-¿Dónde lo has encontrado? -preguntó Rhunón mientras Eragon entraba trastabillando en el atrio de su casa y dejaba el trozo de mena de acero brillante en el suelo, ante los pies de la elfa.


Con toda la brevedad de que fue capaz, Eragon le habló de Solembum y del árbol Menoa.

Rhunón se agachó delante de la mena y acarició la marcada superficie, deteniendo los dedos en los trozos metálicos que llenaban la piedra.

-O bien has sido un loco, o bien un valiente, por poner a prueba al árbol Menoa de esa manera. No se puede jugar con él.

¿Es esa mena suficiente para hacer una espada?-preguntó Saphira.

-Varias espadas, si se puede juzgar por las pasadas experiencias -respondió Rhunón, incorporándose de nuevo.

La elfa miró hacia la forja que tenía en el centro del atrio, dio una palmada y los ojos se le iluminaron con una mezcla de ansiedad y determinación.

-¡Manos a la obra, pues! ¿Necesitas una espada, Asesino de Sombra? Muy bien, te daré una espada como nunca se ha visto en Alagaësia.

-¿Y qué pasa con tu juramento? -preguntó Eragon.

-No pienses en eso a partir de ahora. ¿Cuándo debéis volver con los vardenos?

-Deberíamos habernos ido de aquí el día en que llegamos -dijo Eragon.

Rhunón permaneció en silencio y con expresión pensativa un momento.

-Entonces tendré que apremiar aquello que no acostumbro a apremiar, y utilizar la magia para hacer aquello que, de otra forma, requeriría semanas de trabajo manual. Tú y Escamas Brillantes me ayudaréis. -No era una pregunta, pero Eragon asintió con la cabeza-. Esta noche no descansaremos, pero te prometo, Asesino de Sombra, que tendrás tu espada mañana por la mañana. -Rhunón se agachó otra vez, levantó la mena del suelo aparentemente sin esfuerzo y la llevó hasta el banco en que tenía la talla.

Eragon se quitó la túnica y la camisa para no estropearlas con el trabajo que se avecinaba y Rhunón le dio un ajustado chaleco y un delantal hecho con una tela inmune al fuego. Rhunón llevaba puestas las mismas prendas. Eragon le preguntó por los guantes, pero ella rio y negó con la cabeza:

-Sólo un herrero torpe usa guantes.

Entonces Rhunón lo condujo hasta una cámara parecida a una gruta y que se encontraba en el interior del tronco de uno de los árboles de la casa. Dentro de la cámara había unos sacos de carbón y unos cuantos montones de ladrillos de barro blancos. Con un hechizo, Eragon y Rhunón levantaron unos cuantos cientos de ladrillos y los llevaron fuera, cerca de la fragua sin paredes, y luego hicieron lo mismo con los sacos de carbón, que eran más altos que un hombre.

Cuando los materiales estuvieron colocados a satisfacción de Rhunón, ella y Eragon construyeron una fundición para la mena. La fundición era una estructura compleja, y Rhunón se negó a utilizar demasiado la magia para construirla, así que hacerlo les ocupó casi toda la tarde. Primero cavaron un agujero rectangular de un metro y medio de profundidad, que llenaron con capas de arena, grava, arcilla y ceniza dejando varios agujeros y canales para que el vaho encontrara una salida y no anegara el calor del fuego. Cuando hubieron rellenado el agujero hasta la altura del suelo, construyeron una caja sin fondo con los ladrillos utilizando agua y barro crudo como mortero, y la colocaron encima. Rhunón entró en la casa y volvió a salir con un par de barquines, que colocaron en unos agujeros en la base de la caja.

Entonces hicieron una pausa para beber y comer un poco de pan con queso.

Después del breve refrigerio, Rhunón colocó un montoncito de pequeñas ramitas en el interior de los ladrillos, los encendió murmurando una palabra y, cuando las llamas se estabilizaron, colocó unos trozos medianos de roble en el fondo. Durante casi una hora, Rhunón estuvo vigilando el fuego, cuidándolo con la atención de un jardinero que cultiva rosas, hasta que la madera se hubo convertido en un lecho de ascuas. Entonces asintió con la cabeza y dijo:

-Ahora.

