En los recuerdos de Nasuada apareció una laguna: una ausencia de información sensorial tan total que no se dio cuenta de aquella carencia hasta que cayó en que Jórmundur estaba agitándole el hombro y diciéndole algo en voz alta. Tardó unos momentos en descifrar los sonidos que salían de su boca, y entonces oyó:


-¡… dejes de mirarme, demonios! ¡Así! ¡No te duermas otra vez! ¡Si lo haces, no volverás a despertarte!

-Ya puedes soltarme, Jórmundur -dijo ella, esbozando una débil sonrisa-. Ya estoy bien.

-Ya. Y mi tío Undset era un elfo.

-¿No lo era?

-¡Bah! Eres igual que tu padre: siempre despreocupada en lo que concierne a tu seguridad. Por mí, las tribus y todas sus viejas tradiciones pueden irse al diablo. Deja que te curen. No estás en condiciones de tomar decisiones.

-Por eso he esperado a que atardeciera. Mira, el sol está a punto de ponerse. Puedo descansar esta noche, y mañana estaré a punto para enfrentarme a los asuntos que requieren mi atención.

Farica apareció a su lado y se inclinó sobre Nasuada. Señora, nos ha dado un buen susto. De hecho, aún nos tienes asustados -precisó Jórmundur.

-Bueno, ya estoy mejor -dijo Nasuada, irguiéndose en la silla y procurando no hacer caso del ardor que sentía en los antebrazos-. Podéis iros los dos; estoy bien. Jórmundur, comunica a Fadawar que puede seguir gobernando su tribu, siempre que me jure lealtad como señora suya. Está muy capacitado como jefe y no quiero prescindir de él y Farica, de vuelta a tu tienda, por favor dile a Angela, la herbolaría, que preciso de sus servicios. Se ofreció a prepararme unos tónicos y unos emplastos.

-No te dejaré sola en este estado -declaró Jórmundur.

Farica asintió.

-Perdóneme, señora, pero estoy de acuerdo con él. Es peligroso.

Nasuada echó un vistazo hacia la entrada del pabellón para asegurarse de que ninguno de los Halcones de la Noche pudiera oírla, y bajó la voz hasta que se convirtió en un leve murmullo:

-No estaré sola -declaró. Jormundur levantó las cejas de golpe, y una expresión de alarma invadió el rostro de Farica-. «Nunca» estoy sola. ¿Lo entendéis?

-¿Has tomado ciertas… precauciones, mi señora? -preguntó Jormundur.

-Sí.

Sus dos cuidadores parecían incómodos ante aquella aseveración, y Jormundur pidió aclaraciones:

-Nasuada, tu seguridad es responsabilidad mía; necesito saber con qué protección adicional cuentas y quién exactamente tiene acceso a tu persona.

-No -respondió ella suavemente. Al ver que en los ojos de Jormundur se reflejaban su dolor e indignación, añadió-: No tengo duda alguna sobre tu lealtad, ni mucho menos. Pero esto es algo que tengo que guardarme para mí. Por mi propia tranquilidad, llevo una daga que nadie más puede ver: un arma oculta en la manga, si quieres llamarlo así. Considéralo una debilidad, pero no te atormentes imaginándote que mi decisión supone alguna crítica a cómo cumples con tus deberes.

-Mi señora. -Jormundur respondió con una reverencia, formalidad que casi nunca usaba con ella.

Nasuada levantó la mano, y les dio permiso para retirarse, y Jormundur y Farica se apresuraron a abandonar el pabellón rojo.

Durante un minuto largo, quizá dos, el único sonido que oyó Nasuada fue el áspero graznido de los cuervos revoloteando sobre el campamento de los vardenos. Luego, tras ella, oyó un ligero susurro, como el sonido de un ratón husmeando en busca de comida. Se giró y vio a Elva saliendo de su escondrijo por entre dos biombos, hasta la cámara principal del pabellón.

Nasuada la estudió con la mirada.

