A la mañana siguiente, Eragon fue detrás de su tienda, se quitó la pesada casaca y empezó a practicar una tras otra las posturas del segundo nivel del Rimgar, la serie de ejercicios que habían inventado los elfos. Enseguida se le pasó el frío. Empezó a jadear por el esfuerzo, y el sudor le cubrió los miembros, lo que hacía que resultase más difícil agarrarse los pies o las manos en posiciones tan contorsionadas que le daba la impresión de que los músculos se le iban a despegar de los huesos.


Una hora más tarde acabó con el Rimgar. Se secó las palmas de las manos con la lona de una esquina de la tienda, sacó el bracamarte y practicó el arte de la espada otros treinta minutos. Habría preferido seguir familiarizándose con la espada el resto del día -ya que sabía que su vida podía depender de su habilidad con ella-, pero la hora de la boda de Roran se acercaba y a los aldeanos les iría bien toda la ayuda disponible para completar los preparativos a tiempo.

Ya descansado, Eragon se bañó en agua fría y se vistió, y luego fue con Saphira hasta donde estaba Elain, que supervisaba la preparación del banquete de boda de Roran y Katrina. Blódhgarm y sus compañeros les siguieron unos diez metros por detrás, colándose por entre las tiendas con gran agilidad y sigilo.

-¡Ah, qué bien, Eragon! -dijo Elain-. Esperaba que vinieras.

Se quedó de pie, apoyando ambas manos contra la zona lumbar de la espalda para aliviar el peso de su embarazo. Señalando con la barbilla más allá de donde se encontraban una fila de asadores y calderos colgados sobre un lecho de brasas, un grupo de hombres que despiezaban un jabalí, tres hornos improvisados construidos de adobe y piedra y una pila de barriles, le mostró una serie de tablones apoyados en tocones, que servían de superficie de trabajo a seis mujeres, y dijo:

-Aún hay que amasar veinte hogazas de pan. ¿Te puedes encargar tú, por favor? -Luego frunció el ceño al observar los callos de sus nudillos-. Y procura no meter esos callos en la masa, ¿quieres?

Las seis mujeres que estaban frente a los tablones, entre las que se contaban Felda y Birgit, se quedaron en silencio cuando Eragon ocupó su lugar entre ellas. Los pocos intentos que hizo por iniciar una conversación fracasaron, pero al cabo de un rato, cuando ya había abandonado la esperanza de romper el hielo y estaba concentrado en amasar, volvieron a arrancar a hablar por iniciativa propia. Hablaron de Roran y de Katrina y de la suerte que tenían los dos, y de la vida de los aldeanos en el campamento, y de su viaje hasta allí, y luego, sin más preámbulos, Felda miró a Eragon y le dijo:

-Parece que tu masa está algo pegajosa. ¿ No le añadirías un poco de harina?

Eragon comprobó la consistencia de la masa.

-Tienes razón. Gracias.

Felda sonrió y, a partir de entonces, las mujeres lo integraron en su conversación.

Mientras Eragon trabajaba la cálida masa, Saphira se estiró a descansar en un campo de hierba cercano. Los niños de Carvahall jugaban a su alrededor y se le subían encima, soltando ruidosas carcajadas que destacaban sobre el ruido sordo de las voces de los adultos. Cuando un par de perros sarnosos se pusieron a ladrar a Saphira, ésta levantó la cabeza del suelo y les gruñó. Los perros huyeron gimoteando.

Todos los que estaban en el claro eran personas que Eragon había conocido durante su infancia. Horst y Fisk estaban al otro lado de los asadores, construyendo mesas para el banquete. Kiselt se estaba lavando la sangre del jabalí de los brazos. Albriech, Baldor, Mandel y otros jóvenes cargaban postes decorados con cintas hacia la loma donde deseaban casarse Roran y Katrina. El tabernero Morn estaba mezclando la bebida de la boda con su esposa, Tara, que le sostenía tres botellones y un barril. A unos cien metros, Roran le gritaba algo a un mulero que intentaba pasar con su carga a través del claro. Loring, Delwin y el niño Nolfavrell lo observaban de cerca. Maldiciendo en voz alta, Roran agarró el arnés de la mula que iba en cabeza para nacer girar a los animales. A Eragon le divirtió aquella imagen; nunca había visto a su primo tan nervioso, ni con tan poco aguante.

