Eragon y Saphira abandonaron el pabellón escarlata de Nasuada con el contingente de elfos en formación a su alrededor y fueron caminando hasta la tienda que se le había asignado a Eragon al unirse a los vardenos en los Llanos Ardientes. Allí encontró una cuba de agua hirviendo esperándole; las volutas de vapor creaban irisaciones a la luz oblicua del gran sol del atardecer. Eragon pasó de largo y se metió en la tienda.


Después de asegurarse de que ninguna de sus escasas posesiones había sufrido cambios durante su ausencia, Eragon se liberó de su carga y, con cuidado, se quitó la armadura, colocándola bajo el catre. Habría que limpiarla y engrasarla, pero eso tendría que esperar. A continuación, metió la mano bajo el catre, alargando el brazo y rascando con los dedos la pared de lona que había al fondo, y tanteó en la oscuridad hasta que sus manos dieron con un objeto largo y duro. Agarró y sacó el pesado fardo envuelto en tela. Lo apoyó sobre las rodillas, abrió los nudos del envoltorio y luego, empezando por el extremo más grueso del fardo, empezó a desenvolver las ásperas tiras de lona. Centímetro a centímetro, fue apareciendo la empuñadura de cuero, cubierta de marcas, de la espada de Murtagh, que medía palmo y medio. Eragon se detuvo tras dejar al descubierto la empuñadura, la guarda y una buena parte de la brillante hoja, que estaba dentada como una sierra por la parte donde Murtagh había parado los golpes de Eragon con Zar'roc.

Eragon se sentó y se quedó mirando el arma, sin saber qué pensar. No sabía qué era lo que le había impulsado, el día después de la batalla, a volver a la meseta y recuperar la espada de entre el amasijo de despojos donde había caído. Pese a haber estado una sola noche expuesto a los elementos, el acero había adquirido un velo de motas de óxido. Con una palabra, había eliminado la capa de corrosión. Quizás era el hecho de que Murtagh le hubiera robado su espada lo que le había llevado a buscar la de Murtagh, como si el intercambio, por desigual e involuntario que fuera, minimizara su pérdida. Quizá se debiera a que deseaba conservar un recuerdo de aquel sangriento conflicto. O quizá fuera porque aún albergaba un sentimiento latente de afecto por Murtagh, a pesar de las nefastas circunstancias que los habían enfrentado. Por mucho que Eragon aborreciese aquello en lo que se había convertido Murtagh y que se compadeciera de él por esta razón, no podía negar la conexión que había existido entre ellos. Compartían el mismo destino. Si no hubiera sido por circunstancias accidentales en su nacimiento, Eragon habría crecido en Urü'baen, y Murtagh en el valle de Palancar, y en aquel momento su situación podría ser justo la contraria. Sus vidas estaban inexorablemente entrelazadas.

Mientras contemplaba el plateado acero, Eragon formuló un hechizo para suavizar las irregularidades de la hoja, que cerrara las melladuras de los bordes y que le devolviera la fuerza del templado. Se preguntó, no obstante, si debía hacerlo. La cicatriz que le había hecho Durza, la había conservado como recordatorio de su encuentro, por lo menos hasta que los dragones se la habían borrado durante el Agaetí Blódhren. ¿Debería conservar entonces esa otra cicatriz? ¿Sería bueno para él cargar con aquel doloroso recuerdo al cinto? ¿ Y qué tipo de mensaje comunicaría al resto de los vardenos ver que había optado por empuñar la espada de otro traidor? Zar'roc había sido un regalo de Brom; Eragon no podía negarse a aceptarla, ni lamentaba haberlo hecho. Pero en cambio no se sentía obligado a reclamar como suya la espada sin nombre que descansaba ahora sobre sus muslos.

«Necesito una espada, pero no ésta», pensó.

Volvió a envolver el arma en la lona y la metió de nuevo bajo el catre. Luego, con una camisa y una casaca nuevas bajo el brazo, salió de la tienda y fue a bañarse.

Cuando estuvo limpio y vestido con sus elegantes prendas de lámarae, se dirigió a su encuentro con Nasuada cerca de las tiendas de los sanadores, tal como ella le había pedido. Saphira fue volando porque, tal como dijo, entre las tiendas había demasiado poco espacio y siempre acababa tirando alguna al suelo.