Eragon levantó el trozo de mena y, con suavidad, lo colocó dentro de la fundición. Cuando el calor en las manos se le hizo insoportable, soltó la mena y dio un salto hacia atrás justo en el momento en que una nube de chispas volaban en espiral como un enjambre de luciérnagas. Encima de la mena y de las ascuas, colocó una densa capa de carbón para alimentar el fuego. Eragon se sacudió el carbón de las manos, tomó uno de los barquines y empezó a manchar, igual que hacía Rhunón. Entre ambos crearon una constante corriente de aire que avivó el fuego.

El baile de las llamas en la fundición creaba unos parpadeantes destellos de luz en las escamas del pecho y del cuello de Saphira. La dragona se tumbó a unos metros de la fundición con la vista clavada en el fuego.

Os podría ayudar, ya lo sabéis -les dijo-. Sólo tardaría un minuto en fundir la mena.

-Sí -dijo Rhunón-, pero si se funde demasiado deprisa, el metal no se combinará con las ascuas y no será lo bastante duro y flexible para una espada. Guarda tu fuego, dragona. Lo necesitaremos después.

El calor de la fundición y el esfuerzo de manchar los barquines hicieron que Eragon, de inmediato, quedara cubierto por el sudor; los brazos desnudos le brillaban a la luz del fuego.

De vez en cuando, él o Rhunón dejaban los barquines y echaban otra capa de carbón sobre el fuego.

El trabajo era monótono y, como resultado, Eragon pronto perdió la noción del tiempo. El constante rugido del fuego, la sensación del mango del barquín en las manos, el siseo del aire y la presencia vigilante de Saphira era lo único que notaba.

Por eso se sorprendió cuando Rhunón dijo:

-Es suficiente. Deja el barquín.

Eragon se pasó una mano por la frente y la ayudó a sacar las ascuas de la fundición y a ponerlas en un barril lleno de agua. Las ascuas sisearon y soltaron un olor agrio al entrar en contacto con el líquido.

Cuando finalmente sacaron el brillante y blanco metal caliente del fondo de la fundición -la escoria y demás impurezas habían desaparecido durante el proceso-, Rhunón cubrió el metal con una capa de fina ceniza blanca, luego apoyó la pala contra el costado de la fundición y fue a sentarse en el banco de la forja.

-¿Y ahora qué? -preguntó Eragon mientras se sentaba con Rhunón.

-Ahora esperamos.

-¿A qué?

Rhunón hizo un gesto hacia el cielo, que la luz del sol poniente pintaba con una mezcla de nubes rojas, púrpuras y doradas.

-Tiene que ser de noche cuando trabajemos el metal para poder ver bien su color. Además, el acero brillante necesita tiempo para enfriarse y, así, será suave y fácil de modelar. -Rhunón alargó la mano hasta la nuca, deshizo el lazo que le sujetaba el pelo y se lo volvió a recoger y a sujetar de nuevo-. Mientras tanto, hablemos de tu espada. ¿Cómo luchas, con una mano o con dos?

Eragon pensó un momento, y luego dijo:

-Depende. Si puedo elegir, prefiero sujetar la espada con una sola mano y llevar el escudo en la otra. De todas formas, las circunstancias no siempre me son favorables, y a menudo tengo que luchar sin escudo. Entonces me gusta poder sujetar el mango con las dos manos para poder golpear con más fuerza. El mango de Zar'roc era lo bastante grande para sujetarlo con la mano izquierda si quería, pero las protuberancias que tenía alrededor del rubí eran incómodas y no me permitían cogerlo bien. Sería bueno tener un mango un poco más grande.

-Supongo que no quieres una espada de mango doble -dijo Rhunón.

Eragon negó con la cabeza.

-No, sería demasiado grande para luchar en espacios cerrados.

-Eso depende de la relación del tamaño de la empuñadura con el de la hoja, pero, en general, tienes razón. ¿Te adaptarías a una espada de un mango y medio?

Una imagen de la espada original de Murtagh pasó por la cabeza de Eragon, y sonrió. «¿Por qué no?», pensó Eragon.

-Sí, una espada de un mango y medio sería perfecta, creo.

-¿Y cuan larga quieres la hoja?

-No más larga que la de Zar'roc.

-Aja. ¿Quieres una hoja recta o curvada?

-Recta.

