento, pero ¡qué alivio! ¡Silencio, bendito silencio! No
más cortes, rozaduras, moratones o huesos rotos. Se acabaron las
preocupaciones tontas de jovencitos exaltados. Se acabaron las
angustias de las esposas abandonadas o de los maridos cornudos. Se
acabaron las miles de heridas insoportables producto de una guerra.
Se acabó el pánico atenazador que precede a la oscuridad del final.
-Con lágrimas en las mejillas, se rio con un gorjeo ronco que hizo
que a Eragon se le pusieran los pelos de punta.
¿Qué locura es ésta?-preguntó
Saphira-. Aunque puedas quitártelo de la mente,
¿por qué vas a quedarte encadenada al dolor de los demás cuando
Eragon puede liberarte de él?
Los ojos de Elva brillaron con un regocijo
malsano.
-Nunca seré como la gente normal. Si tengo que ser diferente,
dejadme que conserve lo que me hace distinta. Mientras pueda
controlar este poder, como parece que ocurre ahora, no tengo ningún
problema en soportar esta carga, ya que será por decisión mía y no
obligada por tu magia, Eragon. ¡Ja! A partir de ahora, no
responderé a nadie ni ante nada. Si ayudo a alguien, será porque yo
quiera. Si presto servicio a los vardenos, será porque mi
conciencia me dice que debo hacerlo, y no porque me lo pidas tú,
Nasuada, ni porque vaya a sentir ganas de vomitar si no lo hago.
Haré lo que quiera, y pobre del que se me oponga, porque sabré
todos sus miedos y no dudaré en jugar con ellos para satisfacer mis
deseos.
-¡Elva! -exclamó Greta-. ¡No digas esas cosas tan horribles!
¡No puedes decirlo en serio!
La niña se giró hacia ella tan bruscamente que su cabello
creó un abanico a sus espaldas.
-Ah, sí, me había olvidado de ti, mi niñera. Siempre fiel.
Siempre metiéndote en todo. Te estoy agradecida por haberme
adoptado tras la muerte de mi madre y por los cuidados que me has
prestado desde Farthen Dür, pero ya no preciso de tu ayuda. Viviré
sola, cuidaré de mí misma y no le deberé nada a
nadie.
Intimidada, la anciana se tapó la boca con el borde de la
manga y se echó atrás. Lo que Elva acababa de decir consternó a
Eragon. Decidió que no podía permitirle conservar aquel poder si
iba a abusar de el. Con la ayuda de Saphira, que estaba de acuerdo,
escogió el más prometedor de los nuevos contrahechizos que se había
estado planteando anteriormente y abrió la boca para
enunciarlo.
Rápida como una culebra, Elva le cerró los labios con una
mano, impidiéndole hablar. Dado que todo el mundo vacilaba, salvo
Elva, que mantenía la mano apretada contra la cara de Eragon,
Saphira dijo:
¡Suéltalo, criatura!
Atraídos por el rugido de Saphira, seis guardias de Nasuada
entraron a la carga, blandiendo sus armas, mientras Blódhgarm y los
otros elfos acudieron junto a Saphira y se situaron a ambos lados
de sus hombros, y retiraron la pared de la tienda para que todos
pudieran ver lo que sucedía. Nasuada hizo un gesto y los Halcones
de la Noche bajaron las armas, pero los elfos se mantuvieron en
guardia, listos para la acción. Sus espadas brillaban como el
hielo.
Ni la conmoción que había provocado ni las espadas en ristre
parecían perturbar a Elva. Ladeó la cabeza y miró a Eragon como si
fuera un escarabajo raro que hubiera encontrado reptando por el
borde de la silla, y luego sonrió con una expresión tan dulce e
inocente que le hizo preguntarse por qué no había tenido más fe en
su carácter. Con una voz dulce como la miel, dijo:
-Eragon, detente. Si formulas ese hechizo, me harás daño una
vez más. Y no quieres hacerlo. Cada noche, cuando te acuestes,
pensarás en mí y el recuerdo del daño que me has hecho te
atormentará. Lo que estabas a punto de hacer era malvado, Eragon.
¿Eres acaso el juez del mundo? ¿Me condenarás sólo porque no
apruebas mi conducta? Eso sería rendirte al depravado placer de
controlar a los demás para tu propia satisfacción. Galbatorix
estaría orgulloso de ti.
Entonces lo soltó, pero Eragon estaba demasiado agitado como
para moverse. Elva le había dado en lo más hondo, y él no tenía
argumentos para contrarrestar los suyos y defenderse, ya que sus
planteamientos y observaciones eran exactamente las mismas que se
hacía él. Ver hasta qué punto le entendía le provocaba
escalofríos.
