Después de asegurarse de que ninguna de sus escasas
posesiones había sufrido cambios durante su ausencia, Eragon se
liberó de su carga y, con cuidado, se quitó la armadura,
colocándola bajo el catre. Habría que limpiarla y engrasarla, pero
eso tendría que esperar. A continuación, metió la mano bajo el
catre, alargando el brazo y rascando con los dedos la pared de lona
que había al fondo, y tanteó en la oscuridad hasta que sus manos
dieron con un objeto largo y duro. Agarró y sacó el pesado fardo
envuelto en tela. Lo apoyó sobre las rodillas, abrió los nudos del
envoltorio y luego, empezando por el extremo más grueso del fardo,
empezó a desenvolver las ásperas tiras de lona. Centímetro a
centímetro, fue apareciendo la empuñadura de cuero, cubierta de
marcas, de la espada de Murtagh, que medía palmo y medio. Eragon se
detuvo tras dejar al descubierto la empuñadura, la guarda y una
buena parte de la brillante hoja, que estaba dentada como una
sierra por la parte donde Murtagh había parado los golpes de Eragon
con Zar'roc.
Eragon se sentó y se quedó mirando el arma, sin saber qué
pensar. No sabía qué era lo que le había impulsado, el día después
de la batalla, a volver a la meseta y recuperar la espada de entre
el amasijo de despojos donde había caído. Pese a haber estado una
sola noche expuesto a los elementos, el acero había adquirido un
velo de motas de óxido. Con una palabra, había eliminado la capa de
corrosión. Quizás era el hecho de que Murtagh le hubiera robado su
espada lo que le había llevado a buscar la de Murtagh, como si el
intercambio, por desigual e involuntario que fuera, minimizara su
pérdida. Quizá se debiera a que deseaba conservar un recuerdo de
aquel sangriento conflicto. O quizá fuera porque aún albergaba un
sentimiento latente de afecto por Murtagh, a pesar de las nefastas
circunstancias que los habían enfrentado. Por mucho que Eragon
aborreciese aquello en lo que se había convertido Murtagh y que se
compadeciera de él por esta razón, no podía negar la conexión que
había existido entre ellos. Compartían el mismo destino. Si no
hubiera sido por circunstancias accidentales en su nacimiento,
Eragon habría crecido en Urü'baen, y Murtagh en el valle de
Palancar, y en aquel momento su situación podría ser justo la
contraria. Sus vidas estaban inexorablemente
entrelazadas.
Mientras contemplaba el plateado acero, Eragon formuló un
hechizo para suavizar las irregularidades de la hoja, que cerrara
las melladuras de los bordes y que le devolviera la fuerza del
templado. Se preguntó, no obstante, si debía hacerlo. La cicatriz
que le había hecho Durza, la había conservado como recordatorio de
su encuentro, por lo menos hasta que los dragones se la habían
borrado durante el Agaetí Blódhren. ¿Debería conservar entonces esa
otra cicatriz? ¿Sería bueno para él cargar con aquel doloroso
recuerdo al cinto? ¿ Y qué tipo de mensaje comunicaría al resto de
los vardenos ver que había optado por empuñar la espada de otro
traidor? Zar'roc había sido un regalo de
Brom; Eragon no podía negarse a aceptarla, ni lamentaba haberlo
hecho. Pero en cambio no se sentía obligado a reclamar como suya la
espada sin nombre que descansaba ahora sobre sus
muslos.
«Necesito una espada, pero no ésta», pensó.
Volvió a envolver el arma en la lona y la metió de nuevo bajo
el catre. Luego, con una camisa y una casaca nuevas bajo el brazo,
salió de la tienda y fue a bañarse.
Cuando estuvo limpio y vestido con sus elegantes prendas de
lámarae, se dirigió a su encuentro con Nasuada cerca de las tiendas
de los sanadores, tal como ella le había pedido. Saphira fue
volando porque, tal como dijo, entre las tiendas había demasiado
poco espacio y siempre acababa tirando alguna al
suelo.
Además
-adujo-, si camino contigo, se congregará tanta
gente a nuestro alrededor que apenas podremos
movernos.
