El rato que pasó pronunciando aquellas palabras le pareció
interminable: un periodo indefinido en una lúgubre cámara en la que
nada cambiaba con el paso de aquella repetición cíclica de palabras
cuyo orden y significado dejó de tener sentido para él. Al cabo de
un tiempo, sus vociferantes pensamientos dieron paso al silencio y
una extraña sensación de calma se apoderó de él.
Por un momento se quedó con la boca abierta, atento a lo que
tenía delante.
Ante él, a diez metros, se encontraba el Ra'zac. Por el borde
de las ropas de la criatura, hechas jirones, goteaba
sangre.
-Mi maessstro no quiere que te mate -siseó.
-Pero eso a ti ahora no te importa.
-No. Si muero bajo tu bastón, Galbatorix que haga lo que
quiera contigo. Tiene más corazonesss que tú.
-¿Corazones? -replicó Eragon, riéndose-. Yo soy el defensor
del pueblo, no él.
-Niño tonto -dijo el Ra'zac, ladeando ligeramente la cabeza y
mirando tras él, hacia donde se encontraba el cadáver del otro
Ra'zac, algo más allá-. Eclosionamos de la misma puesta de huevos.
Te has vuelto fuerte desssde que nos vimosss la primera vez,
Asesino de Sombra.
__No tenía opción.
-¿Quieres hacer un pacto conmigo, Asesino de
Sombra?
-¿Qué tipo de pacto?
-Yo sssoy el último de mi raza, Asesino de Sombra. Somos
antiguos, y no querría que nos olvidaran. ¿Querrías, en tus
cancionesss y tus hissstorias, recordar a los otros humanos el
terror que inssspiramos en vuestra raza…? ¡Recuérdanos como
criaturas «temibles»! -¿Por qué iba a hacer eso?
Inclinando el pico hacia su estrecho pecho, el Ra'zac
chasqueó y emitió un gorjeo unos momentos.
-Porque te diré algo sssecreto. Sssí, lo haré -respondió.
-Pues dímelo.
-Primero dame tu palabra, no sssea que me engañes. -No.
Dímelo, y decidiré si acepto el trato o no. Pasó más de un minuto y
ninguno de los dos se movió, aunque Eragon mantuvo los músculos
tensos y preparados, por si recibía un ataque por sorpresa. Tras
otra serie de chasquidos cortantes, el Ra'zac
dijo:
-Casssi ha encontrado el «nombre». -¿ Quién? -Galbatorix.
-¿El nombre de qué?
-¡No puedo decírtelo! -siseó/furioso, el Ra'zac-. ¡El nombre!
¡ El nombre real!
Tendrás que darme más información. -¡No puedo! -Entonces no
hay trato.
-¡Maldito ssseas, Jinete! ¡Maldito ssseas! Que no encuentres
hogar ni casssa, ni paz en esssta tierra tuya. ¡Que tengas que
abandonar Alagaésssia para nunca volver!
El vello de la nuca de Eragon se erizó ante el contacto frío
del miedo. Recordó las palabras de Angela, la herbolaria, que le
había lanzado los huesos de dragón y le había leído el futuro y
predicho aquel mismo destino.
Un reguero de sangre separaba a Eragon de su enemigo; el
Ra'zac echó atrás su capa empapada y dejó a la vista un arco que
levantó, con echa ya encajada ante la cuerda. Levantó el arma, tiró
y disparó en lección al pecho de Eragon.
Él desvió la flecha con su bastón.
Como si aquel intento no fuera más que un consabido gesto
preliminar que marcara la tradición antes de iniciar el combate
real, el Ra'zac se detuvo, dejó el arco en el suelo, se ajustó la
capucha y sacó la hoja de su espada de entre los pliegues de tela.
Al mismo tiempo, Eragon se puso en pie de un salto y separó las
piernas, asiendo el bastón con fuerza.
Se lanzaron uno contra otro. El Ra'zac intentó rajarlo desde
la escápula a la cadera, pero Eragon se giró y evitó el golpe.
Empujó el extremo del bastón hacia arriba y clavó la punta de metal
bajo el pico del Ra'zac, a través de las placas que protegían la
garganta de la criatura.
El Ra'zac se estremeció por un momento y luego cayó
desplomado.
