Eragón contempló la oscura torre de piedra en la que se ocultaban los monstruos que habían matado a su tío Garrow.


Estaba estirado boca abajo, al borde de una polvorienta colina salpicada de matojos, zarzas y unos cactus redondos. Los ásperos tallos de las plantas muertas le pinchaban en las manos al intentar ganar centímetros para tener una mejor visión de Helgrind, que se alzaba sobre el terreno como una daga negra que surgiera de las entrañas de la tierra.

El sol del atardecer caía sobre las colinas bajas arrojando unas sombras largas y estrechas y, muy al oeste, iluminaba la superficie del lago Leona, que convertía el horizonte en una ondulada franja dorada.

A su izquierda, Eragon oyó la respiración rítmica de su primo Roran, que estaba estirado a su lado. A Eragon, el soplo de la brisa, inaudible en condiciones normales, le parecía un sonido prodigiosamente intenso, gracias al oído excepcional que había desarrollado, uno de los muchos cambios que le había aportado su experiencia durante el Agaetí Blódhren, la Celebración del Juramento de Sangre de los elfos.

No prestó demasiada atención a lo que ahora le parecía una columna de personas avanzando lentamente hacia los pies de Helgrind, aparentemente procedentes de la ciudad de Dras-Leona, a kilómetros de allí. Un contingente de veinticuatro hombres y mujeres, vestidos con gruesas túnicas de cuero, encabezaban la columna. El grupo avanzaba con un paso irregular: cojeaban, correteaban, arrastraban los pies y se tambaleaban; se apoyaban en bastones o usaban los brazos para potenciar el avance de sus cortas piernas. Eragon se dio cuenta de que aquellas contorsiones eran obligadas, puesto que a todos y a cada uno de los veinticuatro les faltaba una pierna o un brazo, o alguna combinación de ambas extremidades. El líder estaba sentado, erguido, sobre una parihuela transportada por seis grasientos esclavos, posición que a Eragon le pareció un logro bastante considerable, teniendo en cuenta que el hombre -o la mujer, no se distinguía- era únicamente un torso y una cabeza, sobre la que surgía un decorativo penacho de piel de un metro de altura.

-Los sacerdotes de Helgrind -murmuró.

-¿Saben usar la magia? -preguntó Roran.

-Puede que sí. No me atrevo a explorar Helgrind con la mente hasta que se vayan, ya que si alguno de ellos «fuera» mago, percibiría mi incursión, por leve que fuera, y eso les revelaría nuestra presencia.

Tras los sacerdotes marchaba penosamente una fila doble de jóvenes envueltos en tela dorada. Cada uno llevaba un marco metálico rectangular atravesado por doce barrotes horizontales de los que colgaban campanas de hierro del tamaño de un colinabo. La mitad de los jóvenes sacudía vigorosamente el marco cuando avanzaba con el pie derecho, y hacían que los badajos golpearan las campanas de hierro, que emitían un lúgubre tañido que resonaba por las colinas; la otra mitad sacudía sus marcos al echar adelante el pie izquierdo, lo que provocaba una dolorosa cacofonía de notas. Los acólitos acompañaban el sonido de las campanas con sus propios lamentos, gimiendo y gritando en un arrebato extático.

Cerraba la grotesca procesión una estela de habitantes de Dras-Leona: nobles, mercaderes, comerciantes, varios militares de alto rango y una variopinta colección de ciudadanos menos afortunados, como obreros, vagabundos y soldados de a pie. Eragon se preguntó si el gobernador de Dras-Leona, Marcus Tábor, estaría entre ellos.