El crecimiento innatural de la niña seguía avanzando. La primera vez que la había visto, no mucho tiempo atrás, Elva tenía el aspecto de una niña de tres o cuatro años. Ahora se acercaba más a los seis. Llevaba un vestido liso y negro, salvo por unos pliegues de color púrpura en el cuello y en los hombros. Su larga y lacia melena era aún más oscura, como una profunda cascada que le caía hasta el final de la espalda. Tenía el rostro anguloso y blanco como un hueso, puesto que raramente salía al exterior. La marca de dragón que llevaba en la frente era plateada; sus ojos, aquellos ojos violetas, desprendían una mirada desencantada, cínica, resultado de la bendición de Eragon, que en realidad era una maldición, puesto que la obligaba a soportar el dolor de los demás y a intentar evitarlo. La lucha que acababa de producirse casi la había matado, sumándose a la agonía de los miles de combatientes que llevaba en la mente, aunque uno de los Du Vrangr Gata la había sumido en un letargo forzado durante todo lo que había durado la batalla para intentar protegerla. Hasta poco antes, la niña no había vuelto a hablar y a interesarse por su entorno.

Se frotó la boca carmesí con el dorso de la mano y Nasuada le preguntó:

-¿ Te has sentido mal?

-Estoy acostumbrada al dolor -respondió Elva, encogiéndose de hombros-, pero sigo sin poder resistirme al hechizo de Eragon… No soy muy impresionable, Nasuada, pero eres una mujer muy fuerte, para haber soportado tantos cortes.

Aunque Nasuada la había oído ya muchas veces, la voz de Elva aún le despertaba una sensación de alarma, ya que era la voz amarga y burlona de un adulto hastiado del mundo, no la de una niña. Procuró no pensar en ello y respondió:

-Tú eres más fuerte. Yo no he tenido que sufrir «también» el dolor de Fadawar. Gracias por permanecer a mi lado. Sé lo que te debe de haber costado, y te estoy agradecida.

-¿Agradecida? ¡Ja! Esa para mí es una palabra vacía, Señora Acosadora de la Noche. -Los pequeños labios de Elva se retorcieron componiendo una extraña sonrisa-. ¿Tienes algo de comida? Estoy muerta de hambre.

-Farica ha dejado algo de pan y vino tras esos biombos -indicó Nasuada, que señaló al otro lado del pabellón. Observó a la niña mientras se acercaba a la comida y empezaba a engullir el pan, que se metía en la boca a grandes trozos-. Por lo menos no tendrás que vivir así mucho más tiempo. En cuanto vuelva Eragon, eliminará el hechizo.

-Quizá -dijo Elva, que, tras devorar media hogaza, hizo una pausa-. Te mentí acerca de la Prueba de los Cuchillos Largos.

-¿Qué quieres decir?

-Yo vi que perderías, no que ganarías.

-¿Cómo?

-Si hubiera dejado que todo saliera como debía, te habrías derrumbado en el séptimo corte y ahora Fadawar estaría sentado donde te encuentras tú. Así que te dije lo que necesitabas oír para vencer.

Un escalofrío recorrió a Nasuada. Si lo que decía Elva era cierto, estaba más en deuda que nunca con la niña bruja. Aun así, no le gustaba que la manipularan, aunque fuera por su propio bien.

-Ya veo. Parece que debo darte las gracias una vez más.

Elva se rio con una débil carcajada:

-Y odias tener que admitirlo, ¿a que sí? No importa. No tienes que preocuparte por si me ofendes, Nasuada. Nos somos útiles la una a la otra, nada más.

Nasuada sintió cierto alivio cuando uno de los enanos de guardia ante el pabellón, el capitán de aquel cuerpo de guardia, golpeó con el martillo en el escudo y proclamó:

-Angela, la herbolaria, solicita audiencia con vos, Señora Acosadora de la Noche.

-Concedido -dijo Nasuada, elevando la voz.

Angela entró en la tienda, cargada con varias bolsas y cestas en los brazos. Como siempre, su melena rizada formaba una nube borrascosa alrededor de su rostro, que denotaba preocupación. Le seguía el hombre gato Solembum, en su forma animal. Inmediatamente se dirigió hacia Elva y empezó a frotársele contra las piernas, arqueando el lomo al mismo tiempo.