Además -adujo-, si camino contigo, se congregará tanta gente a nuestro alrededor que apenas podremos movernos.

Nasuada le esperaba junto a una fila de tres mástiles de los que colgaba media docena de estandartes que ondeaban empujados por la fresca brisa. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un fresco vestido de verano de color pajizo. Llevaba el pelo, espeso como el musgo, peinado sobre la cabeza en una complicada masa de nudos y trenzas. Una única cinta blanca sostenía el peinado.

Le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y aceleró el paso. A medida que se acercaba, sus escoltas se mezclaron con los de ella, provocando evidentes expresiones de desconfianza entre los Halcones de la Noche y una estudiada indiferencia por parte de los elfos.

Nasuada se cogió de su brazo y, charlando tranquilamente, guio sus pasos por entre el mar de tiendas. Por encima de sus cabezas, Saphira sobrevolaba el campamento, esperando a que llegaran a su destino antes de iniciar la búsqueda de un lugar donde aterrizar. Eragon y Nasuada hablaron de muchas cosas. No dijeron nada de gran trascendencia, pero el ingenio, la alegría y la delicadeza de las observaciones de Nasuada hacían que la conversación fuera un placer. A Eragon le resultó fácil hablar y más aún escuchar, y aquella tranquilidad hizo que se diera cuenta del cariño que le tenía. El modo de agarrarse Nasuada denotaba una confianza que excedía a la de una señora sobre su vasallo. El vínculo entre ambos era una sensación nueva para él. Aparte de su tía Marian, cuyo recuerdo era tan leve, había crecido en un mundo de hombres y niños, y nunca había tenido ocasión de hacer amistad con una mujer. Su inexperiencia le hacía albergar dudas, y sus dudas le hacían sentirse extraño, pero no parecía que Nasuada lo notara.

Se detuvieron frente a una tienda iluminada por dentro con la luz de numerosas velas y en la que se oía el murmullo de multitud de voces ininteligibles.

-Ahora tenemos que sumergirnos de nuevo en las ciénagas de la política. Prepárate.

Nasuada levantó la entrada de la tienda y Eragon entró, al tiempo que un coro de voces gritaba:

-¡Sorpresa!

Una ancha mesa cubierta de comida dominaba el centro de la tienda, y alrededor estaban Roran y Katrina, una veintena de sus vecinos de Carvahall -incluidos Horst y su familia-, Angela -la herbolaria-, Jeod y su esposa, Helen, y varias personas que Eragon no reconoció pero que parecían marineros. Media docena de niños interrumpieron sus juegos, junto a la mesa, y se quedaron mirando a Nasuada y a Eragon con la boca abierta, aparentemente incapaces de decidir cuál de aquellos dos extraños personajes merecía más su atención.

Eragon hizo una mueca, sobrecogido. Antes de que pudiera pensar algo que decir, Angela levantó su jarra y exclamó:

-¡Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote! Venga, siéntate. ¡Tengo hambre!

Entre las risas de los presentes, Nasuada llevó a Eragon hasta las dos sillas vacías que había junto a Roran. Eragon la ayudó a sentarse y luego se hundió en su silla.

-¿Habéis organizado esto vos misma?

-Roran me sugirió los invitados que habrías querido, pero sí, la idea original fue mía. E hice algunos añadidos a la lista, como puedes comprobar.

-Gracias -dijo Eragon, abrumado-. Muchísimas gracias.

Vio que Elva estaba sentada, con las piernas cruzadas, en la esquina opuesta de la tienda, a la izquierda, con una bandeja de comida sobre el regazo. Los otros niños la rehuían -a Eragon no le parecía que tuvieran gran cosa en común- y ninguno de los adultos, salvo Angela, parecían estar cómodos en su presencia. La pequeña niña, de hombros estrechos, levantó aquellos horribles ojos violeta hacia él, y le miró por entre el negro flequillo; articuló algo que él interpretó como: «Saludos, Asesino de Sombra».

-Saludos, Ojos Profundos -respondió él.

Los pequeños labios rosados de la niña esbozaron lo que habría sido una sonrisa encantadora de no ser por los lúgubres ojos que la acompañaban.

