Eragón se sentó, bañado por la luz fría de su esfera de luz carmesí, en la sala flanqueada por celdas, cerca del centro de Helgrind. Tenía el bastón atravesado sobre el regazo. La roca devolvía el eco de su voz, que iba repitiendo una frase en idioma antiguo una y otra vez. No era magia, sino más bien un mensaje al Ra'zac restante. Lo que decía significaba esto: «Ven, comedor de carne humana, acabemos con nuestra lucha. Tú estás herido, y yo estoy cansado. Tus compañeros están muertos, y yo estoy solo. Es una pelea justa. Te prometo que no usaré la magia ni te heriré ni te atraparé con los hechizos formulados antes. Ven, comedor de carne humana, acabemos con nuestra lucha…».


El rato que pasó pronunciando aquellas palabras le pareció interminable: un periodo indefinido en una lúgubre cámara en la que nada cambiaba con el paso de aquella repetición cíclica de palabras cuyo orden y significado dejó de tener sentido para él. Al cabo de un tiempo, sus vociferantes pensamientos dieron paso al silencio y una extraña sensación de calma se apoderó de él.

Por un momento se quedó con la boca abierta, atento a lo que tenía delante.

Ante él, a diez metros, se encontraba el Ra'zac. Por el borde de las ropas de la criatura, hechas jirones, goteaba sangre.

-Mi maessstro no quiere que te mate -siseó.

-Pero eso a ti ahora no te importa.

-No. Si muero bajo tu bastón, Galbatorix que haga lo que quiera contigo. Tiene más corazonesss que tú.

-¿Corazones? -replicó Eragon, riéndose-. Yo soy el defensor del pueblo, no él.

-Niño tonto -dijo el Ra'zac, ladeando ligeramente la cabeza y mirando tras él, hacia donde se encontraba el cadáver del otro Ra'zac, algo más allá-. Eclosionamos de la misma puesta de huevos. Te has vuelto fuerte desssde que nos vimosss la primera vez, Asesino de Sombra.

__No tenía opción.

-¿Quieres hacer un pacto conmigo, Asesino de Sombra?

-¿Qué tipo de pacto?

-Yo sssoy el último de mi raza, Asesino de Sombra. Somos antiguos, y no querría que nos olvidaran. ¿Querrías, en tus cancionesss y tus hissstorias, recordar a los otros humanos el terror que inssspiramos en vuestra raza…? ¡Recuérdanos como criaturas «temibles»! -¿Por qué iba a hacer eso?

Inclinando el pico hacia su estrecho pecho, el Ra'zac chasqueó y emitió un gorjeo unos momentos.

-Porque te diré algo sssecreto. Sssí, lo haré -respondió. -Pues dímelo.

-Primero dame tu palabra, no sssea que me engañes. -No. Dímelo, y decidiré si acepto el trato o no. Pasó más de un minuto y ninguno de los dos se movió, aunque Eragon mantuvo los músculos tensos y preparados, por si recibía un ataque por sorpresa. Tras otra serie de chasquidos cortantes, el Ra'zac dijo:

-Casssi ha encontrado el «nombre». -¿ Quién? -Galbatorix. -¿El nombre de qué?

-¡No puedo decírtelo! -siseó/furioso, el Ra'zac-. ¡El nombre! ¡ El nombre real!

Tendrás que darme más información. -¡No puedo! -Entonces no hay trato.

-¡Maldito ssseas, Jinete! ¡Maldito ssseas! Que no encuentres hogar ni casssa, ni paz en esssta tierra tuya. ¡Que tengas que abandonar Alagaésssia para nunca volver!

El vello de la nuca de Eragon se erizó ante el contacto frío del miedo. Recordó las palabras de Angela, la herbolaria, que le había lanzado los huesos de dragón y le había leído el futuro y predicho aquel mismo destino.

Un reguero de sangre separaba a Eragon de su enemigo; el Ra'zac echó atrás su capa empapada y dejó a la vista un arco que levantó, con echa ya encajada ante la cuerda. Levantó el arma, tiró y disparó en lección al pecho de Eragon.

Él desvió la flecha con su bastón.

Como si aquel intento no fuera más que un consabido gesto preliminar que marcara la tradición antes de iniciar el combate real, el Ra'zac se detuvo, dejó el arco en el suelo, se ajustó la capucha y sacó la hoja de su espada de entre los pliegues de tela. Al mismo tiempo, Eragon se puso en pie de un salto y separó las piernas, asiendo el bastón con fuerza.

