Saphira pegó las alas al cuerpo, se lanzó velozmente en picado hacia los oscuros edificios de la ciudad y Eragon bajó la cabeza para soportar el fuerte viento de cara. Luego, la dragona viró a la derecha para evitar convertirse en blanco fácil para los arqueros que estaban en el suelo y el mundo giró alrededor de ellos.


Eragon sintió una fuerte presión en las piernas en cuanto Saphira volvió a levantarse en el aire. Al cabo de un momento, la dragona se estabilizó y la presión desapareció. Las flechas silbaban a su alrededor como extraños chillidos de halcones: algunas fallaban y otras eran desviadas por las protecciones mágicas de Eragon.

Cuando estuvieron encima de los muros exteriores de la ciudad, Saphira, rugiendo, volvió a descender y atacó, con las garras y la cola, a los grupos de hombres que se encontraban en ellos, los cuales cayeron chillando al duro suelo que se encontraba a veinticinco metros más abajo.

En el extremo más alejado del muro que daba al sur había una torre alta y cuadrada equipada con cuatro ballestas enormes que disparaban jabalinas de tres metros de longitud hacia los vardenos, que se apretaban ante las puertas de la ciudad. Al otro lado de la cortina de proyectiles, unos cien soldados rodeaban a dos guerreros que se encontraban de espaldas al pie de la torre y trataban de defenderse desesperadamente ante los aceros que se blandían contra ellos.

A pesar de la oscuridad y de la altura, Eragon se dio cuenta de que uno de esos guerreros era Arya.

Saphira saltó desde el muro y aterrizó en medio de la masa de soldados, aplastando a varios hombres bajo los pies. El resto se dispersó, chillando de miedo y de sorpresa. Saphira rugió de frustración al ver que sus presas escapaban y dio un latigazo con la cola, con lo que derrumbó a doce soldados más. Uno de los hombres intentó huir corriendo por su lado. La dragona, rápida como una serpiente, lo atrapó entre las mandíbulas y meneó la cabeza de un lado a otro hasta romperle la columna vertebral. Acabó con cuatro hombres más de manera parecida.

Para entonces, los que quedaban ya habían desaparecido entre los edificios.

Eragon se soltó rápidamente las correas de las piernas y saltó al suelo. El peso añadido de la armadura le hizo caer de rodillas al aterrizar. Soltó un gruñido y se puso en pie.

-¡Eragon! -gritó Arya, corriendo hasta él. Jadeaba y estaba empapada de sudor. Su única armadura era un chaleco acolchado y un ligero casco pintado de negro para que no reflejara la luz.

-Bienvenida, Bjartskular. Bienvenido, Asesino de Sombra -susurró Blódhgarm, a su lado. Los cortos colmillos de color naranja brillaron a la luz de las antorchas y su mirada emitió un destello. El vello de la espalda del elfo parecía no tener fin y le hacía parecer más fiero de lo habitual. Tanto él como Arya tenían manchas de sangre, pero Eragon no supo distinguir si era suya.

-¿Estáis heridos? -preguntó.

Arya negó con la cabeza.

-Unos rasguños, pero nada serio -dijo Blódhgarm.

¿Qué estás haciendo aquí sin refuerzos?-preguntó Saphira.

-Las puertas -dijo Arya-. Llevamos tres días intentando romperlas, pero son inmunes a la magia, y el ariete ni siquiera ha hecho mella en la madera. Así que convencí a Nasuada de que…

Arya se interrumpió para recuperar el aliento y Blódhgarm continuó el relato:

-Arya convenció a Nasuada para que realizara el ataque de esta noche de forma que pudiéramos colarnos en Feinster sin ser vistos y abrir las puertas desde dentro. Por desgracia hemos encontrado a tres hechiceros. Nos envolvieron con sus mentes y nos impidieron utilizar la magia mientras reunían a una gran cantidad de hombres contra nosotros.

Mientras Blódhgarm hablaba, Eragon colocó una mano encima del pecho de uno de los soldados muertos y transfirió la poca energía que quedaba en él a su propio cuerpo y, desde él, a Saphira.

-¿Dónde están ahora los hechiceros? -preguntó mientras se dirigía a otro cuerpo.

Blódhgarm encogió sus velludos hombros.

-Parece que se han asustado con vuestra aparición, Shur'tugal.

Han hecho bien -gruñó Saphira.

Eragon absorbió la energía de tres soldados más y cogió el escudo redondo de madera del último de ellos.

-Bueno -dijo, poniéndose en pie-, vamos pues a abrirles las puertas a los vardenos, ¿os parece?

-Sí, y deprisa -dijo Arya. Mientras iniciaba la marcha, miró a Eragon-: Tienes una espada nueva. -No era una pregunta.

El asintió con la cabeza.

-Rhunón me ayudó a forjarla.