Eragon se agarró a los brazos de su silla; la mesa se agitaba, los platos entrechocaban y las paredes de lona de la tienda ondeaban. Entonces la parte posterior de la tienda se hinchó y acabó por abrirse al meter Saphira la cabeza en el interior. ¡Carne! -dijo- ¡Huele a carne!

Durante las horas siguientes, Eragon se dejó llevar, disfrutando del frenesí de la comida y la bebida y del placer de la buena compañía. Era como volver a casa. El vino corría como el agua, y cuando todos hubieron vaciado sus copas una o dos veces, los aldeanos olvidaron las distancias y empezaron a tratarle como a uno de ellos, que era el mejor regalo que podían hacerle. Fueron igualmente generosos con Nasuada, aunque evitaron hacer bromas sobre ella, algo que sí hacían con Eragon. Un pálido humo fue llenando la tienda a medida que se consumían las velas. A su lado, Eragon oía las sonoras carcajadas de Roran una y otra vez y, al otro lado de la mesa, el estruendo aún más ensordecedor de la risa de Horst. Para deleite de todos, Angela murmuró un hechizo y puso a bailar un hombrecillo que había hecho con una corteza de pan. Los niños fueron superando el miedo a Saphira y acabaron por atreverse a acercarse a ella y tocarle el morro. Poco después ya estaban subiéndosele al cuello, colgándose de sus púas y tirándole de las crestas de encima de los ojos. Eragon soltó unas carcajadas al verlo. Jeod se puso a cantar una canción que había aprendido de un libro tiempo atrás. También bailó una giga. Nasuada echaba la cabeza atrás, divertida, mostrando el brillo de sus dientes. Y Eragon, por petición popular, contó algunas de sus aventuras, incluida una descripción detallada de su salida de Carvahall con Brom, algo que interesaba especialmente a quienes le escuchaban.

-¡Y pensar que teníamos un dragón en el valle -dijo Gertrude, la curandera de cara redonda, ajustándose el chai- y que nunca lo supimos! -Con un par de agujas de hacer calceta que se sacó de las mangas, señaló a Eragon-. ¡Y pensar que te cuidé cuando te despellejaste las piernas volando a lomos de Saphira y que nunca sospeché la causa! -Sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y se puso a tejer con una lana marrón, a una velocidad que sólo podía ser producto de décadas de práctica.

Elain fue la primera en abandonar la fiesta, tras alegar un agotamiento producto de su avanzado embarazo; uno de sus hijos, Baldor, la acompañó. Media hora más tarde, Nasuada también se excusó, explicando que los compromisos de su cargo no le permitían quedarse todo lo que habría querido, pero que les deseaba salud y felicidad y que esperaba que siguieran apoyándola en su lucha contra el Imperio. Al apartarse de la mesa, le hizo un gesto a Eragon, que fue hasta ella, junto a la entrada.

-Eragon, sé que necesitas tiempo para recuperarte de tu viaje y que tienes asuntos propios que debes atender -le dijo, de espaldas al resto de los presentes-. De modo que mañana y pasado mañana dispón de tu tiempo como quieras. Pero la mañana del tercer día preséntate en mi pabellón y hablaremos de tu futuro. Tengo para ti una misión de importancia crucial.

-Mi señora -respondió-, tendréis siempre cerca a Elva, allá donde vayáis, ¿verdad?

-Sí, es mi protección contra cualquier peligro que pudiera escapárseles a los Halcones de la Noche. Por otra parte, su capacidad de adivinar lo que provoca dolor a la gente se ha revelado enormemente útil. Es mucho más fácil conseguir que alguien coopere cuando se sabe lo que le atormenta en secreto.

-¿Estáis dispuesta a renunciar a eso?

Nasuada lo escrutó con una mirada penetrante.

-¿Piensas eliminar la maldición de Elva?

-Pienso intentarlo. Recordad que le prometí que lo haría.