Nasuada le esperaba junto a una fila de tres mástiles de los
que colgaba media docena de estandartes que ondeaban empujados por
la fresca brisa. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un
fresco vestido de verano de color pajizo. Llevaba el pelo, espeso
como el musgo, peinado sobre la cabeza en una complicada masa de
nudos y trenzas. Una única cinta blanca sostenía el
peinado.
Le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y aceleró el paso. A
medida que se acercaba, sus escoltas se mezclaron con los de ella,
provocando evidentes expresiones de desconfianza entre los Halcones
de la Noche y una estudiada indiferencia por parte de los
elfos.
Nasuada se cogió de su brazo y, charlando tranquilamente,
guio sus pasos por entre el mar de tiendas. Por encima de sus
cabezas, Saphira sobrevolaba el campamento, esperando a que
llegaran a su destino antes de iniciar la búsqueda de un lugar
donde aterrizar. Eragon y Nasuada hablaron de muchas cosas. No
dijeron nada de gran trascendencia, pero el ingenio, la alegría y
la delicadeza de las observaciones de Nasuada hacían que la
conversación fuera un placer. A Eragon le resultó fácil hablar y
más aún escuchar, y aquella tranquilidad hizo que se diera cuenta
del cariño que le tenía. El modo de agarrarse Nasuada denotaba una
confianza que excedía a la de una señora sobre su vasallo. El
vínculo entre ambos era una sensación nueva para él. Aparte de su
tía Marian, cuyo recuerdo era tan leve, había crecido en un mundo
de hombres y niños, y nunca había tenido ocasión de hacer amistad
con una mujer. Su inexperiencia le hacía albergar dudas, y sus
dudas le hacían sentirse extraño, pero no parecía que Nasuada lo
notara.
Se detuvieron frente a una tienda iluminada por dentro con la
luz de numerosas velas y en la que se oía el murmullo de multitud
de voces ininteligibles.
-Ahora tenemos que sumergirnos de nuevo en las ciénagas de la
política. Prepárate.
Nasuada levantó la entrada de la tienda y Eragon entró, al
tiempo que un coro de voces gritaba:
-¡Sorpresa!
Una ancha mesa cubierta de comida dominaba el centro de la
tienda, y alrededor estaban Roran y Katrina, una veintena de sus
vecinos de Carvahall -incluidos Horst y su familia-, Angela -la
herbolaria-, Jeod y su esposa, Helen, y varias personas que Eragon
no reconoció pero que parecían marineros. Media docena de niños
interrumpieron sus juegos, junto a la mesa, y se quedaron mirando a
Nasuada y a Eragon con la boca abierta, aparentemente incapaces de
decidir cuál de aquellos dos extraños personajes merecía más su
atención.
Eragon hizo una mueca, sobrecogido. Antes de que pudiera
pensar algo que decir, Angela levantó su jarra y
exclamó:
-¡Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote! Venga, siéntate.
¡Tengo hambre!
Entre las risas de los presentes, Nasuada llevó a Eragon
hasta las dos sillas vacías que había junto a Roran. Eragon la
ayudó a sentarse y luego se hundió en su silla.
-¿Habéis organizado esto vos misma?
-Roran me sugirió los invitados que habrías querido, pero sí,
la idea original fue mía. E hice algunos añadidos a la lista, como
puedes comprobar.
-Gracias -dijo Eragon, abrumado-. Muchísimas
gracias.
Vio que Elva estaba sentada, con las piernas cruzadas, en la
esquina opuesta de la tienda, a la izquierda, con una bandeja de
comida sobre el regazo. Los otros niños la rehuían -a Eragon no le
parecía que tuvieran gran cosa en común- y ninguno de los adultos,
salvo Angela, parecían estar cómodos en su presencia. La pequeña
niña, de hombros estrechos, levantó aquellos horribles ojos violeta
hacia él, y le miró por entre el negro flequillo; articuló algo que
él interpretó como: «Saludos, Asesino de Sombra».
-Saludos, Ojos Profundos -respondió él.
Los pequeños labios rosados de la niña esbozaron lo que
habría sido una sonrisa encantadora de no ser por los lúgubres ojos
que la acompañaban.
Eragon se agarró a los brazos de su silla; la mesa se
agitaba, los platos entrechocaban y las paredes de lona de la
tienda ondeaban. Entonces la parte posterior de la tienda se hinchó
y acabó por abrirse al meter Saphira la cabeza en el interior.
