Aquella noche, Eragon se sentó frente a la precaria hoguera que habían encendido, mascando una hoja de diente de león. La cena había consistido en un surtido de raíces, semillas y hojas que Arya había recolectado del campo. Crudas y sin sazonar, no es que resultaran muy apetitosas, pero Eragon había decidido no aumentar la cena con un pájaro o un conejo, que abundaban por las proximidades, ya que no quería ser objeto de la desaprobación de Arya. Es más, tras su lucha con los soldados, la idea de arrebatar otra vida, aunque fuera la de un animal, le ponía enfermo.


Era tarde, y al día siguiente tendrían que ponerse en marcha, pronto, pero él no hizo ademán de retirarse, ni tampoco Arya. Estaban situados en ángulo recto y ella tenía las piernas encogidas, agarradas con los brazos, y la barbilla apoyada sobre las rodillas. La falda de su vestido se abría hacia los lados, como los pétalos de una flor agitados por la brisa.

Eragon tenía la barbilla pegada al pecho y se frotaba la mano derecha con la izquierda, intentado calmar un dolor ya arraigado. «Ne cesito una espada -pensó-. Mientras no la tenga, podría usar algún tipo de protección para las manos, de modo que no me las destroce cada vez que doy un golpe. El problema es que ahora soy tan fuerte que tendría que ponerme guantes con un acolchado de varios centímetros, lo que resulta ridículo. Serían demasiado voluminosos, me darían demasiado calor y, lo que es más, no puedo ir por ahí con guantes el resto de mi vida.» Frunció el ceño. Presionándose los huesos de la mano y alterando su posición normal, estudió cómo cambiaba el juego de luces sobre la piel, fascinado por la maleabilidad de su cuerpo. «¿Y qué ocurre si me encuentro envuelto en una lucha mientras llevo el anillo de Brom? Lo hicieron los elfos, así que probablemente no tenga que preocuparme de si rompo el zafiro. Pero si golpeo algo con el anillo puesto en el dedo, no sólo me dislocaré unas cuantas articulaciones; me destrozaré todos los huesos de la mano…

Quizá no pueda siquiera reparar el daño después…» Apretó los puños y lentamente fue girándolos, observando las sombras, más intensas entre los nudillos. «Podría inventar un hechizo que detuviera cualquier objeto que se acercara a una velocidad peligrosa, para evitar que me tocara las manos. No, espera, eso no serviría de nada. ¿Y si fuera una piedra? ¿Y si fuera una montaña? Me mataría intentando pararlo. Bueno, si los guantes y la magia no funcionan, me gustaría contar con un par de los Ascüdgamln de los enanos, sus "puños de acero".»

Con una sonrisa, recordó que el enano Shrrgnien tenía una punta de acero engarzada en una base de metal incrustada en cada uno de sus nudillos, salvo en los de los pulgares. Las puntas le permitían a Shrrgnien golpear lo que quisiera sin temor a hacerse daño, y además eran prácticas porque podía quitárselas a voluntad. El concepto le pareció atractivo, pero no iba a empezar a hacerse agujeros en los nudillos. «Además, mis huesos son más finos que los huesos de los enanos; quizá demasiado como para fijar la base y que las articulaciones sigan funcionando como deben… Así que los Ascüdgamln son una mala idea, pero en su lugar quizá pueda…»

Se agachó, mirándose a las manos, y susurró:

-Thaefathan.

El dorso de las manos empezó a temblarle y a picarle como si se hubiera caído en un parterre de ortigas. La sensación era tan intensa y desagradable que le daban ganas de rascarse con todas sus fuerzas. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, mantuvo el tipo y observó como la piel de los nudillos se le hinchaba, formando un callo liso y blanquecino de un centímetro de grosor sobre cada articulación. Le recordaban los espolones calcáreos que aparecen en el interior de las piernas de los caballos. Cuando consideró que las protuberancias tenían un tamaño y una densidad suficientes, detuvo el flujo mágico y se puso a revisar con el tacto y con la vista aquel nuevo terreno montañoso que se elevaba entre sus dedos.

Sentía las manos más pesadas y más rígidas que antes, pero aun así podía mover los dedos perfectamente. «Puede que sea feo -pensó, frotándose las ásperas protuberancias de la mano derecha contra la palma de la izquierda-, y quizá la gente se ría cuando lo vea, pero no me preocupa, porque me será útil y quizá sirva para mantenerme con vida.»

Manteniendo su euforia en silencio, golpeó la cima de una roca redondeada que sobresalía del suelo, entre sus piernas. El impacto le sacudió el brazo y produjo un sonido sordo, pero no le provocó mayor incomodidad de la que habría sentido golpeando un tablón cubierto con varias capas de tela. Animado, sacó el anillo de Brom del morral y se colocó la fría banda de oro. Observó que el callo del nudillo sobresalía por encima del perfil del anillo. Comprobó este dato volviendo a golpear la roca con el puño. El único sonido que produjo el golpe fue el del impacto de la piel seca y compacta contra la piedra inerte.

-¿Qué estás haciendo?-preguntó Arya, que lo observaba a través de un velo de cabello negro.

-Nada -dijo él, y le enseñó las manos-. Pensé que sería buena idea, ya que probablemente tenga que golpear a alguien de nuevo

-Vas a tener dificultades para ponerte guantes -observó Arya, después de estudiar sus nudillos.

-Siempre puedo cortarlos para hacer espacio.

Ella asintió y volvió la mirada hacia el fuego.

Eragon se recostó sobre los codos y estiró las piernas, satisfecho de estar preparado para cualquier lucha que le aguardara en un futuro inmediato. Más allá, no quería especular, porque si lo hacía, empezaría a preguntarse cómo podrían derrotar él y Saphira a Murtagh o a Galbatorix, y entonces sentiría el contacto de las gélidas garras del pánico clavadas en él.

Fijó la mirada en las etéreas profundidades del fuego. Allí, entra aquellas inestables llamas, intentó olvidar sus preocupaciones y responsabilidades. Pero el movimiento constante del fuego enseguida le arrulló, conduciéndolo a un estado de indiferencia en el que pasaban ante él fragmentos de pensamientos, sonidos, imágenes y emociones como copos de nieve que cayeran de un tranquilo cielo de invierno. Y entre aquel torbellino de recuerdos apareció la cara del soldado que había suplicado por su vida. Eragon volvió a verlo sollozando, y de nuevo oyó sus suplicas desesperadas, y una vez más sintió el chasquido de su cuello al romperse como una rama húmeda.

Atormentado por sus recuerdos, apretó los dientes y respiró con fuerza, hinchando la nariz. Un sudor frío le cubría lodo el cuerpo. Se agitó e hizo un esfuerzo por desterrar al desagradable fantasma del soldado, sin conseguirlo.

-¡Fuera! -gritó-. ¡No es culpa mía! Deberías echar la culpa a Galbatorix, no a mí. ¡Yo no quería matarte!

En algún lugar de la oscuridad que los rodeaba aulló un loba Otros muchos respondieron desde diversos puntos de las llanuras, alzando su voz en una melodía discordante. Aquel inquietante sonido le puso los pelos de punta y la piel de gallina. Luego, por un instante, los aullidos fueron aunándose en un mismo tono similar al grito de guerra de un kull a la carga. Eragon se agitó, incómodo.

-¿Qué pasa? -preguntó Arya-. ¿Son los lobos? No nos molestarán. Están enseñando a sus cachorros a cazar, y no dejarán que pequeños se acerquen a criaturas con un olor tan raro como el nuestro.

-No son los lobos de ahí afuera -dijo Eragon, abrazándose el cuerpo- Son los de aquí dentro. -Y se dio una palmadita en la frente.

Arya asintió con un movimiento seco, como el de un pájaro, que ponía en evidencia que no era humana, aunque hubiera adoptado tal forma.

-Siempre es así. Los monstruos de la mente son mucho peores que los que existen de verdad. El miedo, las dudas y el odio han acabado con más gente que los animales.

-Y el amor -señaló él.