Angela depositó los bultos en el suelo, se encogió de hombros y dijo:

-Desde luego…, entre tú y Eragon, me paso la mayor parte del tiempo con los vardenos, curando a gente que no tiene el sentido común necesario para darse cuenta de que no es bueno rebanarse el cuerpo en trocitos -protestó, al tiempo que se acercaba a Nasuada y empezaba a desenrollar las vendas que envolvían su antebrazo derecho. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación-. En casos normales, aquí es cuando el sanador le pregunta al paciente cómo está, y el paciente miente entre dientes y dice: «Oh, no demasiado mal», y el sanador responde: «Bueno, bueno, pues ánimo; te recuperarás enseguida». Pero creo que es evidente que no vas a poder ponerte a dirigir campañas contra el Imperio mañana mismo. Ni mucho menos.

-Me recuperaré, ¿verdad? -preguntó Nasuada.

-Lo harías si pudiera usar la magia para cerrar esas heridas. Como no puedo, es un poco más difícil saberlo. Tendrás que sufrir como la mayoría de los mortales y esperar que ninguno de los cortes se infecte -respondió. Hizo una pausa y miró directamente a Nasuada-. Te das cuenta de que quedarán cicatrices, ¿no?

__Será lo que tenga que ser.

-Desde luego.

Nasuada refunfuñó y levantó la mirada hacia Angela mientras ésta le cosía todas las heridas para luego cubrirlas con una gruesa cataplasma de hojas húmedas. Por el rabillo del ojo vio a Solembum subiéndose a la mesa de un salto para sentarse junto a Elva. El hombre gato alargó una de sus grandes y peludas zarpas, enganchó un trozo de pan del plato de Elva y jugueteó con aquel bocado, dejando a la vista sus relucientes colmillos blancos. Los negros mechones de sus enormes orejas se agitaban al tiempo que orientaba las orejas de un lado al otro, escuchando a los guerreros que, enfundados en sus armaduras, pasaban frente al pabellón rojo.

-Barzal -murmuró Angela-. Sólo a los hombres se les ocurriría cortarse los brazos para determinar el liderazgo de la tribu. ¡Idiotas! A Nasuada le hacía daño cuando se reía, pero no pudo contenerse. -Desde luego -dijo, cuando se calmó el dolor. Justo cuando Angela acababa de fijar la última venda alrededor de los brazos de Nasuada, se oyó al capitán enano dando el alto a alguien a la puerta del pabellón; después, un coro de agudos sonidos metálicos al cruzar sus espadas los guardias humanos, que cerraron el paso a quienquiera que quisiera entrar.

Sin pararse a pensar, Nasuada sacó el pequeño cuchillo de la funda cosida en el corpiño de la camisa. Le costaba agarrar la empuñadura, ya que tenía los dedos torpes y embotados; además los músculos del brazo le respondían con lentitud. Era como si la extremidad se le hubiera dormido, salvo por las finas líneas candentes que le surcaban la piel.

Angela también sacó una daga de entre sus ropas y se colocó trente a Nasuada, murmurando algo en el idioma antiguo. Solembum bajó de un salto y se agazapó junto a Angela. Tenía el pelo erizado, por lo que parecía más grande que muchos perros. Emitió un gruñido grave.

Elva siguió comiendo, aparentemente ajena a la conmoción. Examinó el pedazo de pan que tenía entre el pulgar y el índice como podría examinar una rara especie de insecto, lo mojó en una copa de vino y luego se lo metió en la boca.

-¡Mi señora! -gritó un hombre-. ¡Eragon y Saphira se acercan rápidamente por el nordeste!

Nasuada envainó el cuchillo. Se levantó rápidamente de la silla y le dijo a Angela:

-Ayúda me a vestirme.

Angela abrió el vestido y lo sostuvo frente a Nasuada, que se situó dentro. Luego Angela guio suavemente el paso de los brazos de Nasuada por las mangas y, una vez en su sitio, se puso a atar las cintas de la espalda. Elva la ayudó. Entre las dos, la dejaron a punto en un momento.

Nasuada se inspeccionó los brazos; las vendas no se veían.

-¿Debería ocultar mis heridas o dejarlas a la vista? -preguntó.