¡Carne! -dijo- ¡Huele a
carne!
Durante las horas siguientes, Eragon se dejó llevar,
disfrutando del frenesí de la comida y la bebida y del placer de la
buena compañía. Era como volver a casa. El vino corría como el
agua, y cuando todos hubieron vaciado sus copas una o dos veces,
los aldeanos olvidaron las distancias y empezaron a tratarle como a
uno de ellos, que era el mejor regalo que podían hacerle. Fueron
igualmente generosos con Nasuada, aunque evitaron hacer bromas
sobre ella, algo que sí hacían con Eragon. Un pálido humo fue
llenando la tienda a medida que se consumían las velas. A su lado,
Eragon oía las sonoras carcajadas de Roran una y otra vez y, al
otro lado de la mesa, el estruendo aún más ensordecedor de la risa
de Horst. Para deleite de todos, Angela murmuró un hechizo y puso a
bailar un hombrecillo que había hecho con una corteza de pan. Los
niños fueron superando el miedo a Saphira y acabaron por atreverse
a acercarse a ella y tocarle el morro. Poco después ya estaban
subiéndosele al cuello, colgándose de sus púas y tirándole de las
crestas de encima de los ojos. Eragon soltó unas carcajadas al
verlo. Jeod se puso a cantar una canción que había aprendido de un
libro tiempo atrás. También bailó una giga. Nasuada echaba la
cabeza atrás, divertida, mostrando el brillo de sus dientes. Y
Eragon, por petición popular, contó algunas de sus aventuras,
incluida una descripción detallada de su salida de Carvahall con
Brom, algo que interesaba especialmente a quienes le
escuchaban.
-¡Y pensar que teníamos un dragón en el valle -dijo Gertrude,
la curandera de cara redonda, ajustándose el chai- y que nunca lo
supimos! -Con un par de agujas de hacer calceta que se sacó de las
mangas, señaló a Eragon-. ¡Y pensar que te cuidé cuando te
despellejaste las piernas volando a lomos de Saphira y que nunca
sospeché la causa! -Sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y se puso
a tejer con una lana marrón, a una velocidad que sólo podía ser
producto de décadas de práctica.
Elain fue la primera en abandonar la fiesta, tras alegar un
agotamiento producto de su avanzado embarazo; uno de sus hijos,
Baldor, la acompañó. Media hora más tarde, Nasuada también se
excusó, explicando que los compromisos de su cargo no le permitían
quedarse todo lo que habría querido, pero que les deseaba salud y
felicidad y que esperaba que siguieran apoyándola en su lucha
contra el Imperio. Al apartarse de la mesa, le hizo un gesto a
Eragon, que fue hasta ella, junto a la entrada.
-Eragon, sé que necesitas tiempo para recuperarte de tu viaje
y que tienes asuntos propios que debes atender -le dijo, de
espaldas al resto de los presentes-. De modo que mañana y pasado
mañana dispón de tu tiempo como quieras. Pero la mañana del tercer
día preséntate en mi pabellón y hablaremos de tu futuro. Tengo para
ti una misión de importancia crucial.
-Mi señora -respondió-, tendréis siempre cerca a Elva, allá
donde vayáis, ¿verdad?
-Sí, es mi protección contra cualquier peligro que pudiera
escapárseles a los Halcones de la Noche. Por otra parte, su
capacidad de adivinar lo que provoca dolor a la gente se ha
revelado enormemente útil. Es mucho más fácil conseguir que alguien
coopere cuando se sabe lo que le atormenta en
secreto.
-¿Estáis dispuesta a renunciar a eso?
Nasuada lo escrutó con una mirada
penetrante.
-¿Piensas eliminar la maldición de Elva?
-Pienso intentarlo. Recordad que le prometí que lo
haría.
-Sí, yo estaba presente. -El ruido de una silla al caer le
distrajo por un instante; luego prosiguió-: Tus promesas serán
nuestra condena… Elva es irreemplazable; no hay nadie que tenga sus
poderes. Y el servicio que nos aporta, tal como te he dicho, vale
más que una montaña de oro. He llegado incluso a pensar que, de
todos nosotros, ella es la única que podría derrotar a Galbatorix
por sí sola. Podría prever todos sus ataques, y gracias a tu
hechizo sabría cómo combatirlos. Siempre que ello no supusiera
sacrificar su vida, vencería… Por el bien de los vardenos, Eragon,
por el bien de todos los habitantes de Alagaësia, ¿no podrías
fingir que intentas curar a Elva?