-¿Tienes alguna preferencia respecto a la guarda?

-No especialmente.

Rhunón cruzó los brazos, bajó la cabeza y entrecerró los ojos. Hizo una mueca con los labios.

-¿Y la anchura de la hoja? Recuerda, por delgada que sea, la espada no se romperá.

-Quizá podría ser un poco más ancha hacia la guarda de lo que era Zar'roc.

-¿ Por qué?

-Creo que tendría mejor aspecto.

Una sonora y ronca carcajada explotó en el pecho de Rhunón.

-Pero ¿en qué mejoraría eso el uso de la espada?

Incómodo, Eragon se removió en el banco sin saber qué decir.

-No me pidas que dé forma a una espada solamente para mejorar su aspecto -lo reprendió Rhunón-. Un arma es una herramienta, y si es hermosa, lo es porque es útil. Una espada que no pudiera cumplir su función sería fea a mis ojos por muy bonita que fuera su forma o por adornada que estuviera con las mejores joyas y los grabados más intrincados. -La elfa apretó los labios, pensativa-: Bueno, una espada adecuada tanto para el constante derramamiento de sangre del campo de batalla como para defenderte en los estrechos túneles de debajo de Farthen Dür. Una espada para todas las ocasiones, de mediana longitud, excepto la empuñadura, que será más larga que la media.

-Una espada para matar a Galbatorix -dijo Eragon.

Rhunón asintió con la cabeza.

-Y como tal, debe estar bien protegida contra la magia… -Volvió a hundir la barbilla en el pecho-. Las armaduras han mejorado mucho durante este siglo, así que la punta deberá ser más estrecha de lo que las hacía antes, para poder penetrar mejor la plancha y la malla y para poder entrar en las rendijas entre las piezas. Hum…

Rhunón sacó un trozo de cordel retorcido de un bolsillo y, con él, tomó varias medidas de las manos y los brazos de Eragon. Después, sacó un bastón de hierro forjado de la fragua y se lo lanzó a Eragon. El lo atrapó con una sola mano y miró a la elfa con una ceja levantada. Ella le hizo un gesto con un dedo y dijo:

-Vamos. Ponte de pie y déjame ver cómo te mueves con una espada.

Eragon salió de debajo de la fragua y le mostró algunas de las formas de manejar la espada que Brom le había enseñado. Al cabo de un minuto, oyó el tintineo del metal sobre la piedra. Rhunón, carraspeando, dijo:

-Oh, esto es inútil. -Se puso delante de Eragon con otro bastón en la mano. Frunció el ceño con fiereza y levantó el bastón delante de él en un gesto de saludo-. ¡En guardia, Asesino de Sombra!

El pesado bastón de Rhunón silbó en el aire cuando ella se dispuso a darle un duro golpe. Eragon saltó a un lado y paró el ataque. Los dos palos chocaron y Eragon sintió una fuerte vibración en la mano. Durante un breve rato, él y Rhunón lucharon. Aunque era evidente que ella no practicaba hacía tiempo, a Eragon le pareció una rival formidable. Al final tuvieron que parar porque los bastones de hierro se habían doblado y parecían unas retorcidas ramas de tejo.

Rhunón recogió el bastón de Eragon y llevó las dos piezas de hierro retorcido hasta un montón de herramientas rotas. Cuando volvió, la elfa levantó la cabeza y dijo:

-Ahora sé exactamente qué forma debe tener tu espada.

-Pero ¿cómo la vas a hacer?

En los ojos de Rhunón apareció un brillo divertido.

-No la voy a hacer. Tú harás la espada en mi lugar, Asesino de Sombra.

Eragon se quedó boquiabierto un instante.

-¿Yo? -farfulló-. Pero yo nunca he sido aprendiz de herrero ni de forjador de espadas. No tengo la habilidad de forjar ni siquiera un cuchillo común.

El brillo en los ojos de Rhunón se intensificó.

-De todas formas, tú serás quien haga esta espada.

-Pero ¿cómo? ¿Te pondrás a mi lado y me darás órdenes mientras golpeo el metal?

-No -repuso Rhunón-, guiaré tus actos desde dentro de tu mente, para que tus manos hagan lo que las mías no pueden hacer. No es una solución perfecta, pero no se me ocurre ninguna otra manera de esquivar el juramento y que me permita aplicar mi arte.