Hicieron una parada al borde del escarpado pedregal que bordeaba Helgrind y los sacerdotes se reunieron a ambos lados de una roca de color rojizo con la cima brillante. Cuando toda la columna se hubo colocado, inmóvil, ante el rústico altar, la criatura que iba sobre la parihuela se agitó y empezó a cantar con una voz tan discordante como el tañido de las campanas. Las declamaciones del chamán le llegaban interrumpidas una y otra vez por las ráfagas de viento, pero Eragon captó fragmentos en idioma antiguo -alterado con una curiosa pronunciación- salpicado de palabras en la lengua de los enanos y en la de los úrgalos, todo ello combinado con un arcaico dialecto de la lengua del propio Eragon. Lo que entendió le provocó un escalofrío, ya que el sermón hablaba de cosas de las que más valdría no saber nada, de un odio enconado que había macerado durante siglos en los oscuros recovecos del corazón de las personas para luego, en ausencia de los Jinetes, desembocar en sangre, en locura y en malsanos rituales celebrados bajo una luna negra.

Al final de aquella depravada oración, dos de los sacerdotes secundarios se adelantaron e izaron a su maestro -o maestra, era difícil saberlo- desde la parihuela hasta la superficie del altar. A continuación, el Sumo Sacerdote emitió una breve orden. Dos hojas de acero idénticas brillaron como estrellas al elevarse y caer. De los hombros del Sumo Sacerdote manaron sendos regueros de sangre, que fluían por el torso cubierto de cuero hasta cruzar la roca y derramarse por entre la grava del suelo.

Otros dos sacerdotes saltaron hacia delante para recoger el líquido escarlata en cálices que, una vez llenos hasta el borde, se distribuyeron entre los miembros de la congregación, que bebieron de ellos con avidez.

-Gar -susurró Roran-. ¡Olvidaste mencionar que esos carniceros errantes, esos chupasangre idólatras y alucinados, eran «caníbales»!

-En realidad no lo son. No se comen la carne.

Cuando todos los asistentes hubieron saciado su sed, los solícitos novicios devolvieron al Sumo Sacerdote a la parihuela y vendaron los hombros de la criatura con tiras de tela blanca. Las vendas enseguida quedaron manchadas de sangre.

No parecía que las heridas tuvieran ningún efecto sobre el Sumo Sacerdote, ya que el mutilado personaje se volvió hacia los devotos con aquellos labios de color rojo grosella y les dijo:

-Ahora sois realmente mis hermanos, al haber probado la savia de mis venas aquí, a la sombra del todopoderoso Helgrind. La sangre llama a la sangre, y si vuestra familia necesitara ayuda, haced todo lo que podáis por la Iglesia y por todo el que reconoce el poder de nuestro Señor del Miedo… Para afirmar y reafirmar nuestra fidelidad al Triunvirato, recitad conmigo los Nueve Juramentos… «Por Gorm, Ilda, y Fell Angvara, juramos rendir homenaje por lo menos tres veces al mes, en la hora previa al ocaso, y efectuar luego una ofrenda de nosotros mismos para aplacar el hambre implacable de nuestro grande y terrible Señor… Juramos observar las Escrituras tal como se nos presentan en el libro de Tosk… Juramos llevar siempre a nuestro Bregnir en el cuerpo y abstenernos por siempre de los doce de doce y del contacto de una cuerda de nudos, por si estuviera corrupta…».

Una violenta ráfaga de viento oscureció el resto de la declaración del Sumo Sacerdote. A continuación, Eragon vio que los que escuchaban sacaban un pequeño cuchillo curvo y, uno por uno, se cortaban en la parte interior del codo y mojaban el altar con un chorro de su sangre.

Unos minutos más tarde, la fuerte brisa remitió y Eragon volvió a oír al sacerdote:

-… y esas cosas, todo el tiempo que deseéis, se os darán como recompensa por vuestra obediencia… Nuestra oración ha terminado. ¡No obstante, si alguno de entre vosotros es lo suficientemente valiente como para demostrar la verdadera profundidad de su fe, que se muestre ante nosotros!

La tensión se extendió por entre los presentes, que se echaban hacia delante, absortos: aparentemente, aquél era el momento que estaban esperando. Se hizo un largo silencio en el que parecía que iban a quedar decepcionados, pero de pronto uno de los acólitos se desmarcó y gritó:

-¡Yo lo haré!