-Los nervios del poderoso guerrero antes de la contienda -observó Isold, una de las seis mujeres que estaban con Eragon. El grupo se rio.

-A lo mejor -propuso Birgit, vertiendo agua en la harina- le Preocupa que la espada se le doble en el combate.

Las mujeres estallaron en carcajadas. Eragon se sonrojó. Mantuvo la mirada fija en la masa que tenía delante y aceleró el ritmo del amasado. Las bromas picantes eran frecuentes en las bodas, y él las había disfrutado anteriormente, pero oírlas en referencia a su primo le resultaba desconcertante.

Los que no podrían estar en la boda estaban tan presentes en la mente de Eragon como los que asistirían: Byrd, Quimby, Parr, Hida, el joven Elmund, Kelby y los otros que habían muerto por culpa del imperio; se acordó de todos ellos. Pero sobre todo pensó en Garrow y deseó que su tío aún estuviera vivo para poder ver a su único hijo aclamado como héroe por los aldeanos y por los vardenos, y para que le viera tomar la mano de Katrina y convertirse por fin en un hombre completo.

Cerrando los ojos, Eragon giró la cara hacia el sol del mediodía y sonrió al cielo, satisfecho. El tiempo era agradable. El aroma de la levadura, la harina, la carne asada, el vino recién servido, las sopas hirviendo, los pasteles y los dulces se extendía por todo el claro. Sus amigos y su familia estaban reunidos a su alrededor para la celebración y no por un duelo. Y de momento él estaba a salvo y Saphira también.

«Así es como tendría que ser la vida.»

Un cuerno resonó, fuerte, por todo el campamento, excepcionalmente alto.

Otra vez.

Y otra.

Todo el mundo se quedó helado, dudando de lo que significaban los tres toques.

Durante un instante, todo el campamento se quedó en silencio, salvo por los animales; luego empezaron a sonar los tambores de guerra de los vardenos. Estalló el caos. Las madres corrían en busca de sus hijos y los cocineros apagaban sus fuegos mientras el resto de los hombres y de las mujeres salían corriendo en busca de sus armas.

Eragon corrió hacia Saphira al tiempo que ella se ponía en pie. Abrió la mente y buscó con la conciencia a Blódhgarm y, una vez el elfo bajó ligeramente las defensas, le dijo:

Reuniros con nosotros en la entrada norte.

Oímos y obedecemos, Asesino de Sombra.

Eragon montó sobre Saphira de un salto. En cuanto hubo pasado la pierna al otro lado de su cuello, Saphira saltó cuatro filas de tiendas, aterrizó y luego volvió a saltar, esta vez con las alas entreabiertas, no volando, sino más bien saltando por el campamento como un gato montes que cruzara un río de aguas bravas. El impacto de cada contacto con el suelo, a Eragon le sacudía los dientes y la columna, y amenazaba con hacerle caer. Entre salto y salto, rodeados de asustados guerreros que los esquivaban, Eragon contactó con Trianna y con los otros miembros del Du Vrangr Gata, identificó la situación de cada hechicero y los organizó para la batalla.

Alguien que no era de los Du Vrangr Gata entró en contacto con sus pensamientos. Eragon retrocedió, levantando una muralla alrededor de su mente, hasta que se dio cuenta de que era Angela, la herbolaria, y permitió el contacto.

Estoy con Nasuada y con Elva -dijo ella-. Nasuada quiere que Saphira y tú os encontréis con ella en la entrada del norte…

En cuanto podamos. Sí, sí, vamos de camino. ¿Qué hay de Elva? ¿Percibe algo?

Dolor. Mucho dolor. El tuyo. El de los vardenos. El de los otros. Lo siento, ahora mismo no es muy coherente. Es demasiado para ella. Voy a dormirla hasta que acabe la violencia -respondió Angela.