-Eso depende -respondió Angela-. ¿ Crees que mostrarlas aumentará la consideración que tienen de ti, o que animará a tus enemigos, porque supondrán que eres débil y vulnerable? La cuestión en realidad es casi filosófica, y depende de si, al mirar a un hombre que ha perdido el dedo gordo del pie, dices: «Oh, está tullido» o «Oh, fue lo suficientemente fuerte o afortunado para evitar lesiones mayores».

-Haces unas comparaciones rarísimas.

-Gracias.

-La Prueba de los Cuchillos Largos es una prueba de fuerza -dijo Elva-. Eso es bien sabido entre los vardenos y los surdanos. ¿Estás orgullosa de tu fuerza, Nasuada?

-Cortadme las mangas -dijo Nasuada. Al ver que dudaban, insistió-: ¡Venga! Por los codos. No os preocupéis por el vestido, haré que lo reparen más tarde.

Con unos hábiles movimientos, Angela cortó los trozos indicados, después dejó la tela sobrante sobre la mesa. Nasuada levantó la barbilla.

-Por favor, Elva, si notas que estoy a punto de desmayarme, díselo a Angela para que me coja. Así pues, ¿estamos listas?

Las tres se pusieron en marcha en formación, con Nasuada a la cabeza. Solembum caminaba por su cuenta.

Al salir del pabellón rojo, el capitán enano rugió:

-¡En formación!

Los seis miembros de los Halcones de la Noche presentes formaron alrededor de la comitiva: los humanos y los enanos delante y detrás, y los enormes kull -úrgalos de casi dos metros y medio de altura- a los lados.

El ocaso extendió sus alas de oro y púrpura sobre el campamento de los vardenos, dando un aire misterioso a las filas de tiendas de lona que se extendían hasta donde no alcanzaba la vista. Las sombras, cada vez más profundas, presagiaban la llegada de la noche y ya brillaban innumerables antorchas y hogueras que iluminaban con una luz pura y brillante la cálida penumbra. El cielo al este estaba claro. Al sur, una larga nube baja de humo negro ocultaba el horizonte y los Llanos Ardientes, que estaban a legua y media de distancia. Al oeste, un largo bosque de hayas y álamos marcaba el curso del río Jiet, sobre el que flotaba el Ala de Dragón, el barco que Jeod, Roran y otros habitantes de Carvahall habían tomado al asalto. Pero Nasuada sólo miraba al norte, donde se distinguía la brillante silueta de Saphira, cada vez más cerca. Los últimos rayos del sol aún la iluminaban, rodeándola de un halo azulado. Era como un racimo de estrellas cayendo del cielo.

La imagen era tan majestuosa que Nasuada se quedó absorta por un momento, contenta de tener la suerte de poder presenciar aquello. «¡Están a salvo!», pensó, con un suspiro de alivio.

El guerrero que le había comunicado la llegada de Saphira -un hombre delgado con una gran barba descuidada- le hizo una reverencia y señaló al dragón.

-Mi señora, como podéis ver, os he dicho la verdad.

-Sí. Has hecho bien. Debes de tener una vista especialmente aguda para haber distinguido a Saphira desde tan lejos. ¿Cómo te llamas?

-Fletcher, hijo de Harden, mi señora.

-Cuentas con mi agradecimiento, Fletcher. Ya puedes volver a tu

119 puesto.

Tras una nueva reverencia, el hombre volvió al trote hacia el límite del campamento.

Con la mirada fija en Saphira, Nasuada se abrió paso entre las filas de tiendas en dirección al gran claro dispuesto como lugar de despegue y aterrizaje para Saphira. Sus guardias y acompañantes la siguieron, pero no les prestó gran atención, impaciente por encontrarse con Eragon y Saphira. Había pasado gran parte del día preocupada por ellos, no sólo como líder de los vardenos, sino también como amiga, algo que en cierta medida le sorprendía.

