Tras las palabras de Eragon a los vardenos, Nasuada le hizo un gesto a Jórmundur, que enseguida se colocó a su lado:


-Que todo el mundo vuelva a sus puestos. Si nos atacaran ahora, nos aplastarían.

-Sí, mi señora.

Nasuada hizo una seña a Eragon y a Arya; a continuación, apoyó su mano izquierda sobre el brazo del rey Orrin, con quien entró en el pabellón.

¿Y tú qué? -le preguntó Eragon a Saphira, mientras los seguía. Luego entró en el pabellón y vio que habían levantado una lona de la parte trasera y la habían atado a la estructura de madera para que Saphira pudiera introducir la cabeza y participar de la reunión. Tuvo que esperar un momento para ver su brillante cabeza aparecer por la abertura, oscureciendo el interior al ocupar su lugar. Las paredes se iluminaron con los brillos púrpuras proyectados sobre la tela roja por sus azules escamas.

Eragon examinó el resto de la tienda. Estaba desnuda en comparación con su última visita, como resultado de la destrucción provocada por Saphira al meterse en el pabellón para ver a Eragon en el espejo de Nasuada. Con sólo cuatro muebles, la tienda tenía un aspecto austero, incluso para ser un pabellón militar. Conservaba, no obstante, la brillante butaca de alto respaldo donde se sentó Nasuada, con el rey Orrin de pie, a su lado; el célebre espejo, montado a nivel de los ojos sobre un soporte de latón forjado; una silla plegable y una mesa baja cubierta de mapas y otros documentos importantes. Una elaborada alfombra anudada, obra de los enanos, cubría el suelo. Además de Arya y de Eragon, unas cuantas personas más se habían congregado frente a Nasuada. Todos le miraban. Entre ellos reconoció a Narheim, el comandante de las tropas enanas; a Trianna y a otros hechiceros de los Du Vrangr Gata: Sabrae, Umérth y el resto del Consejo de Ancianos, excepto Jórmundur; y un variopinto surtido de nobles y funcionarios de la corte del rey Orrin. Los que no conocía supuso que ostentarían cargos distinguidos en alguna de las facciones que componían el ejército de los vardenos. Seis de los escoltas de Nasuada estaban presentes -dos situados en la entrada y cuatro tras Nasuada-, y Eragon detectó el enrevesado patrón de pensamientos de Elva, oscuros y retorcidos, procedentes del lugar donde se ocultaba la niña bruja, en el extremo más alejado del pabellón.

-Eragon -dijo Nasuada-. No os conocéis, pero déjame que te presente a Sagabatono Inapashunna Fadawar, jefe de la tribu inapashunna. Es un hombre valiente.

La hora siguiente, Eragon soportó lo que le pareció una interminable sucesión de presentaciones, felicitaciones y preguntas que no podía responder directamente sin revelar secretos que más valía mantener ocultos. Cuando todos los invitados hubieron hablado con él, Nasuada los despidió del pabellón, dio unas palmadas y los guardias del exterior hicieron entrar a un segundo grupo y luego, cuando el segundo grupo acabó de disfrutar del dudoso placer de la charla con él, apareció un tercero. Eragon no dejó de sonreír durante todo el proceso. Estrechó una mano tras otra. Intercambió vacuos cumplidos y se esforzó en memorizar la plétora de nombres y títulos de los que le acorralaron, ajustándose con la máxima educación al papel que se esperaba que interpretara. Supo que le honraban no sólo porque fuera su amigo, sino porque personificaba las posibilidades de victoria de los pueblos de Alagaësia, por su poder y por lo que esperaban conseguir gracias a él. En su fuero interno, aullaba de frustración y deseaba liberarse de las agobiantes demostraciones de buena educación y cortesía que se le imponían para subirse a lomos de Saphira y salir volando a algún lugar tranquilo.

Lo que sí disfrutó Eragon fue la experiencia de ver la reacción de los visitantes ante los dos úrgalos apostados tras la silla de Nasuada. Algunos fingían no ver siquiera a los corpulentos guerreros, aunque por la rapidez de sus movimientos y el estridente tono de sus voces, era evidente que aquellas criaturas les ponían nerviosos. Otros, en cambio, se quedaban mirando a los úrgalos y mantenían las manos sobre la empuñadura de sus espadas o dagas, y otros adoptaban una pose desafiante, desmereciendo la gran fuerza de los úrgalos y presumiendo de la suya. Sólo unos cuantos se comportaban con naturalidad ante la presencia de los úrgalos. Entre ellos estaba Nasuada, pero también el rey Orrin, Trianna y un conde que había manifestado haber visto a Morzan y a su dragón arrasar toda una ciudad cuando no era más que un niño.

