Una vez guardado convenientemente el ejemplar del Domia abr Wyrda en la tienda, Eragon se dirigió a la armería de los vardenos, un gran pabellón abierto lleno de soportes cargados de lanzas, espadas, picas, arcos y ballestas. Había cajones llenos de montones de escudos y accesorios de cuero. Las cotas, túnicas, tocas y calzas colgaban de percheros de madera. Cientos de cascos cónicos brillaban como plata bruñida. A los lados del pabellón se amontonaban los fardos de flechas, y en medio había un equipo de arqueros muy ocupados reparando flechas a las que se les habían estropeado las plumas durante la batalla de los Llanos Ardientes. Un flujo constante de hombres entraban y salían del pabellón: algunos traían armas y armaduras para reparar, otros portaban nuevas adquisiciones que querían adaptar, y otros se llevaban material a diferentes partes del campamento. Aparentemente todos gritaban a pleno pulmón. Y en el centro de todo aquel jaleo estaba el hombre que Eragon quería ver: Fredric, el maestro armero de los vardenos.


Blódhgarm acompañó a Eragon a través del pabellón, hasta llegar a Fredric. En cuanto pusieron el pie bajo el techo de lona, los hombres de su interior se callaron y fijaron los ojos en ellos dos. Luego retomaron su actividad, aunque de un modo más sigiloso y con la voz más baja. Fredric levantó un brazo a modo de saludo y se les acercó a toda prisa. Como siempre, llevaba su armadura de piel de buey -que tenía un olor casi tan ofensivo como el que debía de tener el animal en vida- y un enorme mandoble cruzado a la espalda, con la empuñadura que sobresalía por encima de su hombro derecho.

-¡Asesino de Sombra! -rugió-. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

-Necesito una espada.

A través de la barba de Fredric apareció una sonrisa.

-¡Ah, me preguntaba si vendrías a visitarme por eso! Cuando te pusiste en marcha hacia Helgrind sin una espada al cinto pensé que…, bueno, que quizá ya estuvieras por encima de todo eso. A lo mejor ya puedes librar todas tus batallas sólo con la magia.

-No, aún no.

-Bueno, no puedo decir que lo sienta. Todo el mundo necesita una buena espada, por muy bueno que se sea con los conjuros. Al final, todo acaba decidiéndose acero contra acero. Tú espera y verás: así es como se resolverá la lucha contra el Imperio, con una punta de espada clavada en el corazón de ese maldito de Galbatorix. ¡Ja! Me apostaría el sueldo de un año a que incluso Galbatorix tiene una espada propia y que también la usa, a pesar de que sea capaz de degollar a cualquiera como un pescado moviendo un solo dedo. No hay nada comparable a la sensación de un buen acero en la mano.

Mientras hablaba, Fredric los acompañó hacia un muestrario de espadas apartado de los demás.

-¿Qué tipo de espada buscas? -preguntó-. Zar'roc era de una mano, si recuerdo bien. Con una hoja de unos dos dedos de ancho, dos de los míos, en cualquier caso, y con una forma que permitía tanto el corte como la estocada, ¿verdad? -Eragon le indicó que sí, y el maestro armero soltó un gruñido y empezó a sacar espadas del soporte y a agitarlas al aire para después volver a ponerlas en su sitio, aparentemente insatisfecho-. Las hojas de los elfos suelen ser más finas y ligeras que las nuestras o las de los enanos, debido a los hechizos que usan para forjar el acero. Si hiciéramos las nuestras tan delicadas como las de ellos, tras un minuto de lucha se doblarían, se romperían o se astillarían tanto que no servirían ni para cortar queso fresco. -Sus ojos se posaron en Blódhgarm-. ¿No es así, elfo?

-Exactamente como tú dices, humano -respondió Blódhgarm con una voz perfectamente modulada.

Fredric asintió y examinó el filo de otra espada, luego resopló y volvió a dejarla en el soporte.

-Y eso significa que cualquier espada que escojas probablemente te pesará más de lo que estás acostumbrado. Eso no debería suponerte una gran dificultad, pero el peso de más podría retrasar tus golpes.

-Te agradezco la advertencia -dijo Eragon.

-De nada -respondió Fredric-. Para eso estoy: para evitar el mayor número posible de muertes entre los vardenos y para ayudarlos a matar a todos los soldados de Galbatorix que sea posible. Es un buen trabajo.