-Sí, yo estaba presente. -El ruido de una silla al caer le distrajo por un instante; luego prosiguió-: Tus promesas serán nuestra condena… Elva es irreemplazable; no hay nadie que tenga sus poderes. Y el servicio que nos aporta, tal como te he dicho, vale más que una montaña de oro. He llegado incluso a pensar que, de todos nosotros, ella es la única que podría derrotar a Galbatorix por sí sola. Podría prever todos sus ataques, y gracias a tu hechizo sabría cómo combatirlos. Siempre que ello no supusiera sacrificar su vida, vencería… Por el bien de los vardenos, Eragon, por el bien de todos los habitantes de Alagaësia, ¿no podrías fingir que intentas curar a Elva?

-No -dijo él, articulando claramente, como si le ofendiera-. No lo haría ni aunque pudiera. Estaría mal. Si obligamos a Elva a seguir como está, se volverá en nuestra contra, y no la quiero como enemiga. -Hizo una pausa; luego, al ver la expresión de Nasuada, añadió-: Además, hay muchas posibilidades de que no lo consiga. Eliminar un hechizo formulado de un modo tan vago es, cuando menos, una tarea ardua… ¿Puedo sugeriros algo?

-¿Qué?

-Sed honesta con Elva. Explicadle lo que significa para los vardenos, y preguntadle si querrá seguir cargando con eso por el bien de toda la gente libre. Puede que se niegue; tiene todo el derecho a hacerlo, pero si lo hace, querrá decir que tampoco podemos fiarnos de ella. Y si acepta, será por voluntad propia.

Frunciendo ligeramente el ceño, Nasuada asintió.

-Hablaré con ella mañana. Tú también deberías estar presente, para ayudarme a persuadirla y a eliminar tu hechizo si fracasamos. Ven a mi pabellón tres horas después del amanecer.

Dicho aquello, salió y se perdió en la noche, iluminada únicamente por las antorchas. Mucho más tarde, cuando las velas ya se habían fundido en los candelabros y los aldeanos de Carvahall habían empezado a dispersarse en grupitos de dos o tres, Roran le agarró del brazo a Eragon por detrás y se lo llevó a la parte trasera de la tienda, junto a Saphira, donde los demás no pudieran oírlos.

-Lo que dijiste antes sobre Helgrind…, ¿eso fue todo? -preguntó Roran. Su mano era como una tenaza de hierro agarrada a la carne de Eragon; su mirada era dura e inquisitiva, a la vez que vulnerable como nunca.

Eragon le aguantó la mirada.

-Si confías en mí, Roran, no me vuelvas a preguntar eso nunca más. No es algo que quieras saber -le dijo.

Sin embargo, al tiempo que lo decía, sentía una profunda inquietud por tener que ocultar la existencia de Sloan a Roran y a Katrina. Sabía que era necesario defraudarle en aquel momento, pero aun así le resultaba incómodo mentir a su propia familia. Por un momento, se planteó contarle la verdad a Roran, pero luego recordó todos los motivos por los que había decidido no hacerlo y se mordió la lengua. Roran, evidentemente confundido, dudó. Luego aflojó la tenaza y soltó a Eragon.

-Confío en ti. Para eso es la familia, a fin de cuentas, ¿no? Para confiar.

-Para eso, y para matarse unos a otros.

Roran se rio y se frotó la nariz con el dedo.

-Para eso también. -Encogió sus fornidos hombros y levantó la mano para frotarse el derecho, costumbre que había adquirido desde el mordisco de los Ra'zac-. Tengo otra pregunta.

-¿Eh?

-Es un favor…, algo que te quiero pedir. -Puso una sonrisa picara y se encogió de hombros-. Nunca pensé que te hablaría de algo así. Eres más joven que yo, apenas has llegado a la edad adulta y, por si fuera poco, eres mi primo.

-¿Hablarme de qué? Déjate de rodeos.

-De matrimonio -dijo Roran, y levantó la barbilla-. ¿Quieres casarnos a Katrina y a mí? Me gustaría que lo hicieras, y aunque no he querido comentárselo a ella hasta obtener tu respuesta, sé que para Katrina sería un honor y que supondría una gran alegría que consintieras en unirnos en matrimonio.

Anonadado, Eragon se quedó sin palabras. Por fin consiguió balbucir algo.