-No -dijo él, articulando claramente, como si le ofendiera-.
No lo haría ni aunque pudiera. Estaría mal. Si obligamos a Elva a
seguir como está, se volverá en nuestra contra, y no la quiero como
enemiga. -Hizo una pausa; luego, al ver la expresión de Nasuada,
añadió-: Además, hay muchas posibilidades de que no lo consiga.
Eliminar un hechizo formulado de un modo tan vago es, cuando menos,
una tarea ardua… ¿Puedo sugeriros algo?
-¿Qué?
-Sed honesta con Elva. Explicadle lo que significa para los
vardenos, y preguntadle si querrá seguir cargando con eso por el
bien de toda la gente libre. Puede que se niegue; tiene todo el
derecho a hacerlo, pero si lo hace, querrá decir que tampoco
podemos fiarnos de ella. Y si acepta, será por voluntad
propia.
Frunciendo ligeramente el ceño, Nasuada
asintió.
-Hablaré con ella mañana. Tú también deberías estar presente,
para ayudarme a persuadirla y a eliminar tu hechizo si fracasamos.
Ven a mi pabellón tres horas después del amanecer.
Dicho aquello, salió y se perdió en la noche, iluminada
únicamente por las antorchas. Mucho más tarde, cuando las velas ya
se habían fundido en los candelabros y los aldeanos de Carvahall
habían empezado a dispersarse en grupitos de dos o tres, Roran le
agarró del brazo a Eragon por detrás y se lo llevó a la parte
trasera de la tienda, junto a Saphira, donde los demás no pudieran
oírlos.
-Lo que dijiste antes sobre Helgrind…, ¿eso fue todo?
-preguntó Roran. Su mano era como una tenaza de hierro agarrada a
la carne de Eragon; su mirada era dura e inquisitiva, a la vez que
vulnerable como nunca.
Eragon le aguantó la mirada.
-Si confías en mí, Roran, no me vuelvas a preguntar eso nunca
más. No es algo que quieras saber -le dijo.
Sin embargo, al tiempo que lo decía, sentía una profunda
inquietud por tener que ocultar la existencia de Sloan a Roran y a
Katrina. Sabía que era necesario defraudarle en aquel momento, pero
aun así le resultaba incómodo mentir a su propia familia. Por un
momento, se planteó contarle la verdad a Roran, pero luego recordó
todos los motivos por los que había decidido no hacerlo y se mordió
la lengua. Roran, evidentemente confundido, dudó. Luego aflojó la
tenaza y soltó a Eragon.
-Confío en ti. Para eso es la familia, a fin de cuentas, ¿no?
Para confiar.
-Para eso, y para matarse unos a otros.
Roran se rio y se frotó la nariz con el
dedo.
-Para eso también. -Encogió sus fornidos hombros y levantó la
mano para frotarse el derecho, costumbre que había adquirido desde
el mordisco de los Ra'zac-. Tengo otra pregunta.
-¿Eh?
-Es un favor…, algo que te quiero pedir. -Puso una sonrisa
picara y se encogió de hombros-. Nunca pensé que te hablaría de
algo así. Eres más joven que yo, apenas has llegado a la edad
adulta y, por si fuera poco, eres mi primo.
-¿Hablarme de qué? Déjate de rodeos.
-De matrimonio -dijo Roran, y levantó la barbilla-. ¿Quieres
casarnos a Katrina y a mí? Me gustaría que lo hicieras, y aunque no
he querido comentárselo a ella hasta obtener tu respuesta, sé que
para Katrina sería un honor y que supondría una gran alegría que
consintieras en unirnos en matrimonio.
Anonadado, Eragon se quedó sin palabras. Por fin consiguió
balbucir algo.
-¿Yo? -tartamudeó-. Me encantaría, desde luego, pero… -dijo a
trompicones-. ¿Yo? ¿Realmente es lo que quieres? Estoy seguro de
que Nasuada accedería a casaros… Podríais optar incluso a que lo
hiciera el rey Orrin… ¡Un rey de verdad! El accedería con mucho
gusto a presidir la ceremonia, si eso le sirve para ganarse mis
favores.