Se alejó del soporte y se dirigió a otro oculto tras un montón de escudos rectangulares.

-Encontrar la espada ideal para alguien es en sí mismo un arte.

Una espada debe sentirse como la extensión del propio brazo, como si hubiera crecido de tu propia carne. No deberías tener que pensar en cómo quieres que se mueva; simplemente deberías moverla instintivamente, como una garceta el pico o un dragón las garras. La espada perfecta es el reflejo de la intención del guerrero: lo que tú quieres, ella lo hace.

-Hablas igual que un poeta.

Con aire de modestia, Fredric encogió ligeramente los hombros.

-Llevo veintiséis años escogiendo armas para quienes entran en combate. Se te va metiendo en los huesos y, al cabo de un tiempo te hace pensar en el destino y en si ese jovencito que enviaste a la guerra con una pica con gancho aún estará vivo, o si habrías hecho mejor en darle una maza. -Fredric se detuvo con una mano colocada sobre la espada del centro de un soporte y se quedó mirando a Eragon-. ¿ Prefieres luchar con o sin escudo?

-Con -dijo Eragon-. Pero no puedo llevarlo encima todo el rato. Y da la impresión de que nunca tienes el escudo a mano cuando te atacan.

Fredric tocó la empuñadura de la espada y luego se mesó la barba.

-¡Umpf! Así que necesitas una espada que puedas usar sola pero que no sea demasiado larga, para que puedas usarla con cualquier tipo de escudo, desde uno de puño a uno de cuerpo entero. Eso significa una espada de longitud media, fácil de sostener con una mano. Tiene que ser una hoja que puedas llevar en cualquier ocasión, lo suficientemente elegante para una coronación y lo suficientemente dura como para repeler a más de un kull. -Hizo una mueca-. No es natural, eso que ha hecho Nasuada de aliarse con esos monstruos. No puede durar. No estamos hechos para entremezclarnos… -Sacudió la cabeza-. Es una pena que sólo quieras una espada. ¿O me equivoco?

-No. Saphira y yo viajamos demasiado para ir cargando con media docena de espadas.

-Supongo que tienes razón. Además, un guerrero como tú no suele tener más de un arma. Es la «maldición de la espada con nombre», como lo llamo yo.

-¿Y eso qué es?

Todo gran guerrero lleva una espada, suele ser una espada, que tiene nombre. O se lo pone él o, una vez ha demostrado su valor con alguna hazaña extraordinaria, se lo ponen los bardos. A partir de entonces «tiene que usar» esa espada. Es lo que se espera de él. Si aparece en una batalla sin ella, sus compañeros de armas le preguntarán por qué, y se extrañarán de que se avergüence de su éxito, sintiéndose insultados al ver que rechaza las alabanzas de las que ha sido objeto, e incluso sus enemigos insistirán en esperar hasta que lleve su famosa espada. Tú fíjate: en cuanto combatas con Murtagh o hagas alguna otra cosa memorable con tu nueva espada, los vardenos insistirán en ponerle nombre. Y a partir de entonces querrán vértela colgada del cinto. -Siguió hablando mientras pasaba a un tercer expositor-. Nunca pensé que tendría la suerte de ayudar a un Jinete a escoger su arma. ¡Qué ocasión! Es como si fuera la culminación de mi trabajo con los vardenos.

Fredric sacó una espada de su soporte y se la entregó a Eragon, giró el filo de la espada a derecha e izquierda y luego sacudió la cabeza: la forma de la empuñadura no le encajaba bien en la mano. El maestro armero no parecía decepcionado. Al contrario, el rechazo de Eragon pareció darle alas, como si disfrutara con el desafío que se le planteaba. Le presentó otra espada, y una vez más Eragon sacudió la cabeza; tenía el punto de gravedad demasiado lejos, para su gusto.

-Lo que me preocupa -dijo Fredric, volviendo al expositor- es que cualquier espada que te dé tendrá que soportar impactos que destruirían una hoja normal. Lo que necesitas es una espada hecha por los enanos. Sus herreros son los mejores, junto a los de los elfos, y a veces incluso mejores aún -precisó, mirándole a los ojos-. ¡Un momento! ¡Me he equivocado con las preguntas que te he hecho! ¿Cómo te enseñaron a bloquear y a esquivar los golpes? ¿Filo contra filo? Me parece que recuerdo que hiciste algo así cuando te enfrentaste a Arya en Farthen Dür.