-¿Y cómo se llama tu espada, Asesino de Sombra? -preguntó Blódhgarm.

Eragon estaba a punto de contestar cuando cuatro soldados salieron corriendo por la boca de un oscuro callejón con las lanzas bajadas. Con un único y suave movimiento, Eragon desenfundó la espada Brisingr, atravesó el mango de una lanza y decapitó al soldado. Parecía que la espada brillara con un placer salvaje. Arya se lanzó hacia delante y atravesó a dos de los hombres antes de que tuvieran tiempo de reaccionar mientras Blódhgarm saltaba a un lado y se enfrentaba al último soldado, a quien mató con su propia daga.

-¡Rápido! -gritó Arya, y empezó a correr hacia las puertas de la ciudad.

Eragon y Blódhgarm corrieron detrás de ella mientras Saphira los seguía de cerca: el ruido de sus garras sobre las piedras de la calle resonaba con fuerza. Los arqueros les disparaban desde el muro y tres veces consecutivas aparecieron soldados de la parte principal de la ciudad y se lanzaron contra ellos. Sin aminorar la marcha, o bien Eragon, Arya y Blódhgarm mataban a los atacantes, o bien Saphira los bañaba en un abrasador torrente de fuego.

El constante estruendo del ariete se hizo más fuerte cuando se aproximaron a las puertas de la ciudad, de doce metros de altura. Eragon vio a dos hombres y a una mujer, vestidos con ropas oscuras y de pie delante de las reforzadas puertas, que cantaban en el idioma antiguo mientras se balanceaban de un lado a otro con los brazos levantados. Los tres hechiceros se quedaron en silencio al ver a Eragon y a sus compañeros y, con las túnicas ondeando al viento, corrieron por la calle principal de Feinster que conducía al extremo más alejado de la ciudad.

Eragon deseó perseguirlos, pero era más importante conseguir que los vardenos entraran en la ciudad para que dejaran de estar a merced de los hombres que estaban encima de los muros. «Me pregunto qué habrán planeado», pensó, preocupado mientras veía alejarse a los hechiceros.

Antes de que Eragon, Arya, Blódhgarm y Saphira llegaran a las puertas, cincuenta soldados vestidos con unas brillantes armaduras salieron de las torres de vigilancia y se posicionaron delante de las enormes puertas de madera.

Uno de los soldados dio un golpe contra la puerta con la empuñadura de la espada y gritó:

-¡Nunca pasaréis, nauseabundos demonios! ¡Esta es nuestra casa, y no permitiremos que ni úrgalos ni elfos, ni otros monstruos inhumanos, entren en ella! ¡Marchaos, porque no encontraréis más que sangre y dolor en Feinster!

Arya señaló hacia las torres de vigilancia y murmuró, dirigiéndose a Eragon:

-El mecanismo para abrir las puertas está escondido ahí dentro.

-Ve -repuso él-. Tú y Blódhgarm, rodead a los hombres y entrad en las torres. Saphira y yo los mantendremos ocupados mientras tanto.

Arya asintió con la cabeza y ella y Blódhgarm desaparecieron en las oscuras sombras que rodeaban las casas, detrás de Eragon y de Saphira. Gracias al vínculo que tenía con ella, Eragon percibió que Saphira se estaba preparando para lanzarse contra el grupo de soldados. Le puso una mano sobre una de las patas delanteras y le dijo:

Espera. Déjame intentar una cosa primero.

Si no funciona, ¿podré entonces hacerlos pedazos? -preguntó ella relamiéndose los colmillos.

Sí, entonces podrás hacer lo que quieras con ellos.

Eragon caminó despacio hacia los soldados con la espada a un lado del cuerpo y el escudo al otro. Desde arriba le dispararon una flecha que se detuvo en el aire a un metro de distancia de su pecho y cayó al suelo. Eragon miró los rostros aterrorizados de los soldados y, levantando la voz, les dijo:

-¡Me llamo Eragon Asesino de Sombra! Quizás hayáis oído hablar de mí y quizá no. En cualquier caso, tenéis que saber que soy un Jinete de Dragón y que he jurado ayudar a los vardenos a destronar a Galbatorix. Decidme, ¿alguno de vosotros ha jurado lealtad en el idioma antiguo a Galbatorix o al Imperio?… Bueno, ¿lo habéis hecho?

El mismo hombre que había hablado antes y que parecía ser el capitán de los soldados dijo:

-¡No le juraríamos lealtad aunque nos pusiera una espada en el cuello! Nuestra lealtad pertenece a Lady Lorana. ¡Ella y su familia nos han gobernado durante generaciones, y han hecho un buen trabajo!