-¿Yo? -tartamudeó-. Me encantaría, desde luego, pero… -dijo a trompicones-. ¿Yo? ¿Realmente es lo que quieres? Estoy seguro de que Nasuada accedería a casaros… Podríais optar incluso a que lo hiciera el rey Orrin… ¡Un rey de verdad! El accedería con mucho gusto a presidir la ceremonia, si eso le sirve para ganarse mis favores.

-Quiero que lo hagas tú, Eragon -dijo Roran, y le dio una palmada en el hombro-. Tú eres Jinete, y además eres la única persona en el mundo con quien comparto la sangre; Murtagh no cuenta. No se me ocurre nadie mejor para sellar el vínculo entre ella y yo.

-Entonces lo haré -dijo Eragon, que se quedó sin aire cuando Roran lo abrazó y lo estrujó con aquella fuerza prodigiosa.

Jadeó ligeramente cuando lo soltó; luego, una vez recuperado el resuello, dijo:

-Pero ¿cuándo? Nasuada tiene una misión para mí. No sé aún qué será, pero me imagino que me tendrá ocupado un buen tiempo. Así pues…, ¿quizá el mes que viene, si las circunstancias lo permiten?

Roran se encogió y sacudió la cabeza como un buey agitando los cuernos a través de una zarza.

-¿Qué tal pasado mañana?

-¿Tan pronto? ¿No estás corriendo un poco? Apenas tendremos tiempo para preparaciones. La gente pensará que es algo raro.

Roran se irguió y las venas de las manos se le hincharon al abrir y cerrar los puños.

-No puedo esperar. Si no nos casamos, y rápidamente, las viejas tendrán algo mucho más interesante que mi impaciencia de lo que cotillear. ¿ Lo entiendes?

Eragon tardó un momento en comprender lo que quería decir Roran, pero cuando lo hizo, no pudo evitar que una gran sonrisa le cruzara el rostro. «¡Roran va a ser padre!», pensó.

-Creo que sí -respondió, sin dejar de sonreír-. Que sea pasado mañana -dijo, resoplando.

Roran volvió a abrazarlo, dándole palmadas en la espalda, hasta que Eragon se liberó, no sin dificultad.

-Estoy en deuda contigo -dijo Roran, con una mueca-. Gracias. Ahora tengo que contárselo a Katrina, y tendremos que hacer todo lo necesario para preparar un banquete de bodas. Te diré la hora exacta en cuanto lo decidamos.

-Me parece muy bien.

Roran empezó a caminar hacia la tienda; luego se dio media vuelta y alzó los brazos al aire, como si quisiera agarrar el mundo entero y llevárselo al pecho.

-¡Eragon, voy a casarme!

Entre risas, su amigo le saludó con la mano.

-¡Venga, tontorrón! ¡Te estará esperando!

Eragon se montó en Saphira en cuanto la abertura de la tienda se cerró tras Roran.

-¿Blódhgarm? -llamó. Silencioso como una sombra, el elfo apareció de pronto, con los ojos amarillos brillando como brasas-. Saphira y yo vamos a volar un poco. Nos encontraremos en mi tienda.

-Asesino de Sombra -respondió Blódhgarm, y ladeó la cabeza.

Entonces Saphira levantó sus enormes alas, se dio impulso con tres pasos y se lanzó sobre las filas de tiendas, que se agitaron azotadas por el viento que creó al mover sus alas con gran fuerza y rapidez. Con los movimientos de su cuerpo zarandeó a Eragon, que se agarró a la púa que tenía delante para no caer. Saphira ascendió en una espiral por encima de las titilantes luces del campamento hasta que se convirtieron en un manchón borroso de luz, minúsculo en comparación con el oscuro paisaje que lo rodeaba. Allí permaneció, flotando entre el cielo y la tierra, y todo quedó en silencio.

Eragon apoyó la cabeza sobre el cuello de ella y se quedó mirando la franja de polvo de estrellas que se extendía de un lado al otro del cielo.

Descansa si quieres, pequeño -dijo Saphira-. No dejaré que te caigas.

Y él descansó. Le vinieron a la mente imágenes de una ciudad circular de piedra situada en el centro de una llanura infinita y de una niña que vagaba por las estrechas y sinuosas callejuelas sin dejar de cantar una inquietante melodía.

Y la noche fue dando paso a la mañana.