-Y el amor -admitió Arya-. Y también la codicia y la envidia, y cualquier otra pulsión obsesiva de las que son susceptibles las razas sensibles.

Eragon pensó en Tenga, allí solo, en el bastión elfo en ruinas de Edur Ithindra, agazapado sobre su precioso tesoro bibliográfico, buscando, siempre buscando aquella escurridiza «respuesta». Decidió no hacer mención del ermitaño a Arya, ya que no le apetecía hablar de aquel curioso encuentro en aquel momento. Prefirió preguntarle otra cosa.

-¿Te sientes mal cuando matas?

Arya entrecerró sus ojos verdes.

-Ni yo ni ninguno de mi raza comemos carne de animal porque no soportamos hacer daño a otra criatura para satisfacer nuestra fiambre, ¿y tú tienes el descaro de preguntar si nos sentimos mal cuando matamos? ¿Realmente nos entiendes tan poco que nos tomas Por unos fríos asesinos?

-No, por supuesto que no -protestó él-. No es eso lo que quería decir.

-Entonces di lo que quieres decir, y no insultes, a menos que sea ésa tu intención.

Eragon escogió las palabras con más cuidado esta vez.

-Le pregunté esto mismo a Roran antes de que atacáramos Helgrind, o algo muy parecido. Lo que yo quiero saber es cómo te sientes cuando matas. ¿Qué se supone que tienes que sentir? -Clavó la mirada en la hoguera-. ¿Ves a los guerreros que has matado, mirándote, tan reales como me ves ahora frente a ti?

Arya se sujetó las piernas con más fuerza, con mirada pensativa. Una pavesa chisporroteó al quemarse una de las polillas que revoloteaban por el campamento.

-Ganga -murmuró ella, e hizo un movimiento con un dedo. Revoloteando, las polillas se alejaron. Sin levantar la vista del montón de ramas ardiendo, añadió-: Nueve meses antes de convertirme en embajadora, la única embajadora de mi madre, a decir verdad, viaja desde Farthen Dür, donde estaban los vardenos, hasta la capital de Surda, que en aquellos días aún era un país nuevo. Poco después de que mis compañeros y yo saliéramos de las montañas Beor, nos encontramos con una banda de úrgalos errantes. Nosotros no teníamos ningún interés en desenvainar las espadas y pretendíamos seguir nuestro camino, pero como es habitual en ellos, los úrgalos insistieron en intentar ganar honor y gloria para mejorar su estatus entre sus tribus. Nuestros efectivos eran mayores que los suyos, y que Weldon, el hombre que sucedió a Brom como líder de los vardenos, estaba entre nosotros, y no nos costó vencerlos… Aquel día fue la primera vez que me llevé una vida. El recuerdo me persiguió durante semanas, hasta que me di cuenta de que me volvería loca si se guía dándole vueltas. Muchos lo hacen, y se vuelven tan rabiosos, tan amargados, que dejan de ser personas de confianza, o el corazón se les vuelve de piedra y pierden la capacidad de distinguir el bien del mal.

-¿Cómo llegaste a asimilar lo que habías hecho?

-Examiné mis motivos para matar, para determinar si eran justos. Tras ver que lo eran y quedar satisfecha, me pregunté si nuestra causa era lo suficientemente importante como para seguir apoyándola, aunque probablemente ello implicaría volver a matar. Entonces decidí que cada vez que empezara a pensar en los muertos, me imaginaba a mí misma en los jardines de la sala Tialdarí.

-¿ Funcionó?

Arya se apartó el cabello del rostro y se lo sujetó tras una oreja redondeada.

-Pues sí. El único antídoto para el corrosivo veneno de la violencia es encontrar la paz en tu interior. Es una cura difícil de conseguir, pero merece la pena. -Hizo una pausa y añadió-: Respiran también ayuda.

-¿Respirar?

-Respirar despacio y de forma regular, como si estuvieras meditando. Es uno de los métodos más efectivos para calmarte.

Siguiendo su consejo, Eragon empezó a inspirar y espirar de forma controlada, intentando mantener un ritmo regular y exhalar todo el aire de sus pulmones a cada respiración. Al cabo de un minuto, el nudo de la garganta se le aflojó, relajó la frente y la presencia de sus enemigos caídos no le parecía tan tangible… Los lobos volvían a aullar y, tras un primer respingo, los escuchó sin miedo, ya que sus aullidos habían perdido la capacidad de asustarle.

__Gracias -dijo.

Arya respondió bajando la barbilla con elegancia. Se creó un silencio que duró un cuarto de hora, hasta que Eragon lo rompió.

-Úrgalos -dijo, dejando que la palabra hiciera su efecto durante un momento, como un monolito verbal de ambivalencia-. ¿Qué te parece que Nasuada les haya permitido unirse a los vardenos?

Arya recogió una ramita que había junto al borde de su vestido desplegado y jugueteó con ella con sus afilados dedos, estudiando el retorcido trozo de madera como si contuviera un secreto.

-Fue una decisión valiente, y la admiro por ello. Siempre hace lo mejor para los vardenos, cueste lo que cueste.

-Pues decepcionó a muchos vardenos cuando aceptó la oferta de apoyo de Nar Garzhvog.

-Y volvió a ganarse su lealtad con la Prueba de los Cuchillos Largos. Nasuada es muy inteligente en lo concerniente a mantener su posición. -Arya echó la ramita al fuego-. Yo no siento ninguna devoción por los úrgalos, pero tampoco los odio. A diferencia de los Ra'zac, no son malos en esencia; simplemente les gusta demasiado la guerra. Es una diferencia importante, aunque ello no sirva de consuelo a las familias de sus víctimas. Los elfos ya hemos tratado con úrgalos antes, y volveremos a hacerlo cuando surja la necesidad. No obstante, es una perspectiva fútil.

No tuvo que explicarle por qué. Muchos de los pergaminos que Oromis le había hecho leer trataban del asunto de los úrgalos, y había uno en particular, Los viajes de Gnaevaldrskald, con el que había aprendido que toda la cultura de los úrgalos se basaba en las hazañas de la guerra. Los úrgalos varones sólo podían mejorar su estatus arrasasando algún pueblo -fuera úrgalo, humano, elfo o enano- o derrotando a sus rivales en el cuerpo a cuerpo, a veces llegando incluso a la muerte. Y cuando se trataba de escoger un compañero, las hembras rechazaban a cualquier candidato que no hubiera derrotado al menos a tres oponentes. El resultado era que cada nueva generación de úrgalos se veía obligada a desafiar a sus iguales y a sus mayores y a batir el terreno en busca de ocasiones para demostrar su valor. La tradición estaba tan arraigada que todos los intentos por cambiarla habían fracasado. «Por lo menos son coherentes con lo que son. Eso es más de lo que puede decir la mayoría de humanos», concluyó Eragon.

-¿ Cómo es que Durza fue capaz de tenderos una emboscada a ti, a Glenwing y a Fáolin con lárgalos? -preguntó-. ¿No teníais barreras protectoras contra ataques físicos?

-Las flechas estaban encantadas.

-Entonces, ¿los lárgalos eran hechiceros?

Arya suspiró y sacudió la cabeza.

-No. Fue magia negra, creada por Durza. Presumía de ello cuando fui a Gil'ead.

-No sé cómo conseguiste resistir tanto tiempo. Vi lo que te hizo.

-Bueno…, no fue fácil. Veía los tormentos a los que me sometía como una prueba de mi compromiso, como una oportunidad de demostrar que no me había equivocado y que realmente era digna del símbolo yawé. Como tal, tenía que soportar aquella dura prueba.

-Aun así, ni siquiera los elfos son inmunes al dolor. Es sorprendente que pudieras ocultarle la situación de Ellesméra durante todos aquellos meses.

-No sólo la situación de Ellesméra -dijo, con un punto de orgullo en la voz-, sino también el lugar al que había enviado el huevo de Saphira, mi vocabulario en idioma antiguo y todo lo que pudiera resultarle útil a Galbatorix.