El resto de los soldados soltaron unos murmullos de aprobación. -Entonces, ¡unios a nosotros! -gritó Eragon-. Rendid las armas y os prometo que no se os hará ningún daño ni a vosotros ni a vuestras familias. No podéis tener esperanzas de defender Feinster de los vardenos, de Surda, de los enanos y de los elfos.

-Eso lo dices tú -gritó uno de los soldados-. Pero ¿y si Murtagh y ese dragón rojo vuelven?

Eragon dudó un momento y luego, en tono confiado, repuso:

-No está a la altura ni de mí ni de los elfos que luchan con los vardenos. Ya hemos luchado con él una vez y lo hemos rechazado.

Eragon vio, a la izquierda de los soldados, que Arya y Blódhgarm salían de debajo de una de las escaleras de piedra que conducían a la parte superior de los muros y, con pasos silenciosos, las subían en dirección a la torre de vigilancia de la izquierda.

El capitán de los soldados dijo:

-Nosotros no nos hemos doblegado ante el rey, pero Lady Lorana sí. ¿Qué le haréis a ella, entonces? ¿Matarla? ¿Encarcelarla? No, no la traicionaremos dejándoos pasar, ni a los monstruos que atacan nuestros muros. Tú y los vardenos no traéis otra cosa que una promesa de muerte para quienes han sido obligados a servir al Imperio.

»¿Por qué no te podías estar quieto, eh, Jinete de Dragón? ¿Por qué no has podido bajar la cabeza para que el resto de nosotros pudiéramos vivir en paz? Pero no, el ansia de fama, de gloria y de riquezas es demasiado grande. Tienes que traer el sufrimiento y la ruina a nuestros hogares para satisfacer tus ambiciones. ¡Yo te maldigo, Jinete de Dragón! ¡Te maldigo con todo mi corazón! ¡Ojalá te marches de Alagaësia y no vuelvas nunca!

Eragon sintió un escalofrío, pues la maldición del hombre era como la que le había lanzado el último de los Ra'zac en Helgrind, y recordaba que Angela le había predicho ese futuro. Hizo un esfuerzo por apartar esos pensamientos y dijo:

-No deseo mataros, pero lo haré si debo hacerlo. ¡Rendid las armas!

Arya abrió en silencio la puerta que se encontraba en la base de la torre de vigilancia de la izquierda y se coló dentro. Sigiloso como un gato salvaje, Blódhgarm se deslizó por detrás de los soldados hacia la otra torre. Si alguno de ellos se hubiera dado la vuelta, lo hubiera visto.

El capitán de los soldados escupió al suelo, a los pies de Eragon.

-¡Ni siquiera pareces humano! ¡Eres un traidor a tu raza, eso

eres! -El hombre levantó el escudo y la espada y caminó despacio

hacia Eragon-. Asesino de Sombra -gruñó el soldado-. ¡Ja! Creería antes que el hijo de doce años de mi hermano ha matado a un Sombra que no que lo haya hecho un jovencito como tú.

Eragon esperó a que el capitán se pusiera a un metro de distancia de él. Entonces, dando un solo paso hacia delante, clavó a Brisingr por el centro del escudo, le atravesó el brazo y el pecho, y la espada le salió por la espalda. Mientras Eragon sacaba la espada del cuerpo del soldado se oyó un clamor discordante procedente del interior de las torres de vigilancia: las ruedas y las cadenas de las puertas empezaron a girar y las enormes vigas que mantenían cerradas las puertas de la ciudad empezaron a desplazarse.

-¡Rendid las armas o morid! -gritó Eragon.

Gritando todos a la vez, veinte soldados corrieron hacia él blandiendo las espadas. Los otros, o bien se dispersaron y corrieron hacia el centro de la ciudad, o bien siguieron el consejo de Eragon y depositaron las espadas, lanzas y cascos sobre las grises piedras del pavimento antes de arrodillarse a un lado de la calle con las manos sobre las rodillas.

Una fina niebla de sangre envolvió a Eragon mientras éste se abría paso a tajos por entre los soldados, saltando del uno al otro con tanta velocidad que no los dejaba reaccionar. Saphira acabó con dos de los soldados y, luego, abrasó a otros dos con una rápida llamarada que los quemó dentro de su propia armadura. Eragon se detuvo a un metro del último soldado con el brazo de la espada en alto después de haber descargado el mandoble: esperó a oír el golpe del hombre contra el suelo, primero una mitad y luego la otra.

Arya y Blódhgarm emergieron de las torres de vigilancia justo cuando las puertas chirriaban y se abrían hacia delante dejando al descubierto el extremo romo del enorme ariete de los vardenos. Arriba, los arqueros de los muros gritaron de consternación y se retiraron a posiciones más fácilmente defendibles. Docenas de manos aparecieron en los cantos de las puertas y las separaron y Eragon vio que una masa de vardenos de rostro adusto, hombres y enanos por igual, se apiñaban en el arco de la puerta.