Se lanzaron uno contra otro. El Ra'zac intentó rajarlo desde la escápula a la cadera, pero Eragon se giró y evitó el golpe. Empujó el extremo del bastón hacia arriba y clavó la punta de metal bajo el pico del Ra'zac, a través de las placas que protegían la garganta de la criatura.

El Ra'zac se estremeció por un momento y luego cayó desplomado.

Eragon se quedó mirando a su enemigo más odiado, observó sus ojos negros sin párpados y de pronto cayó de rodillas y vomitó contra la pared del pasillo. Se secó la boca, liberó el bastón y susurró:

-Por nuestro padre. Por nuestra casa. Por Carvahall. Por Brom… He conseguido vengarme. Púdrete, Ra'zac.

Volvió a la celda de Sloan y lo encontró aún sumido en un sueño profundo. Cargó al carnicero en su hombro y empezó a deshacer el camino hacia la cueva principal de Helgrind. Por el camino tuvo que dejar a Sloan en el suelo varias veces para explorar alguna cámara o desvío que no había visitado anteriormente. En ellos descubrió muchos instrumentos del mal, entre ellos cuatro frascos metálicos con aceite de Seithr, que se aprestó a destruir para que nadie más pudiera usar aquel ácido destructor con retorcidos fines.

La cálida luz del sol golpeó a Eragon en las mejillas cuando salió, trastabillando, del laberinto de túneles. Aguantando la respiración, pasó a toda prisa junto al cadáver del Lethrblaka y se dirigió al borde de la enorme caverna. Una vez allí se quedó mirando la ladera vertical de Helgrind, en las colinas que quedaban por debajo. Al oeste vio una columna de humo anaranjado que surgía del camino que conectaba Helgrind con Dras-Leona, y que indicaba que se acercaba un grupo de jinetes.

El costado derecho le dolía ya de soportar el peso de Sloan, así que Eragon se cambió el peso al otro hombro. Parpadeó para quitarse las gotas de sudor que le colgaban de las pestañas e intentó pensar en cómo iban a bajar hasta el suelo, casi dos mil metros por debajo.

-Hay casi dos kilómetros hasta el suelo -murmuró-. Si hubiera un camino, podría recorrer la distancia sin problemas, incluso con Sloan. Así que tendré que buscar la fuerza para bajar usando la magia… Sí, pero lo que normalmente llevaría cierto tiempo puede resultar demasiado agotador si se quiere hacer al instante, quizá letal. Tal como dijo Oromis, el cuerpo no puede convertir sus reservas de combustible en energía lo suficientemente rápido como para soportar ciertos hechizos más que unos segundos. Sólo puedo disponer de cierta cantidad de energía en cada momento, y si acabo con ella, tengo que esperar a recuperarme… De todos modos, hablar solo tampoco me va a servir de nada. Agarró bien a Sloan y fijó la vista en una estrecha cornisa unos treinta metros por debajo. «Esto va a doler», pensó, preparándose para el salto. Luego gritó: -¡Audr!

Eragon sintió que ascendía unos centímetros por encima del suelo de la caverna.

-¡Pram! -añadió, y el hechizo le impulsó desde Helgrind al espacio abierto, donde quedó flotando, como una nube meciéndose por el aire. Pese a estar acostumbrado a volar con Saphira, el no ver nada más que aire bajo sus pies le provocó cierta inquietud.

Manipulando el flujo de magia, Eragon descendió enseguida desde la guarida de los Ra'zac -que volvía a ocultar la insustancial pared de roca- hasta la cornisa. Al aterrizar pisó con la bota un trozo de roca suelta y, durante unos segundos de infarto se tambaleó, buscando un lugar estable donde poner el pie pero sin poder mirar hacia abajo, ya que sólo con mover la cabeza podía provocar que cayeran 75 hacia delante. Pero la pierna izquierda perdió apoyo y, con un grito entrecortado, empezó a caer. Antes de que pudiera recurrir a la magia para salvarse, se detuvo de pronto al conseguir apoyar el pie izquierdo en una grieta. Los bordes de la hendidura se le encajaron alrededor de la pantorrilla, tras la protección para la espinilla, pero no le importó, puesto que le servía de sujeción.