Con un rugido de voces complacidas, sus hermanos empezaron a hacer sonar las campanas con un tañido rápido y salvaje, contagiando a toda la congregación de un frenesí tal que empezaron a saltar y aullar descontroladamente. A pesar de la repulsión que le provocaba la escena, en el corazón de Eragon se despertó un atisbo de emoción primitiva y brutal.

El joven, de pelo oscuro, se despojó de su túnica dorada, bajo la que llevaba únicamente unos pantalones de cuero, y saltó a lo alto del altar. Chapoteaba entre charcos de color rubí. Se puso de cara a Helgrind y empezó a temblar y a tambalearse como si estuviera poseído, al ritmo del tañido de las crueles campanas de hierro. La cabeza le daba bandazos a ambos lados del cuello. Una espuma le asomó por la comisura de los labios, y agitaba los brazos como serpientes. Estaba bañado en sudor, cosa que le hacía brillar como una estatua de bronce a la luz del ocaso.

Muy pronto las campanas adoptaron un ritmo desquiciante en el que las notas se sobreponían unas a otras, punto en el cual el joven echó una mano hacia atrás. Un sacerdote depositó en ella el mango de un extraño utensilio: un arma de un solo filo, de medio metro de longitud, de espiga completa, con la empuñadura escamada, una corta guarda cruzada y una hoja ancha y plana que se iba ensanchando hasta acabar en un festón al final, forma que recordaba el ala de un dragón. Era una herramienta diseñada con un único fin: atravesar armadura, piel, músculos y huesos como quien corta un odre de vino.

El joven alzó el arma orientándola hacia el pico más alto de Helgrind. Luego hincó una rodilla y, con un grito incoherente, dejó caer la hoja contra su muñeca derecha. La sangre roció las rocas tras el altar.

Eragon hizo una mueca y apartó la mirada, pero no pudo evitar oír los penetrantes gritos del joven. No era algo que Eragon no hubiera visto en la batalla, pero le parecía inaceptable la automutilación, cuando era tan fácil de por sí quedar desfigurado en el día a día.

Los hierbajos crujieron entre sí con el movimiento de Roran, que emitió una maldición ininteligible y luego volvió a permanecer en silencio.

Mientras un sacerdote se ocupaba de la herida del joven -conteniendo la hemorragia con un hechizo-, un acólito liberó a dos esclavos portadores de la parihuela del Sumo Sacerdote y los encadenó por los tobillos a un aro de hierro incrustado en el altar. A continuación se sacaron una serie de paquetes de debajo de las túnicas y fueron apilándolos en el suelo, fuera del alcance de los esclavos.

La ceremonia se acabó, y los sacerdotes y su séquito partieron de Helgrind en dirección a Dras-Leona, gimoteando y haciendo sonar las campanas durante todo el camino. El fanático manco ahora avanzaba justo por detrás del Sumo Sacerdote.

Una sonrisa beatífica le atravesaba el rostro.

-Bueno -dijo Eragon, y soltó el aire contenido al ver que la columna desaparecía tras una colina a lo lejos.

-¿Bueno qué?

-He viajado con enanos y con elfos y nunca he visto que hicieran nada tan raro como esos humanos.

-Son tan monstruosos como los Ra'zac -dijo Roran, que señaló hacia Helgrind con un gesto de la cabeza-. ¿ Puedes ver ya si Katrina está ahí?

-Lo intentaré. Pero puede que tengamos que salir corriendo.

Eragon cerró los ojos y fue extendiendo lentamente el alcance de su conciencia, moviéndose de la mente de un ser vivo a otra, como un reguero de agua extendiendo sus tentáculos por entre la arena. Entró en contacto con abigarradas colonias de insectos desarrollando su frenética actividad, lagartos y serpientes ocultos entre las cálidas rocas, diversas especies de pájaros cantores y numerosos mamíferos de pequeño tamaño. Todos los animales estaban muy activos, preparándose para el ayuno nocturno, retirándose a sus madrigueras respectivas, o, en el caso de los nocturnos, bostezando, estirándose y preparándose para la caza y la rapiña.