Eragon se quedó mirando a su enemigo más odiado, observó sus
ojos negros sin párpados y de pronto cayó de rodillas y vomitó
contra la pared del pasillo. Se secó la boca, liberó el bastón y
susurró:
-Por nuestro padre. Por nuestra casa. Por Carvahall. Por
Brom… He conseguido vengarme. Púdrete, Ra'zac.
Volvió a la celda de Sloan y lo encontró aún sumido en un
sueño profundo. Cargó al carnicero en su hombro y empezó a deshacer
el camino hacia la cueva principal de Helgrind. Por el camino tuvo
que dejar a Sloan en el suelo varias veces para explorar alguna
cámara o desvío que no había visitado anteriormente. En ellos
descubrió muchos instrumentos del mal, entre ellos cuatro frascos
metálicos con aceite de Seithr, que se aprestó a destruir para que
nadie más pudiera usar aquel ácido destructor con retorcidos
fines.
La cálida luz del sol golpeó a Eragon en las mejillas cuando
salió, trastabillando, del laberinto de túneles. Aguantando la
respiración, pasó a toda prisa junto al cadáver del Lethrblaka y se
dirigió al borde de la enorme caverna. Una vez allí se quedó
mirando la ladera vertical de Helgrind, en las colinas que quedaban
por debajo. Al oeste vio una columna de humo anaranjado que surgía
del camino que conectaba Helgrind con Dras-Leona, y que indicaba
que se acercaba un grupo de jinetes.
El costado derecho le dolía ya de soportar el peso de Sloan,
así que Eragon se cambió el peso al otro hombro. Parpadeó para
quitarse las gotas de sudor que le colgaban de las pestañas e
intentó pensar en cómo iban a bajar hasta el suelo, casi dos mil
metros por debajo.
-Hay casi dos kilómetros hasta el suelo -murmuró-. Si hubiera
un camino, podría recorrer la distancia sin problemas, incluso con
Sloan. Así que tendré que buscar la fuerza para bajar usando la
magia… Sí, pero lo que normalmente llevaría cierto tiempo puede
resultar demasiado agotador si se quiere hacer al instante, quizá
letal. Tal como dijo Oromis, el cuerpo no puede convertir sus
reservas de combustible en energía lo suficientemente rápido como
para soportar ciertos hechizos más que unos segundos. Sólo puedo
disponer de cierta cantidad de energía en cada momento, y si acabo
con ella, tengo que esperar a recuperarme… De todos modos, hablar
solo tampoco me va a servir de nada. Agarró bien a Sloan y fijó la
vista en una estrecha cornisa unos treinta metros por debajo. «Esto
va a doler», pensó, preparándose para el salto. Luego gritó:
-¡Audr!
Eragon sintió que ascendía unos centímetros por encima del
suelo de la caverna.
-¡Pram! -añadió, y el hechizo le impulsó desde Helgrind al
espacio abierto, donde quedó flotando, como una nube meciéndose por
el aire. Pese a estar acostumbrado a volar con Saphira, el no ver
nada más que aire bajo sus pies le provocó cierta
inquietud.
Manipulando el flujo de magia, Eragon descendió enseguida
desde la guarida de los Ra'zac -que volvía a ocultar la
insustancial pared de roca- hasta la cornisa. Al aterrizar pisó con
la bota un trozo de roca suelta y, durante unos segundos de infarto
se tambaleó, buscando un lugar estable donde poner el pie pero sin
poder mirar hacia abajo, ya que sólo con mover la cabeza podía
provocar que cayeran 75 hacia delante.
Pero la pierna izquierda perdió apoyo y, con un grito entrecortado,
empezó a caer. Antes de que pudiera recurrir a la magia para
salvarse, se detuvo de pronto al conseguir apoyar el pie izquierdo
en una grieta. Los bordes de la hendidura se le encajaron alrededor
de la pantorrilla, tras la protección para la espinilla, pero no le
importó, puesto que le servía de sujeción.
Eragon apoyó la espalda contra Helgrind para sujetar mejor el
cuerpo de Sloan.
-No ha ido tan mal -observó. Le había supuesto un esfuerzo,
Pero no tanto como para que no pudiera seguir adelante-. Puedo
hacerlo…
volvió a fijarse en los jinetes. Estaban considerablemente
más cerca que antes y cruzaban el árido terreno al galope, a una
velocidad Preocupante. «Es una carrera entre ellos y yo -pensó-.