-¡Asesino de Sombra! -gritaron, y también-: ¡Argetlam! ¡Bienvenido! ¡La caza es buena hoy!

-¡Estos son mis prisioneros! -dijo Eragon señalando con Brisingr a los soldados arrodillados a un lado de la calle-. Atadlos y ocupaos de que reciban un buen trato. Les he dado mi palabra de que no se les hará ningún daño.

Seis guerreros se apresuraron a cumplir sus órdenes.

Los vardenos se precipitaron hacia delante, penetrando en la ciudad con el rugido continuo del entrechocar de las armaduras y los golpes de las botas en el suelo. Eragon se alegró al ver a Roran y a Horst y a varios hombres de Carvahall en la cuarta fila de guerreros. Los saludó, y Roran levantó el martillo en señal de saludo y corrió hacia él.

Eragon cogió a Roran del antebrazo y lo atrajo para darle un fuerte abrazo. Luego, al separarse de él, se dio cuenta de que Roran parecía mayor y que tenía más ojeras que antes.

-Ya era hora de que llegaras -gruñó Roran-. Han muerto centenares de los nuestros intentando tomar los muros.

-Saphira y yo hemos venido tan deprisa como hemos podido. ¿Cómo está Katrina? -Está bien.

-Cuando esto haya terminado, tendrás que contarme todo lo que ha ocurrido desde que te marchaste.

Roran apretó los labios y asintió con la cabeza. Luego, señalando la espada, Brisingr, dijo:

-¿Dónde conseguiste la espada? -De los elfos. -¿Cómo se llama?

-Bris… -empezó a decir Eragon, pero entonces los otros once elfos a quienes Islanzadí había ordenado que protegieran a Eragon y a Saphira se separaron corriendo de la columna de hombres y los rodearon.

Arya y Blódhgarm se unieron a ellos. Arya estaba limpiando la fina hoja de su espada.

Antes de que Eragon pudiera continuar hablando, Jórmundur cruzó a caballo las puertas y lo saludó gritando: -¡Asesino de Sombra! ¡Qué buen encuentro! Eragon lo saludó y le preguntó: -¿Qué haremos ahora?

-Lo que a ti te parezca adecuado -contestó Jórmundur mientras tiraba de las riendas de su corcel marrón-. Tenemos que abrirnos paso hasta la torre del homenaje. No parece que Saphira pueda pasar por entre las casas, así que será mejor que deis un rodeo volando y os unáis a sus fuerzas cuando podáis. Si pudierais abrir la torre y capturar a Lady Lorana, sería una gran ayuda. -¿Dónde está Nasuada? Jórmundur hizo un gesto hacia sus espaldas. -En las últimas filas del ejército, coordinando nuestras fuerzas con el rey Orrin. -Miró hacia el flujo de guerreros y luego volvió a posar la mirada en Eragon y Roran-. Martillazos, tu puesto está con tus hombres, no cotilleando con tu primo. -Entonces, el enjuto comandante espoleó a su caballo hacia delante y subió por la sombría calle gritando órdenes a los vardenos.

Cuando Roran y Arya empezaban a seguirlo, Eragon agarró a Roran por el hombro y puso la punta de la espada sobre la de Arya.

-Esperad -dijo.

-¡Qué! -preguntaron los otros dos con tono exasperado.

Si, ¿qué? -intervino Saphira-. No tendríamos que quedarnos sentados charlando mientras tenemos la oportunidad de hacer deporte.

-Mi padre -exclamó Eragon-. No es Morzan, ¡es Brom!

Roran parpadeó, asombrado.

-¿Brom?

-¡Sí, Brom!

Incluso Arya parecía sorprendida.

-¿Estás seguro, Eragon? ¿Cómo lo sabes?

-¡Por supuesto que estoy seguro! Os lo explicaré luego, pero no podía esperar a contaros la verdad.

Roran meneó la cabeza.

-Brom… Nunca lo hubiera adivinado, pero supongo que tiene sentido. Debes de alegrarte de librarte del nombre de Morzan.

-Más que alegrarme -repuso Eragon, sonriendo.

Roran le dio una palmada en la espalda y le dijo:

-Ten cuidado, ¿eh? -Y salió corriendo tras Horst y los otros habitantes.

Arya se apartó en la misma dirección, pero antes de que se alejara mucho, Eragon la llamó y le dijo:

-El Lisiado que está Ileso ha salido de Du Weldenvarden y se ha reunido con Islanzadí en Gil'ead.

Arya abrió los ojos y la boca con sorpresa, como si fuera a hacer una pregunta. Pero en ese momento, la columna de soldados la arrastró hacia el centro de la ciudad.

Blódhgarm se acercó silenciosamente a Eragon.

-Asesino de Sombra, ¿por qué el Sabio Doliente ha abandonado el bosque?