Saphira volaba tan rápido como cualquier halcón que hubiera podido ver Nasuada, pero aún estaba a unos kilómetros del campamento, y tardó casi diez minutos en cubrir la distancia. En aquel tiempo, una enorme multitud de guerreros se habían reunido en el claro: humanos, enanos e incluso un contingente de úrgalos de piel gris, encabezados por Nar Garzhvog, que escupía a los hombres que tenía más cerca. Entre los presentes también se encontraban el rey Orrin y su corte, que se situaron frente a Nasuada; Narheim, el embajador enano que había asumido el puesto de Orik desde que este había partido hacia Farthen Dür; Jórmundur; los otros miembros del Consejo de Ancianos; y también estaba Arya.

La espigada elfa se abrió paso entre la multitud en dirección a Nasuada. Aunque Saphira ya prácticamente estaba encima de ellos, hombres y mujeres apartaron la mirada del cielo para observar el paso de Arya, con su imponente imagen. Vestía completamente de negro, con calzas como un hombre, espada al cinto y el arco y el carcaj a la espalda. Tenía la piel del color de la miel clara y el rostro anguloso como el de un gato. Y se movía con una gracia y una agilidad que denotaban su habilidad con la espada, pero también su fuerza sobrenatural. A Nasuada siempre le había parecido que su imagen, en conjunto, tenía algo de indecente; que revelaba demasiado sus formas. Pero tenía que admitir que, aunque llevara una túnica hecha jirones, Arya seguía teniendo un aspecto más regio y digno que cualquier mortal de la nobleza.

Arya se detuvo frente a Nasuada y señaló con elegancia las heridas de sus brazos:

-Tal como dijo el poeta Earne, colocarte en el camino del dolor por el bien del pueblo y del país que amas es lo más elevado que se pueda hacer. He conocido a todos los líderes de los vardenos, y todos han sido grandes hombres y mujeres, aunque ninguno tanto como Ajihad. En esto, no obstante, estoy convencida de que le has superado incluso a él.

-Me honras, Arya, pero me temo que si brillo tanto, pocos acaben recordando a mi padre como se merece.

-Los logros de los hijos son una muestra de la educación que recibieron de sus padres. Brilla como el sol, Nasuada, ya que cuanto más intensa sea tu luz, más gente habrá que respete a Ajihad por haberte enseñado a cargar con las responsabilidades del mando a tan tierna edad.

Nasuada apreció profundamente el consejo de Arya y bajó la cabeza. Luego sonrió y dijo:

-¿A tan tierna edad? Nosotros consideraríamos que soy una mujer adulta.

-Cierto -respondió Arya, con una mirada divertida-. Pero si juzgamos por los años y no por la sabiduría, nosotros no podríamos considerar adulto a ningún humano. Salvo a Galbatorix, claro.

-Y yo -intervino Angela.

-¡Qué dices! -replicó Nasuada-. No puedes ser mucho mayor que yo.

-¡Ja! Confundes el aspecto con la edad. Deberías saber más de eso, con el tiempo que hace que conoces a Arya.

Antes de que Nasuada pudiera preguntar cuántos años tenía Angela en realidad, sintió un fuerte tirón en la parte posterior del vestido. Se giró y vio que era Elva la que se había tomado tal libertad, y que la niña le hacía señas. Nasuada se agachó y acercó el oído a la chica, que le susurró:

-Saphira no trae a Eragon.

El pecho se le tensó, y le impidió respirar bien. Miró hacia arriba: Saphira sobrevolaba el campamento en círculos, a unos cientos de metros de altura. Sus enormes alas, como de murciélago, se veían negras contra el cielo. Nasuada veía la parte inferior de la dragona, y sus talones blancos contra las escamas del vientre, pero no podía saber quién la montaba.

-¿Cómo lo sabes? -preguntó, manteniendo la voz baja.

-No siento su malestar ni sus miedos. Roran sí está ahí, y una mujer que supongo que será Katrina. Nadie más.

Estirando los brazos, Nasuada dio una palmada:

-¡Jormundur!

Jormundur, que estaba a unos diez metros, acudió a la carrera, apartando a todo el que encontraba en su camino; tenía suficiente experiencia como para saber cuándo se trataba de una emergencia:

-Mi señora.

-¡Desaloja el lugar! ¡Sacad a todo el mundo de aquí antes de que aterrice Saphira!

-¿Incluidos Orrin, Narheim y Garzhvog?