Tengo que escapar antes que lleguen a Helgrind. Seguro que hay
magos entre ellos y no estoy en condiciones de enfrentarme a los
hechiceros de Galbatorix.» Miró a la cara a Sloan.
-Quizás podrías ayudarme, ¿eh? -dijo-. Es lo mínimo que
puedes hacer, teniendo en cuenta que estoy jugando la vida y algo
más por ti.
La cabeza del carnicero rodó a un lado. Seguía perdido en el
mundo de los sueños.
Con un gruñido, Eragon se separó de la
pared.
-¡Audr! -volvió a decir, y de nuevo flotó.
Esta vez recurrió a la fuerza de Sloan -por escasa que
fuera-, no sólo a la suya. Juntos se lanzaron como dos extraños
pájaros por la escarpada ladera de Helgrind, hasta otra cornisa de
anchura suficiente como para descansar.
Así fue como Eragon fue dirigiendo el descenso. No procedió
en línea recta, sino que fue virando hacia la derecha, de modo que
rodearon la ladera de Helgrind, ocultándose de los jinetes tras la
masa de dura roca.
Cuanto más cerca estaban del suelo, más lentos iban. Eragon
estaba absolutamente exhausto, y cada vez era menor la distancia
que podía cubrir en cada tramo y mayor el tiempo que necesitaba
para recuperarse durante las pausas entre saltos. Incluso levantar
un dedo se convirtió en una tarea que le irritaba en extremo,
además de resultar insoportablemente trabajosa. Iba sumiéndose en
un cálido y acogedor letargo que insensibilizaba su cuerpo y su
mente hasta el punto de que la más dura de las rocas le parecía
blanda como una almohada al contacto con sus doloridos
músculos.
Cuando por fin se dejó caer en el árido suelo -demasiado
debilitado como para evitar que Sloan y él mismo se revolcaran en
el polvo-, Eragon se quedó tendido, con los brazos doblados en un
ángulo forzado bajo el pecho, y contempló con los ojos
entrecerrados los brillos amarillentos del cuarzo citrino
incrustado en la pequeña roca que tenía a unos centímetros de la
nariz. Sloan, a su espalda, le pesaba como un montón de lingotes de
hierro. El aire salía de los pulmones de Eragon, pero no parecía
que volviera a entrar. Su campo de visión se oscureció como si el
sol estuviera cubriéndose de nubes. Un silencio mortal cubría el
espacio entre cada latido de su corazón, y los latidos en sí no
eran más que una leve palpitación. Eragon ya no era capaz de pensar
con coherencia, pero en algún rincón de su mente tuvo conciencia de
que estaba a punto de morir. Aquello no le asustó; al contrario, la
perspectiva le reconfortó, puesto que estaba agotado hasta un
límite inimaginable, y la muerte le liberaría de la maltrecha
carcasa de su cuerpo y le permitiría descansar para siempre. Desde
arriba, por detrás de la cabeza, se acercó un abejorro gordo como
su dedo pulgar. Revoloteó alrededor de su oreja y se quedó flotando
junto a la roca, analizando los puntos de cuarzo, que eran del
mismo tono amarillo intenso que las flores que salpicaban las
colinas. Los colores del abejorro brillaban a la luz de la mañana
-cada pelo destacaba entre los otros a los ojos de Eragon- y sus
alas en movimiento generaban un suave repiqueteo, como un
tamborileo. Una capa de polen le recubría las puntas de las
patas.
El abejorro era algo tan dinámico, tan vivo y tan bello que
su mera presencia le devolvió a Eragon las ganas de vivir. Un mundo
que contenía una criatura tan asombrosa como aquel abejorro era un
mundo en el que valía la pena vivir.
Haciendo un esfuerzo supremo, sacó la mano izquierda del
pecho y se agarró al tallo leñoso de un arbusto cercano. Como una
sanguijuela, una garrapata u otro parásito, extrajo toda la vida a
la planta, dejándola seca y marrón. La energía que le atravesó de
pronto le agudizó los sentidos. Tuvo miedo. Ahora que había
recuperado el deseo de seguir viviendo, sólo encontraba terror en
la oscuridad de lo que se le presentaba por
delante.