Cuando Eragon no pudo más, Saphira hinchó el pecho y soltó un grave y vibrante gruñido, tan profundo que el espejo se agitó en su marco. El pabellón quedó mudo como una tumba. El gruñido no era una amenaza manifiesta, pero captó la atención de todos y dejó claro que se estaba impacientando. Ninguno de los visitantes fue tan incauto de querer poner a prueba su aguante. Con excusas precipitadas, recogieron sus cosas y salieron a toda prisa del lugar, aligerando el paso cuando Saphira empezó a tamborilear con sus garras sobre el suelo del pabellón.

Nasuada suspiró cuando la lona de la salida se cerró tras el último visitante.

-Gracias, Saphira. Siento haber tenido que someterte a la tortura de las presentaciones públicas, Eragon, pero estoy segura de que serás consciente de que ahora ocupas una posición destacada entre los vardenos y que ya no puedo tenerte sólo para mí. Ahora perteneces al pueblo. Exigen que les des la palabra y parte de tu tiempo, algo que consideran que les corresponde. Ni tú ni Orrin ni yo podemos oponernos a los deseos de la multitud. Incluso Galbatorix, en su oscura sala del trono de Urü'baen, teme a las volubles masas, aunque se lo niegue a todos, incluso a sí mismo.

Cuando se fueron las visitas, el rey Orrin abandonó la rigidez propia de su rango. Su expresión contenida se relajó y adoptó una más humana, de alivio, irritación e implacable curiosidad. Encogiéndose de hombros bajo su farragosa casaca, miró a Nasuada y le dijo:

-No creo que haga falta ya que tus Halcones de la Noche nos hagan compañía.

-Tienes razón -dijo Nasuada, que dio unas palmadas y despidió a los seis guardias que quedaban dentro de la tienda.

Acercando la silla que quedaba libre a la de Nasuada, el rey Orrin se sentó formando un lío de piernas y ondulantes telas:

-Bueno -dijo, mirando alternativamente a Eragon y Arya-; ahora contadnos vuestras aventuras, Eragon Asesino de Sombra. Sólo he oído vagas explicaciones sobre el motivo de tu permanencia en Helgrind, y ya me han dado bastantes evasivas y respuestas decepcionantes. Estoy decidido a averiguar la verdad del asunto, así que te advierto: no intentes ocultarme lo que pasó realmente mientras estabas en el Imperio. Hasta que no me expliques todo lo que hay que contar, ninguno de nosotros dará ni un paso fuera de esta tienda. -Supones demasiado…, Majestad -dijo Nasuada, en un tono frío-. No tienes autoridad para retenerme, ni tampoco a Eragon, que es mi vasallo; ni a Saphira ni a Arya, que no responde ante ningún señor mortal, sino ante alguien más poderoso que nosotros dos juntos, Ni tampoco nosotros tenemos autoridad para obligarte. Los cinco somos todo lo iguales que se pueda ser en Alagaësia. Harías bien en recordarlo.

La respuesta del rey Orrin fue igual de dura:

-¿He sobrepasado los límites de mi potestad? Bueno, quizá sí. Tienes razón: no tengo ningún privilegio sobre ti. No obstante, si realmente somos iguales, no veo que eso se refleje en cómo me tratas. Eragon responde ante ti, y sólo ante ti. Con la Prueba de los Cuchillos Largos, has ganado el control sobre las tribus errantes, muchas de las cuales se han contado durante mucho tiempo entre mis súbditos. Y gobiernas a voluntad sobre los vardenos y los hombres de Surda, que durante tanto tiempo han servido a mi familia con un coraje y una decisión superiores a las de cualquier otro hombre.

-Fuiste tú mismo quien me pediste que organizara esta campaña -respondió Nasuada-. Yo no te he destronado.

-Sí, a petición mía asumiste el comando de nuestras fuerzas, tan dispares. No me avergüenza admitir que tenías más experiencia y que has obtenido mayores logros que yo en la guerra. Nuestras perspectivas son demasiado precarias como para que tú, yo o cualquiera de nosotros pueda permitirse caer en un falso orgullo. No obstante, desde vuestra investidura parece que has olvidado que yo sigo siendo el rey de Surda, y que la dinastía de la familia Langfeld se remonta al propio Thanebrand, el Dador del Anillo, que sucedió al viejo loco Palancar, que fue el primero de nuestra raza en sentarse al trono en lo que es ahora Urü'baen.