-¿Y qué tiene que ver? -preguntó Eragon, frunciendo el ceño.

-¿Que qué tiene que ver? -Fredric soltó una risotada-. No quiero faltarte el respeto, Asesino de Sombra, pero si golpeas el filo de una espada contra otra, provocarás graves daños a las dos. Eso quizá no fuera un problema con una hoja encantada como la de Zar'roc, pero no puedes hacerlo con ninguna de las espadas que tengo aquí, a menos que quieras cambiar de espada después de cada batalla.

A Eragon le vinieron a la mente los bordes mellados de la espada de Murtagh, y se reprendió mentalmente por haber olvidado algo tan obvio. Se había acostumbrado a Zar'roc, que nunca perdía el brillo, nunca se desgastaba y, por lo que él sabía, era inmune a la mayoría de los hechizos. No estaba seguro siquiera de si era posible destruir la espada de un Jinete.

-No debes preocuparte; protegeré la espada con magia. ¿Tenernos que perder todo el día para conseguir un arma?

-Una pregunta más, Asesino de Sombra: ¿durará la magia indefinidamente?

-Ya que lo preguntas, no. -Eragon arrugó aún más la frente-. Sólo una elfa conoce los secretos de la fabricación de la espada de un Jinete, y nunca los ha compartido conmigo. Lo que sí puedo hacer es transferir cierta cantidad de energía a la espada. La energía evitará que quede dañada hasta que los golpes que habrían dañado la espada agoten las reservas de energía, punto en el cual la espada recuperará su estado original y, probablemente, se me romperá en las manos en cuanto reciba un golpe de mi oponente.

Fredric se rascó la barba.

-A ver si lo entiendo, Asesino de Sombra: entonces eso quiere decir que si atacas a los soldados durante mucho tiempo con tu espada, eso desgastará tus hechizos y, cuanto más fuerte golpees, antes desaparecerá el hechizo, ¿no?

-Exactamente.

-Entonces deberías evitar hacer chocar el filo contra otro filo, ya que eso mermará tu hechizo más rápidamente que cualquier otro lance.

-No tengo tiempo para eso -espetó Eragon, cada vez más impaciente-. No tengo tiempo para aprender una técnica de lucha completamente diferente. El Imperio puede atacar en cualquier momento. Tengo que concentrarme en practicar lo que ya sé hacer, no en intentar dominar toda una serie de técnicas nuevas.

Fredric dio una palmada.

-¡Entonces sé exactamente lo que necesitas!

Tras dirigirse a un arcón lleno de armas, empezó a escarbar sin dejar de hablar.

-Primero éste, luego ése, y luego veremos qué tal vamos. -Del fondo del arcón, sacó una gran maza negra con un reborde en la cabeza. Fredric dio unos golpecitos con los nudillos sobre la maza-. Con esto puedes romper espadas. Puedes destrozar mallas y agujerear cascos, y no le harás ningún daño, por muy duro que golpees.

-Es una maza -protestó Eragon-. Una maza de metal.

-¿Y qué? Con tu fuerza, puedes agitarla como si fuera un junco. Serás el terror de los campos de batalla, seguro.

Eragon sacudió la cabeza.

-No. Ir aplastando cosas no me parece el modo más indicado de luchar. Además, nunca habría podido matar a Durza atravesándole el corazón si hubiera llevado una maza en lugar de una espada.

-Entonces sólo tengo una sugerencia más, a menos que insistas en usar una hoja tradicional.

De otro extremo del pabellón, Fredric le trajo un arma que identificó como un bracamarte. Era una espada, pero no el tipo de espada al que estaba acostumbrado Eragon, aunque ya la había visto antes entre los vardenos. El bracamarte tenía un pomo bruñido en forma de disco, brillante como una moneda de plata; una corta empuñadura hecha de madera y cubierta de cuero negro; una guarda curva con una línea de runas de los enanos grabada; y una hoja de un solo filo larga como su brazo y con un fino acanalamiento a cada lado, cerca del lomo. El bracamarte trazaba una línea recta hasta los últimos quince centímetros, donde el dorso de la hoja se levantaba y formaba un pequeño pico para luego seguir una suave curva hasta la punta, afilada como una aguja. Este ensanchamiento de la hoja reducía la posibilidad de que la punta se pudiera doblar o partir al atravesar una armadura y le daba al extremo del bracamarte un aspecto de colmillo. A diferencia del mandoble, de doble filo, el bracamarte estaba hecho para sostenerse con la hoja y la guardia en perpendicular al suelo. El aspecto más curioso del arma, no obstante, estaba en el centímetro inferior de la hoja, hasta llegar al filo, que era de un gris perla, considerablemente más oscuro que el brillante acero de arriba, suave como un espejo. El punto de encuentro entre ambas superficies trazaba unas ondas que recordaban las de un pañuelo de seda agitado por el viento.