Se creó un silencio, que Eragon rompió cuando dijo:

-¿Piensas mucho en ello? ¿En lo que pasaste en Gil'ead? -Al ver que no respondía, añadió-: Nunca hablas de ello. Explicas lo sucedido durante tu cautiverio sin problemas, pero nunca mencionas lo que supuso para ti ni cómo te sientes ahora al pensar en ello.

-El dolor es dolor -contestó-. No necesita descripción.

-Es cierto, pero no prestarle atención puede provocar más daño que la lesión en sí… Nadie puede vivir eso y quedar indemne. Por lo menos, no por dentro.

-¿Por qué supones que no se lo he confiado ya a alguien?

-¿A quién?

-¿Eso importa? A Ajihad, a mi madre, a una amiga de Ellesméra.

-A lo mejor me equivoco -dijo él-, pero no pareces muy próxima a nadie. Allá donde vas, vas sola, incluso entre los de tu propio pueblo.

Arya se mostró impasible. Su falta de expresión era tan absoluta que Eragon empezó a preguntarse si se dignaría a responder; entonces, ella susurró:

-No siempre fue así.

Aquello despertó el interés de Eragon, que esperó sin moverse, uniendo hacer cualquier cosa que interrumpiera el discurso de Arya.

-Una vez tuve alguien a quien hablar, a alguien que entendía lo

que yo era y de dónde venía. Una vez… Era mayor que yo, pero éralos espíritus afines, ambos curiosos sobre el mundo más allá de nuestro bosque, decididos a explorar y a atacar a Galbatorix. Ninguno de los dos soportaba quedarse en Du Weldenvarden, estudiando, haciendo magia, llevando a cabo nuestros proyectos personales, cuando sabíamos que el Asesino de Dragones, la pesadilla de los Jinetes, estaba buscando un modo de dominar a nuestra raza. El llegó a aquella conclusión más tarde que yo, décadas después de que yo asumiera el cargo de embajadora y unos años antes de que Hefring robara el huevo de Saphira, pero cuando lo hizo, se ofreció a acompañarme allá donde le llevaran las órdenes de Islanzadí. -Parpadeó, y la garganta se le tensó-. Yo no iba a permitírselo, pero a la reina le gustó la idea, y él resultaba muy convincente… -Arya apretó los labios y volvió a parpadear, con los ojos más brillantes de lo normal.

Con la máxima delicadeza, Eragon le preguntó:

-¿Era Fáolin?

-Sí-dijo ella, soltando la confirmación casi como un jadeo.

-¿ Le amabas?

Tras echar la cabeza atrás, Arya levantó la mirada al cielo estrellado. Su largo cuello reflejaba los tonos dorados del fuego, y su pálido rostro, la blanca luz de las estrellas.

-¿Lo preguntas interesándote como amigo o por interés propio? -Soltó una risita improvisada, algo ahogada, como el sonido del agua al caer sobre la fría piedra-. No te preocupes. Es el aire de la noche que me ha confundido. Ha anulado mi sentido de la cortesía y me ha necho decir las cosas más inapropiadas que se me podían ocurrir.

-No pasa nada.

-Sí pasa, porque lo lamento, y no permitiré que ocurra de nuevo. ¿Que si amaba a Fáolin? ¿Cómo definirías el amor? Durante más veinte años hemos viajado juntos, los únicos inmortales entre unas razas de corta vida. Éramos compañeros… y amigos.

Una punzada de celos atravesó a Eragon. Intentó contenerlos, los aplacó e intentó eliminarlos, pero no lo consiguió del todo. Un leve rastro de aquel sentimiento seguía afligiéndole, como una astilla clavada bajo la piel.

-Durante más de veinte años -repitió Arya, sin dejar de examinar las constelaciones, balanceándose adelante y atrás, aparentemente ajena a Eragon-. Y de pronto, en un momento, Durza me lo quitó. Fäolin y Glenwing fueron los primeros elfos que murieron en combate desde hacía casi un siglo. Cuando vi caer a Fáolin, entendí que la verdadera agonía de la guerra no es resultar herido, sino tener que ver el daño en las personas que te importan. Fue una lección que creía que había aprendido durante mi estancia entre los vardenos, cuando, uno tras otro, los hombres y mujeres que había acabado por respetar morían víctimas de la espada, las flechas, el veneno, por accidentes o por la edad. La pérdida, no obstante, nunca había sido tan personal, y cuando ocurrió pensé: «Ahora sin duda tengo que morir yo también». Ya que todos los peligros a los que nos habíamos enfrentado antes, Fáolin y yo los habíamos superado juntos y, si él no podía escapar, ¿por qué iba a hacerlo yo?

Eragon se dio cuenta de que Arya estaba llorando, con grandes lágrimas que le caían por la comisura de los ojos, le resbalaban por las sienes y se perdían entre el cabello. A la luz de las estrellas, sus lágrimas parecían ríos de cristal plateado. La intensidad de su desazón le asustó. Nunca había pensado que pudiera provocar aquella reacción en ella, ni había sido su intención.

-Entonces llegó Gil'ead -dijo ella-. Aquéllos fueron los días más largos de mi vida. Fáolin había desaparecido. Yo no sabía si el huevo de Saphira estaba a buen recaudo o si se lo había devuelto a Galbatorix sin querer, y Durza… Durza saciaba el ansia de sangre de los espíritus que lo controlaban haciéndome las cosas más horribles que se le ocurrían. A veces, si iba demasiado lejos, tenía que curarme para volver a empezar de nuevo a la mañana siguiente. Si me hubiera dado ocasión de recuperar el sentido, quizás habría sido capaz de engañar a mi carcelero, como hiciste tú, y dejar de consumir la droga que me impedía usar la magia, pero nunca tenía más que unas horas de asueto.

»Durza no necesitaba dormir más que tú o yo, y se quedaba conmigo siempre que yo estaba consciente y se lo permitían sus otras obligaciones. Del tiempo que me dedicaba, cada segundo me parecía una hora, cada hora una semana y cada día una eternidad. Se cuidaba mucho de no volverme loca -a Galbatorix no le habría gustado nada eso-, pero se acercaba. Llegó muy, muy cerca. Empecé a oír cantos de pájaros donde no podía volar ninguno y a ver cosas que no podían existir. Una vez, mientras estaba en mi celda, una luz dorada invadió la estancia y el ambiente de pronto se calentó. Me encontré tirada sobre una rama, en lo alto de un árbol, cerca del centro de FJIesméra. El sol estaba a punto de ponerse, y toda la ciudad brillaba como si estuviera en llamas. Los Áthalvard cantaban por debajo, en el sendero, y reinaba una calma, una paz…, todo estaba tan bonito… Me habría quedado allí para siempre. Pero entonces la luz se desvaneció y volvía encontrarme en mi catre… Lo había olvidado, pero una vez hubo un soldado que me dejó una rosa blanca en la celda. Fue el único gesto amable que recibí en Gil'ead. Aquella noche, la flor arraigó y maduró, y se convirtió en un enorme rosal que trepó por la pared, se abrió naso por entre los bloques de piedra del techo, los rompió y consiguió atravesar la pared de la mazmorra y salir al aire libre. Siguió ascendiendo hasta tocar la luna y así se quedó, como una gran torre retorcida que prometía una escapatoria, a poco que hubiera tenido fuerzas para levantarme del suelo. Lo intenté, recurriendo a la poca fuerza que me quedaba, pero era incapaz, y cuando aparté la mirada, el rosal se desvaneció…

»Aquél era mi estado mental cuando soñaste conmigo y sentí tu presencia flotando sobre mí. No es de extrañar que no hiciera caso y pensara que aquella sensación no era más que otra ilusión. Arya le dedicó una lánguida sonrisa.

-Y entonces llegaste tú, Eragon. Tú y Saphira. Cuando había abandonado toda esperanza y estaba a punto de ser llevada ante Galbatorix, en Urü'baen, vino un Jinete a rescatarme. ¡Un Jinete y su dragón!