-No -dijo ella, con una mueca-. Pero no permitas que se quede nadie más. ¡Date prisa!

Mientras Jormundur empezaba a gritar sus órdenes, Arya y Angela se acercaron a Nasuada. Parecían tan alarmadas como ella.

-Saphira no estaría tan tranquila si Eragon estuviera herido o muerto -dijo Arya.

-¿Donde estará, entonces? -preguntó Nasuada-. ¿En qué lío se ha metido ahora?

Un estentóreo vocerío llenó el lugar cuando Jormundur y sus hombres ordenaron que todos volvieran a sus tiendas, levantando sus bastones con gesto amenazante cuando los guerreros se entretenían o protestaban más de la cuenta. Se produjo algún altercado, pero los oficiales de Jormundur enseguida sofocaron las escaramuzas para evitar brotes de violencia. Afortunadamente, al recibir la orden de su comandante, Garzhvog, los úrgalos se fueron sin causar problemas, y Garzhvog se dirigió hacia Nasuada, al igual que el rey Orrin y el enano Narheim.

Nasuada sintió cómo el suelo temblaba bajo sus pies cuando se le acercó aquel úrgalo de casi tres metros de altura. Levantó la huesuda barbilla, dejando a la vista la garganta, como era costumbre en su raza, y dijo:

-¿Qué significa esto, Señora Acosadora de la Noche? -La forma de su mandíbula y sus dientes, combinada con su acento, hacía que a Nasuada le costara entenderle.

-Sí, a mí también me gustaría que me dieras una explicación -le secundó Orrin, con el rostro congestionado.

-Y a mí -dijo Narheim.

A Nasuada se le ocurrió, al mirarlos, que probablemente era la primera vez en miles de años que se reunían en paz miembros de tantas razas diferentes de Alagaësia. Los únicos que faltaban eran los Ra'zac y sus monturas, y Nasuada sabía que ningún ser en su sano juicio invitaría a aquellas inmundas criaturas a sus consejos secretos. Señaló a Saphira y dijo:

-Ella os dará las respuestas que deseáis.

Justo cuando los últimos curiosos abandonaban el claro, Saphira se posó agitando las alas para detener la marcha, creando un vendaval que barrió a los presentes y aterrizando sobre sus patas traseras con un ruido sordo que resonó por todo el campamento. Bajó también las delanteras e inmediatamente Roran y Katrina se desataron de la silla y desmontaron.

Nasuada dio un paso adelante y examinó a Katrina. Tenía curiosidad por saber cómo sería la mujer que había provocado que un hombre se sometiera a tan dura prueba para rescatarla. La joven que tenía delante era de fuerte osamenta y de rostro pálido, enfermizo, con una melena de pelo cobrizo y un vestido tan sucio y destrozado que resultaba imposible determinar su aspecto original. A pesar del precio que se había cobrado su cautiverio, le pareció evidente que Katrina era bastante atractiva, pero no lo que los bardos llamarían una gran belleza. No obstante, sí poseía cierta intensidad en la mirada y un porte que le hizo pensar que si Roran hubiera sido el capturado, Katrina habría sido capaz de levantar a los habitantes de Carvahall en armas, llevarlos hasta Surda, combatir en la batalla de los Llanos Ardientes y seguir hasta Helgrind para rescatar a su amado. Ni siquiera se estremeció ni flaqueó al ver a Garzhvog, sino que se quedó allí, de pie, junto a Roran.

Roran hizo una reverencia a Nasuada y, tras girarse, también al rey Orrin.

-Mi señora -dijo, con tono grave-. Su Majestad. Si me permiten, les presento a Katrina, mi prometida -les dijo, con una reverencia.

-Sé bienvenida entre los vardenos, Katrina -dijo Nasuada-. Aquí todos hemos oído tu nombre, debido a la devoción de Roran, nada común. Las canciones sobre su amor por ti ya suenan por todo el país.

-Sed bienvenidos -añadió Orrin-. Muy, muy bienvenidos.