Eragon frunció el ceño.

-Si tú mueves mis manos por mí, ¿en qué es distinto eso de hacer la espada tú misma?

La expresión de Rhunón se ensombreció:

-¿Quieres esta espada o no, Asesino de Sombra? -dijo con brusquedad.

-Sí.

-Entonces evita agobiarme con preguntas así. Hacer la espada a través de ti es distinto porque yo creo que es distinto. Si creyera otra cosa, poco después mi juramento me impediría participar en el proceso. Así, a no ser que desees volver con los vardenos con las manos vacías, harás bien en guardar silencio sobre el tema.

-Sí, Rhunón-elda.


Entonces fueron hasta la fundición, y Rhunón y Saphira levantaron la masa, todavía caliente, de acero brillante solidificado del fondo de la caja de ladrillos.

-Rómpelo en trozos del tamaño de un puño -le dijo Rhunón, que se apartó a una distancia prudencial.

Saphira levantó la pata delantera y la dejó caer con toda su fuerza sobre la rugosa barra de acero brillante. La tierra tembló, y el acero brillante se rompió por distintos puntos. La dragona pisó tres veces más el metal hasta que Rhunón estuvo satisfecha con el resultado.

La elfa reunió los afilados trozos de metal en su delantal y los llevó hasta una mesa baja que estaba al lado de la forja. Allí clasificó el metal según su dureza, que podía ver por el color y la textura del metal partido, o al menos eso le dijo a Eragon.

-Algunos son demasiado duros; otros, demasiado blandos -dijo-, y aunque podría solucionarlo si quisiera, eso requeriría volver a fundir. Así que utilizaré solamente las piezas que ya sean adecuadas para una espada. En los bordes de la espada tiene que haber un acero ligeramente más duro -tocó un montón de trozos que tenían un grano brillante- para obtener un buen filo. El centro de la espada debe tener un acero un poco más blando -continuó, tocando un montón de trozos más grises y menos brillantes que los otros- para que pueda doblarse y absorber un golpe. Sin embargo, antes de que demos forma al metal en la forja, hay que trabajarlo para quitarle las impurezas que quedan.

¿Y eso cómo se hace? -preguntó Saphira.

-Eso lo verás dentro de un momento. -Rhunón fue hasta uno de los postes que soportaban el techo de la fragua, se sentó apoyando la espalda en él, cruzó las piernas y cerró los ojos, con el rostro sereno-. ¿Estás listo, Asesino de Sombra? -preguntó.

-Lo estoy -repuso Eragon, a pesar de la tensión que sentía en el estómago.

Lo primero que Eragon notó en Rhunón cuando sus mentes se encontraron fueron los acordes bajos que resonaban en el oscuro y enredado paisaje de sus pensamientos. La música era lenta y meditada, y estaba en una escala que resultaba extraña e intranquilizante. Eragon no estaba seguro de qué era lo que eso decía del carácter de Rhunón, pero la inquietante melodía le hizo reconsiderar el hecho de permitirle controlar su cuerpo. Pero entonces pensó en Saphira, que estaba sentada a su lado vigilándolo, y la inquietud disminuyó y pudo bajar la última de las defensas que rodeaban su conciencia.

Sintió que su piel entraba en contacto con la lana cuando Rhunón envolvió su mente con la de ella y se insinuó en las zonas más privadas de su ser. Sintió un escalofrío y casi se apartó, pero entonces la ronca voz de Rhunón resonó en su cabeza:

Relájate, Asesino de Sombra, y todo irá bien.

Sí, Rhunón-elda.

Entonces Rhunon empezó a levantar sus brazos, a moverle las piernas, a hacerle girar la cabeza y a experimentar con las distintas posibilidades de su cuerpo. Aunque a Eragon le resultó raro sentir que la cabeza y las piernas se le movían sin su consentimiento, todavía le pareció más extraño que los ojos empezaran a movérsele de un lado a otro, como por su propia voluntad. La sensación de indefensión le despertó un repentino ataque de pánico. Cuando Rhunon lo hizo caminar hacia delante y tropezó con el canto de la forja haciendo que estuviera a punto de caerse, Eragon recuperó de inmediato el control de sus facultades y se sujetó al yunque de Rhunon.