-Y el hijo de Morzan -dijo él-. «Los dos» hijos de Morzan. -Llámalo como quieras, pero fue un rescate tan inesperado que a veces pienso que realmente me volví loca y que todo lo que ha ocurrido desde entonces son imaginaciones mías.

-¿Te habrías imaginado que yo iba a causar tantos problemas quedándome en Helgrind?

-No -admitió-. Supongo que no. -Con el puño de la manga izquierda se frotó los ojos, para secárselos-. Cuando me desperté en Farthen Dür, me costaba demasiado esfuerzo pensar en el pasado. Pero los últimos acontecimientos han sido oscuros y sangrientos, y con frecuencia me sorprendo a mí misma recordando lo que no debería. Me entristece y me revuelve el estómago, y pierdo la paciencia para las cosas normales de la vida. -Cambió de posición, se puso de rodillas, y apoyó las manos en el suelo, a ambos lados del cuerpo, como para mantener el equilibrio-. Tú dices que voy sola a todas partes. Los elfos no suelen ser muy efusivos con las demostraciones de afecto que tanto os gustan a humanos y enanos, y yo siempre he sido bastante solitaria. Pero si me hubieras conocido antes de Gil'ead, si me hubieras conocido tal como era, no me considerarías tan distante. Entonces podía cantar y bailar, y no me sentía bajo una amenaza continua.

Eragon alargó la mano derecha y la posó sobre la izquierda de Arya.

-Las historias sobre los héroes de antaño nunca mencionan que éste es el precio que pagas cuando te enfrentas a los monstruos de las oscuridades y a los monstruos de la mente. Sigue pensando en los jardines de la sala Tialdarí, y estoy seguro de que todo irá bien.

Arya permitió que el contacto entre ellos se prolongara casi un minuto, tiempo que para Eragon no fue de emoción o pasión, sino más bien de sereno compañerismo. No intentó ningún acercamiento ya que gozar de su confianza era lo más importante para él en el mundo, aparte de su vínculo con Saphira, y habría preferido marchar a la guerra que ponerlo en peligro. Luego, levantando suavemente la mano, Arya le hizo saber que el momento había pasado, y él retiró la mano sin protestar.

Deseoso de aligerar la carga de Arya en lo posible, Eragon buscó por el suelo a su alrededor, y luego, en voz tan baja que resultaba inaudible, murmuró:

-Loivissa.

Guiado por el poder del nombre real, rebuscó por la tierra que tenía junto a los pies hasta que sus dedos dieron con lo que buscaba: un fino disco acartonado del tamaño de la uña de su dedo meñique.

Aguantando la respiración, se lo colocó en la palma de la mano derecha, situándolo sobre su gedwéy ignasia con la máxima delicadeza que pudo. Repasó lo que le había enseñado Oromis sobre el tipo de hechizo que iba a formular para asegurarse de no cometer un error, y entonces empezó a cantar con la entonación de los elfos, suave y fluida:

Eldhrimner O Loivissa miañen, dautr abr deloi,

Eldhrimner nen ono weohnataí medh solus un thringa,

Eldhrimner un fortha onr féon vara,

Wiol allr sjon.

Eldhrimner O Loivissa nuanen…

Una y otra vez, Eragon repitió los mismos versos, dirigiéndolos hacia la laminilla marrón que tenía en la mano. La lámina tembló y luego se hinchó, hasta adquirir forma esférica. En la pane interior del globo aparecieron unos tentáculos blancos de unos cinco centímetros que le hicieron cosquillas, mientras que un fino tallo verde se abrió camino desde la punta y, a su orden, se disparó más de un palmo hacia arriba. Una única hoja, ancha y plana, creció a un lado del tallo. Luego la punta del tallo se engrosó, se encorvó y, tras un momento de aparente inactividad, se dividió en cinco segmentos que se expandieron hacia el exterior, dejando a la vista los pétalos cerosos de un lirio. La flor era de un azul pálido y tenía forma acampanada.

Cuando alcanzó su máximo tamaño, Eragon detuvo el hechizo y examinó su obra. Dar forma a las plantas era una habilidad que casi cualquier elfo dominaba ya desde niño, pero Eragon sólo lo había practicado unas cuantas veces, y no estaba seguro de si sus esfuerzos se verían recompensados. El hechizo se había cobrado un duro precio; el lirio requirió una cantidad de energía sorprendente para crecer el equivalente a año y medio.

Satisfecho con lo conseguido, le entregó el lirio a Arya. -No es una rosa blanca, pero… -Sonrió y se encogió de hombros. -No tenías que haberlo hecho -dijo ella-. Pero te lo agradezco. -Acarició la flor por debajo y la levantó para olería. Sus líneas de expresión se suavizaron.

Durante unos minutos, se quedó admirando el lirio. Luego hizo un agujero en el suelo, a su lado, y plantó el bulbo, presionando la tierra con la palma de la mano. Tocó de nuevo los pétalos y se quedó mirando el lirio.

-Gracias. Regalar flores es una costumbre que comparten núestras dos razas, pero los elfos le damos una mayor importancia que los humanos a esta práctica, ya que representa todo lo bueno: la vida, la belleza, el renacimiento, la amistad y más cosas. Te lo explico para que entiendas lo mucho que significa para mí. No lo sabías, pero…

-Lo sabía.

Arya se lo quedó mirando con expresión solemne, como si no supiera muy bien qué decir.

-Perdóname. Es la segunda vez que olvido el alcance de tu educación. No volveré a cometer el mismo error.

Le repitió su agradecimiento en el idioma antiguo y Eragon le respondió en su mismo idioma que el placer era suyo y que se alegraba de que ie hubiera gustado su regalo. Sintió un escalofrío; tenía hambre a pesar de la comida que acababan de tomar. Arya se dio cuenta:

-Has gastado demasiadas fuerzas. Si te queda algo de energía en Aren, úsala para recuperarte.

Er agon tardó un momento en recordar que Aren era el nombre del anillo de Brom; sólo había oído que lo llamaran así una vez, y había sido Islanzadí, el día en que llegó a Ellesméra. «Ahora es mi anillo -se dijo-. Tengo que dejar de pensar en él como si fuera el anillo de Brom. -Echó una mirada crítica al gran zafiro engarzado en oro que brillaba sobre su dedo-. No sé si quedará algo de energía en Aren. Yo no lo recargué y nunca comprobé si lo había hecho Brom.» Al tiempo que razonaba, expandió su conciencia hacia el zafiro. En el momento en que su mente entró en contacto con la gema, sintió la presencia de una enorme y turbulenta reserva de energía. Su visión interior le permitía ver que el zafiro estaba rebosante de poder. Se preguntó cómo era que no explotaba con la cantidad de fuerza que contenía entre sus facetas de afiladas aristas. Después incluso de usar la energía para aliviar sus dolores y restaurar la fuerza de sus miembros, las reservas de Aren apenas habían disminuido.

Con un escalofrío, Eragon cortó su vínculo con la gema. Encantado con su descubrimiento y con aquella repentina sensación de bienestar, soltó una carcajada y luego le contó a Arya lo que había encontrado:

-Brom debió de acumular toda la energía que pudo ir guardando durante el tiempo en que se ocultó en Carvahall -exclamó. Volvió a reírse, maravillado-. Todos esos años… Con lo que hay en Aren, podría derribar todo un castillo con un único hechizo.

-El sabía que lo necesitaría para mantener a salvo al nuevo Jinete cuando Saphira saliera del huevo -observó Arya-. Además, estoy segura de que en Aren tenía un medio para protegerse por si llegaba el momento de enfrentarse a un Sombra o a algún otro oponente igual de peligroso. No es casual que consiguiera escapar de sus enemigos durante buena parte de un siglo… En tu lugar, yo reservaría la energía que te ha dejado para los momentos de mayor necesidad y le añadiría más cuando fuera posible. Es un recurso de un valor inestimable. No deberías derrocharlo.