Nasuada observó que el rey sólo tenía ojos para Katrina, al igual que todos los hombres presentes, incluidos los enanos, y estaba segura de que, antes de que pasara la noche, estarían contando historias sobre los encantos de Katrina a sus camaradas. Lo que Roran había hecho por ella la elevaba muy por encima de las mujeres normales; la convertía en objeto de misterio, fascinación y encanto para los guerreros. El hecho de que cualquiera se sacrificara tanto por otra persona sin duda haría pensar que esa persona debía de tener un valor inestimable.

Katrina se sonrojó y sonrió.

-Gracias -dijo, ruborizada ante tantas atenciones, y en parte orgullosa por la hazaña llevada a cabo por Roran y por haber sido ella, de entre todas las mujeres de Alagaësia, la que había capturado su corazón. Roran era suyo, y aquél era el mayor tesoro o distinción que podía desear.

Nasuada sintió una punzada de soledad: «Ojalá yo tuviera lo que tienen ellos», pensó. Sus responsabilidades le impedían alimentar románticos sueños infantiles de matrimonio -ni, por supuesto, de tener niños-, a menos que se acordara un matrimonio de conveniencia por el bien de los vardenos. Había considerado repetidamente a Orrin como candidato, pero siempre le había faltado valor. Aun así, estaba contenta con lo que le había tocado vivir y no envidiaba a Katrina y a Roran por su felicidad. Lo único que le importaba era su causa: derrotar a Galbatorix era mucho más importante que algo tan insignificante como el matrimonio. Casi todo el mundo se casaba, pero ¿cuántos tenían la oportunidad de ser protagonistas en el nacimiento de una nueva era?

«Esta noche no estoy muy entera. Las heridas han provocado un revuelo en mis pensamientos, que zumban como un nido de abejas», pensó Nasuada. Se recompuso y miró detrás de Roran y Katrina, donde estaba Saphira. Nasuada abrió las barreras mentales que solía interponer para que la dragona pudiera oírle y le preguntó:

-¿Dónde está?

Con el seco entrechocar de sus escamas, Saphira se echó adelante y bajó el cuello hasta que la cabeza le quedó justo enfrente de Nasuada, Arya y Angela. El ojo izquierdo de la dragona brillaba con una llama azulada. Rebufó dos veces, y su lengua carmesí quedó a la vista. Un cálido y húmedo aliento hizo ondear las cintas del vestido de Nasuada, que tragó saliva al sentir cómo la mente de Saphira entraba en contacto con la suya.

La sensación que daba Saphira era distinta a la de cualquier otro ser que hubiera conocido Nasuada: antigua y extraña, pero a la vez feroz y amable. Eso, combinado con la imponente presencia física de la dragona, le hacía pensar que si Saphira hubiera querido comérselos, lo habría podido hacer. Nasuada estaba convencida de que era imposible mostrarse indiferente ante un dragón.

Huelo a sangre -dijo Saphira-. ¿Quién te ha hecho daño, Nasuada? Dime sus nombres, y los abriré en canal y te traeré sus cabezas como trofeo.

-No hay necesidad de que abras a nadie en canal. Por lo menos de momento. Yo misma empuñaba la hoja. No obstante, no es el momento de profundizar en el asunto. Ahora mismo, lo único que me interesa es el paradero de Eragon.

Eragon -dijo Saphira- ha decidido quedarse en el Imperio.

Por unos segundos, Nasuada se sintió incapaz de moverse o pensar. Entonces una acuciante desesperación reemplazó a la negación inicial ante la revelación de Saphira. Los otros reaccionaron de diversos modos, de lo que Nasuada dedujo que la dragona les había hablado a todos a la vez.

-¿Cómo…, cómo has permitido que se quedara? -preguntó.¡

Saphira rebufó y unas pequeñas lenguas de fuego asomaron por los orificios de su hocico.

Eragon tomó su propia elección. No pude detenerlo. Insiste en hacer lo que considera correcto, cualesquiera que sean las consecuencias para él o para el resto de Alagaësia… Podría haberlo sacudido como a un polluelo, pero estoy orgullosa de él. No temáis; puede cuidar de sí mismo. Hasta ahora, no ha sufrido ningún infortunio. Si estuviera herido, yo lo sabría.

-¿Y por qué tomó esa decisión, Saphira? -preguntó Arya.