Al igual que los demás sentidos, la capacidad de Eragon de entrar en contacto con el pensamiento de otros seres disminuía con la distancia. Cuando su sonda psíquica alcanzó la base de Helgrind, ya sólo percibía a los animales más grandes, y de manera muy leve.

Siguió avanzando con precaución, preparado para retirarse a toda prisa si por casualidad rozaba con el pensamiento la mente de sus presas: los Ra'zac o sus familiares o sus monturas, los gigantescos Lethrblaka. Eragon estaba dispuesto a exponerse de este modo sólo porque la raza de los Ra'zac no era capaz de usar la magia, y no creía que fueran quebrantamentes: seres sin poderes mágicos pero entrenados para combatir con telepatía. Los Ra'zac y los Lethrblaka no necesitaban esos trucos cuando sólo con un bufido dejaban aturdidos a los hombres más fuertes, y aunque con su exploración mental Eragon se arriesgaba a que lo descubrieran, él, Roran y Saphira tenían que saber sí los Ra'zac habían apresado a Katrina -la amada de Roran- en Helgrind, ya que la respuesta determinaría si su misión debía ser de rescate o de captura e interrogatorio.

Eragon buscó a fondo y con empeño. Cuando volvió en sí, Roran lo contemplaba con la expresión de un lobo famélico. Sus ojos grises ardían con una mezcla de rabia, esperanza y desespero tales que parecía que sus emociones fueran a estallar y prender fuego a todo lo que hubiera alrededor, con una llamarada de inimaginable intensidad, capaz de fundir hasta las propias rocas.

Eragon lo entendía muy bien.

El padre de Katrina, el carnicero Sloan, había traicionado a Roran y lo había entregado a los Ra'zac. Estos no habían conseguido capturarlo, pero en su lugar apresaron a Katrina en el dormitorio de Roran y se la llevaron del valle de Palancar sin preocuparse de los habitantes de Carvahall, de los que se ocuparían los soldados de Galbatorix, matándolos o apresándolos. Roran no podía ir tras Katrina, pero convenció justo a tiempo a sus vecinos para que abandonaran sus hogares y le siguieran, atravesando las Vertebradas y siguiendo luego hacia el sur por la costa de Alagaësia, donde unirían sus fuerzas con las de los rebeldes vardenos. Las dificultades que tuvieron que superar habían sido muchas y terribles. Pero por tortuoso que hubiera sido el camino, había acabado reuniendo a Roran con Eragon, que sabía dónde se encontraba la guarida de los Ra'zac y que le había prometido ayuda para salvar a Katrina.

Roran lo había conseguido, como le explicaría posteriormente, porque la intensidad de su pasión le había llevado a extremos temidos y evitados por otros, lo que le había permitido confundir a sus enemigos.

Un fervor similar había invadido a Eragon en aquel momento.

Si alguno de sus seres queridos estuviera en peligro se habría lanzado a la acción sin importarle lo más mínimo su propia seguridad. Quería a Roran como a un hermano, y dado que éste debía casarse con Katrina, Eragon la consideraba también parte de la familia. Ese concepto le parecía aún más importante teniendo en cuenta que Eragon y Roran eran los últimos representantes de su línea familiar. Había renunciado a todo vínculo con su hermano de sangre, Murtagh, así que los únicos familiares que les quedaban, tanto a él como a Roran, eran ellos mismos, y ahora Katrina.

Los nobles sentimientos de parentesco no eran la única fuerza que impulsaba a la pareja. Otro objetivo les tenía obsesionados: la venganza. Incluso cuando planeaban cómo arrancar a Katrina de las garras de los Ra'zac, los dos guerreros -tanto el hombre mortal como el Jinete de Dragón- pensaban en el modo de matar a los antinaturales siervos del rey Galbatorix por haber torturado y matado a Garrow, el padre de Roran, que había sido como un padre también para Eragon.