«No. Eso no lo haré», pensó Eragon. Dio vueltas al anillo alrededor del dedo, admirando su brillo a la luz de la hoguera. «Desde que Murtagh me robó a Zar'roc, esto, la silla de Saphira y Nieve de Fuego son las únicas cosas que me quedan de Brom, y aunque los enanos trajeron a Nieve de Fuego desde Farthen Dür, ahora apenas lo monto. Realmente Aren es el único recuerdo que tengo de él… El único legado suyo que me queda, mi única herencia. ¡Ojalá estuviera vivo! Nunca tuve ocasión de hablar con él de Oromis, de Murtagh, de mi padre… ¡La lista es interminable! ¿Qué habría dicho sobre mis sentimientos hacia Arya?» Eragon se reprendió a sí mismo, puesto que ya sabía lo que le habría dicho: «Me habría regañado por ser un tontaina y dejarme llevar por el amor y por perder mis energías en una causa perdida… Y tendría razón, supongo, pero, ah… ¿Cómo puedo evitarlo? Es la única mujer con la que quiero estar».

El fuego crepitó. Una nube de chispas salió despedida hacia arriba.

Eragon se quedó mirando con los ojos entrecerrados, reflexionando

sobre las revelaciones de Arya. Luego su mente volvió a un asunto

que le preocupaba desde la batalla de los Llanos Ardientes:

-Arya, ¿los dragones macho crecen más rápido que los dragones

hembra?

-No. ¿Por qué lo preguntas?

-Por Espina. Sólo tiene unos meses, y ya es casi tan grande como Saphira. No lo entiendo.

Arya recogió una hierba seca y se puso a escribir en la tierra, trazando las formas curvas de los glifos de la escritura elfa, la Liduen Kvaedhí.

-Lo más probable es que Galbatorix haya acelerado su crecimiento para que sea lo suficientemente grande como para plantar cara a Saphira.

-Ah… ¿Y eso no es peligroso? Oromis me dijo que si usaba la magia para darme fuerza, velocidad, resistencia u otras características que necesitaba, no entendería mis nuevas capacidades tan a fondo como si las conseguía del modo normal: trabajando duro. También en eso tenía razón. Incluso ahora, los cambios que provocaron los dragones en mi cuerpo durante el Agaetí Blódhren de vez en cuando me sorprenden.

Arya asintió y siguió trazando glifos en la tierra.

-Es posible reducir los efectos secundarios no deseados con ciertos hechizos, pero es un proceso largo y arduo. Si deseas conseguir una verdadera maestría sobre tu cuerpo, lo mejor sigue siendo hacerlo por el medio normal. La transformación que Galbatorix ha forzado en Espina debe de provocarle una gran confusión. Ahora Espina tiene el cuerpo de un dragón casi adulto, y sin embargo posee la mente de uno jovencito.

Eragon se palpó los callos recién creados en los nudillos.

-¿Sabes también por qué Murtagh es tan poderoso…? ¿Más poderoso que yo?

-Si lo supiera, desde luego también comprendería cómo ha conseguido aumentar Galbatorix su fuerza hasta límites innaturales, pero no, no lo sé.

«Pues Oromis sí», pensó Eragon. O por lo menos eso le había dado a entender el elfo. No obstante, aún no había compartido aquella información con Eragon y con Saphira. En cuanto pudieran volver a Du Weldenvarden, Eragon tenía intención de preguntarle al anciano Jinete la verdad de la cuestión. «¡Tiene que contárnoslo ya! Murtagh nos derrotó debido a nuestra ignorancia, y podía habernos llevado fácilmente hasta Galbatorix.» Eragon estuvo a punto de mencionar los comentarios de Oromis a Arya, pero se mordió la lengua, ya que se daba cuenta de que Oromis no habría ocultado algo tan importante durante más de cien años a menos que fuera de vital importancia mantener el secreto.

Arya puso fin a la frase que había escrito sobre el suelo. Inclinándose, Eragon leyó: «Navegando por el mar del tiempo, el dios solitario vaga de una distante orilla a otra, confirmando las leyes de las estrellas del cielo».

-¿Qué significa?

-No lo sé -dijo ella, y borró la frase barriéndola con el brazo.

-¿Por qué será -preguntó él, hablando despacio, mientras organizaba sus ideas- que nadie llama a los dragones de los Apóstatas por su nombre? Decimos «el dragón de Morzan» o «el dragón de Kialandí», pero nunca decimos el nombre de los dragones. ¡Y seguro que fueron tan importantes como sus Jinetes! Ni siquiera recuerdo haber visto sus nombres en los pergaminos que me dio Oromis…, aunque debían de estar allí… Sí, estoy seguro de que estaban, pero, por algún motivo, no se me quedaron en la memoria. ¿No es raro?

Arya se dispuso a responder, pero cuando apenas había abierto la boca, Eragon la interrumpió:

-Por una vez estoy contento de que Saphira no esté aquí. Me avergüenzo de no haberme dado cuenta antes de esto. Incluso tú, Arya, y Oromis, y todos los demás elfos que he conocido, se niegan a llamarlos por su nombre, como si fueran animales inútiles, que no merecen tal honor. ¿Lo hacéis a propósito? ¿O es porque fueron vuestros enemigos?

-¿De verdad ninguna de tus lecciones hablaba de esto? -preguntó Arya, que parecía realmente sorprendida.

-Creo que Glaedr le mencionó algo al respecto a Saphira -dijo-, pero no estoy seguro. Yo estaba en plena contorsión, durante la Dan za de la Serpiente y la Grulla, así que no prestaba mucha atención a lo que hacía Saphira. -Se rio un poco, avergonzado por su confesión, y le pareció que tenía que explicarse-. A veces resultaba algo confuso, cuando Oromis me hablaba y yo estaba escuchando los pensamientos de Saphira, que se comunicaba mentalmente con Glaedr. Y lo que es peor, Glaedr casi nunca usa con Saphira un lenguaje reconocible; tiende a usar imágenes, olores y sensaciones en lugar de palabras En vez de nombres, comunica impresiones de las personas y de los objetos a los que hace referencia.

-¿No recuerdas nada de lo que dijo, fuera con palabras o no?

Eragon dudó.

-Sólo que tenía que ver con un nombre que no era nombre, o algo así. No pude sacar el agua clara.

-De lo que hablaba -dijo Arya- es del Du Namar Aurboda, el Destierro de los Nombres.

-¿El Destierro de los Nombres?

Tras apoyar de nuevo en el suelo la hierba seca que tenía en la mano, Arya se puso a escribir otra vez.

-Es uno de los episodios más significativos que tuvo lugar durante la lucha entre los Jinetes y los Apóstatas. Cuando los dragones se dieron cuenta de que trece de los suyos los habían traicionado, que esos trece estaban ayudando a Galbatorix a acabar con el resto de su raza y que era poco probable que nadie pudiera detener su masacre, los dragones se enfadaron tanto que todos los que no estaban entre los Apóstatas combinaron sus fuerzas y lanzaron uno de sus inexplicables hechizos. Juntos, les arrancaron a los trece sus nombres.

-¿Cómo es posible eso? -respondió Eragon, impresionado.

-¿No te acabo de decir que es algo inexplicable? Lo único que sabemos es que, después de que los dragones lanzaran su hechizo, nadie pudo pronunciar los nombres de aquellos trece dragones: los que los recordaban, muy pronto los olvidaron; y aunque se pueden leer sus nombres en los pergaminos y las cartas donde están registrados, e incluso copiarlos si miras los glifos de uno en uno, resultan ininteligibles. Los dragones sólo perdonaron a Jarnunvosk, el primer dragón de Galbatorix, ya que no fue culpa suya morir a manos de los úrgalos, y también a Shruikan, ya que no escogió servir a Galbatorix, sino que fue obligado por éste y por Morzan.

«Qué horrible destino, perder tu nombre -pensó Eragon, y sintió un escalofrío-. Si hay algo que he aprendido desde el día en que me convertí en Jinete, es que nunca, nunca hay que tener a un dragón por enemigo.»

-¿Qué pasó con sus nombres reales? -preguntó-. ¿También los eliminaron?

Arya asintió.