Como un carpintero disponiendo sus herramientas y examinándolas antes de un nuevo proyecto, Eragon revisó las defensas que había dispuesto a su alrededor, alrededor de Saphira, de Nasuada, de Arya y de Roran. Todas parecían estar en orden.

Saphira frenó de un patinazo frente a su tienda, y creó sendos surcos en la tierra aplastada con los talones. Eragon bajó de un salto y rodó por el suelo. Dio un respingo, se puso en pie y entró a toda prisa al tiempo que se soltaba el cinturón. Dejó caer en el suelo el cinturón y el bracamarte que sostenía y rebuscó bajo su catre hasta encontrar su armadura. Sintió los fríos y pesados eslabones de su cota de malla que le pasaban alrededor de la cabeza, para posarse en los hombros con un tintineo como el de un puñado de monedas. Se colocó la protección enguatada, el casquete de cuero y luego se encajó el casco encima. Recogió el cinturón y volvió a atárselo alrededor de la cintura. Con las grebas y los brazales en la mano izquierda, introdujo el dedo meñique a través de la cincha del escudo, agarró la pesada silla de Saphira con la mano derecha y salió de la tienda como una exhalación.

Ya fuera, dejó caer la armadura ruidosamente, lanzó la silla sobre el espinazo de Saphira, entre los hombros, y se subió. Con las prisas y los nervios, por no hablar de sus temores, tuvo dificultades para atar las correas.

Saphira cambió de postura.

Date prisa. Estás tardando mucho.

¡Sí! ¡Voy todo lo rápido que puedo! ¡No me ayuda mucho que seas tan enormemente grande!

Ella gruñó.

El campamento bullía de actividad, atravesado por ruidosos torrentes de hombres y enanos que corrían hacia el norte, apresurándose a responder a la llamada de los tambores de guerra.

Eragon recogió su armadura del suelo, montó sobre Saphira y se colocó sobre la silla. Con un aletazo, un salto para coger velocidad, un remolino de aire y el amargo quejido de los brazales al chocar contra el escudo, Saphira emprendió el vuelo. Mientras iban ganando velocidad, avanzando en dirección al extremo norte del campamento, Eragon se ató las grebas a las espinillas, sujetándose a la dragona únicamente con la fuerza de las piernas. Los brazales los tenía sujetos entre la barriga y el cuerno de la silla. El escudo colgaba de una púa del cuello de Saphira. Una vez aseguradas las grebas, introdujo las piernas a través de la fila de lazadas de cuero a ambos lados de la silla y luego apretó el nudo corredizo de ambas lazadas.

Frotó con la mano el cinturón de Beloth el Sabio, y refunfuñó al recordar que lo había vaciado para curar a Saphira en Helgrind.

¡Argh! ¡Tenía que haber repuesto parte de su energía!

Todo irá bien -dijo Saphira.

Estaba aún ajustándose los brazales cuando Saphira arqueó las alas y redujo la marcha, hasta detenerse en el momento en que rebasaba la cresta de uno de los terraplenes que rodeaban el campamento. Nasuada ya estaba allí, sentada sobre su enorme caballo de batalla, Tormenta de Guerra. A su lado estaba Jórmundur, también a caballo; Arya, a pie, y los Halcones de la Noche, que ya eran una imagen habitual, dirigidos por Khagra, uno de los úrgalos que Eragon había conocido en los Llanos Ardientes. Blódhgarm y los otros elfos surgieron de entre el bosque de tiendas tras ellos y se situaron cerca de Eragon y de Saphira. De otra parte del campamento aparecieron al galope el rey Orrin y su séquito, montados en sus corceles, haciendo cabriolas al llegar cerca de Nasuada. El jefe de los enanos, Narheim, les pisaba los talones, así como tres de sus guerreros, todos ellos a lomos de ponis provistos de armadura de cuero y metal. Nar Garzhvog llegó corriendo de los campos al este, aunque el ruido de las pisadas del kull se oyó varios segundos antes de que apareciera. Nasuada dio un grito y a su orden los guardias de la entrada norte abrieron la tosca puerta de madera para permitir el acceso de Garzhvog, aunque de haberlo querido probablemente el kull habría podido echarla abajo.