-Quiero que lo hagas tú, Eragon -dijo Roran, y le dio una
palmada en el hombro-. Tú eres Jinete, y además eres la única
persona en el mundo con quien comparto la sangre; Murtagh no
cuenta. No se me ocurre nadie mejor para sellar el vínculo entre
ella y yo.
-Entonces lo haré -dijo Eragon, que se quedó sin aire cuando
Roran lo abrazó y lo estrujó con aquella fuerza
prodigiosa.
Jadeó ligeramente cuando lo soltó; luego, una vez recuperado
el resuello, dijo:
-Pero ¿cuándo? Nasuada tiene una misión para mí. No sé aún
qué será, pero me imagino que me tendrá ocupado un buen tiempo. Así
pues…, ¿quizá el mes que viene, si las circunstancias lo
permiten?
Roran se encogió y sacudió la cabeza como un buey agitando
los cuernos a través de una zarza.
-¿Qué tal pasado mañana?
-¿Tan pronto? ¿No estás corriendo un poco? Apenas tendremos
tiempo para preparaciones. La gente pensará que es algo
raro.
Roran se irguió y las venas de las manos se le hincharon al
abrir y cerrar los puños.
-No puedo esperar. Si no nos casamos, y rápidamente, las
viejas tendrán algo mucho más interesante que mi impaciencia de lo
que cotillear. ¿ Lo entiendes?
Eragon tardó un momento en comprender lo que quería decir
Roran, pero cuando lo hizo, no pudo evitar que una gran sonrisa le
cruzara el rostro. «¡Roran va a ser padre!»,
pensó.
-Creo que sí -respondió, sin dejar de sonreír-. Que sea
pasado mañana -dijo, resoplando.
Roran volvió a abrazarlo, dándole palmadas en la espalda,
hasta que Eragon se liberó, no sin dificultad.
-Estoy en deuda contigo -dijo Roran, con una mueca-. Gracias.
Ahora tengo que contárselo a Katrina, y tendremos que hacer todo lo
necesario para preparar un banquete de bodas. Te diré la hora
exacta en cuanto lo decidamos.
-Me parece muy bien.
Roran empezó a caminar hacia la tienda; luego se dio media
vuelta y alzó los brazos al aire, como si quisiera agarrar el mundo
entero y llevárselo al pecho.
-¡Eragon, voy a casarme!
Entre risas, su amigo le saludó con la mano.
-¡Venga, tontorrón! ¡Te estará esperando!
Eragon se montó en Saphira en cuanto la abertura de la tienda
se cerró tras Roran.
-¿Blódhgarm? -llamó. Silencioso como una sombra, el elfo
apareció de pronto, con los ojos amarillos brillando como brasas-.
Saphira y yo vamos a volar un poco. Nos encontraremos en mi
tienda.
-Asesino de Sombra -respondió Blódhgarm, y ladeó la
cabeza.
Entonces Saphira levantó sus enormes alas, se dio impulso con
tres pasos y se lanzó sobre las filas de tiendas, que se agitaron
azotadas por el viento que creó al mover sus alas con gran fuerza y
rapidez. Con los movimientos de su cuerpo zarandeó a Eragon, que se
agarró a la púa que tenía delante para no caer. Saphira ascendió en
una espiral por encima de las titilantes luces del campamento hasta
que se convirtieron en un manchón borroso de luz, minúsculo en
comparación con el oscuro paisaje que lo rodeaba. Allí permaneció,
flotando entre el cielo y la tierra, y todo quedó en
silencio.
Eragon apoyó la cabeza sobre el cuello de ella y se quedó
mirando la franja de polvo de estrellas que se extendía de un lado
al otro del cielo.
Descansa si quieres, pequeño -dijo Saphira-. No dejaré que
te caigas.
Y él descansó. Le vinieron a la mente imágenes de una ciudad
circular de piedra situada en el centro de una llanura infinita y
de una niña que vagaba por las estrechas y sinuosas callejuelas sin
dejar de cantar una inquietante melodía.
Y la noche fue dando paso a la mañana.