«Teniendo en cuenta nuestra historia y la colaboración que te ha prestado la Casa de Langfeld en esta causa, resulta insultante que hagas caso omiso a los derechos inherentes a mi rango. Actúas como si tus veredictos fueran los únicos válidos y como si las opiniones de los demás no contaran, como si pudieras pisotearlas para lograr cualquier objetivo que consideres prioritario para la porción de hombres libres que tiene la suerte de tenerte como soberana. Negocias tratados y alianzas, como la firmada con los úrgalos, por iniciativa Propia, y esperas que yo y que otros acatemos tus decisiones como si tú hablara por todos. Organizas visitas de Estado precipitadas, como la de Blódhgarm-vodhr, y no te molestas siquiera en comunicarme su llegada, ni esperas a que esté presente para recibir juntos, como iguales, a su embajada. Y cuando yo cometo la temeridad de preguntar por qué Eragon -el hombre cuya mera existencia ha provocado la participación de mi país en este conflicto-, cuando cometo la temeridad de preguntar por qué esta persona tan importante ha decidido poner en peligro las vidas de los surdanos y de todas las criaturas que se oponen a Galbatorix permaneciendo en medio de nuestros enemigos, ¿cómo me respondes? Tratándome como si no fuera más que un subordinado demasiado celoso e inquisitivo cuyas infantiles preocupaciones te distraen de asuntos más importantes. ¡Bah! No lo aceptaré, te lo advierto. Si no eres capaz de respetar mi posición y aceptar una división justa de las responsabilidades, como debería ser entre dos aliados, entonces opino que no eres apta para dirigir una coalición como la nuestra, y me opondré a ti en todo lo que pueda.

Qué tipo más charlatán -observó Saphira.

¿Qué debo hacer? -exclamó Eragon, alarmado por la deriva que había tomado la conversación-. No quería contarle a nadie más lo de Sloan, salvo a Nasuada. Cuanta menos gente sepa que está vivo, mejor.

Un brillo azul marino recorrió el cuello de Saphira, desde la base del cráneo hasta los hombros, al levantar las puntas de las afiladas escamas romboides apenas un centímetro. Las recortadas capas de escamas protectoras le dieron un aspecto tenso y fiero.

No puedo decirte qué es lo más conveniente, Eragon. Para eso tendrás que confiar en tu sentido común. Escucha bien lo que te dicte el corazón y quizá veas claro cómo superar esos tropiezos traicioneros.

En respuesta al ataque del rey Orrin, Nasuada cruzó las manos sobre el regazo, con lo que el blanco de sus vendas destacaba aún más sobre el verde de su vestido, y con una voz tranquila y pausada dijo:

-Si te he hecho un desaire, se ha debido a un descuido y no a deseo alguno por mi parte de desmerecer ni tu persona ni tu dinastía. Por favor, perdona mis errores. No volverán a suceder; te lo prometo. Tal como has señalado, llevo poco tiempo en este cargo y aún no domino todos los detalles de protocolo.

Orrin aceptó sus excusas inclinando la cabeza en un gesto frío pero elegante.

-En cuanto a Eragon y a sus actividades en el Imperio, no podría haberte ofrecido información detallada, ya que ni siquiera yo disponía de ella. Como puedes comprender, no era algo de lo que quisiera hacer gala.

-No, por supuesto.

-Por tanto, me parece que el modo más rápido de solucionar esta controversia que nos afecta es dejar que Eragon nos exponga los hechos de su viaje, para que podamos valorar su expedición y formarnos una opinión al respecto.

-En sí, eso no es un remedio -puntualizó el rey Orrin-. Pero es el principio del remedio, y escucharé con mucho gusto.

-Entonces no nos demoremos más -dijo Nasuada-. Demos ese primer paso y acabemos con tanto suspense. Eragon, es hora que inicies tu relato.

Con Nasuada y los demás observándolo impacientemente, Eragon tomó una determinación. Levantó la barbilla y dijo:

-Lo que os diré es una confidencia. Sé que no puedo esperar de vos, rey Orrin, o de vos, señora Nasuada, que juréis que mantendréis esto en secreto hasta el día que muráis, pero os ruego que actuéis como si lo hubierais hecho. Si estas palabras llegaran a oídos de quien no corresponde, podrían causar un gran pesar.

-Un rey no dura mucho en el trono a menos que sepa apreciar el valor del silencio -declaró Orrin.

Sin más dilación, Eragon describió todo lo que le había ocurrido en Helgrind y durante los días siguientes. Después, Arya explicó lo que había hecho para localizar a Eragon y corroboró su relato sobre el viaje de ambos, aportando datos y observaciones propias. Cuando ambos terminaron de hablar, el pabellón se quedó en silencio. Orrin y Nasuada estaban inmóviles en sus sillas. Eragon se sintió como cuando era niño y esperaba a que Garrow le dijera cuál iba a ser su castigo por haber hecho alguna tontería en la granja.