Eragon señaló hacia la banda gris.

-Eso no lo he visto nunca. ¿Qué es?

-El thriknzdal -dijo Fredric-. Lo inventaron los enanos. Templan el borde y el lomo de la espada por separado. El filo lo hacen duro, más duro de lo que nosotros nos atrevemos a hacer nuestras espadas. La parte central de la hoja y el lomo los templan de modo que el dorso del bracamarte sea más flexible que el borde, lo suficiente como para aguantar los golpes y resistir la tensión de la batalla sin fracturarse como una lima al congelarse.

-¿Los enanos tratan así todas sus hojas?

Fredric sacudió la cabeza.

-Sólo las espadas de un solo filo y las más elaboradas de doble filo -respondió. Vaciló y su mirada reflejó la duda-. Entiendes por qué he elegido esta arma para ti, ¿verdad, Asesino de Sombra?

Eragon lo entendió. Al tener la hoja en ángulo recto con el suelo, a menos que girara la muñeca, el bracamarte recibiría todos los golpes por la parte lisa de la hoja, lo que protegería el filo, reservándolo para sus ataques. Y para empuñar el bracamarte sólo tendría que ajustar ligeramente su estilo de lucha.

Eragon salió del pabellón y adoptó la posición de lucha con el bracamarte. Tras pasárselo sobre la cabeza, lo dejó caer sobre la cabeza de un enemigo imaginario; luego giró y embistió, apartó una lanza invisible, saltó seis metros a la izquierda y, en un movimiento brillante pero poco práctico, hizo girar la espada tras la espalda, pasándosela de una mano a la otra. Con la respiración y el pulso inalterados, volvió a donde le esperaban Fredric y Blódhgarm. La velocidad y el equilibrio del bracamarte le habían impresionado. No era como Zar'roc, pero aun así era una espada espléndida.

-Has elegido bien -dijo.

Fredric, no obstante, detectó ciertas reticencias, porque le respondió:

-Y, sin embargo, no estás satisfecho del todo.

Eragon hizo girar el bracamarte trazando un círculo y luego esbozó una mueca.

-Lo único que pasa es que preferiría que no tuviera el aspecto de un gran cuchillo de desollar. Me siento algo ridículo.

-Bueno, no te preocupes por las risas de tus enemigos. En cuanto les rebanes el pescuezo dejarán de reírse.

Eragon asintió, divertido.

-Me lo quedo.

-Un momento, entonces -dijo Fredric, y desapareció en el pabellón, para luego volver con una vaina decorada con volutas de plata. Le entregó la vaina a Eragon y le preguntó-: ¿Te enseñaron a afilar una espada, Asesino de Sombra? Con Zar'roc no habrás tenido necesidad, ¿ verdad?

-No -admitió Eragon-, pero no manejo mal la piedra de afilar. Puedo afilar un cuchillo tanto que, apoyando un hilo sobre el filo, se parta en dos. Además, en caso necesario siempre puedo repasar el filo usando la magia.

Fredric soltó un gruñido y se golpeó los muslos con las manos, haciendo que cayeran una docena de pelos de sus calzas de piel de buey.

-No, no: un filo fino como el de una navaja es justo lo que «no» tiene que tener una espada. El bisel tiene que ser grueso, grueso y tuerte. ¡Un guerrero ha de ser capaz de mantener su equipo en orden, y eso incluye saber cómo afilar su espada!