Así pues, la inteligencia de la que hacía gala Eragon también la había desarrollado Roran.

-Creo que la he sentido -dijo-. Es difícil estar seguro, porque estamos muy lejos de Helgrind y nunca le había tocado el pensamiento antes, pero creo que está en ese pico abandonado, escondida en algún lugar cerca de la cima.

-¿Está enferma? ¿Está herida? Vamos, Eragon, no me lo ocultes: ¿le han hecho daño?

-Ahora mismo no siente dolor. No puedo decirte más, ya que he tenido que usar toda mi fuerza para reconocer el aura de su conciencia; no he podido comunicar con ella.

Eragon se calló; había detectado otra presencia, cuya identidad sospechaba y que, de confirmarse, supondría un gran problema.

-Lo que no he encontrado ha sido a los Ra'zac o a los Lethrblaka. Aunque de algún modo he evitado a los Ra'zac, su parentela es tan amplia que su fuerza vital debería brillar como mil lámparas, casi como la de Saphira. Aparte de Katrina y otros tenues reflejos de luz, Helgrind está negro, absolutamente negro.

Roran frunció el ceño, apretó el puño izquierdo y miró hacia la montaña de roca que se desvanecía en la oscuridad envuelta por unas sombras púrpuras. Entonces, con una voz baja y neutra, como si hablara para sí, dijo:

-No importa si tienes o no razón.

-¿Y eso?

-Esta noche no debemos atacar: por la noche es cuando los Ra'zac son más fuertes y, si están cerca, sería estúpido enfrentarse a ellos estando en desventaja. ¿De acuerdo?

-Sí.

-Así que más vale esperar al amanecer -concluyó. Hizo un gesto hacia los esclavos encadenados al macabro altar-. Si esos pobres desgraciados ya no están, sabremos que los Ra'zac están aquí, y procederemos como hemos planeado. Si no, maldecimos nuestra mala suerte por permitir que se nos escaparan, liberamos a los esclavos, rescatamos a Katrina y volvemos volando con ella junto a los vardenos antes de que Murtagh nos atrape. De cualquier modo, dudo que los Ra'zac dejen a Katrina sola mucho tiempo, ya que Galbatorix quiere que la mantengan con vida para utilizarla en mi contra.

Eragon asintió. El querría liberar a los esclavos enseguida, pero si lo hacía podía alertar a sus enemigos de que había pasado algo. Y si los Ra'zac acudían en busca de su cena, él y Saphira no podrían hacer nada para evitar que se llevaran a los esclavos. Una batalla a campo abierto entre un dragón y criaturas como los Lethrblaka atraería la atención de todo hombre, mujer o niño en muchas leguas a la redonda. Y Eragon no creía que él, Saphira y Roran pudieran sobrevivir si Galbatorix se enteraba de que se movían a solas por su imperio.

Echó un vistazo a los hombres encadenados. «Por su bien, espero que los Ra'zac estén en el otro extremo de Alagaësia o, por lo menos, que los Ra'zac no tengan hambre esta noche», pensó.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, Eragon y Roran empezaron a bajar arrastrándose de la escarpadura de la colina tras la que se ocultaban. A los pies de la colina se pusieron de cuclillas, se giraron y, sin levantarse del todo, atravesaron el espacio entre las dos filas de colinas a la carrera. El suave valle fue convirtiéndose gradualmente en una estrecha garganta recortada, flanqueada por inestables losas de pizarra.

Eragon levantó la mirada por entre los retorcidos enebros que crecían en la garganta y, a través de sus agujas, vio las primeras estrellas que decoraban un cielo aterciopelado. Parecían frías y afiladas, como brillantes témpanos de hielo. Bajó la vista y se dedicó a mirar dónde ponía los pies, mientras ambos continuaban su carrera al sur en dirección a su campamento.