No interfieras -dijo, cortante, Rhunon-. Si te fallan los nervios en un momento poco adecuado durante el proceso de forja, podrías causarte un daño irreparable.

Tú también podrías hacerlo si no tienes cuidado -replicó Eragon.

Ten paciencia, Asesino de Sombra. Habré dominado esto cuando se haya hecho de noche.

Mientras esperaban a que la última luz se desvaneciera en el cielo aterciopelado, Rhunon preparó la fragua y practicó con varias armas. La torpeza inicial con el cuerpo de Eragon desapareció pronto, aunque una vez quiso coger un martillo y le rascó las puntas de los dedos en la mesa. El dolor hizo que a Eragon se le humedecieran los ojos. Rhunon se disculpó y dijo:

Tus brazos son más largos que los míos.

Al cabo de unos minutos, cuando estaban a punto de empezar, comentó:

Es una suerte que tengas la rapidez y la fuerza de un elfo, Asesino de Sombra, porque, si no, no podríamos tener esperanzas de terminar esta noche.

Rhunon cogió los trozos de acero blando y duro con que quería trabajar y los colocó encima del horno. A petición de la elfa, Saphira calentó el acero abriendo las mandíbulas sólo un poco para concentrar el fuego que le salía de la boca en una estrecha llamarada que no se extendiera por el resto del taller. La rugiente ráfaga de fuego ilumino todo el atrio con una fiera luz azul que hizo brillar las escamas de Saphira con destellos cegadores.

Cuando el metal empezó a adquirir un intenso color rojo, Rhunon hizo que Eragon apartara el acero brillante del torrente de llamas con unas pinzas. Lo dejó encima del yunque y, con una serie de golpes rápidos de mazo, aplastó los trozos de metal hasta convertirlos en unas placas que no tenían más de un centímetro de grosor. La superficie del acero rojo mostró unas motas incandescentes. Cuando terminaba con un trozo de acero, lo tiraba a un cubo de agua.

Cuando hubo acabado de aplastar todos los trozos, Rhunon sacó las placas del cubo y Eragon notó el calor del agua en el brazo. Luego frotó la superficie de cada uno de ellos con un fragmento de arenisca para quitar las escamas negras que se habían formado en ella. Este proceso dejó al descubierto la estructura cristalina del metal, que Rhunon examinó con gran atención. Luego clasificó el metal según el grado de dureza y de pureza, siguiendo las indicaciones del cristal.

Eragon, al estar tan cercano, percibía cada pensamiento y sentimiento de Rhunon. La profundidad de los conocimientos de la elfa lo impresionaron: ella veía cosas en el metal que él no sospechaba que existieran, y los cálculos que hizo respecto al tratamiento que aplicar estaban más allá de su comprensión. También notó que ella no estaba satisfecha con cómo había manejado la maza al aplanar el acero.

La insatisfacción de Rhunon aumentó hasta que, al fin, dijo:

¡Bah! ¡Mira esas marcas del metal! No puedo forjar una espada así. Mi control de tus brazos y tus manos todavía no es suficientemente bueno para fabricar una espada destacable.

Antes de que Eragon pudiera razonar con ella, Saphira dijo:

Las herramientas no hacen al artista, Rhunón-elda. Seguro que puedes encontrar la manera de compensar este inconveniente.

¿Inconveniente?-se burló Rhunon-. No tengo mejor coordinación que un novato. Soy un extraño en una casa extraña. -Sin dejar de rezongar, lanzó al metal unos pensamientos que fueron incomprensibles para Eragon, y luego dijo-: Bueno, quizá tenga una solución, pero te lo advierto, no continuaré si no soy capaz de mantener mi nivel habitual.

No le explicó cuál era la solución ni a Eragon ni a Saphira, sino que fue colocando, una a una, las placas de acero en el yunque y las rompió hasta que quedaron como unos copos no más grandes que pétalos de rosa. Entonces reunió la mitad de los copos, los amontonó dándoles forma de lingote y los unió con arcilla y corteza de abedul.

El lingote se colocó encima de una gruesa pala de acero con un mango de dos metros de longitud, parecida a la que utilizan los panaderos para meter y sacar las hogazas de pan del horno.