Entonces, allí sentados, junto al pabellón, Fredric insistió en facilitarle una nueva piedra de afilar a Eragon y en enseñarle exactamente cómo dejar el filo del bracamarte listo para la batalla. Una vez satisfecho y convencido de que Eragon podría sacarle un nuevo filo a una espada, le dijo:

-Puedes combatir con una armadura oxidada. Puedes luchar con un casco mellado. Pero si quieres volver a ver salir el sol, nunca luches con una espada roma. Si acabas de sobrevivir a una batalla y estás tan cansado como si acabaras de escalar las montañas Beor y tu espada no está afilada como ahora, no importa cómo te sientas: debes pararte en cuanto puedas, sacar tu piedra de afilar y pulirla. Del mismo modo que te ocuparías de tu caballo, o de Saphira, antes de preocuparte de tus propias necesidades, debes ocuparte de tu espada. Sin ella, no eres más que una presa indefensa para tus enemigos.

Llevaban sentados al sol de la tarde más de una hora cuando el maestro armero por fin dio por acabadas a sus instrucciones. En ese momento, una fría sombra se deslizó sobre ellos y Saphira aterrizó cerca de allí.

Has hecho tiempo -dijo Eragon-. ¡Has esperado deliberadamente para venir! Podías haberme rescatado hace un montón, pero has preferido dejarme aquí, aguantando el rollo de Fredric sobre piedras de afilar, de pulir, y sobre si el aceite de linaza es mejor que la grasa para proteger el metal del agua.

¿Y lo es?

En realidad, no. Sólo que no huele tanto. Pero ¡eso es irrelevante! ¿Por qué me has dejado aquí, soportando esta tortura?

Uno de los gruesos párpados de Saphira cayó en un lánguido guiño.

No exageres. ¿Tortura? A ti y a mí nos esperan peores torturas si no estamos debidamente preparados. Lo que te estaba diciendo el hombre de la ropa apestosa me parecía importante.

Bueno, quizá sí-concedió él.

La dragona arqueó el cuello y se lamió las garras de la pata derecha.

Después de darle las gracias a Fredric y de despedirse de él, Eragon acordó un lugar de encuentro con Blódhgarm y se ajustó el bracamarte al cinturón de Beloth el Sabio. Se subió al torso de Saphira, soltó un grito y ella, con un rugido, abrió las alas y se lanzo a volar.

Algo mareado, Eragon se agarró a la púa que tenía delante, y observó la gente y las tiendas que, por debajo de ellos, iban convirtiéndose en versiones planas y en miniatura de sí mismas. Desde lo alto, el campamento era una cuadrícula de picos triangulares grises, cuyo lado oriental quedaba sumido en la sombra, dándole a toda la extensión un aspecto de tablero de ajedrez. Las fortificaciones que rodeaban el campamento eran una sucesión de púas como las de un puercoespín; y las puntas blancas de los distantes postes brillaban a la luz del sol de poniente. La caballería del rey Orrin era una masa de puntos arremolinados en el cuadrante noroeste del campamento. Al este estaba el campamento de los úrgalos, bajo y oscuro, en medio de la gran llanura.

Se elevaron más aún.

El aire frío y puro golpeaba a Eragon en las mejillas y le quemaba los pulmones. Respiraba aspirando muy poco aire cada vez. A su lado flotaba una gruesa columna de nubes que parecían tan sólidas como nata montada. Saphira las rodeó trazando una espiral, proyectando su recortada sombra sobre aquel blanco penacho. Una ráfaga de aire húmedo cayó sobre ellos, cegando a Eragon por unos segundos y llenándole la nariz y la boca con gélidas gotitas. Jadeó y se limpió la cara.

Se elevaron por encima de las nubes.

Un águila roja les chilló al pasarles al lado.

A Saphira empezaba a costarle agitar las alas, y Eragon notaba que se le iba la cabeza. Sin mover las alas, Saphira planeó de una corriente térmica a la siguiente, manteniendo la altitud pero sin ascender más.

Eragon miró hacia abajo. Estaban tan altos que la altura había dejado de importar y las cosas del suelo ya no parecían reales. El campamento de los vardenos parecía un tablero de juego de formas irregulares, cubierto de diminutos rectángulos grises y negros. El río Jiet era una cinta plateada con borlas verdes a los lados. Al sur, las nubes sulfurosas que ascendían de los Llanos Ardientes formaban una cadena de brillantes montañas anaranjadas que albergaban sombríos monstruos que aparecían y desaparecían. Eragon enseguida evitó su mirada.

Durante cerca de media hora, se dejaron llevar por el viento, relajados y disfrutando de la reconfortante compañía que se ofrecían mutuamente. Con un hechizo inaudible, Eragon consiguió aislarse del frío. Por fin estaban juntos, solos, como lo estaban en el valle de Palancar antes de que el Imperio se hubiera entrometido en sus vidas.