-Los nombres reales, los nombres de nacimiento, los apodos, los nombres de familia, títulos…, todo. Y el resultado fue que los trece se convirtieron en poco más que animales. Ya no pudieron decir nunca más: «Esto me gusta» o «Esto no me gusta», ya que eso supondría nombrarse a sí mismos. No podían ni siquiera definirse como dragones. Palabra por palabra, el hechizo borraba todo lo que los definía como criaturas pensantes, y los Apóstatas no podían hacer más que observar, desesperados, cómo sus dragones se sumían en la más completa ignorancia. La experiencia era tan perturbadora que por lo menos cinco de los trece, y varios de los Apóstatas, enloquecieron. -Arya hizo una pausa, se quedó repasando el perfil de un glifo, luego lo borró y volvió a trazarlo-. El Destierro de los Nombres es el principal motivo por el que tanta gente cree que los dragones no eran más que monturas para ir de un lugar a otro.

-No creerían eso si conocieran a Saphira -dijo Eragon.

-No -coincidió Arya, con una sonrisa.

Con una fioritura, completó la última frase en la que había estado trabajando. Ladeó la cabeza y se acercó un poco para descifrar los glifos que había trazado. Decían: «El que hace trampas, el que cuenta enigmas, el que mantiene el equilibrio, el que tiene tantas caras y encuentra la vida en la muerte, y el que no teme a ningún mal; el que atraviesa las puertas».

-¿Qué es lo que te ha impulsado a escribir esto?

-La idea de que muchas cosas no son lo que parecen. -Dio unas palmaditas sobre la tierra para borrar los glifos del suelo y el polvo le cubrió la mano.

-¿No ha intentado nadie adivinar el nombre real de Galbatorix? -preguntó Eragon-. Da la impresión de que sería el modo más rápido de poner fin a esta guerra. A decir verdad, creo que podría ser la única esperanza que tenemos de vencerle en la batalla.

-¿No me eras sincero antes? -preguntó Arya, con los ojos brillantes.

Su pregunta obligó a Eragon a soltar una risita entre dientes.

-Claro que no. No es más que un modo de hablar.

-Un modo de hablar muy pobre -precisó ella-, a menos que tengas costumbre de mentir.

Eragon se quedó un momento sin saber qué decir hasta que recuperó el habla:

-Sé que sería difícil encontrar el nombre real de Galbatorix, pero si todos los elfos y todos los miembros de los vardenos que conocen el idioma antiguo lo buscaran, seguro que lo conseguiríamos.

Como un penacho pálido, blanqueado por el sol, la hierba seca colgaba de entre los dedos pulgar e índice de la mano izquierda de Arya, temblando levemente a cada latido de las venas. Pellizcándolo por el extremo con la otra mano, rompió la hierba por la mitad longitudinalmente y luego hizo lo mismo con las dos hebras resultantes, dividiendo la hierba en cuatro. Luego empezó a trenzar las tiras, formando un bastoncillo compacto.

-El nombre real de Galbatorix no es un gran secreto -dijo-. Tres elfos diferentes, uno de ellos Jinete, y los otros hechiceros de a pie lo descubrieron cada uno por su cuenta, con muchos años de diferencia.

-¿Lo hicieron? -exclamó Eragon.

Imperturbable, Arya recogió otra brizna de hierba, la dividió en hebras, introdujo los fragmentos en los huecos de su bastón trenzado y siguió trenzando en otra dirección.

-Sobre la posibilidad de que el propio Galbatorix conozca su nombre real sólo podemos especular. Yo creo que no lo conoce, porque cualquiera que sea, debe de ser tan terrible que no podría seguir viviendo si lo oyera.

-A menos que sea tan perverso o tan demente que la verdad sobre sus acciones no pueda perturbarle.

-Quizá. -Sus ágiles dedos volaban tan rápidos, retorciendo, trenzando, tejiendo, que resultaban prácticamente invisibles. Cogió dos briznas más de hierba-. De cualquier modo, no hay duda de que Galbatorix es consciente de que tiene un nombre real, como todas las criaturas y cosas, y que eso es un potencial punto débil. En algún momento, antes de embarcarse en su campaña contra los Jinetes, lanzó un hechizo que mata a quienquiera que use su nombre real. Y como no sabemos exactamente cómo mata ese hechizo, no podemos protegernos de él. Ya ves, por tanto, por qué hemos abandonado esa línea de investigación. Oromis es uno de los pocos lo suficientemente valientes como para seguir buscando el nombre de Galbatorix, aunque de un modo indirecto.

Con expresión satisfecha, abrió las manos, con las palmas a la vista, en las que tenía un exquisito barquito hecho de hierbas verdes y blancas. No tenía más de diez centímetros de largo, pero estaba hecho con tanto detalle que Eragon pudo distinguir bancos para los remadores, diminutas barandillas por todo el perímetro de la cubierta y ojos de buey del tamaño de semillas de frambuesa. La proa, curvada, tenía una forma que recordaba la cabeza y el cuello de un dragón encabritado. Tenía un solo mástil. -Es bonito -dijo él. Arya se echó hacia delante y murmuró:

-Flauga. Sopló suavemente sobre el barquito, y éste se despegó de sus manos y sobrevoló el fuego; luego, tomando velocidad, ascendió y se perdió en el oscuro cielo estrellado de la noche.

-¿Cuánto tiempo volará?

-Para siempre -dijo ella-. Toma la energía necesaria para flotar de las plantas del suelo. Allá donde haya plantas, puede volar.

A Eragon la idea le pareció divertida, pero también era algo triste pensar en el bonito barco de hierba vagando por entre las nubes para el resto de la eternidad, sin nada más que los pájaros por compañía.

-Imagínate las historias que contará la gente en los años venideros.

Arya entrecruzó los dedos, como si así evitara que se dedicaran a

otra cosa.

-Existen muchas rarezas como ésa por el mundo. Cuanto más vivas y cuanto más viajes, más verás.

Eragon echó un vistazo al movimiento de las llamas por un momento, y luego dijo:

-Si es tan importante proteger el propio nombre, ¿debería formular un hechizo para evitar que Galbatorix use mi nombre real en mi contra?

-Puedes hacerlo si quieres -dijo Arya-, pero no creo que sea necesario. No es tan fácil como crees descubrir nombres reales. Galbatorix no te conoce lo suficientemente bien como para adivinar tu nombre, y si estuviera en el interior de tu mente y pudiera examinar cada uno de tus pensamientos y recuerdos, ya estarías perdido, con o sin nombre real. Si te sirve de consuelo, dudo incluso de que yo pudiera adivinar tu nombre real.

-¿No podrías? -preguntó. Le gustaba y le disgustaba al mismo tiempo que ella considerara que había una parte de él que era un misterio. Ella se le quedó mirando y bajó los ojos.

-No, no creo. ¿Tú podrías adivinar el mío?

-No.

El silencio engulló el campamento. En lo alto, las estrellas emitían un resplandor blanco y frío. Se levantó un viento del este que atravesó la llanura, agitando la hierba y ululando con una voz larga y fina, como un lamento por la pérdida de la persona querida. Al alcanzar la hoguera, las brasas se encendieron de nuevo y un remolino de chispas salió disparado hacia el oeste. Eragon encorvó los hombros y se ciñó el cuello de la casaca. Aquel viento tenía algo de desagradable; le golpeó con una fiereza poco habitual, y parecía aislarlos del resto del mundo. Se quedaron inmóviles, aislados en su minúscula isla de luz y calor, mientras la enorme corriente de aire pasaba a su lado como un torrente, aullando su furioso lamento por la enorme y desolada llanura.

Cuando las ráfagas se hicieron más violentas y empezaron a llevarse las pavesas más allá del claro sin vegetación en el que Eragon había hecho la hoguera, Arya echó un puñado de tierra sobre la madera. Avanzando de rodillas, Eragon se puso a su lado, paleando la tierra con ambas manos para acelerar el proceso. Con el fuego apagado, veía con dificultad; el campo se había convertido en un espectro de sí mismo, lleno de sombras inestables, formas indistintas y hojas plateadas.