Rhunon colocó el extremo de la pala en el centro del horno y luego hizo retroceder a Eragon todo lo que pudo sin que soltara el mango. Le pidió a Saphira que continuara lanzando fuego y el atrio volvió a iluminarse con una radiante luz azul. El calor era tan intenso que Eragon sintió su piel crepitar y vio que las piedras de granito que formaban el horno habían adquirido un brillo amarillo.

El acero brillante hubiera tardado media hora en llegar al grado de temperatura adecuado en el fuego de brasas, pero en el infierno de las llamas de Saphira tardó solamente unos minutos en volverse blanco. En cuanto lo hizo, Rhunon ordenó a Saphira que se detuviera. La oscuridad engulló la fragua de nuevo en cuanto Saphira cerró las mandíbulas.

Rhunon hizo correr a Eragon hacia delante y le hizo transportar el encendido lingote cubierto de arcilla hasta el yunque, donde levantó el martillo y, a golpes, maznó los copos de acero brillante hasta que formaron un todo cohesionado. Continuó golpeando el metal para darle forma de barra; luego hizo un corte en el medio, dobló el metal sobre sí mismo y soldó las dos partes juntas. Los sonidos como de campana de los golpes resonaron en los antiguos árboles que los rodeaban.

Rhunon hizo que Eragon volviera a colocar el acero brillante en el horno cuando el color cambió de blanco a amarillo, y Saphira volvió a envolver el metal con el fuego de su vientre. Seis veces Eragon calentó y dobló el acero brillante, y cada vez el metal era más suave y más flexible hasta que se pudo doblar sin romperse.

Mientras Eragon golpeaba el metal, cada uno de sus gestos dirigidos por Rhunon, la elfa empezó a cantar, tanto a través de Eragon como ella misma. Juntas, sus voces formaban una harmonía agradable que se elevaba y caía con los golpes del martillo. Eragon sentía un cosquilleo en la espalda provocado por la energía con que la elfa imbuía cada palabra que pronunciaban, y se dio cuenta de que la canción contenía unos hechizos para fraguar, dar forma y moldear. Con ambas voces, Rhunon le cantó al metal que estaba en el yunque describiendo sus propiedades, alterándolas de una manera que superaba la comprensión de Eragon e imbuyendo al acero brillante con una compleja red de encantamientos diseñados para darle una fuerza y resistencia superiores a la de cualquier otro metal. La elfa también canto a través del brazo con que Eragon sujetaba el martillo y, así, cada golpe que daba caía en el punto adecuado.

Rhunon enfrió la barra de acero brillante después de doblarla por sexta y última vez. Repitió el proceso entero con la otra mitad de acero brillante duro, haciendo una barra idéntica a la primera. Luego reunió los fragmentos del acero más blando, que dobló y maznó diez veces antes de darle forma de cuña.

Luego, Rhunon hizo que Saphira volviera a calentar las dos barras de acero más duro. Después colocó las brillantes barras, una al lado de la otra, encima del yunque, las sujetó, juntas, por ambos extremos con unas pinzas y las retorció, una alrededor de la otra, siete veces. El aire se llenaba de chispas cada vez que martilleaba los giros del acero para formar una sola pieza de metal. Rhunon dobló, maznó y martilleó la masa resultante otras seis veces. Cuando estuvo satisfecha con la calidad del metal, Rhunon aplanó el acero brillante formando una gruesa plancha rectangular, la cortó a lo largo con un afilado cincel y dobló cada una de las mitades por el medio, dándoles forma de V.

Y todo eso, estimó Eragon, Rhunon fue capaz de hacerlo en una hora y media. Se maravilló ante su velocidad, a pesar de que era su propio cuerpo el que realizaba las tareas. Nunca antes había visto a un herrero trabajar el metal con esa facilidad: lo que Horst hubiera tardado horas en hacer, Rhunon lo hizo en unos minutos. Y, por muy cansada que fuera la tarea de la forja, Rhunon continuó cantando y tejiendo una red de hechizos para el acero brillante mientras guiaba el brazo de Eragon con una precisión infalible.

En medio del ruido, el fuego, las chispas y el esfuerzo, a Eragon le pareció ver, mientras Rhunon le hacía desplazar los ojos por la fragua, a un trío de esbeltas figuras que estaban de pie en el borde del atrio. Saphira confirmó su sospecha al cabo de un momento al decirle:

Eragon, no estamos solos.