-Por otra parte te estoy agradecida, Eragon, por haber venido
hoy aquí a corregir tu error. No todo el mundo se muestra dispuesto
a reconocer sus fracasos y enfrentarse a ellos. No obstante, hoy no
te has ganado mis favores. Has equilibrado las cosas lo mejor que
has sabido, pero eso no es más que lo que cualquier persona decente
debería hacer. No me has compensado por lo que he sufrido, ni
podrás nunca. Así que la próxima vez que se crucen nuestros
caminos, Eragon Asesino de Sombra, no me consideres ni amiga ni
enemiga. Tengo sentimientos ambivalentes hacia ti, Jinete; estoy
tan dispuesta a odiarte como a quererte. Eso dependerá sólo de ti…
Saphira, tú me diste la estrella que llevo en la frente, y siempre
has sido amable conmigo. Soy, y seré siempre, tu fiel servidora. -Y
alzando la barbilla para dar el máximo efecto visual a su metro de
altura, Elva repasó con la mirada el interior del pabellón-:
Eragon, Saphira, Nasuada…/ Angela. Buenos días -se despidió, y se
dirigió hacia la entrada.
Los Halcones de la Noche se retiraron a un lado y ella pasó
por en medio y salió al exterior.
Eragon se quedó de pie, inseguro de sí mismo: «¿Qué monstruo
he creado?», pensó. Los dos Halcones de la Noche úrgalos se tocaron
la punta de los cuernos, algo que sabía que hacían para protegerse
contra el mal.
-Lo siento -le dijo a Nasuada-. Parece que no he hecho más
que poneros las cosas peor…, a vos y a todos
nosotros.
Tranquila como un lago de montaña, Nasuada se estiró los
pliegues del vestido antes de responder:
-No importa. El juego se ha complicado un poco más, eso es
todo. Es algo que tenía que suceder cuanto más nos acercáramos a
Urü'baen y a Galbatorix.
Un momento después, Eragon oyó el sonido de un objeto que
atravesaba el aire en su dirección. Se encogió, pero, pese a su
rapidez, aquello no bastó para evitar un doloroso bofetón que le
hizo girar la cabeza y le mandó, trastabillando, contra una silla.
Rodó por el asiento y se puso en pie de un salto, con el brazo
izquierdo levantado en previsión de un nuevo golpe, y con el
derecho hacia atrás, listo para soltar una cuchillada con el
machete de caza que se había sacado del cinto durante la maniobra.
Para su asombro, vio que había sido Angela quien le había golpeado.
Los elfos estaban situados a centímetros de la vidente, listos para
reducirla si volvía a atacar o para apartarla si Eragon se lo
ordenaba. Solembum estaba a sus pies, mostrando garras y dientes, y
con el pelo erizado.
-¿Por qué has hecho eso? -dijo Eragon. En aquel preciso
momento, los elfos no le importaban lo más mínimo. Hizo un gesto de
dolor al forzar el labio inferior, que tenía abierto, y al abrirse
aún más la herida. Notó el contacto cálido de la sangre, de sabor
metálico, bajándole por la garganta.
Angela echó la cabeza atrás.
-¡Ahora voy a tener que pasarme los próximos diez años
enseñándole a Elva a comportarse! ¡No es lo que tenía pensado para
la próxima década!
-¿Enseñarle? -exclamó Eragon-. No te dejará. Te parará los
pies tan fácilmente como a mí.
-¡Bah! No es probable. No sabe qué es lo que me preocupa, ni
lo que podría hacerme daño. Me encargué de eso el primer día que
nos encontramos.
-¿Compartirás ese hechizo con nosotros? -preguntó Nasuada-.
En vista de cómo han ido las cosas, me parecería prudente contar
con un medio para protegernos de Elva.
-No, me parece que no -dijo Angela, que también salió del
pabellón, seguida de Solembum, que agitaba el rabo
elegantemente.
Los elfos envainaron las espadas y se retiraron a una
distancia discreta de la tienda.
Nasuada se frotó las sienes con un movimiento
circular.
-Magia -se lamentó Nasuada.
-Magia -confirmó Eragon.
Los dos se quedaron mirando a Greta, que estaba en el suelo y
había empezado a llorar y a gemir al tiempo que se tiraba del fino
cabello, se golpeaba en la cara y se rasgaba las
vestiduras:
-¡Mi pobrecilla! ¡He perdido a mi niña! ¡La he perdido! ¿Qué
será de ella, tan sola? ¡Pobre de mí, que mi mismo retoño me
rechaza! Vergonzosa recompensa para el trabajo que he hecho,
rompiéndome el espinazo como una esclava. Qué mundo este, duro y
cruel, siempre robándote la felicidad -gimió-. Mi cerecita, mi
rosa, mi dulce niña… ¡Se ha ido! Y sin nadie que la cuide… ¡Asesino
de Sombra, no la pierdas de vista, por favor!
Eragon la agarró del brazo y la ayudó a ponerse en pie,
asegurándole que Saphira no le quitaría el ojo de
encima.
Sí-dijo
Saphira-, aunque sólo sea para evitar que nos
clave un cuchillo entre las costillas.