Arrastrándose, llegó hasta otro arbusto y absorbió su fuerza
vital; luego vino un tercer y un cuarto arbusto, y así hasta que
consiguió recuperar toda su fuerza. Se puso en pie y miró atrás,
hacia el rastro de plantas marrones que se extendían tras él; un
sabor amargo le llenó la boca al ver lo que había
provocado.
Eragon sabía que había sido descuidado con la magia y que su
inconsciencia podía haber condenado a los vardenos a una derrota
segura si hubiera muerto. Al analizar lo ocurrido, su torpeza le
hizo arrugar la nariz. «Brom me tiraría de las orejas por haberme
metido en este lío», pensó.
Volvió junto al demacrado carnicero y lo levantó del suelo.
Luego se giró hacia el este y emprendió a paso ligero el camino que
le alejaba de Helgrind, en busca de algún lugar donde ocultarse.
Diez minutos más tarde, cuando se detuvo para ver si lo seguían,
vio una nube de polvo que surgía de la base de Helgrind, con lo que
interpretó que los jinetes habían llegado a la oscura torre de
piedra.
Sonrió. Los esbirros de Galbatorix estaban demasiado lejos
para que uno de aquellos magos de poca entidad detectara su mente o
la de jloan. «Para cuando descubran los cuerpos de los Ra'zac, ya
habré corrido una legua o más. Dudo que para entonces sean capaces
de encontrarme. Además, buscarán a un dragón con su Jinete, no a un
nombre viajando a pie», pensó.
Satisfecho de no tener que preocuparse ante un ataque
inminente, Eragon retomó el paso normal: una zancada constante y
ligera que podría mantener todo el día.
En lo alto, el sol emitía brillos dorados y blancos. Ante él,
un terreno silvestre y sin caminos se extendía a lo largo de muchas
leguas hasta llegar a las casas más apartadas de algún pueblecito.
Y en su corazón renacieron una alegría y una esperanza
nuevas.
¡Por fin habían muerto los Ra'zac!
Por fin su venganza era completa. Por fin había cumplido con
su deber para con Garrow y Brom. Por fin podía desterrar el velo de
miedo y rabia que se había ido creando desde la primera aparición
de los Ra'zac en Carvahall. Le había llevado más tiempo del
esperado matarlos, pero ahora había cumplido con su misión, y era
una gran misión. Se permitió disfrutar de la satisfacción por haber
cumplido con tamaño logro, aunque hubiera sido con la ayuda de
Roran y Saphira.
Sin embargo, sorprendentemente, su triunfo era agridulce e
iba acompañado de una inesperada sensación de pérdida. La caza de
los Ra'zac había sido uno de sus últimos vínculos con la vida en el
valle de Palancar, y le pesaba eliminar aquel vínculo, por
truculento que fuera. Es más, la misión le había dado un objetivo
en la vida, algo de lo que carecía; era el motivo que le había
hecho dejar su hogar. Sin él, sólo le quedaba un vacío en el lugar
donde había alimentado su odio por los Ra'zac.
El hecho de que pudiera lamentar el fin de una misión tan
terrible le consternó, y se juró evitar cometer el mismo error dos
veces. «Me niego a implicarme tan a fondo en mi lucha contra el
Imperio, Murtagh y Galbatorix como para que pierda el interés por
que pase a algo nuevo si llega la ocasión, o, peor aún, que busque
prolongar el conflicto en vez de adaptarme a lo que venga después.»
A continuación decidió dejar de darle vueltas a aquel pesar
enfermizo y concentrarse en el alivio que sentía: alivio por
haberse liberado de las exigencias de la campaña que se había
impuesto, y por que sus únicas obligaciones eran las que se
derivaban de su posición actual.
La euforia le hizo avanzar más ligero. Con la desaparición de
los Ra'zac, Eragon sintió como si por fin pudiera crearse una vida
propia, basada no en lo que había sido, sino en lo que había
llegado a ser: un Jinete de Dragón.
Sonrió al recortado horizonte y se rio mientras corría,
indiferente ante la posibilidad de que alguien pudiera oírle. Su
voz resonó por el camino, rodeándole, y todo parecía de pronto
nuevo, bello y esperanzador.