Arya se dispuso a levantarse, pero se detuvo a medias, con los brazos abiertos para mantener el equilibrio y el rostro en tensión. Eragon también lo sintió: el aire era penetrante y murmuraba como si estuviera a punto de producirse un relámpago. El vello del dorso de las manos se le puso de punta y notó que se agitaba al viento. -¿Qué pasa? -preguntó.

-Nos están observando. Pase lo que pase, no uses la magia o podrían matarnos. -¿Quiénes…? -¡Shhh!

Tanteando el terreno, encontró una piedra del tamaño de un puño; la arrancó del suelo y la levantó, calibrando su peso.

En la distancia apareció un grupo de luces de colores. Se dirigieron como una flecha hacia el campamento, sobrevolando la hierba a poca altura. Cuando se acercaron, Eragon observó que cambiaban constantemente de tamaño, desde una esfera no mayor que una perla a varios palmos de diámetro; y sus colores también variaban, adoptando todos los tonos del arcoíris sucesivamente. Una aureola chisporroteante envolvía cada una de las esferas, un halo de tentáculos líquidos que se agitaban y chasqueaban, como si estuvieran deseosos de agarrarse a algo. Las luces se movían a tal velocidad que no pudo determinar exactamente cuántas habría, pero supuso que serían unas dos docenas.

Las esferas alcanzaron el campamento y formaron un cerco alrededor de Eragon y de Arya. Su rápido movimiento giratorio, combinado con la frenética combinación de colores, resultaba mareante. Eragon apoyó una mano en el suelo para mantener el equilibrio. El murmullo que emitían era ya tan intenso que sentía que los dientes le chasqueaban entre sí de la vibración. La boca le sabía a metal y tenía el cabello de punta. El de Arya también estaba de punta, a pesar de lo largo que era, y cuando la miró la imagen le pareció tan ridicula que tuvo que aguantarse la risa.

-¿Qué quieren? -gritó Eragon, pero ella no respondió.

Una esfera se separó del cerco y se quedó colgando frente a Arya, a la altura de los ojos. Se comprimía y se dilataba como un corazón latiendo, pasando del azul cobalto al verde esmeralda, con algún destello rojo ocasional. Uno de sus tentáculos agarró un mechón del cabello de Arya. Se oyó un ruido seco y, por un momento, el mechón brilló como un trozo de sol; luego desapareció. El aire transportó el olor a pelo quemado hasta Eragon.

Arya no se inmutó, ni hizo ningún gesto de alarma. Con el rostro sereno, levantó un brazo y, antes de que Eragon pudiera saltarle encima para detenerla, apoyó la mano sobre la esfera luminosa. La esfera se volvió blanca y amarilla y se hinchó hasta alcanzar un grosor de más de un metro. Arya cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, con una alegría radiante cubriéndole el rostro. Movía los labios, pero dijera lo que dijera, Eragon no la oía. Cuando acabó, la esfera adoptó un tono rojo sangre e inmediatamente pasó del rojo al verde y al violeta, y luego a un naranja rojizo y a un azul tan brillante que Eragon tuvo que apartar la mirada, y luego a un negro puro rodeado de una corona de tentáculos blancos que se retorcían, como las llamas del sol durante un eclipse. Entonces se mantuvo estable por un momento, como si únicamente la ausencia de color pudiera transmitir adecuadamente su estado de ánimo.

Se apartó de Arya y se acercó a Eragon; era un agujero en el tejido del mundo, rodeado por una corona de llamas. Se quedó flotando frente a él, emitiendo un zumbido tan fuerte que hacía que le lloraran los ojos. Parecía como si tuviera la lengua cubierta de cobre, la piel tensa, y unos cortos filamentos eléctricos le saltaban de las puntas de los dedos. Algo asustado, se preguntó si debía tocar la esfera como había hecho Arya. La miró en busca de apoyo. Ella asintió y le indicó con un gesto que procediera.

Acercó la mano derecha hacia el vacío que era la esfera y se sorprendió al notar resistencia. La esfera era incorpórea, pero le empujaba la mano del mismo modo que un torrente de agua. Cuanto mas cerca estaba, mayor era la fuerza. Con un esfuerzo, superó los últimos centímetros y entró en contacto con el centro de aquel ser.

Unos rayos azulados saltaron entre la palma de la mano de Eragon y la superficie de la esfera, un chisporroteo en abanico que eclipsaba la luz de las otras esferas y que tiñó todo de un azul blanquecino. Eragon gritó de dolor cuando los rayos le penetraron en los ojos, y agachó la cabeza, cruzando los ojos. A continuación algo se movió en el interior de la esfera, como un dragón dormido estirándose, y una «presencia» penetró en su mente, barriendo sus defensas como si fueran hojas secas en una tormenta de otoño. Jadeó. Una alegría trascendente le llenó: fuera lo que fuera aquella esfera, parecía estar compuesta de felicidad pura. Gozaba por el simple hecho de estar viva, y todo lo que le rodeaba le gustaba en mayor o menor medida. Eragon habría llorado de placer, pero ya no controlaba su cuerpo. La criatura le sostenía, y los brillantes rayos seguían centelleando por debajo de su blanca mano, revoloteando por entre sus huesos y músculos, deteniéndose en los lugares donde había sufrido heridas y volviendo después a su mente. Eragon estaba eufórico, pero la presencia de la criatura le resultaba tan extraña y tan sobrenatural que quería huir de ella; aun así, en el interior de su conciencia no había escondrijo posible. Tuvo que permanecer en contacto íntimo con la implacable alma de la criatura mientras rebuscaba entre sus recuerdos, pasando de uno al otro con la velocidad de una flecha de elfo. Se preguntó cómo podía asimilar tanta información a tal velocidad. Mientras la esfera le escudriñaba por dentro, él intentó sondearla a su vez, para saber algo de su naturaleza y sus orígenes, pero aquello superaba su capacidad de comprensión. Las pocas impresiones que pudo recoger eran tan diferentes a las que había encontrado en las mentes de otros seres que le resultaban incomprensibles.

Al final, la criatura creó un circuito casi instantáneo por todo su cuerpo y a continuación se retiró. El contacto entre ellos se rompió como un cable sometido a una tensión excesiva. El espectro de rayos que rodeaba la mano de Eragon se desvaneció, y dejó tras de sí unos refulgentes brillos rosados que ocupaban todo su campo de visión.

Cambiando de colores una vez más, la esfera frente a Eragon se encogió hasta alcanzar el tamaño de una manzana y se reunió con sus compañeras en el torbellino de luz que los rodeaba a él y a Arya. El zumbido ascendió de tono hasta un agudo casi insoportable, y entonces el vórtice explotó hacia el exterior y las esferas salieron disparadas en todas direcciones. Se reagruparon a unos treinta metros del oscuro campamento, atrepellándose desordenadamente unas a otras, como gatitos jugando; luego salieron disparadas hacia el sur y desaparecieron como si nunca hubieran existido. El viento amainó y se convirtió en una suave brisa, Eragon cayó de rodillas, con los brazos estirados en la dirección que

habían tomado las esferas, sintiéndose vacío al perder aquella sensación. -Qué… -preguntó, pero tuvo que toser y empezar de nuevo; tenía la garganta seca-. ¿Qué son esas cosas?

-Espíritus -dijo Arya. Y se sentó.

-No se parecían a los que salieron de Durza cuando lo maté.

-Los espíritus pueden adoptar aspectos muy diferentes, según se les antoje.

Eragon parpadeó varias veces y se secó las comisuras de los ojos con el dorso de un dedo.

-¿Cómo puede esclavizarlos nadie con magia? Es monstruoso. Yo me avergonzaría de llamarme hechicero si lo hiciera. ¡Ah! Y Trianna presume de serlo. Haré que deje de usar espíritus o la expulsaré de los Du Vrangr Gata y le pediré a Nasuada que la destierre de los vardenos.

-Yo no me precipitaría.

-¿No te parecerá bien que los magos obliguen a los espíritus a que los obedezcan? Son tan bellos que… -Se interrumpió y sacudió la cabeza, sobrecogido por la emoción-. Cualquiera que les haga daño debería ser azotado sin piedad.