-Él y su compañero pensaron que había llegado el momento de luchar contra el Imperio y de revelar su existencia a Galbatorix.

Al elfo se le puso el pelo de punta.

-Eso es una noticia trascendental.

Eragon subió a la grupa de Saphira.

-Abrios paso hasta la torre del homenaje. Nos encontraremos allí -les dijo a Blódhgarm y a los otros guardias.

Sin esperar la respuesta del elfo, Saphira saltó a las escaleras que conducían a la parte superior de los muros de la ciudad. Los escalones de piedra crujieron bajo su peso mientras ella subía hasta la pared más ancha, desde donde alzó el vuelo por encima de las casuchas en llamas de las afueras de Feinster, batiendo las alas deprisa para ganar altura.

Arya tendrá que darnos permiso antes de que podamos hablar a nadie de Oromis y de Glaedr. -Eragon recordó que él, Orik y Saphira habían jurado mantener el secreto a la reina Islanzadí durante su primera visita a Ellesméra.

Estoy segura de que nos lo dará cuando oiga nuestra historia -dijo Saphira.

Sí.

Eragon y Saphira volaron de un lugar a otro de Feinster, aterrizaban allí donde veían un grupo grande de hombres o donde algunos de los vardenos parecían apurados. A no ser que alguien los atacara de inmediato, Eragon intentaba convencer a todos los grupos de enemigos de que se rindieran. Fracasó tanto como tuvo éxito, pero se sentía mejor al intentarlo, ya que muchos de los hombres que recorrían las calles eran ciudadanos normales de Feinster y no soldados. A todos les decía:

-El Imperio es nuestro enemigo, no vosotros. No levantéis las armas contra nosotros y no tendréis ningún motivo para temernos.

Las pocas veces que Eragon vio a una mujer o a un niño correr por la oscura ciudad, les ordenó que se escondieran en la casa más cercana y, sin ninguna excepción, le obedecieron.

Eragon examinaba la mente de todos los que pasaban por su lado en busca de algún mago que les pudiese causar algún mal, pero no encontraron a ningún hechicero, aparte de los tres que ya habían visto, y esos tres habían procurado ocultarle sus pensamientos. Le preocupaba que, al parecer, no se hubieran unido a la pelea de ninguna forma visible.

Quizás intentan abandonar la ciudad -le dijo a Saphira.

¿Les dejaría Galbatorix huir en medio de la batalla?

Dudo que quiera perder a ninguno de sus hechiceros.

Quizá, pero tendríamos que ir con cuidado. ¿Quién sabe qué están planeando?

Eragon se encogió de hombros.

De momento, lo mejor que podemos hacer es ayudar a los vardenos a asegurar Feinster lo antes posible.

Ella estuvo de acuerdo y viró en el aire para dirigirse hacia una refriega que estaba ocurriendo en una plaza cercana.

Luchar en una ciudad era distinto que luchar a cielo abierto, como Eragon y Saphira estaban acostumbrados. Las estrechas calles y los apretados edificios dificultaban los movimientos de Saphira y le hacían difícil reaccionar cuando los soldados atacaban, a pesar de que Eragon podía notar la proximidad de los hombres mucho antes de que llegaran. Sus encuentros con los soldados acababan en una lucha desesperada que terminaba solamente con el fuego o la magia. Más de una vez Saphira destrozó la fachada de una casa con un descuidado movimiento de la cola. Consiguieron evitar heridas graves gracias a una combinación de suerte y de habilidad, y a las protecciones mágicas de Eragon; sin embargo, los ataques les hicieron ser más cautelosos y estar más tensos de lo que era habitual en ellos durante una batalla.

La quinta de esas confrontaciones dejó a Eragon tan furioso que cuando los soldados empezaron a retirarse, como siempre hacían al final, él los persiguió, decidido a matarlos a todos. Los soldados lo sorprendieron al dar un giro brusco y lanzarse contra las puertas de una sombrerería de señoras.

Eragon los siguió, saltando por encima de los restos de la puerta. El interior de la tienda estaba completamente oscuro y olía a plumas de pollo y a perfume rancio. Hubiera podido iluminar la tienda con la magia, pero puesto que sabía que los soldados se encontraban en mayor desventaja que él, no lo hizo. Eragon sentía sus mentes cerca, y oía sus agitadas respiraciones, pero no estaba seguro de qué había entre ellos y él. Penetró un poco más en la oscuridad, tanteando el suelo con los pies. Mantenía el escudo delante de él y a Brisingr encima de la cabeza, listo para golpear.

Eragon oyó que un objeto volaba por el aire con un sonido tan ligero cómo el de un hilo que cae al suelo.