Orrin y Nasuada se sumieron en sus reflexiones durante varios minutos; luego Nasuada se alisó la falda del vestido y declaró:

-Puede que el rey Orrin tenga una opinión diferente, y si es así, espero oír sus motivos, pero por mi parte creo que hiciste lo correcto, Eragon.

-Yo también -dijo Orrin, sorprendiéndolos a todos.

-¿Cómo? -exclamó Eragon, dubitativo-. No quiero parecer impertinente, ya que estoy muy contento de que deis vuestra aprobación, pero no esperaba que vierais con buenos ojos mi decisión de Perdonarle la vida a Sloan. Si puedo preguntar, ¿por qué…?

-¿Por qué damos nuestra aprobación? -le interrumpió el rey Orrin-. Las leyes deben respetarse. Si te hubieras erigido en verdugo de Sloan, Eragon, habrías estado ejercitando por tu cuenta el poder que ostentamos Nasuada y yo. Porque quien tiene la audacia de determinar quién debe vivir y quién debe morir no se pone al servicio de la ley, sino que dicta la ley. Y por muy benevolente que pudieras ser, eso no sería nada bueno para nuestra especie. Nasuada y yo, por lo menos, respondemos ante el señor ante quien hasta los reyes deben arrodillarse. Respondemos ante Angvard, en su reino de penumbra eterna. Respondemos ante el Hombre Gris a lomos de su caballo gris. La Muerte. Podríamos ser los peores tiranos de la historia, y con el tiempo, Angvard nos haría pagar nuestros errores… Pero no a ti. Los humanos somos una raza de vida corta y no deberíamos ser gobernados por uno de los inmortales. No necesitamos otro Galbatorix. -A Orrin se le escapó una extraña risa y su boca esbozó una sonrisa nada divertida-. ¿Lo entiendes, Eragon? Eres tan peligroso que estamos obligados a reconocer ese peligro ante ti y a esperar que seas una de las pocas personas capaces de resistirse a la atracción del poder.

El rey Orrin cruzó los dedos bajo la barbilla y se quedó mirando un pliegue de su casaca.

-He dicho más de lo que pretendía… Así que, por todos esos motivos, y por otros, estoy de acuerdo con Nasuada. Hiciste bien en encoger la mano cuando descubriste a Sloan en Helgrind. Por inconveniente que haya resultado este episodio, habría sido mucho peor, también para ti, si hubieras decidido matar por satisfacción personal y no en defensa propia o en acto de servicio a otros.

Nasuada asintió:

-Bien dicho.

Durante toda la explicación, Arya escuchó con una expresión inescrutable. Cualquiera que fuera su opinión al respecto, no la reveló.

Orrin y Nasuada asediaron a Eragon con una serie de preguntas sobre los juramentos que había impuesto a Sloan, así como sobre el resto de su viaje. El interrogatorio se prolongó tanto que Nasuada hizo que trajeran una bandeja con sidra fría, fruta y tartas de carne al pabellón, así como una pata de buey para Saphira. Nasuada y Orrin tuvieron abundantes ocasiones de comer entre pregunta y pregunta, pero Eragon estuvo tan ocupado hablando que sólo consiguió dar dos bocados a la fruta y unos sorbos a la sidra para aclararse la garganta. Por fin el rey Orrin se disculpó y se retiró para revisar el estado de su caballería. Arya se fue un minuto más tarde, después de explicar que debía informar a la reina Islanzadí y, tal como dijo: «calentar un balde de agua, lavarme la arena de la piel y recuperar mis rasgos originales. No me siento yo misma, sin las puntas de las orejas, con los ojos redondos y los huesos de la cara en donde no deben estar».

Cuando se quedó sola con Eragon y Saphira, Nasuada suspiró y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla. Eragon se quedó impresionado de lo cansada que parecía. Su vitalidad y presencia de ánimo de antaño habían desaparecido, al igual que el fuego de sus ojos. Eragon se dio cuenta de que Nasuada había estado fingiendo ser más fuerte de lo que era para evitar que sus enemigos se envalentonaran

y para que los vardenos no se desmoralizaran al ver su debilidad.

-¿Estáis enferma? -le preguntó.

Ella se señaló los brazos con un gesto de la cabeza.

-No exactamente. Estoy tardando en recuperarme más de lo que había previsto… Algunos días son peores que otros.