¿Quiénes son?-preguntó.

Saphira le envió una imagen de Maud, la baja y marchita mujer gata, que ahora tenía forma humana y se encontraba de pie entre dos pálidos elfos que no eran más altos que ella. Uno de los elfos era hembra, el otro, varón, y los dos eran extraordinariamente hermosos, incluso para el criterio de los elfos. Sus solemnes rostros con forma de lágrima parecían sabios e inocentes por igual, lo cual hacía imposible adivinar su edad. La piel tenía un ligero brillo plateado, como si los dos elfos estuvieran llenos de tanta energía que ésta les salía por los poros de la piel.

Eragon preguntó a Rhunon la identidad de los elfos en cuanto ella se detuvo un momento para darle un breve descanso. Rhunon los miró, lo cual permitió a Eragon verlos bien, y luego, sin interrumpir su canción, le dijo mentalmente:

Son Alanna y Dusan, los únicos niños elfos de Ellesméra. Hubo una gran alegría cuando fueron concebidos hace doce años.

No son como los otros elfos que he conocido -dijo Eragon. Nuestros niños son especiales, Eragon. Están bendecidos con ciertos dones, dones de gracia y dones de poder, que ningún elfo adulto puede igualar. Cuando crecemos, nuestra plenitud se marchita de alguna manera, aunque la magia de nuestros primeros años nunca nos abandona por completo.

Rhunón no quería perder más tiempo hablando. Hizo que Eragon colocara la cuña de acero brillante entre las dos tiras en forma de V y las golpeó hasta que las tiras envolvieron casi por completo la cuña y la fricción hubo juntado las piezas. Entonces Rhunón maznó las piezas juntas y, mientras el metal todavía estaba caliente, empezó a extenderlo y a darle forma de espada: la cuña blanda se convirtió en la espiga de la espada, y las dos tiras formaban las tejas, el filo y la punta. Cuando hubo perfilado casi la forma de la longitud final de la espada, Rhunón trabajó la espiga con el martillo hasta que estableció las proporciones definitivas.

Rhunón sujetaba el hierro ante las fosas nasales de Saphira y la dragona soltaba un chorro de fuego que iba calentando unos quince centímetros de la espada cada vez, para que Rhunón pudiera ir trabajándola por partes. Un ejército de sombras retorcidas tomaba el perímetro del atrio cada vez que Saphira soltaba una llamarada.

Eragon observaba fascinado cómo sus manos transformaban el basto trozo de metal en un elegante instrumento de guerra. Con cada golpe de martillo, la forma de la espada se hacía más clara, como si el acero brillante «deseara» ser una espada y estuviera ansioso por adoptar la forma que Rhunón quería darle.

Por fin, el proceso de forja llegó a su fin; en el yunque reposó un hierro largo y negro que, aunque todavía tosco e incompleto, ya tenía un aspecto mortífero.

Rhunón dejó que los cansados brazos de Eragon descansaran mientras el hierro se enfriaba al aire. Luego hizo que Eragon llevara la espada hasta otro rincón del taller donde había seis ruedas de afilar distintas y, encima de un pequeño banco, un amplio surtido de limas, bastardas y piedras abrasivas. Sujetó la espada entre dos bloques de madera y pasó una hora rebajando las tejas de la espada con la lima y refinando el filo de la hoja con las bastardas. Igual que había sucedido con los golpes de martillo, cada pasada de la lima y de la bastarda parecía ejercer un mayor efecto de lo que sería normal: era como si las herramientas supieran exactamente cuánto acero quitar y lo hicieran con exactitud.

Cuando hubo terminado de afilar, Rhunón preparó unas brasas en el horno y, mientras esperaba a que el fuego se asentara, hizo una mezcla con una arcilla oscura y de grano fino, cenizas, piedra pómez molida y sabia de enebro cristalizada. Pintó la hoja con ella, poniendo el doble de cantidad en la espiga, en el filo y en la punta de la espada. Cuanto más gruesa fuera la capa aplicada, más despacio se enfriaría el metal de debajo y, en consecuencia, esa zona de la espada sería más blanda.