Entonces, un mazo, quizás un martillo, le golpeó el escudo y se lo rompió en pedazos, haciéndolo trastabillar hacia atrás. Se oyeron gritos. Un hombre tropezó con una silla o una mesa y algo se rompió contra la pared. Eragon dio una estocada a ciegas y notó que Brisingr se clavaba en la carne y tropezaba con algún hueso. Percibió un peso en el extremo de la espada. Eragon arrancó el acero y el hombre a quien había atravesado cayó sobre sus pies.

Eragon miró rápidamente hacia atrás, a Saphira, que lo esperaba fuera, en la calle estrecha. Sólo entonces se dio cuenta de que había una antorcha montada en un poste de metal en uno de los lados de la calle, y que esa luz le hacía visible ante los soldados. Rápidamente, se apartó de la puerta y tiró los restos del escudo.

Se oyó otro fuerte estruendo en la tienda, y hubo una confusión de pasos cuando los soldados se precipitaban desde la parte posterior de la tienda hasta un tramo de escaleras. Eragon las subió detrás de ellos. El segundo piso era la vivienda de la familia que tenía la tienda. Varias personas chillaron y un niño empezó a llorar mientras Eragon penetraba en un laberinto de pequeñas habitaciones, pero no hizo caso, concentrado como estaba en perseguir a sus presas. Al final arrinconó a los soldados en una abigarrada sala que solamente estaba iluminada por la tenue luz de una vela.

Eragon mató a los cuatro soldados con cuatro golpes de espada, haciendo muecas cada vez que la sangre lo salpicaba. Tomó un escudo de uno de ellos y luego se detuvo un momento para observar los cuerpos. Le pareció de mal gusto dejarlos en medio del salón, así que los lanzó por una de las ventanas.

Cuando se dirigía de nuevo a las escaleras, una figura salió de detrás de una esquina y fue a clavarle una daga en las costillas. La punta de la daga se detuvo a unos centímetros del costado de Eragon, parada por las protecciones mágicas. Sorprendido, Eragon levantó Brisingr e iba a golpear con ella cuando se dio cuenta de que el soldado que blandía la daga no era más que un chico de trece años.

Eragon se quedó helado. «Podría ser yo -pensó-. Yo hubiera hecho lo mismo si me hubiera encontrado en su lugar.» Miró detrás del chico y vio a un hombre y a una mujer de pie, vestidos con el camisón de dormir y los gorros; se abrazaban el uno al otro y lo miraban con horror.

Eragon sintió un temblor interno. Bajó la espada y con la mano que le quedaba libre le quitó la daga al chico.

-Si yo fuera tú -le dijo Eragon, y el tono alto de su propia voz lo sorprendió-, no saldría fuera hasta que la batalla haya terminado. -Dudó un momento y luego añadió-: Lo siento.

Avergonzado, salió a toda prisa de la tienda y se reunió con Saphira.

Continuaron recorriendo la calle.

No muy lejos de la sombrerería, se tropezaron con varios de los hombres del rey Orrin, que llevaban candelabros de oro, platos y utensilios de plata y joyas, además de unos cuantos muebles que habían sacado de una rica mansión en la que habían entrado.

Eragon tiró al suelo un montón de alfombras que uno de los hombres llevaba.

-¡Devolved todo esto! -gritó a todo el grupo-. ¡Estamos aquí para ayudar a esta gente, no para robarles! Son nuestros hermanos y hermanas, nuestras madres y padres. ¡ Esta vez lo paso por alto, pero haz correr la voz de que si alguien más saquea haré que le azoten como a un vulgar ladrón!

Saphira gruñó en afirmación a sus palabras. Bajo la mirada vigilante de Eragon, los soldados, escarmentados, devolvieron los objetos a la mansión de mármol.

Y ahora -le dijo Eragon a Saphira-, quizá podamos…

-¡Asesino de Sombra! ¡Asesino de Sombra! -gritó un hombre corriendo hacia ellos desde la ciudad. Los brazos y la armadura indicaban que era uno de los vardenos.

Eragon apretó la empuñadura de Brisingr.

-¿Qué?

-Necesitamos tu ayuda, Asesino de Sombra. ¡La tuya también, Saphira!

Siguieron al guerrero a través de Feinster hasta que llegaron a un gran edificio de piedra. Varias docenas de vardenos se encontraban pertrechados tras un muro bajo que había delante del edificio. Parecieron aliviados al ver a Eragon y a Saphira.

-¡No os acerquéis! -gritó uno de los vardenos haciendo señas con el brazo-. Hay un grupo de soldados dentro, y nos apuntan con los arcos.

Eragon y Saphira se detuvieron justo antes de ponerse a la vista desde el edificio. El guerrero que los había llevado hasta allí, dijo:

-No podemos llegar hasta ellos. Las puertas y las ventanas están cerradas, y nos disparan si intentamos forzarlas.

Eragon miró a Saphira:

¿Lo hago yo o lo haces tú?