Acabaría antes mostrándooslo que explicándooslo con palabras. ¿Puedo?

Todos dieron su consentimiento.

Una riada de recuerdos de Saphira penetró en Nasuada. Vio la oscuridad de Helgrind desde lo alto de una capa de nubes: oyó a Eragon, a Roran y a Saphira discutiendo el mejor modo de atacar; asistió al descubrimiento de la guarida de los Ra'zac; experimentó la batalla épica de Saphira con los Lethrblaka. La procesión de imágenes fascinó Nasuada. Había nacido en el Imperio, pero no recordaba nada de todo aquello: era la primera vez en su vida adulta que veía algo más que los territorios fronterizos de las posesiones de Galbatorix.

Por fin llegaron Eragon y su discusión con Saphira. Saphira intentaba ocultarlo, pero la angustia que sentía por dejar solo a su arnigo seguía siendo intensa e hiriente. Nasuada tuvo que secarse los pómulos con las vendas de sus antebrazos. No obstante, los motivos que dio Eragon para quedarse -matar al Ra'zac y explorar el resto de Helgrind- le parecieron inadecuados: «Puede que Eragon sea impulsivo -pensó, frunciendo el ceño-, pero desde luego no es tan tonto como para poner en peligro todos nuestros objetivos sólo por visitar unas cuantas cuevas y completar su venganza hasta los últimos límites. Tiene que haber otra explicación».

-¡Maldición! -exclamó el rey Orrin-. Eragon no podía haber escogido un momento peor para irse por su cuenta. ¿Qué importa un único Ra'zac cuando todo el ejército de Galbatorix se encuentra a sólo unos kilómetros de aquí? Tenemos que hacer que vuelva.

Angela se rio. Estaba tejiendo un calcetín usando agujas de hueso, que entrechocaban y rascaban entre sí con un repiqueteo constante, aunque peculiar.

-¿Cómo? Estará viajando de día, y Saphira no se atreverá a volar por ahí en su busca mientras el sol esté alto, cuando cualquiera podría verla y alertar a Galbatorix.

-¡Sí, pero es nuestro Jinete! No podemos quedarnos sentados mientras él se encuentra en medio de territorio enemigo.

-Estoy de acuerdo -dijo Narheim-. Sea como sea, tenemos que asegurarnos de que vuelve sano y salvo. Grimstnzborith Hrothgar adoptó a Eragon en su familia y en su clan, que es el mío, como sabéis, y le debemos la lealtad de nuestra ley y de nuestra sangre.

Arya se arrodilló y, ante la sorpresa de Nasuada, empezó a desacordonarse y atar de nuevo la parte superior de sus botas. Con uno de los cordones entre los dientes, dijo:

-Saphira, ¿dónde estaba exactamente Eragon cuando entraste en contacto con su mente por última vez? En la entrada de Helgrind.

-¿Y tienes alguna idea del camino que pretendía seguir? No lo sabía aún ni él mismo.

-Entonces tendré que buscar en cualquier lugar posible -dijo Arya, que se puso en pie de un brinco. Como si fuera una gacela, dio salto adelante y echó a correr por el descampado, y desapareció por entre las tiendas y hacia el norte, rápida como la luz y el viento.

-¡Arya, no! -gritó Nasuada, pero la elfa ya se había ido.

Nasuada se la quedó mirando; estaba a punto de dejarse llevar por la desesperanza. «El centro se está hundiendo», pensó.

Agarrando los bordes de la irregular armadura que le cubría el torso con ademán de quitársela, Garzhvog se dirigió a Nasuada:

-¿Quiere que la siga, Señora Acosadora de la Noche? No puedo correr tan rápido como los pequeños elfos, pero sí cubrir la misma distancia.

-No…, no, quédate. Arya puede pasar por humana a cierta distancia, pero los soldados te perseguirían en cuanto te viera algún granjero.

-Estoy acostumbrado a que me persigan.

-Pero no en pleno territorio del Imperio, con cientos de hombres de Galbatorix merodeando por el campo. No, Arya tendrá que cuidarse sola. Ojalá encuentre a Eragon y lo proteja, porque sin ellos estamos condenados.