Saphira fue la primera en hablar:

Somos los reyes del cielo.

Aquí, en el techo del mundo -dijo Eragon, alzando los brazos, como si desde su silla pudiera rozar las estrellas.

Virando a la izquierda, Saphira dio con una ráfaga de aire templado ascendente, pero luego volvió a equilibrarse.

Mañana casarás a Roran y a Katrina.

Qué extraño me parece. Extraño que Koran se case, y extraño que yo oficie la ceremonia… Koran, casado. Pensar en ello me hace sentir mayor. Ni siquiera nosotros, que no éramos más que unos niños hace tan poco tiempo, podemos escapar al inexorable paso del tiempo. Las generaciones pasan, y muy pronto nos tocará a nosotros mandar a nuestros hijos a la tierra, a hacer el trabajo que haya que hacer.

Eso, si conseguimos sobrevivir los próximos meses.

¡Ahí Es cierto.

Saphira se agitó al recibir el impacto de unas turbulencias. Luego se giró a mirarle y preguntó:

¿Listo?

¡Venga!

Hundiendo el morro, pegó las alas a los costados y se lanzó en picado hacia el suelo, más rápido que una flecha. Eragon se rio al sentir aquella sensación de ingravidez. Apretó las piernas contra Saphira para evitar salir despedido y luego, en un arranque de temeridad, soltó las manos y las levantó sobre la cabeza. Saphira inició una barrena y Eragon vio el disco de la tierra, bajo sus pies, que giraba como una rueda. Saphira redujo la velocidad de giro y, una vez estabilizada, se ladeó hacia la derecha hasta que quedaron boca abajo.

-¡Saphira! -gritó Eragon, y la golpeó en el lomo.

Desprendiendo una estela de humo desde el morro, Saphira se enderezó de nuevo y volvió a encarar el suelo, que estaba cada vez más cerca. A Eragon se le destaparon los oídos y se le tensó la mandíbula con el aumento de la presión. A menos de trescientos metros de altura sobre el campamento de los vardenos y a sólo unos segundos de estrellarse contra las tiendas y excavar un enorme y sangriento cráter, Saphira dejó que el viento se colara bajo sus alas. El topetazo lanzó a Eragon hacia delante, y la púa a la que se había agarrado antes casi se le clava en el ojo.

Con tres poderosos aletazos, Saphira detuvo su caída por completo. Estirando las alas, empezó a planear suavemente hacia abajo.

¡Ha sido divertidísimo! -exclamó Eragon.

No hay deporte más excitante que el vuelo, ya que si pierdes, mueres.

Ya, pero yo tengo una confianza total en tu pericia: nunca permitirías que nos estrelláramos.

Saphira se hinchó de orgullo por el cumplido. Mientras viraba hacia la tienda de Eragon, sacudió la cabeza y dijo:

Ya debería de estar acostumbrada, pero cada vez que salgo de una barrena así, el pecho y las alas me duelen tanto que a la mañana siguiente apenas puedo moverme…

Bueno, mañana no deberías tener que volar. Nuestra única obligación es la boda, y puedes ir andando -le contestó, tras darle una palmadita.

Ella resopló y aterrizó entre una nube de polvo, y derribó involuntariamente con la cola una tienda vacía.

Eragon desmontó y la dejó aseándose con seis de los elfos cerca, y con los otros seis atravesó el campamento a la carrera hasta que localizó a Gertrude, la sanadora. Ella le informó de los ritos del matrimonio que tendría que llevar a cabo al día siguiente, y los ensayó juntos para evitar embarazosos titubeos cuando llegara el momento.

Luego volvió a su tienda, se lavó la cara y se cambió de ropa, antes de salir con Saphira a cenar con el rey Orrin y su séquito, tal como había prometido.

A última hora de la noche, cuando por fin acabó el banquete, Eragon y Saphira volvieron caminando a su tienda, mirando las estrellas y charlando de lo que había sido y lo que podría ser. Y estaban contentos. Cuando llegaron a su destino, Eragon hizo una pausa y levantó la vista a Saphira, y sintió el corazón tan lleno de amor que pensó que podría parar de latir en cualquier momento.

Buenas noches, Saphira.

Buenas noches, pequeño.