Eragon apoyó la espalda contra Helgrind para sujetar mejor el cuerpo de Sloan.

-No ha ido tan mal -observó. Le había supuesto un esfuerzo, Pero no tanto como para que no pudiera seguir adelante-. Puedo hacerlo…

volvió a fijarse en los jinetes. Estaban considerablemente más cerca que antes y cruzaban el árido terreno al galope, a una velocidad Preocupante. «Es una carrera entre ellos y yo -pensó-. Tengo que escapar antes que lleguen a Helgrind. Seguro que hay magos entre ellos y no estoy en condiciones de enfrentarme a los hechiceros de Galbatorix.» Miró a la cara a Sloan.

-Quizás podrías ayudarme, ¿eh? -dijo-. Es lo mínimo que puedes hacer, teniendo en cuenta que estoy jugando la vida y algo más por ti.

La cabeza del carnicero rodó a un lado. Seguía perdido en el mundo de los sueños.

Con un gruñido, Eragon se separó de la pared.

-¡Audr! -volvió a decir, y de nuevo flotó.

Esta vez recurrió a la fuerza de Sloan -por escasa que fuera-, no sólo a la suya. Juntos se lanzaron como dos extraños pájaros por la escarpada ladera de Helgrind, hasta otra cornisa de anchura suficiente como para descansar.

Así fue como Eragon fue dirigiendo el descenso. No procedió en línea recta, sino que fue virando hacia la derecha, de modo que rodearon la ladera de Helgrind, ocultándose de los jinetes tras la masa de dura roca.

Cuanto más cerca estaban del suelo, más lentos iban. Eragon estaba absolutamente exhausto, y cada vez era menor la distancia que podía cubrir en cada tramo y mayor el tiempo que necesitaba para recuperarse durante las pausas entre saltos. Incluso levantar un dedo se convirtió en una tarea que le irritaba en extremo, además de resultar insoportablemente trabajosa. Iba sumiéndose en un cálido y acogedor letargo que insensibilizaba su cuerpo y su mente hasta el punto de que la más dura de las rocas le parecía blanda como una almohada al contacto con sus doloridos músculos.

Cuando por fin se dejó caer en el árido suelo -demasiado debilitado como para evitar que Sloan y él mismo se revolcaran en el polvo-, Eragon se quedó tendido, con los brazos doblados en un ángulo forzado bajo el pecho, y contempló con los ojos entrecerrados los brillos amarillentos del cuarzo citrino incrustado en la pequeña roca que tenía a unos centímetros de la nariz. Sloan, a su espalda, le pesaba como un montón de lingotes de hierro. El aire salía de los pulmones de Eragon, pero no parecía que volviera a entrar. Su campo de visión se oscureció como si el sol estuviera cubriéndose de nubes. Un silencio mortal cubría el espacio entre cada latido de su corazón, y los latidos en sí no eran más que una leve palpitación. Eragon ya no era capaz de pensar con coherencia, pero en algún rincón de su mente tuvo conciencia de que estaba a punto de morir. Aquello no le asustó; al contrario, la perspectiva le reconfortó, puesto que estaba agotado hasta un límite inimaginable, y la muerte le liberaría de la maltrecha carcasa de su cuerpo y le permitiría descansar para siempre. Desde arriba, por detrás de la cabeza, se acercó un abejorro gordo como su dedo pulgar. Revoloteó alrededor de su oreja y se quedó flotando junto a la roca, analizando los puntos de cuarzo, que eran del mismo tono amarillo intenso que las flores que salpicaban las colinas. Los colores del abejorro brillaban a la luz de la mañana -cada pelo destacaba entre los otros a los ojos de Eragon- y sus alas en movimiento generaban un suave repiqueteo, como un tamborileo. Una capa de polen le recubría las puntas de las patas.

El abejorro era algo tan dinámico, tan vivo y tan bello que su mera presencia le devolvió a Eragon las ganas de vivir. Un mundo que contenía una criatura tan asombrosa como aquel abejorro era un mundo en el que valía la pena vivir.