Arya esbozó una sonrisa.

-Supongo que Oromis aún no había tratado el tema cuando tú y Saphira dejasteis Ellesméra.

-Si te refieres a los espíritus, los mencionó varias veces.

-Pero me atrevería a decir que no con gran detalle.

-Quizá no.

En la oscuridad, Arya se inclinó hacia un lado y Eragon vio el movimiento de su silueta.

-Los espíritus siempre inducen una sensación de éxtasis cuando deciden comunicarse con los seres materiales, pero no te dejes engañar. No son tan benevolentes, alegres o joviales como te quieren hacer creer. Dar satisfacción a aquellos con los que interactúan es su modo de defenderse. Odian estar atados a un lugar, y hace tiempo que se dieron cuenta de que, si la persona con la que tratan es feliz, es menos probable que los someta y los ponga a su servicio.

-No sé -dijo Eragon-. Te hacen sentir tan bien que se puede llegar a entender que haya quien desee asegurarse su compañía ei vez de dejarlos libres.

Arya se encogió de hombros.

-A los espíritus les cuesta tanto predecir nuestro comportamiento como a nosotros el suyo. Es tan poco lo que comparten con las otras razas de Alagaësia que tratar con ellos, incluso en las condiciones más básicas, es todo un reto, y cualquier encuentro implica siempre un riesgo, ya que nunca se sabe cómo van a reaccionar.

-Nada de todo eso explica por qué no debería ordenar a Trianna que dejara de usarlos para sus hechizos.

-¿Alguna vez la has visto convocar a los espíritus a su antojo?

-No.

-Me lo imaginaba. Trianna lleva casi seis años con los vardenos, y en ese tiempo ha demostrado su maestría con los hechizos sólo una vez, y eso después de una gran presión por parte de Ajihad y con gran consternación y largos preparativos por su parte. Está dotada para ello, no es ninguna clase de estafadora, pero convocar a los espíritus es extremadamente peligroso, y nadie se embarca en esa suerte de tarea a la ligera.

Eragon se frotó la palma de la mano derecha, aún luminosa, con el pulgar izquierdo. El tono de la piel cambió al volver a circularle la sangre, pero pese a ello la cantidad de luz que irradiaba no disminuyó. Se rascó la gedwéy ignasia con las uñas. «Espero que esto no dure más que unas horas -pensó-. No puedo ir por ahí brillando como un farol. Podría suponer la muerte. Y además es algo tonto. ¿ Dónde se ha visto un Jinete de Dragón con una parte del cuerpo luminosa?»

Eragon pensó en lo que le había dicho Brom:

-No son espíritus humanos, ¿verdad? Ni tampoco elfos ni enanos, ni de ninguna otra criatura. Es decir, no son fantasmas. No nos convertimos en eso al morir.

-No. Y por favor, no me preguntes a mí lo que son realmente; sé que estás a punto de hacerlo. Esa respuesta debe dártela Oromis, no yo. El estudio de la hechicería, si se realiza bien, es una tarea larga y ardua a la que hay que enfrentarse con precaución. No quiero decirte nada que pueda interferir con las lecciones que Oromis tiene programadas para ti, y desde luego no quiero que te hagas daño probando cosas que yo haya mencionado hasta que no tengas la formación adecuada.

-¿Y cuándo se supone que voy a volver a Ellesméra? -Preguntó Eragon-. No puedo volver a dejar a los vardenos, no de este modo, mientras Espina y Murtagh sigan vivos. Hasta que no derrotemos al Imperio o el Imperio nos derrote, Saphira y yo tenemos que apoyar a Nasuada. ¡Si Oromis y Glaedr realmente quieren que acabemos nuestra preparación, tendrían que venir con nosotros, y que reviente Galbatorix!

-Por favor, Eragon -dijo ella-. Esta guerra no acabará tan rápido como tú crees. El Imperio es grande, y no hemos hecho más que darle un zarpazo. Mientras Galbatorix no sepa nada de Oromis y Glaedr, será una ventaja para nosotros.

-¿Qué ventaja es, si nunca la aprovechamos a fondo? -refunfuñó Eragon.

Arya no respondió y, al cabo de un momento, él se sintió infantil por haber protestado. Oromis y Glaedr deseaban destruir a Galbatorix como el que más, y si decidían quedarse en Ellesméra, sería porque tenían excelentes motivos para hacerlo. Eragon incluso podría citar varios, si se lo proponía: entre ellos, el más importante era que Oromis no podía formular hechizos que requirieran grandes cantidades de energía.

Eragon sintió frío; se bajó las mangas y cruzó los brazos. - ¿Qué es lo que le has dicho al espíritu?

-Quería saber por qué habíamos estado usando la magia: eso es lo que les había hecho fijarse en nosotros. Se lo he explicado, y también le he explicado que tú eras quien había liberado a los espíritus atrapados en el interior de Durza. Parece que eso les ha agradado mucho. -Se hizo el silencio, y entonces ella se inclinó hacia el lirio y lo tocó de nuevo-. ¡Oh! ¡Desde luego son agradecidos! ¡Naina!

Aquello creó una suave luz que iluminó todo el campamento y que permitió a Eragon ver que la hoja y el tallo del lirio eran de oro macizo, y los pétalos de un metal blanquecino que no conseguía reconocer; el interior de la flor, que Arya puso a la vista levantándola un poco, estaba compuesto de rubíes y diamantes. Asombrado, Eragon pasó un dedo por las curvas de la hoja y sintió los finos pelitos metálicos que le hacían cosquillas. Echándose hacia delante descubrió la misma serie de protuberancias, hendiduras, orificios, nervaduras y hasta el mínimo detalle que ya tenía la planta al crearla; la única diferencia es que ahora era toda de oro.

-¡Es una copia perfecta! -exclamó. -Y sigue viva. - ¡No puede ser!

Eragon se puso a buscar pequeños signos indicadores de temperatura y movimiento, algo que le dijera que el lirio era algo más que un objeto inanimado. Los localizó, y tenían la fuerza habitual entre las plantas durante la noche.

-Esto va más allá de todo lo que sé de magia -dijo, tocando de nuevo la hoja-. Por pura lógica, el lirio debería estar muerto. En cambio, vive. No puedo ni siquiera imaginar lo que habría que hacer para convertir una planta en un ser vivo de metal. Quizá Saphira pueda hacerlo, pero nunca sería capaz de enseñarle el hechizo a nadie.

-Lo realmente importante -dijo Arya- es si esta flor producirá semillas fértiles.

-¿Podría reproducirse?

-No me sorprendería que lo hiciera. Existen numerosos ejemplos de hechizos que se perpetúan solos por toda Alagaësia, como el del cristal flotante de la isla de Eoam o el pozo de los sueños de las cuevas de Mani. Esto no sería más raro que cualquiera de esos dos fenómenos.

-Desgraciadamente, si alguien descubre esta flor o los retoños que pueda producir, las arrancarán. Cualquier cazafortunas acudiría en busca de los lirios de oro.

-No creo que sean tan fáciles de destruir, pero sólo el tiempo lo dirá.

Eragon sintió que se le escapaba la risa. Con una expresión divertida apenas contenida, dijo:

-Gracias por hablarles bien de mí, pero nunca se me había ocurrido que los espíritus fueran a «echarnos flores» así. -Y se echó a reír, dejando que sus carcajadas llenaran el vacío de la llanura.

Arya se sonrió.

-Bueno, su intención era noble. No creo que hayan pensado en hacer un juego de palabras.

-No, pero… ¡Ja, ja, ja, ja!

Arya chasqueó los dedos y la luz que los cubría se desvaneció.

-Nos hemos pasado la mayor parte de la noche de charla. Es hora de descansar. Cada vez queda menos para el alba, y tendremos que ponernos en marcha en cuanto amanezca.

Eragon buscó un trozo de suelo sin piedras y se tumbó, aún sonriéndose mientras se sumía en sus sueños de vigilia.