Yo me encargo -repuso ella, y levantó el vuelo arrastrando una fuerte corriente de aire tras las alas.

Saphira aterrizó en el techo: el edificio tembló y las ventanas se rompieron. Eragon y los demás guerreros contemplaron asombrados a la dragona mientras enganchaba las puntas de las garras entre las rendijas de las piedras y, con un gruñido de esfuerzo, partía el edificio y dejaba al descubierto a los aterrorizados soldados, a quienes mató como un terrier mata unas ratas.

Cuando Saphira volvió al lado de Eragon, los vardenos se apartaron de ella, evidentemente aterrorizados por esa demostración de ferocidad. Ella no les hizo caso y empezó a lamerse las garras para quitarse la sangre de las escamas.

¿Te he dicho alguna vez cuánto me alegro de que no seamos enemigos? -le preguntó Eragon.

No, pero es muy dulce por tu parte.


Por toda la ciudad, los soldados lucharon con una tenacidad que impresionó a Eragon; solamente cedían terreno cuando los obligaban a hacerlo y lo intentaron todo con tal de frenar el avance de los vardenos. A causa de esa persistente resistencia, los vardenos no llegaron al extremo oeste de la ciudad, donde mantuvieron sus puestos, hasta que la primera luz del alba empezó a iluminar el cielo.

La torre del homenaje era una estructura imponente. Era alta y cuadrada, y la adornaban varias torrecillas de distinto tamaño. El techo era de pizarra para que los atacantes no pudieran incendiarla. Delante de la torre había un gran patio, que albergaba unos cuantos edificios bajos y una hilera de catapultas; rodeando todo ese complejo había un grueso muro desde el cual también se levantaban unas torres. Cientos de soldados estaban dispuestos tras las almenas y cientos más abarrotaban el patio. La única manera de entrar en el patio desde el suelo era a través de un ancho pasillo abovedado que se abría en uno de los muros que se encontraba cerrado por una reja de hierro y unas gruesas puertas de roble.

Varios miles de vardenos se apretaban contra los muros y se afanaban en romper la reja con el ariete, que habían transportado desde la puerta principal de la ciudad, e intentaban trepar por los muros con ganchos y escaleras que los defensores de la ciudad no cesaban de rechazar. Nubes de flechas volaban por encima de los muros en ambas direcciones. Ninguno de los dos bandos parecía tener ventaja.

¡La puerta1. -dijo Eragon, señalándola.

Saphira se precipitó desde el aire sobre el muro de la reja y lo vació de soldados con una ráfaga de fuego. Aterrizó sobre la parte superior con un golpe seco que Eragon sintió en todo el cuerpo y le dijo:

Ve. Yo me ocuparé de las catapultas antes de que empiecen a lanzar rocas a los vardenos.

Ten cuidado -repuso él mientras descendía de su grupa hasta la parte superior del muro.

¡Son ellos quienes deben tener cuidado! -replicó la dragona.

Lanzó un gruñido a los soldados armados con picas que se encontraban alrededor de las catapultas y la mitad de ellos dio media vuelta y huyó.

El muro era demasiado alto para que Eragon pudiera saltar a la calle, así que Saphira colocó la cola entre dos almenas y hasta el suelo. Eragon enfundó Brisingr y bajó del muro por la cola de Saphira, utilizando las púas como si fueran escalones. Cuando llegó al extremo de la cola, saltó desde ella los seis metros que quedaban hasta el suelo. Al aterrizar en medio de los vardenos, rodó sobre su cuerpo para reducir

el impacto.

-Saludos, Asesino de Sombra -dijo Blódhgarm, emergiendo de entre la multitud junto con los otros once elfos.

-Saludos. -Eragon volvió a desenfundar la espada-. ¿ Por qué no les habéis abierto todavía la puerta a los vardenos?

-La puerta está protegida con muchos hechizos, Asesino de Sombra, y romperla requiere mucho esfuerzo. Mis compañeros y yo estamos aquí para protegeros a ti y a Saphira, y no podemos realizar esa tarea si nos agotamos haciendo otras cosas.

Eragon reprimió una maldición y dijo:

-¿Prefieres que seamos Saphira y yo quienes nos agotemos, Blódhgarm? ¿Eso nos hará estar más protegidos?

El elfo miró a Eragon un momento con una expresión inescrutable en sus ojos amarillos. Luego bajó la cabeza y dijo:

-Abriremos la puerta de inmediato, Asesino de Sombra.

-No, no lo hagáis -gruñó Eragon-. Esperad aquí.

Eragon se abrió paso hasta la parte de delante de los vardenos y

caminó hacia la reja.

-¡Dejadme espacio! -gritó, haciendo señas a los guerreros.