Rhunón secó la capa de argamasa con un rápido hechizo y, siguiendo las indicaciones de la elfa, Eragon fue hasta el horno. Colocó la espada encima del lecho de brasas y, mientras manchaba con la mano que tenía libre, iba deslizando la espada hacia su cuerpo. Cuando hubo sacado la punta de la espada del fuego, le dio la vuelta y repitió el proceso. Continuó pasando la hoja por encima de las brasas hasta que los dos filos de la espada adquirieron un color anaranjado uniforme y la espiga tuvo un vivo color rojo. Entonces, con un gesto suave, Rhunón levantó la espada de las brasas, blandió el hierro candente en el aire y lo metió en el cubo de agua que había al lado del horno.

Una densa nube de vapor se elevó en cuanto el hierro entró en contacto con el agua, que siseó y bulló. Un minuto después, el hervor se apagó y Rhunón sacó la espada, que había adquirido un tono gris perla. Volvió a ponerla en el fuego y volvió a calentarla para reducir la fragilidad de los filos; luego volvió a enfriarla otra vez.

Eragon había esperado que Rhunón abandonara el control de su cuerpo cuando hubieran terminado de forjar, endurecer y templar la espada, pero, para su sorpresa, ella continuó en su mente y controlándole las piernas.

Rhunón le hizo apagar el horno y, luego, le hizo volver al banco donde se encontraban las limas, las bastardas y las piedras abrasivas. Lo hizo sentar y, con las piedras más finas, pulió la hoja. A través de los recuerdos de Rhunón, Eragon supo que ella acostumbraba a pasar una semana o más puliendo una espada, pero gracias a la canción que entonaba pudo terminar la tarea en cuatro horas solamente. Además, grabó un estrecho surco a lo largo de las tejas por cada lado. El acero brillante mostró su verdadera belleza cuando se enfrió: en él Eragon vio unos diseños brillantes y afiligranados que marcaban los límites de las capas del metal aterciopelado. A lo largo del filo de la espada se veía una veta de un blanco plateado y ancha como el pulgar y que parecía las llamas de un fuego helado.

Mientras Rhunón cubría la espiga con unos decorativos trazos cruzados, los músculos del brazo derecho de Eragon cedieron y se le cayó la lima que tenía entre los dedos. Después de estar concentrado tanto rato en el trabajo y en nada más, Eragon se sorprendió de lo intenso de su cansancio.

Suficiente -afirmó Rhunon, y salió de la mente de Eragon sin esperar más.

Eragon, conmocionado por su repentina ausencia, estuvo a punto de perder el equilibrio a pesar de que estaba sentado en el banco. Recuperó el control inmediatamente.

-Pero ¡no hemos terminado! -protestó, dándose la vuelta hacia Rhunon.

La noche le pareció imbuida de un silencio sobrenatural ahora que no la llenaba el ruido del trabajo.

Rhunon se levantó del suelo, donde había permanecido sentada con las piernas cruzadas y apoyada contra el poste, y negó con la cabeza.

-No te necesito más, Asesino de Sombra. Ve y duerme hasta el amanecer.

-Pero…

-Estás cansado y, a pesar de tu magia, es posible que arruines la espada si continúas trabajando en ella. Ahora que la espada está hecha, puedo hacer el resto sin incumplir mi juramento, así que vete. Encontrarás una cama en el segundo piso de mi casa. Si tienes hambre, hay comida en la despensa.

Eragon dudó un momento, reacio a marcharse, pero luego asintió con la cabeza y se alejó del banco arrastrando los pies. Al pasar al lado de Saphira, le acarició con una mano por encima del ala y le dio las buenas noches, demasiado cansado para decir nada más. Como respuesta, ella le revolvió el pelo con un bufido caliente y dijo:

Yo vigilaré y recordaré por ti, pequeño.

Eragon se detuvo un momento en la entrada de la casa de Rhunon y miró al otro lado del oscuro atrio, donde todavía se encontraban Maud y los dos niños elfos. Los saludó con un gesto de la mano y Maud sonrió, mostrando sus dientes afilados. Eragon sintió un escalofrío en la nuca al notar la mirada de los dos niños elfos: sus ojos, grandes y rasgados, se veían ligeramente luminosos en la oscuridad. Como no hicieron ningún movimiento, Eragon bajó la cabeza y entro en la casa, ansioso por tumbarse en el mullido lecho.