Haciendo un esfuerzo supremo, sacó la mano izquierda del pecho y se agarró al tallo leñoso de un arbusto cercano. Como una sanguijuela, una garrapata u otro parásito, extrajo toda la vida a la planta, dejándola seca y marrón. La energía que le atravesó de pronto le agudizó los sentidos. Tuvo miedo. Ahora que había recuperado el deseo de seguir viviendo, sólo encontraba terror en la oscuridad de lo que se le presentaba por delante.

Arrastrándose, llegó hasta otro arbusto y absorbió su fuerza vital; luego vino un tercer y un cuarto arbusto, y así hasta que consiguió recuperar toda su fuerza. Se puso en pie y miró atrás, hacia el rastro de plantas marrones que se extendían tras él; un sabor amargo le llenó la boca al ver lo que había provocado.

Eragon sabía que había sido descuidado con la magia y que su inconsciencia podía haber condenado a los vardenos a una derrota segura si hubiera muerto. Al analizar lo ocurrido, su torpeza le hizo arrugar la nariz. «Brom me tiraría de las orejas por haberme metido en este lío», pensó.

Volvió junto al demacrado carnicero y lo levantó del suelo. Luego se giró hacia el este y emprendió a paso ligero el camino que le alejaba de Helgrind, en busca de algún lugar donde ocultarse. Diez minutos más tarde, cuando se detuvo para ver si lo seguían, vio una nube de polvo que surgía de la base de Helgrind, con lo que interpretó que los jinetes habían llegado a la oscura torre de piedra.

Sonrió. Los esbirros de Galbatorix estaban demasiado lejos para que uno de aquellos magos de poca entidad detectara su mente o la de jloan. «Para cuando descubran los cuerpos de los Ra'zac, ya habré corrido una legua o más. Dudo que para entonces sean capaces de encontrarme. Además, buscarán a un dragón con su Jinete, no a un nombre viajando a pie», pensó.

Satisfecho de no tener que preocuparse ante un ataque inminente, Eragon retomó el paso normal: una zancada constante y ligera que podría mantener todo el día.

En lo alto, el sol emitía brillos dorados y blancos. Ante él, un terreno silvestre y sin caminos se extendía a lo largo de muchas leguas hasta llegar a las casas más apartadas de algún pueblecito. Y en su corazón renacieron una alegría y una esperanza nuevas.

¡Por fin habían muerto los Ra'zac!

Por fin su venganza era completa. Por fin había cumplido con su deber para con Garrow y Brom. Por fin podía desterrar el velo de miedo y rabia que se había ido creando desde la primera aparición de los Ra'zac en Carvahall. Le había llevado más tiempo del esperado matarlos, pero ahora había cumplido con su misión, y era una gran misión. Se permitió disfrutar de la satisfacción por haber cumplido con tamaño logro, aunque hubiera sido con la ayuda de Roran y Saphira.

Sin embargo, sorprendentemente, su triunfo era agridulce e iba acompañado de una inesperada sensación de pérdida. La caza de los Ra'zac había sido uno de sus últimos vínculos con la vida en el valle de Palancar, y le pesaba eliminar aquel vínculo, por truculento que fuera. Es más, la misión le había dado un objetivo en la vida, algo de lo que carecía; era el motivo que le había hecho dejar su hogar. Sin él, sólo le quedaba un vacío en el lugar donde había alimentado su odio por los Ra'zac.

El hecho de que pudiera lamentar el fin de una misión tan terrible le consternó, y se juró evitar cometer el mismo error dos veces. «Me niego a implicarme tan a fondo en mi lucha contra el Imperio, Murtagh y Galbatorix como para que pierda el interés por que pase a algo nuevo si llega la ocasión, o, peor aún, que busque prolongar el conflicto en vez de adaptarme a lo que venga después.» A continuación decidió dejar de darle vueltas a aquel pesar enfermizo y concentrarse en el alivio que sentía: alivio por haberse liberado de las exigencias de la campaña que se había impuesto, y por que sus únicas obligaciones eran las que se derivaban de su posición actual.

La euforia le hizo avanzar más ligero. Con la desaparición de los Ra'zac, Eragon sintió como si por fin pudiera crearse una vida propia, basada no en lo que había sido, sino en lo que había llegado a ser: un Jinete de Dragón.

Sonrió al recortado horizonte y se rio mientras corría, indiferente ante la posibilidad de que alguien pudiera oírle. Su voz resonó por el camino, rodeándole, y todo parecía de pronto nuevo, bello y esperanzador.