Los vardenos se apartaron y dejaron un área vacía de seis metros. Una jabalina disparada desde una de las ballestas rebotó contra sus protecciones mágicas y cayó a una calle de al lado. Saphira soltó un rugido desde el patio y se oyó el crujido de la madera al partirse y el chasquido de las cuerdas al romperse.

Eragon sujetó la espada Brisingr con ambas manos, la levantó por encima de su cabeza y gritó:

-¡Brisingr!

La espada se encendió con una llamarada azul y los guerreros que se encontraban detrás de él profirieron exclamaciones de asombro. Eragon dio un paso hacia delante y golpeó una de las barras de la reja. El acero cortó la gruesa pieza de metal y un cegador destello iluminó el muro y los edificios de alrededor. Al tiempo que la espada rompía las protecciones mágicas de la reja, Eragon notó un repentino aumento del cansancio. Sonrió. Tal como esperaba, los hechizos con los que Rhunón había dotado a Brisingr eran más que suficientes para acabar con los encantamientos.

A ritmo rápido y constante, abrió un agujero todo lo grande que pudo en la reja. Luego se hizo a un lado y la enorme pieza de acero cayó sobre las piedras del suelo con un estruendo. Pasó por encima de ella y caminó hacia las puertas de roble que se encontraban un poco más adelante, todavía dentro del muro. Colocó la punta de Brisingr en la rendija, entre las dos hojas de la puerta, y presionó con todo su cuerpo hasta que la hoja salió por el otro lado. Luego aumentó el flujo de energía hacia el fuego de la espada hasta que la hoja estuvo tan caliente que cortó la madera de roble como si fuera mantequilla. Una gran cantidad de humo se levantó desde la espada, lo que provocó que a Eragon le picaran los ojos y la garganta.

Movió la espada hacia arriba y cortó la inmensa viga de madera que bloqueaba las puertas desde dentro. En cuanto notó que la resistencia disminuía, retiró la espada y apagó la llama. Llevaba unos guantes gruesos, así que pudo abrir una de las hojas de la puerta de un empujón. La otra también se abrió, aparentemente sin hacer nada, pero luego Eragon se dio cuenta de que había sido Saphira quien la había abierto. La dragona se sentó a la derecha de la entrada y lo miró con un brillo en sus ojos de zafiro: detrás de ella, cuatro catapultas estaban hechas trizas.

Eragon se colocó al lado de Saphira mientras los vardenos penetraban en el patio, llenando el aire con sus gritos de batalla. Agotado por los esfuerzos, Eragon colocó una mano sobre el cinturón de Beloth el Sabio, y se recargó con parte de la energía que había almacenado en los doce diamantes escondidos en el cinturón. Le ofreció la que quedaba a Saphira, que estaba igual de cansada, pero ella rehusó diciendo:

Guárdala para ti. No te queda tanta. Además, lo que de verdad necesito es comer y dormir una noche entera.

Eragon se apoyó en ella y entrecerró los ojos un momento.

Pronto -dijo-. Pronto todo habrá terminado.

Eso espero -repuso ella.

Entre los guerreros que pasaron delante de ellos se encontraba Angela, vestida con su extraña armadura verde y negra y con su hüthvír, el arma de doble filo de los sacerdotes de los enanos. La herbolaria se detuvo al lado de Eragon y dijo con expresión picara:

-Una demostración impresionante, pero ¿no crees que te estás extralimitando un poco?

-¿Qué quieres decir? -preguntó Eragon con el ceño fruncido.

Ella arqueó una ceja.

-Vamos, ¿de verdad era necesario que le prendieras fuego a la

espada?

La expresión de Eragon se relajó al comprender su objeción. Se rio.

-No, para la reja no, pero me gustó hacerlo. Además, no puedo

evitarlo. Le puse de nombre «fuego» en el idioma antiguo, y cada vez

que pronuncio la palabra, la hoja se prende en llamas como una rama

de madera seca.

-¿Le has puesto «fuego» de nombre? -exclamó Angela en tono de incredulidad-. ¿Fuego? ¿Qué nombre es ése? También la hubieras podido llamar «Hoja Llameante» y ya está. Vaya, «fuego». Aja. ¿No preferirías tener una espada que se llamara «Comedora de Ovejas» u «Hoja de Crisantemo» o algo más imaginativo?

-Ya tengo a una «comedora de ovejas» aquí -dijo Eragon, poniendo una mano sobre Saphira-. ¿Para qué quiero otra?

Angela sonrió.

-¡Así que, después de todo, no te falta ingenio! Quizá todavía haya esperanza para ti. -Y se alejó hacia la torre haciendo girar la espada de doble filo y diciendo-: ¿Fuego? ¡Bah!

Saphira soltó un suave gruñido y dijo:

Ten cuidado con a quién llamas «comedora de ovejas», Eragon, o quizá recibas un mordisco.

Sí, Saphira.