-Si queréis, yo puedo…

-No. Gracias, pero no. No me tientes. Una regla de la Prueba de los Cuchillos Largos es que debes dejar que tus heridas se curen de forma natural, sin magia. Si no, los participantes no soportan el dolor de sus cortes en toda su magnitud.

-Pero ¡eso es una barbaridad!

-Quizá -respondió ella, con una leve sonrisa-, pero es así, y llegados a este punto de la prueba, no voy a rendirme ahora por no poder soportar un poco de dolor.

-¿Y si las heridas se infectan?

-Pues se infectan, y entonces yo tendría que pagar el precio de mi error. Pero dudo que lo hagan, mientras tenga a Angela para controlarlas. Tiene unos conocimientos prodigiosos en cuanto a plantas medicinales. Estoy casi convencida de que podría decirte el nombre real de cada especie de hierba al este de la llanura del lugar simplemente con tocarla.

En aquel momento, Saphira, que se había quedado tan quieta que parecía dormida, bostezó -casi tocando el suelo y el techo con los extremos de su mandíbula abierta- e hizo girar los brillos que reflejaban sus escamas por toda la tienda, a una velocidad mareante.

Irguiéndose en su silla, Nasuada exclamó:

-Ah, lo siento. Sé que ha sido pesado. Habéis tenido mucha paciencia los dos. Gracias.

Eragon se arrodilló y colocó su mano derecha sobre las de ella.

-No tenéis que preocuparos por mí, Nasuada. Sé cuál es mi obligación. Nunca he aspirado a gobernar: no es mi destino. Y si alguna vez me ofrecen la oportunidad de sentarme en un trono, lo rechazaré y veré qué tal le va a alguien más indicado que yo para regir el destino de nuestra raza.

-Eres una buena persona, Eragon -murmuró Nasuada, y le apretó la mano entre las suyas. Luego soltó una risita-. Pero entre tú, Roran y Murtagh, me paso la mayor parte del tiempo preocupándome por los miembros de tu familia.

Eragon dio un respingo al oír aquello.

-Murtagh no es familiar mío.

-Desde luego. Perdóname. Pero, aun así, debes admitir que es impresionante la de quebraderos de cabeza que habéis causado los tres tanto al Imperio como a los vardenos.

-Tenemos ese talento -bromeó Eragon.

Lo llevan en la sangre -dijo Saphira-. Allá donde van, se meten en los mayores peligros que encuentran. -Dio un empujoncito a Eragon en el brazo-. Especialmente éste. ¿Qué otra cosa puedes esperar de la gente del valle de Palancar? Son todos descendientes de un rey loco.

-Pero ellos no están locos -precisó Nasuada-. Por lo menos yo no lo creo. Aunque a veces es difícil decirlo. -Se rio-. Si os encerraran a ti, a Roran y a Murtagh en la misma celda, no estoy segura de quién sobreviviría.

Eragon también se rio.

-Roran. No iba a dejar que una pequeñez como la muerte se interpusiera entre él y Katrina.

La sonrisa de Nasuada se tensó ligeramente.

-No, supongo que no lo permitiría. -Luego permaneció en silencio durante el tiempo de unos latidos. Después reaccionó-: ¡Dios mío, qué egoísta soy! El día está a punto de acabar, y yo me dedico a entreteneros, sin dejaros disfrutar de un minuto para charlar.

-Para mí es un placer.

-Sí, pero hay mejores lugares que éste para charlar con amigos. Después de todo lo que has pasado, supongo que te apetecerá darte un baño, cambiarte de ropa y disfrutar de una comida sustanciosa, ¿no? ¡Debes de estar muerto de hambre!

Eragon echó un vistazo a la manzana que aún tenía en la mano y, muy a su pesar, llegó a la conclusión de que sería impropio seguir comiendo ahora que su audiencia con Nasuada llegaba a su fin.

-Tu cara habla por ti, Asesino de Sombra -dijo Nasuada, tras cruzar la mirada con la suya-. Tienes el aspecto de un lobo famélico tras el invierno. Bueno, no voy a atormentarte más. Ve a bañarte y ponte tu mejor casaca. Cuando estés presentable, para mí sería un honor invitarte a cenar conmigo. Por supuesto, no serás mi único invitado, ya que los asuntos de los vardenos exigen de mí una atención constante, pero me animarías considerablemente la noche si accedieras.

Eragon tuvo que contener una mueca ante la perspectiva de tener que pasar más horas esquivando los ataques verbales de quienes le veían como un modo de satisfacer su curiosidad sobre los Jinetes y los dragones. Pero no podía decirle que no a Nasuada, así que, haciendo una reverencia, aceptó su invitación.