Roran estaba de pie con los brazos levantados mientras
Katrina le anudaba los costados del chaleco acolchado que acababa
de ponerle. Cuando terminó, dio unos tironcitos en el borde para
alisarle las arrugas y le dijo:
-Ya está. ¿Está demasiado apretado?
El negó con la cabeza.
-No.
Katrina cogió las espinilleras que estaban encima del catre y
se arrodilló delante de él a la parpadeante luz de la vela. Roran
la observó mientras ella se las colocaba: Katrina le sujetaba la
pantorrilla con una mano mientras le aseguraba la segunda pieza de
la armadura. Roran sintió la calidez de su mano a través del tejido
del pantalón.
Luego Katrina se puso en pie, volvió al catre y cogió los
brazaletes. Roran estiró los brazos hacia ella y la miró a los
ojos. Ella le devolvió la mirada. Con gestos deliberados y lentos,
le sujetó los brazaletes en los antebrazos y le deslizó las manos
desde los codos hasta las muñecas. Roran la cogió de las
manos.
Katrina sonrió y se soltó.
Cogió la cota de malla del catre. Se puso de puntillas, se la
pasó por la cabeza y se la aguantó a la altura del cuello mientras
le ponía los brazos en las mangas. La cota tintineó como si fuera
de hielo cuando ella la dejó caer sobre sus hombros y el tejido de
malla cayó hasta tocarle las rodillas.
Después, en la cabeza, le colocó el gorro de piel y le anudó
las tiras debajo de la barbilla. Le sujetó el rostro con ambas
manos durante un momento, lo besó en los labios y le puso el casco
con cuidado encima del gorro de piel.
Cuando volvía hacia el catre, Roran le pasó el brazo
alrededor de la cintura, que ya empezaba a hacerse más ancha, y la
detuvo.
-Escúchame -le dijo-. No me pasará nada. -Intentaba
comunicarle toda la fuerza de su amor a través del tono de voz y de
la intensidad de la mirada-. No te quedes aquí sola. Prométemelo.
Ve con Elain: a ella le vendrá bien tu ayuda. Está enferma y ya ha
salido de cuentas.
Katrina levantó la cabeza. Tenía los ojos vidriosos, pero
Roran sabía que no vertería ninguna lágrima hasta que él se hubiera
ido.
-¿Tienes que ir en primera línea? -susurró
Katrina.
-Alguien tiene que hacerlo, y bien puedo ser yo. ¿A quién
pondrías en mi lugar?
-A cualquiera…, a cualquiera. -Katrina bajó la vista y
permaneció en silencio un instante. Luego se sacó un pañuelo rojo
del vestido y le dijo-: Toma, lleva esta prenda para que todo el
mundo sepa lo orgullosa que estoy de ti. -Y le anudó el pañuelo en
el cinturón, por la espada.
Roran la besó dos veces y luego la soltó. Ella fue a buscar
el escudo y la lanza y Roran volvió a besarla. Luego pasó el brazo
por la correa del escudo.
-Si me sucede algo… -empezó a decir.
Katrina le puso un dedo encima de los
labios.
-Shh. No hables de ello, no sea que se convierta en
realidad.
-Muy bien. -La abrazó por última vez-. Ten
cuidado.
-Tú también.
Aunque detestaba tener que dejarla, Roran levantó el escudo y
salió de la tienda a la pálida luz del amanecer. Hombres, enanos y
úrgalos atravesaban el campamento en dirección oeste, hacia el
atestado campo en que se encontraban los vardenos.
Roran se llenó los pulmones con el frío aire de la mañana y
los siguió; sabía que su grupo de guerreros lo estaba esperando.
Cuando llegó al campo de batalla, buscó la división de Jórmundur y,
después de presentarle el informe, se dirigió a la cabeza del grupo
y se colocó al lado de Yarbog.
El úrgalo lo miró un momento y gruñó:
-Un buen día para la batalla.
-Un buen día.
Un cuerno sonó en la vanguardia de los vardenos en cuanto el
sol apareció por el horizonte. Roran levantó la lanza y, al igual
que todos los que lo rodeaban, empezó a correr y a gritar con todas
sus fuerzas mientras una lluvia de flechas se precipitaba sobre
ellos y las rocas pasaban volando por encima de sus cabezas en
todas direcciones. Delante de él se levantaba un muro de piedra de
dos metros y medio de altura.
El asedio de Feinster había empezado.