-¿Quién nos desafía? -gruñó Garzhvog, que escaló el terraplén con cuatro zancadas de amplitud inhumana. Los caballos se echaron atrás al ver llegar al gigantesco úrgalo.

-Mira -señaló Nasuada.

Eragon ya estaba estudiando a sus enemigos. A unos tres kilómetros, cinco barcos de líneas elegantes, negros como el hollín, habían atracado cerca de la orilla del río Jiet. De los barcos salía un enjambre de hombres ataviados con los colores distintivos del ejército de Galbatorix. La fuerza de ataque brillaba como agua agitada por el viento a la luz del sol del verano, que se reflejaba en las espadas, las lanzas, los escudos, los cascos y las cotas de malla.

Arya se protegió los ojos del sol con la mano y echó un vistazo a los soldados:

-Yo calculo que serán entre doscientos setenta y trescientos.

-¿Por qué tan pocos? -se preguntó Jórmundur.

-Galbatorix no puede estar tan loco como para creer que puede destruirnos con un ejército tan mísero -exclamó el rey Orrin, con una mueca. Se quitó el casco, que tenía forma de corona, y se secó la frente con la esquina de su túnica-. ¡ Podríamos aniquilar a todo el grupo sin perder un solo hombre!

-Quizá -dijo Nasuada-. Quizá no.

Mascando las palabras, Garzhvog añadió:

-El Rey Dragón es un traidor y un tramposo, una bestia sin principios, pero no es débil de mente. Es astuto como una comadreja sedienta de sangre.

Los soldados se colocaron en formación y empezaron a marchar hacia los vardenos.

Un niño llegó corriendo hasta Nasuada con un mensaje. Ella se agachó desde lo alto de su silla, le escuchó y luego le despidió.

-Nar Garzhvog, tu gente está segura dentro de nuestro campamento. Están concentrados cerca de la puerta Este, listos para recibir tus órdenes.

Garzhvog emitió un gruñido, pero se quedó donde estaba.

Nasuada volvió a fijar la vista en los soldados que se acercaban.

-No veo ningún motivo para salir a su encuentro. Podemos diezmarlos con los arqueros cuando estén a tiro. Y cuando lleguen a nuestros parapetos, chocarán con las trincheras y las empalizadas. No escapará con vida ni uno -concluyó con evidente satisfacción.

-Cuando ya estén en plena acción -dijo Orrin-, mis jinetes y yo podríamos atacarlos por la espalda. Será tal sorpresa que no tendrán siquiera ocasión de defenderse.

-La evolución de la batalla podría… -empezó a responder Nasuada, pero se interrumpió cuando el duro sonido del cuerno que había anunciado la llegada de los soldados se repitió, tan fuerte que Eragon, Arya y el resto de los elfos tuvieron que taparse los oídos.

Eragon dibujó una mueca de dolor.

¿De dónde viene eso?-le preguntó a Saphira.

Más importante, diría yo, es preguntarse por qué querrían advertirnos los soldados de su ataque, si es que son ellos los responsables de ese estruendo.

A lo mejor es una maniobra de distracción, o…

Eragon se olvidó de lo que iba a decir cuando vio algo que se agitaba en la otra orilla del río Jiet, tras una cortina de sauces llorones. Rojo como un rubí bañado en sangre, rojo como un hierro candente, rojo como una brasa ardiendo de odio y de rabia, Espina se elevó por encima de los lánguidos árboles. Y a lomos del refulgente dragón estaba Murtagh con su brillante armadura de acero, blandiendo Zar'roc por encima de la cabeza.

Han venido a por nosotros -dijo Saphira.

A Eragon se le encogió el estómago, y sintió también el miedo de Saphira en forma de una sensación nauseabunda que le atravesó la mente.